El Estado del posbienestar. Cuatro dilemas para la reforma social*
por Gustavo Beliz**
La cuestión de la lucha contra la pobreza enfrenta en la actual realidad nacional un conjunto de restricciones complejas, variadas y de disímil solución.
Nuestro país reúne parecidos desafíos a los del resto de las naciones de la región, pero también suma un núcleo de particularidades que obligan a un análisis pormenorizado de sus dilemas.
En tiempos en los cuales se ponen en crisis paradigmas internacionales de organización económico-político-institucional, el tema decisivo del combate a la miseria y de las políticas sociales como herramientas claves para la promoción humana, tampoco escapa a las reglas generales de reformulación de estrategias y contenidos.
Este trabajo, en consecuencia, pretende abordar las principales restricciones y tensiones que se advierten en el panorama nacional para operar una profunda reformulación de las políticas sociales y del manejo del gasto público social, siendo consciente del carácter multifacético que una tarea semejante implica.
El núcleo del análisis transita por una avenida de doble vía:
Por un lado, considera algunos elementos de la situación macroeconómica, que influyen decisivamente en aspectos formales y sustantivos de las políticas públicas sociales, tanto en sus niveles de crisis como en las oportunidades de transformación que pueden ofrecerse en el futuro.
Simultáneamente, analiza elementos institucionales y organizativos desde el punto de vista del sector público y de los diversos actores comunitarios involucrados en el proceso de planeamiento y ejecución de las políticas sociales (tanto desde la óptica del mercado como desde la organización de la sociedad civil). En ambas perspectivas, se patentiza la necesidad de replantear profundamente el marco estratégico sobre el cual se asienta la concepción de gestión pública social, hoy sin dudas en tela de juicio, como producto de notorios cambios en el contexto sobre el cual opera dicho concepto.
La cuestión central de estas reflexiones, en consecuencia, se ubica en el agotamiento de un modelo de gestión social, tanto desde el punto de vista privado como desde la órbita estatal, y en el surgimiento de un período de transición que ahonda diferentes encrucijadas en el escenario económico e institucional.
En efecto, el viejo y maltrecho Estado de bienestar ha dado un paso al costado en la Argentina de nuestros días, y todavía no ha surgido con nitidez una visión estratégica del paradigma que sea capaz de reemplazarlo en términos de una más óptima actuación social.
Las turbulencias de esta etapa híbrida, las dificultades de adaptación para condiciones distintas a las de un lustro atrás, los remezones entre el presente y el pasado, le otorgan a la discusión de la cuestión un carácter urgente y esencial.
Dichas tensiones podrían resumirse en cuatro interrogantes sobre los cuales profundizaremos en el presente trabajo, a saber:
¿Qué significa hacer política social en la Argentina de los 90?
La pregunta traduce la conflictividad verificada entre la política económica y la política social, y su consecuente impacto sobre el nivel de intervención social que el Estado debe manifestar en este terreno. Una problemática tan vasta refleja en sus aspectos globales quizás la puja central de la nueva etapa, a partir de la falta de complementación y la disfuncionalidad verificada en ambos terrenos de políticas públicas, que acelera la necesidad de una reformulación profunda en la concepción e implementación del rol estatal y privado en la lucha contra la pobreza.
¿Quién representa a los pobres?
Tensión que impone una reconceptualización del término pobreza a la luz de un contexto macro diferente, de consecuencias no deseadas del ajuste y de una desestructuración societal que obliga además a reflexionar sobre los canales de expresión de los más marginados con respecto al sector público y las instituciones democráticas. La pobreza ha trocado abruptamente de características, y su perfil heterogéneo obliga a replantear el grado de actuación de las diferentes áreas del Estado, así como también de las organizaciones intermedias y la comunidad civil.
¿Quién representa al Estado?
Las anteriores transformaciones también verifican su impacto sobre un aparato público que se manifiesta incapaz de gerenciar y concebir las políticas sociales desde una perspectiva moderna y que tienda a la inclusión. La faz burocrática del problema tiene múltiples puntos de abordaje: su fragmentación organizativa, los criterios prebendarios, la falta de control y la superposición de estructuras que terminan dilapidando recursos escasos como producto de las restricciones fiscales. La faz institucional del problema adquiere una relevancia excluyente en este sentido.
Federalismo: ¿fragmentación o integración?
La opción por la descentralización de programas de lucha contra la pobreza y por la desconcentración de funciones a nivel del Estado central, plantea una cuestión clave que ofrece puntos de análisis tanto económicos como administrativos, por cuanto pone en juego elementos que se relacionan con criterios de ejercicio del poder, comportamientos políticos y partidarios, aspectos presupuestarios y de planeamiento, así como también permite una visión crítica sobre el tema de la focalización, que parece ocupar un lugar importante en cualquier discusión sobre el particular.
En definitiva, estas tensiones, estos dilemas estratégicos que surgen en el escenario de lo social, no resultan ajenos a una discusión de fondo que atraviesa el panorama político de fin de siglo, y que tiene que ver con los límites entre lo público y lo privado, entre el Estado y la sociedad civil, entre el mercado y el gobierno, entre el ciudadano y las organizaciones intermedias.
Son, decisivamente, temas de una agenda política, que hablan de una redistribución de criterios de asignación del poder, y que reflejan pujas culturales traducidas en múltiples terrenos del espacio democrático.
Resulta necesario formular un inmenso esfuerzo de creatividad, decisión e imaginación, para poner en marcha cambios complejos pero posibles.
En toda la región, a partir de las políticas de transformación vividas a lo largo de la última etapa de los 80 y comienzos de los 90, las mutaciones en las reglas de juego económicas e institucionales no parecen haber estado acompañadas de similares modificaciones en los modos de concepción de las políticas sociales.
Los condicionantes externos ‑la deuda, el deterioro de los términos de intercambio, las nuevas relaciones de poder mundial‑ obligaron a los países latinoamericanos a darse políticas de shock para adaptarse al naciente orden global.
A la par de la reforma económica, una idea dominante durante medio siglo, la de integración social ‑que involucraba un Estado activo frente al problema del empleo y las necesidades básicas de toda la población‑, fue siendo desplazada por el concepto de democratización.
En efecto, el discurso de la transición a la democracia sostenía la convicción en la existencia de una correlación directa e inmediata entre apertura política y equidad social.(((1)))
Sin embargo, aquella noción que parecía complementaria y catalizadora de ésta, se fue tornando apenas en su sustituta. Así, la modernización se vio acompañada de exclusión social y, en muchos casos, no involucró reconversión sino solamente racionalización (Calderón-Dos Santos, 1990).
El amortiguador de la democracia, escindido de un nuevo modelo de política social, fue demostrando su insuficiencia en la producción de los equilibrios societales que todo proceso sólido de reforma económica requiere. Por el contrario, en tanto la apertura política alentó más demandas y aspiraciones, la exclusión se fue tornando más insoportable y, en consecuencia, el nuevo escenario económico, más vulnerable desde la perspectiva social.
La fragilidad de las políticas sociales en el actual momento latinoamericano no es sino síntoma de una enfermedad aún más profunda: la ausencia de un Estado.
La falta de un Estado desde donde las urnas se transformen en poder. La carencia de un Estado que pague la hipoteca social de las reformas de mercado. La presencia de un vacío en el lugar antes ocupado por el Estado de bienestar, aun con sus limitaciones y carencias en cada caso nacional determinado.
El caracazo, Chiapas, los fenómenos guerrilleros y de narcoterrorismo, son dramáticas muestras de las debilidades y los límites de una obra inconclusa.
En la Argentina, el quiebre del viejo modelo de Estado y, también, de cierta conformación de su sociedad civil, se produjo abruptamente con la hiperinflación de fines de los 80.
Las instituciones del Estado de bienestar que habían hegemonizado medio siglo de integración social de la nación fueron incapaces de dar contención política a las demandas e incertidumbres que un fenómeno como aquél generara en la población.
Las obras sociales, la empresa pública, la universidad estatal, la escuela y el hospital públicos, el sistema previsional, los sindicatos inclusive, ingresaron en la faz terminal de una agonía que había empezado con el asalto que sufrieran en ocasión del último régimen militar (Lo Vuolo, 1993; Srur, 1992; Cassín, 1993).
