Huyó, huía,
no sabe ahora de qué, si de una situación oprobiosa, de un
siglo infame o del presidio de alta seguridad de Urano. Aunque tampoco
sabe si se escapa porque carece de pasado. Simplemente camina, circula
desde ahora; el ayer es apenas la esquina que ha doblado y cuyas fachadas
ya pertenecen al olvido. Sabe que lo observan de reojo o descaradamente
por su aspecto, por eso se teme a sí mismo y no se anima a contemplarse
en el reflejo de vidriera alguna.
Lo atemoriza la gente
que lo circunda, pero, antes de que el terror a ser descubierto en la falta
que ignora llegue al clímax, una fábrica, con enormes tubos
de ventilación que exhalan hedores agrios y humos de color difuso,
aparece a su derecha. Y lo salva, porque al arrojarse al interior del más
cercano, esa muchedumbre se transforma en un desierto, inmenso, sin médanos
que alteren su lisura, un mar sin ondas, un llano infinito, plano, totalizador.
Encima de ese yermo
el cielo, brillante como en un mediodía, pero carente de soles o
lunas que lo alumbren, sin poniente entonces, o cenit, o alba o arreboles.
Por esa razón,
las nubes que se deslizan por debajo del firmamento no producen sombras,
ni atemperan la luminosidad del aire. Las nubes, en realidad, son las ciudades
que recorrió de joven y se le aparecen ahora, altas como cirros,
detalladas en lo inicuo, resaltadas sus gracias.
Buenos Aires y su
fisonomía despareja; Roma, desde la ruinas del Imperio al Barroco;
Dresde, Coventry, Hiroshima antes de los bombardeos; Potosí, Jerusalem,
Atenas, Karachi, Jakarta, Nueva Dehli ...pormenorizadas, aunque sin colores
y también vacías, sin sonidos ni coches que circulen por
sus calzadas. Solas, arriba, apareciendo y desapareciendo, vigías
de su caminata sin sed por las arenas, ni hambre, ni destino.
Buenos Aires, noviembre, 1997