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Mi amigo Avelino | ||||||||||||
Autor: Nelson Dávila Barrantes | ||||||||||||
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Habían acordado partir a las 5 de la mañana llevando su fiambre. La comitiva se componía de 15 alumnos, un auxiliar de educación y el profesor de Historia del Perú. La distancia de las ruinas incaicas a la ciudad era 18 kilómetros. Saliendo a la hora indicada llegarían a las 9 de la mañana; El profesor daría su clase "en vivo". Los alumnos estaban felices por esto. Era el curso que mas les gustaba. Admiraban su método de enseñanza y sobre todo disfrutarían del paseo. |
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Todos con sus ponchos ó casacas, chalinas y chullos escuchaban las indicaciones: "...nadie debía retrasarse ni separarse del grupo..., irían en dos columnas..., en silencio para no despertar a los vecinos que todavía se encontraban durmiendo...".Aún estaba oscuro. El sol saldría pronto y el ascenso sería más suave si partieran de inmediato ya que los rayos solares no quemaban mucho a esa hora. Ramiro tenía puesto una chompa de alpaca marrón, una bufanda del mismo color, un pantalón negro de diablo fuerte y un poncho color bayo confeccionado con lana de carnero. Llevaba en su "talega" dos cuyes fritos, una generosa porción de cancha y unas cuantas papas sancochadas. Le había suplicado a su madre que la ración sea doble puesto que Avelino,su mejor amigo, no llevaría refrigerio. El vivía con su abuelita anciana, muy entrada en años, que ya estaba casi ciega y sus arrugadas manos se sacudían constantemente. Por esta condición estaba limitada para cocinar y hacer las tareas del hogar pero su bondadoso nieto la ayudaba en todos los quehaceres de la casa. Días antes, después de acordar la fecha del paseo, Avelino en una confesión sincera le contó a Ramiro que el no iría. Le sobraban ganas pero su "cuyero" estaba vacío. El corral de la misma manera. La comida escaseaba en casa y la salud de la mama Zoila no era buena. Su amigo le contestó "...que no se preocupara, que el llevaría lo suficiente para los dos...". Lo estimaba mucho. Habían crecido juntos, correteado desde niños por el campo, pastando sus ovejas, trepándose a los árboles para comer el capulí y los poroporos. Acostados encima de las espigas de cebada contemplaban el hermoso cielo azul, miraban las nubes blancas, contemplaban los gavilanes que volaban en círculo al haber divisado algún corral ó un conejo silvestre. Entonces Avelino sacando su "rondin" y llevándolo a los labios le arrancaba las notas de un alegre huayno mientras Ramiro lo acompañaba con su aguda voz. Tocaron y cantaron un buen rato. Avelino era un experto en hacerlo. Ese instrumento le regaló una año atrás su profesora de Lenguaje que lo estimaba mucho. Mirando a un "huanchaco" posado en una rama, recordaron aquella ocasión en que caminando por la carretera mientras se dirigían a estudiar recogieron una ave similar que estaba herida, tenía una de sus alas colgando y al parecer estaba rota. Ramiro lo metió a su bolsa. Al llegar al colegio fueron directamente al salón para examinarlo, le amarraron un "carrizo" al miembro herido, lo encerraron en una caja de cartón que le dieron a guardar al portero prometiéndole que comida no le faltaría al pajarraco y que por favor cuidara de el. Así fue. De esto pasó un par de semanas, gozaron mucho cuando el ave levantó vuelo totalmente restablecida dando un par de vueltas encima de sus cabezas como si les agradeciera por el gesto y luego desapareció de sus miradas. No tenían hermanos, por eso se querían como si en verdad lo fueran. Sus edades se diferenciaban en meses. Ramiro tenía padres, gozaba de una familia, mientras que su amigo compartía su humilde choza con la abuelita. Así pasó el tiempo. Se prestaban sus cuadernos para "ponerse al día" cuando alguno faltaba a clases. Se ayudaban mutuamente, se contaban sus penas, sus alegrías y ahora estaban por experimentar esta gran aventura. Sabrían de sus ancestros. El profesor les explicaría sobre esta gran cultura. Esto los fascinaba, continuamente buscaban restos de huacos, conchas de caracol y piedras raras que coleccionaban. A las 6 de la mañana habían abandonado la ciudad, subían el primer cerro por una de sus laderas. El día anterior había llovido y el terreno era resbaloso, por lo tanto deberían tener sumo cuidado al continuar la travesía. La neblina se dispersaba poco a poco, sentían su humedad y ya empezaba a calentar. El estrecho sendero estaba plagado en ambos lados de paletas de tunas que en esa época florecían. El olor a pasto mojado, a retamas, a eucaliptos y pinos llegaba muy fuerte a sus olfatos. Conforme caminaban, contestaban el saludo de los campesinos que a esa hora laboraban pero que al reconocer al profesor dejaban su faena para decirle "Buenos días niñito..., buenos días patroncito..., buenos días amito...". Cuando llegaron a la cima hicieron un alto. Ya era las 8 de la mañana, merecían un descanso. Empezaron a comer su cancha, habas sancochadas, quesillo, harina de cebada. El profesor les explicaba que dentro de un par de horas, al otro lado del cerro que faltaba escalar se encontraban los restos arqueológicos más fascinantes que verían sus ojos, un esfuerzo mas y experimentarían una visión espectacular. Los alumnos escuchaban en silencio. No había agotamiento, más bien estaban intrigados por el tema. ¿Sería verdad todo lo que les decía su maestro? |
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