La crisis del Estado de bienestar argentino podía percibirse desde largo tiempo atrás, con la peculiaridad de asumir características diferenciales tanto a las que se viven en el sector público de los países desarrollados como a las que sufren los vecinos más pobres (Dieguez-Llach-Petrecolla, 1990).
Es posible que su fragilidad haya estado latente en el mismo carácter híbrido con que originalmente se concibió (Lo Vuolo, 1993). En su génesis, la intensidad de las demandas reprimidas en el escenario político precedente, había obligado al primer peronismo a formular una ingeniosa mezcla de herramientas ortodoxas y heterodoxas, universales y focalizadas, racionales y corporativizadas, para garantizar el pleno empleo y la respuesta a derechos sociales mínimos.
Sus componentes basales, de todos modos, eran asimilables a los que constituyeron el soporte de los diferentes regímenes, erigidos bajo el Estado de bienestar.(((2)))
Por un lado, políticas keynesianas y neokeynesianas: intervencionismo activo sobre las variables macroeconómicas, manejo discrecional del déficit fiscal, cerrazón de la economía, decisivo rol de productor de bienes y servicios por parte del sector público. Por el otro, un trípode de intervención social dirigido a:
1) Generación del pleno empleo y garantía del trabajo a cada persona. 2) Provisión pública de servicios sociales con un criterio de universalidad. 3) Sustentación de un estándar de vida acorde con objetivos de reducción de desequilibrios en la distribución de la riqueza.
En nuestro caso, el Estado benefactor se fue desarrollando sin ninguna lógica social ‑ni en la selección de beneficiarios ni en la composición de las prestaciones‑; ni económica ‑independientemente de los ciclos y la evolución de los mercados‑; ni política ‑fue siendo definido desde la posición relativa de poder de los actores sociopolíticos demandantes‑ que pudiera darle racionalidad y eficacia.
De tal manera, cuando la hiperinflación estalló en la sociedad argentina, sus déficit principales hicieron eclosión: su crisis de financiamiento, de calidad y target; su docilidad ante las presiones corporativas; su ineptitud adaptativa a las necesidades y expectativas de sus beneficiarios.
El pacto social ‑entre activos y jubilados, sanos y enfermos, empleados y desocupados‑ en que fundaba su legitimidad (Zabalza, 1994) estaba ya suficientemente erosionado a la hora del desastre hiperinflacionario. La tradición incorporadora (Gerchunoff, 1994) que había sido una constante de la historia nacional ‑mas allá de las contingencias políticas, la productividad de la economía o la eficiencia misma del gasto social‑ comenzaba a ser un simple recuerdo.
La reforma económica del Estado generó dos consecuencias directas sobre lo social.
Primero, modificó condiciones macro para el desenvolvimiento de actores tradicionales en este terreno (organizaciones gremiales, partidos políticos, sectores empresariales, movimientos comunitarios), incorporando otros colectivos ‑en su gran mayoría, no estructurados‑ como demandantes de atención primaria (desempleados, cuentapropistas, inmigrantes, subocupados, trabajadores en negro).
Paralelamente, la reconversión puso en crisis un modelo de Estado asistencial que ‑construido en épocas y bajo condiciones sustantivamente diferentes‑ vino a alumbrar como notoriamente incapaz de otorgar respuestas a nuevas e inéditas demandas.
A medida que la reconversión económica avanza surgen con nitidez estas limitaciones políticas e institucionales para alcanzar una coherente política social.
Nos hallamos ante un asunto de complejidad mayúscula que lleva a interrogarnos acerca de las motivaciones profundas de esos cambios, sus orígenes, sus condicionamientos externos e internos, y las limitaciones para encarar un proceso que permita adecuar el racimo de políticas públicas sociales al nuevo marco estratégico sobre el cual avanza la Argentina. Cuestión esta última más compleja todavía, ya que, en ese propio terreno, aún está pendiente la construcción de renovados paradigmas de gestión pública.
Lo cierto es que las políticas de regularización de pagos externos, ajuste estructural, privatizaciones, desregulación, apertura y disciplina fiscal y presupuestaria asumidas a partir de los 90 ‑y con mayor énfasis en los tramos decisivos del Plan de Convertibilidad‑ modificaron de raíz las exigencias sobre el mapa de las políticas sociales.
Lo que en tiempos de hiperinflación y desorden macro y microeconómico se ubicaba en una dimensión exclusivamente cuantitativa, ha comenzado a manifestar imprescindibles requerimientos cualitativos, todavía en embrionario nivel de satisfacción en la etapa de estabilidad.
La tensión entre calidad de la política social y cantidad de la política social se manifiesta como una consecuencia natural de quiebre del modelo de Estado de bienestar en la Argentina (Gerchunoff, 1994).
Frente a una creciente incorporación de sujetos de política social propia del carácter universalista del Estado benefactor y de sus políticas de pleno empleo ‑incluso ya experimentadas desde la época de la gran inmigración gracias a las ventajas comparativas naturales y también ciertas políticas de un Estado prebienestar relativamente mejores a las de otros países también demandantes de mano de obra como el Brasil (Díaz Alejandro, 1984)‑, se generó una contrapartida de crisis fiscal y muy baja productividad de las políticas sociales.
El deterioro de la calidad fue una particular manera de "autoajuste" de tendencias ininterrumpidamente universales, sustentadas en un criterio irrestricto de "subsidio a la movilidad social" (Dieguez-Llach-Petrecolla, 1990), que ante cada cuello de botella fiscal o cada rebrote inflacionario se fueron desfinanciando geométricamente ente, sobre todo a causa de la alta elasticidad del ingreso respecto de la provisión de esos bienes en la población nacional: el traspaso del sector privado al público de los demandantes de atención sanitaria o escolar ha sido insoportable para un sistema incapaz siquiera de responder a su demanda histórica media. (((3)))
Un dato demográfico cobra en este sentido particular importancia a la hora de analizar las nuevas políticas sociales posibles dentro de sus restricciones insoslayables: la Argentina tiene un trabajador y medio activo ‑una persona y media en edad activa‑ por cada persona en edades extremas (entre 0 y 15 años o con más de 65 años).
Esta pirámide de población ‑tan parecida a la de los países europeos‑ no hace sino poner sobre el tapete que ciertas contradicciones y enigmas que vive hoy el Estado de bienestar en el mundo desarrollado (Offe, 1993; Teune, 1993) son asimilables a las que sufriría el Estado argentino aun cuando ‑hipotéticamente‑ lograra estándares de atención social tan avanzados como los de aquél. (((4)))
Por todo ello, la discusión sobre la política social en la Argentina de fin de siglo es la discusión en torno a una segunda fase de transformación política institucional del Estado, que ‑en base a las nuevas reglas del juego, y más allá de consideraciones ideológicas que cuestionen su mayor o menor grado de equidad‑ implica un dato irrefutable de la realidad y en ese marco presenta notorias insuficiencias y respuestas aún pendientes de solución.
Lo que sigue pretende exponer los principales desafíos que enfrenta nuestro país en materia de diseño e implementación de una nueva estrategia social que le permita atenuar las exigencias no deseadas del ajuste y la reestructuración, de manera de modificar sus efectos negativos y operar como una red de seguridad capaz de potencializar y socializar sus aspectos positivos, sin perder de vista la necesidad de tender hacia la superación de subordinaciones inapropiadas de lo social con respecto a lo económico, vía una adecuada complementación de ambas esferas. PRIMER DILEMA
Política económica vs. política social
¿La política social debe ser un hospital de la política económica? ¿0, por el contrario, debe ser su complemento en términos de promover un mayor nivel de vida de los integrantes de la sociedad?
La cuestión se liga con aspectos de amplia discusión en el mundo académico y político de la actualidad. Conecta con la relación entre política económica y política social, entendiendo a esta última como parte del conjunto de políticas públicas que impactan en la distribución del ingreso y las condiciones de vida de la población y subrayando su vinculación con aquellas otras políticas dirigidas al mercado del trabajo (((5)))
Se trata de un problema que debe ser abordado desde varias perspectivas.
Un primer punto de vista es el de la distribución de la riqueza (Torrado, 1995). La política social, se sostenía tradicionalmente, debe ser un mecanismo que ayude a crear mayor igualdad: en lenguaje técnico, que acorte las distancias entre el quintil superior de ingresos y el inferior de una sociedad.
