" ANECDOTAS Y PERSONAJES DE MI BARRIO 'DOS DE MAYO' "
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               Mi madre en sus cartas también cumplía con los saludos del tío.  “Mucho pregunta por tí, me decía, "cada vez que nos vemos me encarga sus saludos, no dejes de escribirle, te recuerda mucho”.  En honor a la verdad con el tiempo yo había dejado de escribirle. Los estudios, el trabajo y las enamoradas no me dejaban espacio para sentarme y dedicarle algunas letras por lo que reconozco que fuí muy ingrato y malagradecido.
                Una noche no podía conciliar el sueño, estaba inquieto, a duras penas cerré los ojos y un poco despierto sentí que me cogieron de los cabellos. Fue una remecida que hizo que salte inmediatamente de la cama. Prendí la luz y ya no pude dormir. Esa noche fue una de las mas largas de mi vida. Al día siguiente sonó el teléfono, corrí a contestar pues presentía que algo malo había pasado. Efectivamente era mi madre quién estaba en línea con una mala noticia: 
"A fallecido tu tío Héctor", me dijo, "a la una de la mañana dejó de existir, hasta sus últimos momentos no dejó de mencionarte, te reclamaba, me pidió que te diga que se despedía y que desde donde esté siempre velará por ti”
"Lo sé madre", le contesté, "sabes?...él sí se despidió de mí. Que Dios lo tenga en su gloria."

                                        
                                                
EL “TATA” CONCHA
             Era un muchacho alegre. Con la voz ronca y estridente. Le decíamos el “Tata” pero no recuerdo el motivo de ese apodo. Su nombre era Miguel Concha Tavera, por lo que los amigos lo conocíamos como el "Tata Concha”. Por esas épocas  en los cines “Aurora” y “Los Andes” pasaban las famosas "seriales". Las películas de “Tarzán, el Hombre-Mono” nos hacían vibrar de emoción. Con frecuencia en nuestros paseos por el campo trepábamos a algún árbol y ensayábamos el grito de este famoso personaje. Se entablaba una competencia entre el grupo para ver quien imitaba mejor ese característico sonido y la del “Tata” nos arrancaba carcajadas por que se asemejaba al claxon de un viejo auto ó al balido de una oveja.
             Pero él no se amilanaba. Muy al contrario con agilidad felina se pasaba de una rama a otra como si de verdad fuese el verdadero Tarzán. Amaba y admiraba a su ídolo y no se perdía ninguna de sus películas. Vivía al frente de mi casa, en el número 698. Su padre trabajaba como empleado en una casa comercial y era el único hijo alumbrado por Doña Celinda, su abnegada madre. La casona donde vivía  se caracterizaba por que en el patio principal una enorme higuera perfumaba la casa. Cuando uno ingresaba lo primero que percibía era el delicioso aroma y le pedíamos que se trepe  para bajarnos los riquísimos y dulces higos.
              Rodeaba al árbol las cuatro barandas del segundo piso donde quedaban los dormitorios y a un costado se encontraban la escalera de eucalipto por donde subíamos en locas carreras para que nos preste las tiras cómicas las que leíamos con mucho interés. Entonces doña Celinda nos alcanzaba las humeantes tazas de chocolate de Celendín y unas fuentes repletas de galletas,  suaves bizcochuelos y otros panecillos que ella misma preparaba. Nuestras visitas eran constantes, pues al no tener otros hijos la señora nos rogaba encarecidamente que visitáramos a su engreído: “Haz de regresar mañana sarquito", me decía, “vengan todos, que mañana voy a preparar manjar blanco, si se animan se quedan a dormir...no se preocupen que yo hablo con sus padres”  Y así pasaban los días y los meses  hasta que llegó la fatídica fecha.
               Esa mañana sus padres fueron a los “Baños del Inca”. Era costumbre ir por lo menos una vez a la semana a tomar un baño en tan famosas aguas termales. El “Tata” no sé de que artimañas se valió para convencerlos que el debía quedarse. Hasta ahora no comprendo como accedieron sus progenitores a ese pedido. Él era la adoración de los dos y nunca lo dejaban solo. Mis hermanos y yo, nos encontrábamos ayudando a mi padre a "varear" la lana de carnero de nuestros colchones. Cada cierto tiempo mi madre los descosía y vaciaba su contenido en el suelo, entonces nosotros comenzábamos la tarea.  Con unas varillas golpeábamos la lana para que se abran los vellones y caiga el polvillo.  De pronto escuchamos en la calle que llamaban a nuestro estimado amigo. El papá con el puño golpeaba el pesado portón y la madre desesperada hacía sonar la aldaba de bronce que pendía de un lado de la puerta, la cual tocábamos para anunciarnos cuando los visitábamos. No había respuesta. Los gritos atrajeron a todos los vecinos y uno de ellos colocó una escalera para trepar hasta lo alto de la pared y ver que es lo que estaba ocurriendo en el interior de la casa. Al momento de voltear pude divisar su rostro, pero ni me imaginé lo que causó esa palidéz. Con voz entrecortada y temblorosa dio la noticia: “Está muerto...está muerto”, repetía, “voy a descolgarme por el otro lado para abrir el portón. De aquí puedo divisar que está con tranca. Necesito que me alcancen una soga...”  Con gran dificultad cumplió su riesgosa tarea, nosotros veíamos de la calle como se perdió y después de unos largos minutos escuchamos que corría el cerrojo del portón por el lado opuesto.
               Fue entonces que al abrir las dos enormes hojas que cedieron a los empujones de la gente causando un enorme chillido por sus oxidadas bisagras, pudimos contemplar que el “Tata” colgaba de una rama sujetado con una soga de la cintura. Su rostro tenía una expresión de espanto. Tenía la boca abierta como lo hacía cuando emitía el prolongado grito de su personaje preferido. Sus pantalones húmedos despedían un fuerte olor y sus intestinos todavía estaban descargándose por ambas piernas ensuciando sus descalzos y pequeños pies. Que visión tan espantosa. Esos llantos lastimeros de sus angustiados padres, de amistades y vecinos han quedado grabadas en mi mente.
               Pobre “Tata”. Pobre amigo mío. Estoy seguro que en un último intento por imitar a su ídolo, no midió el riesgo y se lanzó desde una de las barandas  al vació para efectuar un salto como los que apreciaba en sus películas.  Esa misma noche, en un rincón de la casa, llorábamos a nuestro querido “Tarzán”. El velorio y el entierro fue muy concurrido. Al poco tiempo sus padres se mudaron. Nunca quisieron decir su destino, y por un largo período el barrio "Dos de Mayo” ya no fue el mismo. Lucía vacío y triste. Extrañábamos la presencia del "Tata", sus loquerías, sus travesuras y su voz destemplada y ronca.
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