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11 de Marzo!
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El Correo Digital, Viernes,
12 de marzo de 2004
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Muerte en
el Pozo del Tío Raimundo |
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Barriada
obrera
Sacudida por una tragedia
inconcebible, la barriada obrera más
emblemática de Madrid vivió ayer un día de dolor e
incomprensión
JON AGUIRIANO/MADRID
Apoyado en la marquesina de la parada del autobús de la avenida
de Entrevías, José Mora Segura observa el cercano
apeadero del Pozo del Tío Raimundo, acordonado por la
Policía Nacional desde primeras horas de la mañana. Al
igual que este jubilado andaluz, decenas de vecinos de este
rincón de Madrid contemplan en silencio el paisaje de la
tragedia. Seguramente, el horror tiene algo de hipnótico.
Quizás por su apariencia irreal. ¿Qué hace ese
tren parado en la vía, con dos vagones absolutamente reventados,
convertidos en un amasijo de hierros? ¿Y qué hacen
ahí los técnicos del Selur, el Servicio de Limpiezas
Urgentes del Ayuntamiento de Madrid, todos con sus uniformes
fluorescentes? ¿Cómo es posible que lleven horas
limpiando con sus mangueras a presión los restos de sangre de
más de cien personas?
«Todavía no me lo acabo de creer», murmura
José Mora, con lágrimas en los ojos.
«¿Qué pueden tener contra nosotros, si aquí
todos somos obreros, gente humilde? ¿Cómo pueden hacer
algo así?»
Las preguntas sin respuesta de este antiguo técnico de cajas
registradoras eran compartidas ayer por los más de 12.000
vecinos del Pozo del Tío Raimundo, quizás la barriada
obrera más emblemática de la capital de España,
desde que a las 7.35 horas de la mañana dos explosiones brutales
provocaron una masacre inconcebible en el apeadero de un tren que
venía de Guadalajara abarrotado de trabajadores y estudiantes.
Las viviendas cercanas de la avenida de Entrevías, al igual que
las del barrio de Palomeras Bajas, que queda al otro lado de las
vías del ferrocarril, fueron desalojadas tras las dos primeras
deflagraciones. Sara Ramírez vivió ese desalojo
precipitado, después de que los cristales de su casa, un bajo,
saltaran en pedazos por la onda expansiva.
«Fueron unos momentos terribles. A mis hermanas y a mis padres
nos despertó la primera explosión. ¿Se
movió la casa entera! Salimos a ver qué era y vimos el
tren ardiendo y gente que corría desesperada.
¿Imagínese la escena! Al de un rato vino la
Policía tocando todos los timbres y nos obligó a salir a
la calle», comenta.
El padre Llanos
El edificio donde vive Sonia es uno de esos bloques alargados de cuatro
alturas y números corridos que el Ministerio de la Vivienda
construyó en serie en el Pozo del Tío Raimundo hace poco
más de 20 años en sustitución de las
míseras chabolas con tejados de uralita que poblaban este barrio
obrero del sureste de Madrid. Fue la presión vecinal, liderada
por el famoso padre Llanos, la que hizo posible que el Pozo se fuera
transformando poco a poco hasta adquirir su humilde dignidad presente.
Primero, a mediados de los sesenta, fue la llegada de la electricidad y
el adecentamiento con gravilla de unas calles embarradas que eran
estercoleros. Luego llegó el suministro de agua potable y la red
de alcantarillado. Y cada uno de estos servicios fue una conquista a
pulso de los vecinos, un aluvión de gentes llegadas de
Andalucía y Extremadura con una única pretensión.
«Quitar el hambre», explica Gabriel del Puerto, presidente
de la Asociación de Vecinos del Pozo del Tío Raimundo.