Además de razones filosóficas, avalaba esta concepción una razón política y un fundamento económico. El motivo político era la creciente apertura democrática que, ya a mediados de este siglo, y en casi todo el mundo pluralista, había concedido el derecho al voto a los más pobres, a los analfabetos, y, también, a la mujer. Se suponía, entonces, que una mejora en los ingresos personales sería determinante para alcanzar el favor de la voluntad de los electores que, ya en su mayoría, eran trabajadores e indigentes.
Pero el fundamento económico era, quizás, más fuerte. Las ideas dominantes, de origen keynesiano, involucraban una visión del desarrollo económico del lado de la demanda. Se suponía que el aumento del consumo era el motor de la economía, y que la mayor propensión a esta actitud económica de los pobres y de los trabajadores implicaba que toda mejora en sus salarios reales (incluido su salario invisible como el seguro de salud) sería volcada de inmediato al consumo, con sus efectos consecuentes sobre el crecimiento.
El fordismo funcionó efectivamente en la Argentina,(((6))) desde una mixtura de políticas de intervención sobre los mercados de precios, salarios, trabajo, etc.‑, seguros sociales, subsidios y provisión gratuita y universal de servicios educativos y sanitarios, cuyos efectos sobre los ingresos reales fueron sensibles y crecientes.
Aunque plagado de irracionalidades en los objetivos y la gestión, y de estrategias corporativizadas, este modelo tuvo resultados exitosos hasta qué, hacia mitad de los setenta, la crisis fiscal y de balance de pagos, y sus ecos inflacionarios, destruyeron su base de sustentación.
Haciendo abstracción de la crítica despiadada que el neoconservadurismo le ha hecho a partir ‑es justo decirlo‑ de ciertos diagnósticos acertados de esa etapa, y de su análisis comparado respecto al tiempo que le sucedió, podemos extraer algunas enseñanzas válidas que pongan luz a la relación entre política económica y política social.
En primer lugar, la corporativización puede transformar políticas progresistas en fuertemente regresivas (Vélez, 1994), generándose espacios del sector estatal capturados por beneficiarios que hacen valer su poder de presión antes que su genuina necesidad de acceso a los frutos de la política social. Los subsidios mediados por presiones sectoriales jamás llegan a los más pobres, por lo que tampoco aceleran el consumo.
En segundo lugar, el Estado de bienestar es viable cuando el keynesianismo económico lo es. (((7))) Ambos se retroalimentan el uno al otro: son entre sí lo que la democracia política es a la libertad de prensa. Si la creación de puestos de trabajo con déficit fiscal cae en desgracia no es posible pretender un Estado que obre como malla de contención a través de la provisión de servicios universales y gratuitos a la población.(((8)))
En tercer lugar, si los equilibrios sociales a que da lugar el Estado benefactor tienen en lo fiscal su flanco débil, los equilibrios sociales del mercado sin Estado lo tienen en la exclusión, que es un explosivo a la espera de un detonante. Más allá de lo político-electoral: ¿Cómo se sostiene el equilibrio fiscal cuando la exclusión social crece más rápido que el producto de una economía?
En cuarto lugar, convendría analizar someramente la relación entre productividad económica y productividad social. Argentina ha vivido por mucho tiempo una situación ciertamente inédita. Se trata de una constante tendencia a la incorporación social (Gerchunoff, 1994), contrapuesta con una economía con productividad en baja y con políticas sociales con beneficios cada vez más irrelevantes respecto de los recursos invertidos.
Este proceso ‑abruptamente interrumpido con la crisis hiperinflacionaria‑ pudo sostenerse mediante políticas de alto costo fiscal que, no siendo estrictamente políticas sociales y teniendo efectos regresivos desde el punto de vista de la productividad económica, se mantuvieron durante años. Básicamente, esas políticas fueron las de creación de empleo público improductivo, de subsidios no explícitos a los precios de los servicios provistos por empresas públicas monopólicas (gas, luz, agua) y de vista gorda fiscal y previsional para las actividades económicas, lo que benefició, además de las grandes empresas, a una multitud de cuentapropistas y pequeños productores.
La nueva etapa del país y los patrones de conducta aconsejables en el marco de la modernidad nos hacen rechazar esta metodología falsamente incorporadora que, obviamente, hizo eclosión paralelamente con la crisis fiscal y monetaria de la híper. Pero, durante un período extenso y tal vez menos vertiginoso, fue erosionando las condiciones sociales de anchas franjas de la población a través del invisible pero implacable impuesto inflacionario. Lo cual demuestra, a su vez, que la estabilidad económica tiene un efecto social beneficioso también para los sectores más postergados.(((9)))
¿Es la subordinación de lo social bajo lo económico el precio que debería pagarse por la estabilidad? El corazón de tal interrogante tiene que ver con lo que habitualmente se señala como debilidad congénita del sector estatal encargado de llevar adelante las políticas sociales.
Si la intención consiste en efectuar un diagnóstico que reafirme tal aseveración, podrían destacarse los siguientes datos que lo demuestran: 1) El sector social enfrenta habitualmente una debilidad y fragmentación institucional que lo hace operar como "satélite" (Kliksberg, 1993) del sector económico de la administración pública.(((10))) 2) Existe una desarticulación creciente entre las políticas macroeconómicas y los inorgánicos programas de lucha contra la pobreza (Martínez Nogueira, 1992), que no permiten anticipar los impactos sobre grupos vulnerables, ni adoptar medidas anticipatorias, correctivas o reparadoras. 3) Otra cuestión tiene que ver con la dificultad para que el gasto público social se dirija a sectores no tradicionales, por cuanto éste tiende a beneficiar más al sector formal de la economía, a los centros urbanos y a los sectores de ingresos medios y altos. (Guimaraes, 1990).
Por el contrario, la tendencia a rescatar el concepto de "equidad funcional" (CEPAL, 1987) tiene como núcleo de su argumentación el hecho de que las políticas sociales que propugnan una mayor equidad trascienden el marco normativo de la justicia distributiva y deben ser entendidas como insumos para un ajuste económico que sea dinámico y duradero, y para el objetivo de promover economías productivas y capaces de competir internacionalmente.(((11)))
Se llega, de tal modo, a la cuestión que tiene que ver con la necesidad de que las nuevas políticas sociales tengan como fin esencial e ineludible el mejoramiento del capital humano de nuestra economía que, según demuestra la actual realidad de la era del conocimiento y la tecnología, es el valor más alto del mundo productivo.(((12))) Una política social que reduce la productividad de la economía es una mala política social.
Y, por otro lado, una política social de alto impacto por unidad invertida es un excelente apoyo para cualquier política económica, porque la beneficia ‑además de lo dicho en el párrafo anterior‑, del lado de las cuentas fiscales, ya desde la perspectiva del mero equilibrio en momentos de ajuste, como también desde la óptica de liberación de recursos para otros fines más reproductivos en lo económico.
Por consiguiente, hablar de la relación entre política económica y política social implica hablar de un diferente modelo de intervención social del Estado. Cada uno de los siguientes cuatro puntos nos ofrece una idea del contexto sobre el cual debería operar la reforma social pendiente, al tener en cuenta:
1) La íntima vinculación que la estrategia educativa tiene entre el binomio política de empleo‑política social. La formación y reconversión profesional es el punto de encuentro entre ambos ejes de políticas públicas, sea desde la perspectiva de la equidad social como desde la perspectiva de la competitividad productiva.
2) La novedad introducida por el proceso de privatizaciones, que también tiene un alto impacto sobre la equidad social,(((13))) tanto en términos de mantenimiento del equilibrio fiscal ‑que posibilita la estabilidad y otorga nuevas herramientas de recaudación impositiva‑, como en la introducción de nuevos patrones de inversión, precios y tarifas, lo cual incrementa la necesidad de que el Estado asuma eficaces criterios de regulación y defensa de los derechos de usuarios y consumidores.(((14)))
3) La incorporación de criterios de mercado para la ejecución de determinadas políticas sociales, superando la falta de transparencia y competencia que sesgan ciertas "privatizaciones corporativas" que se dan en el campo de áreas centrales de lo social, como el sector salud (González García, 1994).
4) El aprovechamiento de ventajas comparativas otorgadas por el proceso de estabilidad económica, que deberían traducirse en: un mayor orden en la planificación de políticas sociales, disciplina presupuestaria, control de gestión, establecimiento de redes de información, acceso a financiamiento internacional, explicitación de subsidios, oportunidades de concertación de los diferentes actores y una mayor profesionalización ación de los recursos humanos encargados de llevar adelante las diferentes tareas del área.
