Bailemos juntos una vez más
los dos,
diosa de la piedad y la
sabiduría,
ramera celestial que sólo
accede
al cadáver del conocimiento
—pura donación de
amor al pecho inalcanzable.
Estrecharía tu belleza
espiritual con los jirones
del tiempo que supo florecer
en cierta espera
de ayer languideciente,
dispuesta, no obstante la
carcoma
tangencial que avanza hacia
el cenit de olvido y muerte
y destrucción y caos.
Daríamos la sangre,
si la droga
capaz de permitirnos acceder
al éxtasis
de un yo siempre patente
y mancillar lográsemos
con él tu cuerpo impredecible
aunque la eternidad
se hundiese en el pozo de
sí misma
y desaparecieras,
dejándonos la copa
llena de dulzor,
previa a nuestra nada.
Buenos Aires, agosto, 1998