En la pequeña sede de la asociación vecinal, situada en
la primera planta del Centro Cívico, Gabriel del Puerto atiende
la fotocopiadora, que echa humo. Han preparado un comunicado que van a
distribuirlo entre todos los asistentes a la concentración que
se celebrará dentro de un par de horas frente a la Asamblea de
Madrid. Uno de los párrafos del texto dice lo siguiente:
«En nombre de qué y con qué ceguera se puede
decidir sembrar la muerte con la pretensión de que sea aleatoria
y anónima, además de aterradora. Las víctimas del
terror, las de siempre y las de hoy, tenían rostro,
tenían voz, tenían amigos, tenían vecinos,
tenían una vida concreta».
«Es matar por matar», dice Del Puerto.
«¿Qué ideología o qué religión
puede tener el que es capaz de hacer algo así? No me lo
explico».
A las seis de la tarde, las primeras familias del barrio comenzaron a
llegar a la plaza del padre Llanos, punto de partida de la
manifestación. Alrededor del monumento dedicado a la memoria de
aquel cura irreductible fallecido en 1992 -«Soñamos con un
mundo unido sin otra soberanía que la del pueblo
universal», se lee en el monolito- las conversaciones se
sucedían entre la incredulidad y la indignación. Los
comentarios sobre conocidos que han resultado heridos o cuyos
testimonios habían sido recogidos por las cámaras de
televisión eran una constante.
-Dicen que en la familia de Manoli hay un herido.
-¿Y conoces a algún muerto?
-A ninguno. Pero me han dicho que hay gente que ha ido a la Feria. Y
allí han llevado a los muertos.
Bromas forzadas
Algunas bromas forzadas relajaban el ambiente. Se supone que, en
cualquier situación, la vida hay que celebrarla, aunque
sólo sea porque, a pesar de todo, continúa. Otras, en
cambio, resultaban incomprensibles en medio de la consternación
reinante. En una esquina de la plaza, por ejemplo, un grupo de
jóvenes de apariencia poco recomendable, quién sabe si de
esos que han obligado a muchas familias del barrio a fortificar sus
viviendas con grandes barrotes, optaban por el gore más
siniestro.
-Chacho, ¿has visto muchos pedazos?
María del Mar González no les ha escuchado, con lo que no
ha tenido que disimular su desprecio. Su caso es el de una
superviviente. Parada frente al bar Eduardo, una tasca de barriada cuya
especialidad es, así lo dice un cartel, la atención al
cliente, espera a unos amigos para acudir a la concentración en
repulsa por el atentado. Son las seis y media de la tarde y el viento
comienza a levantar polvo, papeles y desperdicios en el pequeño
parque de la Avenida de Entrevías. María del Mar tiene
que hacer un esfuerzo para dar su testimonio. No deja de ser
lógico porque, como ella misma dice, es una superviviente.
«Estoy viva de casualidad. Yo trabajo en una oficina de Recoletos
y cojo siempre el tren de las 7.35, el que ha explotado. Pero hoy me he
despertado antes. Ya sabes, a veces te despiertas sin que suene el
despertador y te vas un poco antes. He cogido el tren a las 7.25 y las
explosiones me han pillado cuando estaba en la estación de
Atocha. El estruendo ha sido terrible. Ha habido una gran humareda y
hemos empezado a correr. No sabía lo que estaba pasando, pero lo
primero que he hecho ha sido llamar a mi marido. Le he dicho que
parecía haber habido una explosión, un accidente. Al
principio he pensado en un choque de trenes. Luego, ya en la calle,
viendo cómo empezaba a salir la gente de Atocha... ¿Dios
mío!»
María del Mar se pone a llorar. Es un llanto breve que termina
con un gesto de disculpa, como si su desahogo tuviera que ser
perdonado. Y continúa.
«Lo peor es cuando pienso en los que iban en ese tren en el que
suelo ir yo. Siempre se te quedan caras de personas a las que no
conoces pero a las ves todos los días: chavales que van a
estudiar, muchos inmigrantes de Vicálvaro, de Alcalá, de
Torrejón, de Coslada... Trabajadores como tú.
¿Qué habrá sido de ellos, Díos mío?
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