De tal modo, nos queda para el final de este asunto el más importante vaso comunicante contemporáneo entre política social y política económica: la inflación.
En efecto, todas las cifras demuestran que los períodos de alta inflación, además de tener como perdedores directos a quienes viven de ingresos fijos ‑los asalariados‑, dejan como saldo un crecimiento agregado notable de la pobreza.
Un resultado inmediato de todas las políticas antiinflacionarias exitosas ha sido la evolución favorable de los indicadores de consumo popular ‑carnes, leche, aceite‑. Otro, una más lenta pero también significativa caída de los índices de indigencia, en términos de necesidades básicas insatisfechas.
De todo esto puede inferirse que en economías inflacionarias, una política de estabilización acertada ‑cualesquiera sean las armas fiscales, monetarias, cambiarias o de precios y tarifas que se empleen‑ es la mejor política social. Es más: en los últimos años, en la Argentina, ha sido la única política social de gran suceso. Porque ha impactado sobre los indicadores sociales más inmediatos, y porque se ha podido verificar la ausencia de redes protectoras que convirtieran en menos incruento el ajuste, propiciando iniciativas estatales de diversa índole.
La inflación nos ha dejado, asimismo, una enseñanza fiscal de gran valor. Durante los 80 y principios de los 90, el gasto social en América Latina ha sido funcional al ajuste fiscal en dos sentidos: en períodos de ajuste, el gasto social también se ajusta y, en general, más que otros indicadores; en períodos de desajuste, opera como amortiguador pro-ajuste al, por lo menos, crecer en menor medida que el déficit fiscal global (Cominetti, 1993).
Dado que en estos años recientes de estabilidad el gasto social ha crecido por encima del gasto público total ‑del 14% al 18% del PBI‑, puede presumirse que la cita del párrafo precedente es válida para el ajuste fiscal en épocas de inflación decreciente pero todavía significativa, donde el equilibrio fiscal se alcanza fundamentalmente por reducción del gasto público. De allí que, cuando los índices de precios se estabilizan en cifras razonables ‑cercanas a la inflación internacional, por ejemplo‑ y el equilibrio de las cuentas puede sostenerse con aumentos en los ingresos genuinos del fisco derivados del habitual incremento en la actividad económica que acompaña la estabilización, la tendencia se revierte.
Esto último, es decir el crecimiento del gasto social por encima del aumento en el gasto público total, en el caso argentino ha tenido que ver con seguros sociales ‑de crecimiento agregado incesante e inflexible al ajuste‑, con la ley federal de educación y con el aumento del costo de los bienes sociales ‑incluidos salarios‑ que compra el Estado (Gerchunoff, 1994).
Vista la cuestión fiscal del lado de los ingresos, parece tomar fuerza un acuerdo generalizado (Gerchunoff, 1994; Artana, 1994; Lo Vuolo-Barbeito, 1993; Leyba, 1994): redistribuir por vía de la recaudación impositiva. La noción de que una estructura tributaria sostenida más por impuestos directos que indirectos es, en sí, una política de redistribución de la riqueza, ha chocado en América Latina ‑y en la Argentina en particular‑ con dos realidades que la desacreditaron: el capital transforma automáticamente un impuesto directo en indirecto ‑vía traslado a precios‑; y la evasión de tributos directos manifiesta un nivel elevado para estructuras de control que, en esta clase de impuestos, tienen una dependencia muy grande de la cultura tributaria de la población.
De allí que, contra la vieja idea de focalizar ingresos y universalizar gastos, el nuevo Estado debería tender, al menos en esta etapa, a despreocuparse de la focalización de tributos para concentrarse en la de políticas sociales, a partir de una redistribución más vía gastos que vía ingresos.
Plantear esto no involucra una opción ideológica neoconservadora ‑que piensa que no hay que cobrar impuestos a los ricos porque es necesario que ahorren e inviertan‑ sino una constatación práctica frente a un escenario específico.
Una consideración final debería centrarse en el hecho ya referido a la necesidad de establecer vasos comunicantes entre los planteos económicos globales y los planteos sociales globales, para establecer una real interdependencia entre ambos sectores y no caer en una actitud maniquea y errónea. Porque no se trata de enfocar la propuesta social como una propuesta contra el modelo económico o, en el mejor de los casos, a pesar del modelo.
Nuestra visión al respecto es contraria a esta concepción apocalíptica. La reorganización de la economía no la aceptamos sólo como un hecho sino, además, como un bien, teniendo en cuenta que la estabilización es un valor prácticamente indiscutido entre las diversas alternativas planteadas en el debate público.
Sus nuevas reglas de juego permiten comportamientos racionales en todos los ámbitos y, lejos de ser una traba, son bases desde las cuales construir alternativas superadoras. Los consensos logrados sobre el punto de partida de lo que no hay que hacer ‑no más regulaciones innecesarias y oscurantistas, no más un Estado productor de pérdidas millonarias, no más subsidios a los ricos, no más mercados en negro, no más desajuste fiscal pagado con impuesto inflacionario, no más festivales financieros que asfixian el crédito‑ dan lugar a la construcción de una serie de consensos en positivo ‑acerca de las nuevas fronteras del Estado, la regulación sobre los servicios públicos privatizados, la transparencia del mercado, la defensa del consumidor, la protección del medio ambiente, la competitividad, el Mercosur‑, entre los cuales ocupan un lugar central las políticas sociales, fundamentalmente la educación y el empleo.
Lejos de enarbolar una visión acrítica de la modernización y sus consecuencias sobre el tejido social ‑peligro de dualidad, crecimiento del desempleo y concentraciones de poder negativas‑, entendemos que aun así existe un amplio campo sobre el cual mejorar la calidad y el nivel de gerenciamiento y administración de la política social, y en particular de poner en marcha programas focalizados de lucha contra la pobreza extrema.
Para llevar adelante esta tarea, la reforma del Estado no puede convertirse en una exclusiva tarea de desguace, racionalización y privatización, sino que se impone avanzar hacia una concepción estratégica que, aun teniendo en cuenta los impactos internacionales producto de la globalización y la apertura, conserve herramientas decisivas de gestión, planificación, análisis y ejecución de la política social. SEGUNDO DILEMA
Vieja pobreza vs. nuevos pobres
Los 80 transformaron profundamente el concepto de pobreza y de política social. Lo qué en tiempos de Estado de bienestar se entendía con criterios de universalidad, generosidad fiscal y paternalismo del sector público, trocó abruptamente a partir de los sucesivos procesos de ajuste y de deuda que vivió la Argentina de 1975 en adelante. Los límites del nuevo mapa de la pobreza y la conceptualización de los nuevos pobres se refieren sustancialmente a modificaciones en el tejido comunitario que tienen hondas y múltiples consecuencias, tanto en la administración como en los destinatarios de políticas públicas reparadoras.
La variación operada en los últimos quince años sobre la estructura social argentina (Torrado, 1995) da cuenta de una serie de características que tienen que ver con (Minujín, 1992): 1) Un incremento de la pobreza, fundamentalmente teniendo en cuenta el advenimiento de "nuevos pobre", provenientes de familias que habían dejado atrás una situación de pobreza o que nunca habían estado en ella. (Ver Cuadro 2) 2) El surgimiento de una gran polarización y heterogeneidad es otra de las características de la época. La pobreza no consiste ya en un fenómeno estructural ‑propio de villas miseria y sectores marginales‑, sino que comienza a abarcar a un universo de personas con características socioculturales similares a los "no pobres" (educación media y superior, número de hijos por familia, condiciones de vivienda, etc.). 3) Una fragmentación del tejido institucional, evidenciada fundamentalmente a través de procesos de desindicalización obrera, concentración empresarial, precarización del empleo y achicamiento de los espacios tradicionales de participación laboral.
Al pensar las políticas sociales para los próximos años, es importante una identificación cierta de cuál es su misión.(((15)))
Al respecto, conviven a trazo grueso dos visiones. Una, la de la redistribución global, sostiene que el objetivo de tales políticas públicas es la integración social en sentido amplio, es decir, un reacondicionamiento desde pautas políticas de equidad de la distribución que sin el Estado hace por sí el mercado, respecto de la riqueza total de una economía.
