"HAY  QUE  MADRUGAR"
Autor:  Nelson Dávila Barrantes
                El traje beige de dril lucía reluciente, dos días atrás con mi padre lo habíamos recogido de la sastrería. Ese día fuimos para la prueba final y al no necesitar que se entalle, previa cancelación de la confección lo trajimos a casa. Entonces mi madre comenzó la tarea de ponerle el rombo rojo a mi cristina.  Los galones luciendo 5 pitas del mismo color indicaban que era el último año que asistiría al colegio. La insignia de metal con el escudo estaba descolorida y con un pincel trataba de restaurarle sus colores originales usando esmalte “sapolín”.
Apenas terminé, mi madre me la cosió en la manga de la camisa. El cuello y los puños recién almidonados sonaban como si fuesen de cartón, las rayas del pantalón recién planchado eran perfectas. La pesada plancha de carbón con su gallito de acero descansaba en el ladrillo que le servía de base, allí permanecería hasta que las brazas se consumieran, me di cuenta que el soplador de totora estaba roto por el mango y me prometí que apenas pueda con mis propinas le compraría uno nuevo en el mercado.
                   Mama, muy cuidadosamente colgó mi uniforme en el gancho de alambre indicándome que ya era hora de acostarme, que al día siguiente tenía que madrugar para no llegar tarde a mi primer día de clases. Le di las buenas noches y me despedí con un beso en la frente. Con la débil luz que emitía la lámpara de kerosene pude contemplar su rostro cansado. Sus cuatro hijos mayores estaban en etapa escolar, lo que había hecho conmigo lo había repetido con todos, de manera que su agotamiento era natural, me imagino que esa noche quedaría rendida y que lo único que deseaba era acostarse, apagar el lamparín y dormir plácidamente.
Esa tarde había llovido torrencialmente pero la noche estaba despejada, el cielo era estrellado, el viento se llevaba las blancas nubes y una radiante luna llena iluminaba la ciudad  como si fuese de día.
Pensaba en lo rápido que habían pasado las vacaciones, en las experiencias vividas en esos meses, en el viaje a Lima donde conocí por primera vez el mar, sus concurridas playas, sus anchas avenidas, las casas sin tejados que contrastaban con las de mi pueblo que eran a dos aguas. Me imaginaba que al día siguiente me reencontraría con los amigos, con mis profesores, volvería a entonar el Himno Patrio a la hora de entrada, me asignarían mi nueva  aula, de repente conocería algún compañero, otros se habrían trasladado a otro colegio, en fin, todos estos pensamientos y dudas se despejarían dentro de algunas horas.
                       El cuarto iluminado por la luz que se filtraba, dejaba mostrar la mesa en donde estaba mi cartapacio que olía a tinte de almendra y a betún. Me había esmerado en sacarle lustre al igual que a  mis “eternos” zapatos enteros de cuero de búfalo. Estos me acompañaban desde dos años atrás, hechos a mi medida, usando estaquilla de madera. A pesar de que habían resistido decenas de partidos de fútbol, trajinados paseos al Cumbemayo, a las ventanas de Otuzco, a mi “pachaca”del río Mashcón donde con mi patota  nos bañábamos en una tranquila poza de agua helada y cristalina. Se conservaban intactos, un poco ajustados pero estos serían los últimos meses que me soportarían.
                       Como sería al día siguiente?, que novedades encontraría?, me ilusionaba la idea de la entrega de la lista de útiles y los textos escolares, el olor a lápiz, a tinta, a cuadernos nuevos y“planchaditos”, volvería a lucir mis blancas zapatillas “Bata Rímac” y mi uniforme de educación física..
Sentía en la nariz el olor de los canastotes de tortas que consumíamos en las horas de recreo, éstas ingresaban por el lado del río y  se agotaban de inmediato. De seguro que este año, la leche cortada, las acuñas, las tapitas de leche, los suspiros que vendían al frente del colegio los reemplazaría por la fuerte chicha de la “Guanábana”, por las sabrosas  portolas entomatadas, las latas de atún, las fuentes de papas sancochadas que  la dueña de esa picantería preparaba a los alumnos de 5to año cuando se escapaban de clase. Esperaba  que mis amigos me contaran sus aventuras, sus nuevas conquistas. Con muchos de ellos no me había visto en todo ese tiempo, de manera que habría mucho tema de conversación..
                        Lo que más deseaba era volver a recorrer el camino hacia el colegio, esas cuadras que lo separaban de mi casa, que al principio se me hacían largas pero con el transcurrir de los días las disfrutaba las cuatro veces que iba y venía en los dos turnos que estudiábamos, jugando, bromeando con los amigos, cruzándonos con las chicas del “Santa Teresita”, “del Indo Americano” tratando de divisar a las que nos interesaban, darnos un pequeño saludo, de repente con suerte acompañarla un par de cuadras y regresar corriendo donde el grupo. Llegar a la casa a la hora de almuerzo, ir directo a la cocina a destapar las ollas, a ver que habían preparado ese día, exigirle a la mamá  que sirva de inmediato.
                          Cogí el despertador, puse la alarma a las 6 de la mañana, recé un padrenuestro y agradecí al Señor por tener esos padres maravillosos, por estar vivo, por la dicha de pertenecer a ese prestigioso Colegio, este sería mi último año y me invadió la nostalgia, extrañaría sus aulas, su roja cancha de fútbol, la canchita de cemento donde jugamos ardorosos partidos, su banda de música en la que toqué por tres años. Alguno de mis hermanos  roncaba plácidamente, en el cuarto de mis padres habían prendido la luz y los llantos de mi hermano menor de meses de nacido, habían vuelto a levantar a mi madre para prepararle el biberón ó de repente por algún cólico ó pequeño malestar.

                            Cerré mis ojos y de a pocos me quedé dormido.
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