Otra, la de la pobreza, sostiene que el campo de trabajo específico de las políticas sociales es el de los pobres en sentido estricto, sea conceptualizados desde las necesidades básicas insatisfechas o desde la línea de pobreza.(((16)))
La diferencia entre ambas tendencias, sin embargo, no tiene exclusivamente que ver con el mayor o menor grado de focalización de las políticas. Un caso típico sería el de la educación universitaria: dado el sector social que accede a este servicio, la educación gratuita ‑vista desde la segunda concepción de política social‑ sería claramente regresiva. Sin embargo, desde una noción amplia, suponiendo un efecto favorable en cuanto a la futura distribución del capital por un eventual ascenso vía conocimiento de grupos de clases medias tradicionalmente asalariadas, podría convenirse acertada esa inversión de fondos públicos.
De todos modos, dado que en lo social como en cualquier otra política pública rige la tradicional restricción económica de los recursos escasos para necesidades ¡limitadas, es conveniente asumir una decisión que, de igual manera con que se construye una democracia, no tiene por qué ser una opción que aniquile la contraria: puede ‑y debe‑ integrar en el núcleo de su estrategia los aportes más relevantes de la otra percepción.
En este complejo entramado de opciones, la reconceptualización de la pobreza y de la política social(((17))) significa un punto inicial ineludible, para después ingresar en el otro conjunto de alternativas que se hace necesario encarar de modo profundo.
Responder a estos interrogantes implica, asimismo, evaluar la realidad de la pobreza en la Argentina. Los datos sobre número de pobres varían de un autor a otro, incluso analizando la misma fuente y aplicando categorizaciones de pobreza relativamente similares. (((18)))
De todos modos, en cualquiera de los casos, puede percibirse un crecimiento de la pobreza constante a partir de 1980, un pico durante la hiperinflación, y luego, una caída cierta de las cifras a partir del programa de estabilización (Ministerio de Economía y Obras y Servicios Públicos, 1995; Minujín, 1993).
Sin embargo, creemos conveniente sacar del medio la discusión planteada en los terrenos político y académico acerca de si hay más o menos pobres.(((19))) No por elusión de responsabilidades, ni por complicidad con alguna de las partes políticamente perjudicadas con cualquiera de las respuestas a esa cuestión. Simplemente, por honestidad intelectual: analizar los indicadores de pobreza en medio de la hiperinflación es tan poco representativo como evaluarlos a la salida de un shock estabilizador.
Lo que parece más atinado es una observación sobre tendencias desestacionalizadas en cuanto a la conformación social del país. Enfocado el problema de esta manera, existen algunos aspectos que conviene destacar: * Parece haberse consolidado una estructura de distribución del ingreso. ‑abruptamente volcada en favor de los ricos en los primeros dos años del gobierno militar‑ que refleja un producto de la economía desagregado en un tercio para los ingresos altos, casi un 10% para los ingresos más bajos y el resto para los ingresos medios (Beccaria, 1993), aunque con una notable caída en el ingreso medio familiar (Beccaria, 1993), una enorme baja en la participación en el ingreso del sector asalariado (Beccaria, 1991) y un crecimiento de la desigualdad durante las últimas dos décadas (Beccaria, 1993).(((20))) * Existe una tendencia muy marcada a la desalarización ‑entre 1970 y 1991 cayó en un 10% la proporción de asalariados dentro de la economía con una aceleración del descenso en los últimos diez años‑; a la informalización del sector asalariado ‑hay un gran crecimiento de la proporción de trabajadores en microempresas‑; al cuentapropismo ‑del 80 al 91 aumentó del 24% al 27%‑; y a la precarización del trabajo asalariado: hay un 37% de. precarios y un 29% sin ninguna cobertura de salud.(((21))) * Dentro de los pobres, pareciera que el mayor incremento corresponde a los "nuevos pobres" o "empobrecidos" que habrían crecido entre 4 y 5 veces desde 1980 a la fecha, contra cifras estables de pobres estructurales (Minujín, 1993), lo que trae consigo la referida heterogeneidad de la pobreza (Murmis-Feldinan, 1991). (Ver Cuadro 3) * El fenómeno de la nueva pobreza se liga directamente no sólo con el aumento en la tasa de desempleo o subempleo (Monza, 1993; Ministerio de Economía y Obras y Servicios Públicos, 1994) ‑que ya supera el 14%‑, sino también con una caída en los salarios de sectores ocupacionales propios de la clase media ‑entre 1980 y 1990, los de profesionales por cuenta propia cayeron un 51,7% y los de la administración pública un 40,5%‑ y en actividades de las que dependen numerosos hogares habitualmente limítrofes con la línea de pobreza, como por ejemplo la construcción, cuyos salarios bajaron a la mitad en valores deflactados en ese mismo período. Existe, inclusive, un 10% de la población pisando la frontera de la categoría, "empobrecidos", que se constituye en altamente vulnerable (Minujín, 1993).
De todos estos datos ‑recientemente confirmados con una desagregación regional que castiga drásticamente al norte del país, junto a los conurbanos de las grandes ciudades (CEPA, 1994)‑ puede derivarse que, más allá del aumento o descenso relativo de los pobres ‑desde cualquier sistema de medición objetiva que se utilice (((22))), lo relevante para cualquier nueva política social es poder trabajar sobre dos constataciones preocupantes: 1) El cese de la tradicional movilidad social ascendente de la sociedad argentina (Gerchunoff, 1994; Torrado, 1995). 2) La creciente fragmentación social de la pobreza (Torrado, 1995).
Ambas tendencias son las que plantean escenarios críticos para la pobreza de mañana si no son resueltos con inteligencia hoy.
La primera, porque se tiende a formar un sector sobrecargado en las zonas limítrofes con la línea de pobreza, sumamente sensible a cualquier remezón económico: una hipótesis es soportar socialmente una hiperinflación con la distribución del ingreso del 74 y otra, con la actual.
La segunda, porque pone en crisis las políticas que pudieren pretender focalizar la pobreza como un todo único. El desafío consiste no sólo en salir de la universalidad, sino en saltar las macrofocalizaciones que también pueden determinar altos grados de ineficiencia y consecuente productividad decreciente en la política social.(((23)))
Todo lo anterior está dando cuenta de la tercera pata de mesa todavía tambaleante en el nuevo espacio institucional que enfrenta el capitalismo: el trípode que vincule adecuadamente al Estado, el mercado y la sociedad civil.
La era de la globalización no solamente exporta con la velocidad del rayo las consecuencias de crisis financieras y fiscales que afectan a los rincones más recónditos del planeta, sino que también está marcando un escenario de atomización inocultable en cuanto a las expresiones de la sociedad civil.
En la Argentina, esta realidad se verifica y traslada en problemas de representación y gestión de la política social, que parece cristalizar un modelo concebido desde una oferta institucional rígida y poco comprometida con las reales demandas de los más sumergidos.
Aquí también, las piedras en el camino no dejan de ser numerosas. A partir de las sucesivas crisis ya no puede hablarse de clases sociales homogéneas, divididas sólidamente en estándares económicos o de expectativas, ni menos aún puede hacerse alusión a la existencia de actores sociales que permanecen como gestores de la política social tradicional, llámense éstos sindicatos, organizaciones empresariales o partidos políticos, que en el pasado implicaban un alto nivel de pertenencia y representatividad para los diversos beneficiarios.
Si es verdad que en la raíz de la concepción de toda política social existe primerísimamente una opción política para conceptualizar los problemas a atacar mediante la gestión pública (Tenti Fanfani, 1993), no es menos cierto que el problema de la representación de los sectores más marginados está expresando una dificultad central de estos últimos diez años de restauración democrática, en cuyo transcurso se ha producido un acentuado y triple proceso de: desindicalización de la mano de obra; despartidización y desmovilización de la ciudadanía; y anomia e indiferencia del cuerpo social, incluso en términos de considerar como valorativamente menos relevantes conceptos que antes gozaban de un altísimo poder de convocatoria y atracción comunitaria (como solidaridad y justicia social).
Esta crisis de representación entre los pobres y el sector público también impacta sobre la focalización y la eficaz administración de los programas de lucha contra la pobreza.
La pauperización de cada vez más amplios y heterogéneos núcleos sociales implica también la disminución de criterios de representatividad de las instituciones sociales de esos sectores con respecto al sector público.(((24)))
Los supuestos beneficiarios de la política social pierden sus ámbitos naturales de expresión, al mismo tiempo que los sectores de ingresos más concentrados incrementan su capacidad de lobby sobre el aparato público y político.
Asimismo, los sectores más pobres se convierten en más vulnerables frente a las presiones clientelísticas y prebendarias de los niveles locales,(((25))) lo cual tiene un impacto negativo indudable sobre la productividad de la política social a nivel global.
Como contrapartida, no se da la existencia de un marco institucional que sea capaz de establecer eficaces redes de información entre los nuevos movimientos sociales que han surgido como producto de la mencionada heterogeneidad.(((26))) Organizaciones no gubernamentales, movimientos cívicos, asociaciones mutualistas y vecinalistas nacidas al calor de la crisis y como una respuesta frente a ella, no encuentran una articulación frente al Estado, incrementando de tal modo las dificultades de administración de las políticas sociales.
La superación del amiguismo y de criterios prebendarios o clientelísticos no surge como una consecuencia automática de la demolición del viejo e imperfecto Estado de bienestar; antes bien, el ajuste macroeconómico y las restricciones presupuestarias pueden profundizar dichas deformaciones, si paralelamente no se da una modificación de las pautas de representación de los más vulnerables frente al sector público, que neutralice la actividad de grupos de presión tanto privados como estatales.
El tema es de compleja resolución, por cuanto profundiza además la debilidad intrínseca de los más vulnerables en una puja distributiva que traslada múltiples tensiones al corazón del gasto público social, transformado en botín preciado tras la reforma de un Estado que ‑vía privatizaciones, desregulación y descentralización‑ ha visto disminuir notablemente su peso relativo en el escenario económico.
La conclusión sobre este dilema de vieja pobreza vs. nuevos pobres no debería obviar una definición cierta sobre la pobreza extrema: ella sigue constituyendo el eje ético de cualquier política social. Reconceptualizar la pobreza para luego reconceptualizar el abanico de políticas públicas dirigidas a mitigar sus consecuencias, no debería significar olvidar una misión sustantiva que cualquier opción política tiene sobre la lucha contra la pobreza extrema. En este sentido, a pesar de la heterogeneidad señalada en el cuerpo social y de las debilidades institucionales expresadas en el ocaso de múltiples canales de representación, el propio sector público es la columna vertebral insoslayable de todo programa encaminado a erradicar la miseria. La pobreza estructural representa la realidad de aquellos a quienes la sociedad no proveyó del mínimo necesario para garantizarles una básica igualdad de oportunidades. Al no contar, no sólo con ingresos corrientes satisfactorios, sino fundamentalmente con un background educativo,(((27))) sanitario y alimentario suficiente, aparecen como los más débiles para una salida de su condición de indigencia.
Si el Estado ‑más allá de mixturar sus intervenciones públicas con mecanismos de autogestión y aun de participación de mercados o cuasimercados‑ no toma en este caso las riendas del problema desde un punto de vista de su conducción estratégica, la ley de la selva es la que suplanta a toda ley política o racionalidad económica. TERCER DILEMA
Estado asistencial vs. Estado social
El punto anterior nos introdujo al dilema siguiente. Si la pobreza es distinta en la Argentina de los 90, no es menos cierto que, en su faz pública, la política social se encuentra tupacamarizada desde el punto de vista organizativo del Estado.
El fenómeno de crisis de gobierno en los asuntos sociales parece atravesar universalmente a las más variadas administraciones. Ya Toffler (1990) advertía a principios de la década: Los asuntos, tanto mundiales como nacionales, están desestabilizados. En condiciones como éstas, incluso las mejores burocracias se desintegran. El problema de los "sin hogar" en Estados Unidos, por ejemplo, no sólo es un problema de inadecuación de la política de viviendas sociales, sino de varios problemas interrelacionados ‑alcoholismo, drogadependencia, desempleo, enfermedades mentales y altos precios del suelo‑. Cada uno de ellos es competencia de una burocracia distinta, y ninguna de ellas puede acometer por sí misma el problema de manera eficaz, y tampoco ninguna quiere ceder su presupuesto, autoridad o jurisdicción a la otra.
La dificultad del Estado para recuperar su poder y del buen gobierno para establecerse como criterio general de administración, tiene limitaciones de todo tipo.
En el caso argentino, también se verifica una creciente fragmentación institucional, tanto en los niveles de ejecución del gasto público social, como en las etapas de planificación de acciones estratégicas, programación presupuestaria y contralor social y oficial de las diferentes medidas implementadas.
La puja en torno de esta cuestión puede comenzar a examinarse a partir de la propia definición de gasto público social, entendida como una abstracción macroeconómica que reúne jurisdicciones, programas y sectores muy diferentes (Banco Mundial, 1993), lo cual da cuenta de la complejidad y variedad de los sujetos que intervienen en su ejecución. De la lectura estricta del presupuesto nacional, se infiere que 14 jurisdicciones pueden ser catalogadas como ejecutoras de gasto social.(((28)))
A esto hay que sumarle la distribución de las acciones entre nación, provincias y municipios, y el gasto privado ‑desde las familias hasta las organizaciones intermedias, fundaciones y empresas‑, que representa alrededor del 40% en salud, más de un tercio de los recursos puestos en educación, y las dos terceras partes de la inversión en vivienda (Dieguez-Llach-Petrecolla, 1990).
La variedad de sectores que abarca el gasto estatal ofrece un panorama suficientemente amplio como para comprender la necesidad de efectuar ponderaciones caso por caso, sin caer en generalizaciones que pueden llegar a afectar el rigor de cualquier análisis. En efecto, el gasto público social involucra erogaciones en educación, salud, agua y servicios sanitarios; las relativas a programas nutricionales, de vivienda y promoción social; los seguros sociales (seguridad social, asignaciones familiares y obras sociales); y las erogaciones en los sectores trabajo, cultura, deportes, recreación, turismo social, ciencia y técnica y servicios urbanos.
Asimismo, en el interior de un escenario tan vasto, se reflejan distintos impactos redistributivos (Vargas de Flood, 1994). Existen ciertas erogaciones que están ciertamente direccionadas hacia las capas más pobres, como es el caso de la educación elemental, la atención médica, los programas de nutrición y los de promoción social. Otros, inversamente, se encuentran dirigidos hacia los quintiles de mayores ingresos, como el gasto en educación terciaria y universitaria, en cultura, y en ciencia y técnica.
¿Puede el modelo de Estado actual administrar correctamente el volumen general de gasto público social? La primera aproximación indica que no. Al menos, está señalando la posibilidad de incrementar su productividad, sin dejar de advertir el enorme número de dificultades con las cuales se tropieza cuando se pretende una tarea semejante. Para la respuesta, enfrentamos un escenario múltiple, con actores disímiles, atomizado en cuanto a sus ejecutores, y teniendo que operar también sobre una realidad plenamente heterogénea, tal cual se analizó en el punto anterior.
El propio concepto de política social nos debe llevar a un enfoque que tienda a la integralidad y complementariedad (Martínez Nogueira, 1992) entre los diversos sectores sobre los cuales mecánicamente se pretende dividir la materia. El erróneo abordaje compartimentado en términos de áreas (salud, seguridad social, educación, vivienda, etc.) debe dejar paso a una estrategia mucho más abarcativa y multidisciplinaria.
Efectivamente, frente a un cambio pronunciado y dinámico del espacio societal, el sector público manifiesta una rigidez e impermeabilidad que lo debilita desde el punto de vista organizativo. Algunas de las características de esta debilidad institucional pueden sintetizarse en: * Pérdida de peso relativo del Estado central como producto del proceso de descentralización, lo cual lleva a ejecutar una parte sustancialmente menor del gasto público social por parte de la nación, recayendo el resto sobre provincias y municipios. * Teniendo en cuenta lo anterior, se comprueba una ausencia de planificación adecuada, capaz de incrementar el nivel de eficacia de los diferentes programas y acciones. Si bien los sucesivos intentos de diseño de un mapa de pobreza (INDEC, 1984; CEPA, 1994) y la puesta en marcha de mecanismos sistemáticos para la medición y monitoreo de la misma resultan importantes avances en este sentido, la base informativa y estadística no aparece relacionada con un criterio de planeamiento global de políticas, menos aún si se consideran los ámbitos públicos como no exclusivamente centrales. En el caso de las provincias y municipios, la falta de programación de mediano y largo plazo, la carencia de información objetiva y la improvisación tienen que ver no sólo con el efecto de la demanda inmediata y diaria que sufre de parte de los más necesitados, sino también ‑y principalmente‑ con la incertidumbre derivada de que gran parte de sus recursos llegan desde el Tesoro nacional después de lobbies o acuerdos políticos que gobernadores e intendentes concretan con el poder central. Sin dejar de advertir, simultáneamente, su misma fragilidad ante las presiones de los grupos de interés ‑incluso líneas internas partidarias‑, fenómeno extendido en la política provincial y municipal. * Tampoco las organizaciones no gubernamentales gozan de una estabilidad financiera mínima como para una planificación adecuada, debido a su alto grado de dependencia de recursos volátiles e inciertos, tanto nacionales como extranjeros (Mallimacci, 1993), lo cual constituye un punto de vulnerabilidad para la puesta en marcha exitosa de innovadores mecanismos de gestión institucional, tales como los Fondos de Emergencia e Inversión Social (Vélez, 1995; Martínez Nogueira, 1995). El Estado no ha logrado aún establecer vínculos permanentes entre las ONG's y las políticas sociales. * Se verifica un excesivo reglamentarismo y formalismo, de parte de un Estado que pone mayor énfasis en el cumplimiento de la norma que en la medición del impacto que la política social tiene sobre su población-objetivo. Este déficit tiene una incidencia directa sobre el gasto social efectivo (Vélez, 1995), debido a que las regulaciones sobre presentación de proyectos o las tramitaciones para acceder a ciertos beneficios implican, muchas veces, contar con documentación, antecedentes ‑hasta garantías, inclusive‑, difícilmente obtenibles para quienes deberían ser los beneficiarios de los programas. Es la paradoja que resulta de pretender incorporar a los excluidos, si y sólo si reúnen los requisitos de quienes no están excluidos. * Se advierte falta de transparencia en amplios bolsones presupuestarios e institucionales encargados de ejecutar la política social.(((29))) La cantidad de partidas no asignables a programas de que disponen los ministerios del área social aparece a primera vista como excesiva,(((30))) a la luz de las previsiones lógicas que dan racionalidad a la presencia de las mismas. Asimismo, el uso para fines sociales de recursos con aparente otro destino ‑como los aportes del Tesoro nacional, ATN‑ genera ineficiencias e inequidades en la misma productividad del gasto social agregado (Srur, 1995). En puntos precedentes se ha señalado la importancia de los cambios macroeconómicos para fomentar una más sana administración de la política del área. La poca importancia asignada a la jerarquización de la discusión presupuestaria (a pesar de una sensible mejora en tiempos de estabilidad), sumada a la ya señalada fragmentación institucional en las etapas de programación, ha cristalizado una simple reiteración o actualización nominal de muchos índices presupuestarios, sin un real análisis de sus metas físicas ni de sus objetivos centrales, en materias tan neurálgicas como la disminución del índice de mortalidad infantil o de desnutrición, por citar apenas dos ejemplos. * Existe, asimismo, un excesivo énfasis en el diseño de programas pensados más en función de la oferta que brinda el sector público, que en las demandas efectivamente evidenciadas de parte de los pobres. Tenemos, de tal modo, un Estado que en ocasiones piensa más en satisfacer sus propias necesidades (de carácter político, burocrático, prebendario o caciquista) que en satisfacer las necesidades de quienes demandan otro tipo de bien social.(((31))) Paralelamente, la población objetivo de dichas políticas no resulta estimulada a encarar actividades reproducibles y autosostenibles en el tiempo, sino más bien cae en la telaraña de lógicas asistencialistas que profundizan todavía más su dependencia.(((32))) * Como consecuencia de una muy baja capacidad analítica del sector público para concebir las políticas sociales, se verifica una ausencia de objetivos concretos a alcanzar, lo cual dificulta a su vez la medición de calidad de los productos ofrecidos e impide cualquier estimación sobre los impactos verificados sobre una población objetivo múltiple y heterogénea. Cobra importancia en este sentido un aspecto de fondo, vinculado a la consolidación de una gerencia pública social (Kliksberg, 1992) eficiente y capaz de afrontar múltiples desafíos, como: dificultad para administrar programas complejos, con turbulencias políticas en la etapa operativa; problemas de acceso a los programas sociales por falta de transparencia de un opaco aparato público; ausencia de equipos interdisciplinarios; falta de formación universitaria en el área; y un exagerado enfoque administrativista que resulta rígido y poco adaptable a las variadas circunstancias que impone desde el Estado la gestión de una moderna política social. * Lo anterior se vincula con el hecho de que no existe una relación costo-efectividad-beneficio en las prestaciones sociales. El problema abarca tanto a las políticas prestadas por el Estado de manera directa y asistencial (por ejemplo, comedores escolares), como a aquellos casos de ejecución compartida entre el sector público y privado (caso FONAVI y política habitacional). El común denominador de ambas instancias radica en la falta de control institucional y comunitario sobre el gasto público social. Hasta 1994 se dio una preocupante inexistencia de redes oficiales y sociales tendientes a comparar costos, precios, compras e insumos desde una perspectiva práctica y alejada de meros formalismos contables.(((33)))
De tal modo, el interrogante acerca de ¿quién representa al Estado? está reflejando la necesidad de encarar una política de lucha contra la pobreza mediante una profunda reforma institucional, reiterando que lo anterior no implica abordar una perspectiva idílicamente administrativista, que pase por alto las restricciones y externalidades que también limitan un programa integral de políticas sociales.
Pero la realidad indudable de nuestros días indica que la concepción organizativa del sector público resulta notoriamente incapaz de enfrentar cuatro desafíos típicos del concepto de intervención estatal (Vargas de Flood, 1994), a saber: regulación sobre los agentes económicos; producción de bienes y servicios; provisión de bienes y servicios; y transferencias de dinero.
Al mismo tiempo, la existencia de mercados imperfectos también plantea limitaciones desde el plano del sector privado, por cuanto los mecanismos de la oferta y la demanda no solamente resultan insuficientes en muchos casos como patrones de distribución del gasto público social, sino que en otros se encuentran distorsionados en su funcionamiento por factores de diversa índole.
Sobre el particular, y para ofrecer una visión dual del debilitamiento del Estado de bienestar, podría señalarse (Glennerster, 1992) que el funcionamiento poco transparente del mercado de bienestar puede estar dado por: * La existencia de bienes públicos sociales, de los cuales se beneficia la gente independientemente que pague o no por ellos. Por lo tanto, no bastan los mercados para asignarlos en forma eficiente, sino que hace falta el Estado al menos para asegurar igualdad de oportunidades en su acceso. * La realidad de muchos subsidios que generan bienes y servicios que pueden ser comprados en los mercados a un precio que no refleje todos los costos o beneficios de la sociedad. * La conjugación de monopolios y competencia imperfecta, que reclama la intervención del Estado para proteger al consumidor. * Las faltas de información, que deterioran el óptimo funcionamiento de los mercados.
En cada una de estas alternativas, se pone en tela de juicio no solamente el rol estatal como financiador y prestador directo de servicios públicos sociales, sino además la necesidad de establecer criterios intermedios, sea a través de servicios sociales prestados de manera mixta (financiados en parte por impuestos y en parte por organizaciones privadas), sea a través de cuasi mercados que permitan garantizar al Estado el acceso a servicios sociales eficaces prestados por el sector privado, en condiciones de amplia competencia y con adecuada información del ciudadano para el ejercicio de su derecho de opción.
En consecuencia, no se trata de caer en decisiones extremas (Glennerster, 1992), que señalan con simplificación que la manera más extrema de introducir el mercado al bienestar es la de abolir todos los servicios estatales y darles la equivalencia de los fondos a los individuos, para que hagan con ellos lo que quieran.
Sí, en cambio, parece razonable que en determinados sectores la transparencia y la competencia se conjuguen con un objetivo decisivo: incrementar la calidad del servicio público y evitar la profundización de una baja productividad de las erogaciones públicas sociales.
Pasar de un Estado excesivamente regulador e ineficaz productor de bienes sociales, exige rediseñar caso por caso, y sector por sector, el marco de actuación pública requerido (Dieguez-Llach-Petrecolla, 1990). Sin embargo, y a pesar de la reiterada especificidad, experiencias comparadas (Frediani, 1992) demuestran que una sana política social puede estar orientada sobre ejes de intervención estatal consistentes en: * Subsidios sólo para los más necesitados a través de una focalización sobre los grupos más vulnerables, lo cual resalta la importancia decisiva de mecanismos de información, encuestas y estadísticas sobre la población objetivo. Asimismo, puede fomentarse el criterio de ayuda para la autoayuda, en términos de propiciar capacidades productivas y de autofinanciamiento parcial en los grupos destinatarios de tales subsidios. * Financiar pero no ejecutar la política social: rescatando conceptos de inmediatez y mayor control de parte de organizaciones sociales comprometidas en la lucha contra la pobreza (sin obviar, naturalmente, las restricciones comprobadas en este sentido en el segundo dilema analizado). Se agiganta, aquí, la tarea de regulación y control estatal. * Los beneficiarios deben ejercer su derecho de elección: a través de la autoadministración de los subsidios que reciben en dinero. Esto puede ser eficiente para evitar la corrupción estatal generada a través de la entrega de bienes, que habitualmente el sector público adquiere a precios elevados y sin condiciones de competencia.
En síntesis, así como debería emplearse un criterio de subsidiariedad del Estado, que hace aconsejable reducir sus intervenciones directas en la producción de bienes y servicios sociales, también debería contemplarse la vigencia del concepto de subsidiariedad del mercado, en aquellos casos en los cuales la regulación del sector público resulta determinante para asegurar la eficacia de la política social.
Tenemos una política social desarticulada de la política económica, que no es apta para aprovechar sus oportunidades ni amortiguar sus déficit. Tenemos una pobreza variada, con múltiples perfiles y licuadora de mecanismos de organización de los más pobres. Y tenemos un Estado ausente en cuanto a su capacidad de conducción estratégica del problema.
Por consiguiente, plantear los conceptos de equidad y eficacia como complementarios y no excluyentes, significa avanzar sobre esta restricción institucional manifiesta, que también se ve afectada de manera notable por la realidad que va a expresarse en el próximo tema. CUARTO DILEMA Descentralización vs. centralismo
El traspaso de funciones sociales del Estado central a las provincias ha sido sostenido en los últimos quince años. La teoría social y política en la materia indica en una primera aproximación una tendencia saludable, por cuanto en la medida en que los destinatarios y los ejecutores de las políticas sociales reúnan condiciones de proximidad e inmediatez, se podrá aumentar la eficacia y el contralor sobre las acciones públicas.
Según Borja (((34))) la descentralización ‑para que sea genuinamente tal‑ debe ser entendida como un proceso de transferencia de poder y recursos, en base a determinados criterios: 1) Todo aquello que se puede gestionar desde un nivel bajo, sin que aumente el costo, no debe gestionarse desde un nivel superior. 2) Conviene transferir a un área territorial aquellas competencias que se refieren a problemáticas que se generen en su ámbito. 3) Se justifica la descentralización cuando mejora el servicio público. 4) Se debe aumentar la participación, el control, la cooperación e integración de los ciudadanos.
Es prácticamente clásica en el área de las políticas sociales la discusión acerca de las virtualidades y los peligros de todo proceso descentralizador (Vargas de Flood).
Los criterios favorables a tal medida señalan la necesidad de democratizar las decisiones; adaptar el gasto público social a las preferencias de cada jurisdicción; disminuir la intermediación burocrática; fomentar una sana competencia entre jurisdicciones del mismo nivel y limitar los derroches presupuestarios.
Por el contrario, los defensores de la concepción centralizada de políticas sociales argumentan que a través de este mecanismo: evita incrementar la brecha entre localidades ricas y pobres‑, se aprovechan "escalas" económicas en la producción de muchos servicios públicos; y no se delegan facultades a muchos niveles inferiores de gobierno que carecen de planteles técnicos capacitados para receptarlas y administrarlas con eficacia.
Desde el punto de vista numérico, un análisis del impacto redistributivo del gasto público social argentino (Vargas de Flood, 1994) exhibe la importante variación registrada en el peso específico del Estado nacional en esta materia. Las provincias y municipios ejecutan, hoy, la mayor parte de dichas erogaciones, con excepción de los seguros sociales. En 1992 y 1993, sus egresos treparon al 85,5% y 84,4% del gasto consolidado, en tanto que dicho porcentaje a comienzos de la década de 1980 se ubicaba en torno del 66,5%.
Del proceso de descentralización llevado adelante en la Argentina, pueden extraerse algunos elementos que son útiles para replantear el futuro en esta cuestión.
En primer término, se descentralizaron servicios que no estaban centralizados correctamente. La centralización no es intrínsecamente mala, como su inversa no es la solución a todos los problemas. En realidad, toda buena descentralización puede ser mejor si el escenario que viene a reemplazar corresponde al de un buen aparato centralizado.
En el caso argentino, el traspaso de servicios de salud y de las escuelas debió hacerse en dos pasos: primero se debió ordenar la anarquía administrativa y presupuestaria de lo sujeto a transferencia, para luego programar en conjunto con las provincias cada caso en particular.
La otra enseñanza que nos dejó este proceso es que una descentralización que no llegue hasta la raíz puede devenir en un problema mayor. Todas las cifras indican que el gasto público social que la nación cedió a manos de las provincias se quedó estancado en ese nivel institucional (Vargas de Flood, 1994), donde las ineficiencias pueden ser incluso mayores. La distancia sentida por un beneficiario de un programa social no es muy diferente respecto del gobierno nacional que del provincial. El municipio, la delegación comunal o la alcaldía (en este último caso tratándose de una gran ciudad) es, en efecto, el verdadero referente institucional en que se mira el ciudadano común al pensar su demanda cotidiana.
Tenemos en este punto una fragilidad manifiesta del proceso referido. La organización de los Estados provinciales se vio sobrepasada por estas transferencias y, en muchos casos, el beneficio de la descentralización se vio diluido. La incapacidad de las provincias para que, a través del municipio, llegue a sectores gubernamentales y no gubernamentales de relación más directa con la gente, ha provocado cuellos de botella que deberían ocupar un capítulo especial en la reforma de su sector público actualmente en marcha.
La cuestión relativa a la magnitud de los recursos económicos para hacer frente a esta tarea ha desatado cuestionamientos de la más diversa índole, por cuanto las necesidades fiscales a menudo fueron priorizadas en el momento de traspaso de servicios educativos y sanitarios del ámbito nacional al ámbito provincial.
Descentralización vs. desfinanciamiento sería entonces una esencial contradicción a resolver, si se pretende incrementar la productividad de dicho gasto. Aun así, la dimensión descentralizadora no debería concluir ni mucho menos agotarse en el ámbito provincial, por cuanto los niveles municipales (y más todavía, comunitarios y barriales, a través de la participación de cooperadoras, sociedades de fomento y nuevos movimientos sociales) podrían surgir como una instancia modernizadora en la tarea de incrementar la eficiencia de las erogaciones.
Todo lo anterior puede tener virtualidad si se articula con una planificación y coordinación en los niveles centrales, y con una capacidad regulatoria y normativa del Estado nacional que le permita monitorear el cumplimiento de determinadas metas de impacto, porque de lo contrario los problemas de fragmentación, desigualdad regional, descoordinación y desarticulación podrían profundizarse aún más.(((35)))
Ya en 1990, las propuestas más serias de descentralización del gasto público social (Dieguez-Llach-Petrecolla) reservaban al nivel Nación un importante número de programas a coordinar bajo su órbita, por las implicancias interprovinciales y regionales que exhibían: * En salud: planeamiento de medicina preventiva (especialmente SIDA y drogadicción y enfermedades infectocontagiosas); control de sistemas de cobertura existentes (obras sociales, contraprestaciones interjurisdiccionales, sector privado) y coordinación de especializaciones regionales. * En educación: planeamiento de la ubicación de institutos terciarios y universitarios, evitando excesos de capacidad instalada y optimizando recursos; y mayor fortalecimiento del Consejo Federal de Educación.
En efecto, la planificación y la previsibilidad hacen también a una descentralización racional. Nos estamos refiriendo, principalmente, a la necesidad de complementación en la programación presupuestaria y a la necesidad de fijación de algunas pautas mínimas que acoten la discrecionalidad en el uso de los fondos sociales no desagregados geográficamente de los que dispone la Nación y, también, las provincias.
Lo presupuestario implica resolver el problema real de la aprobación paralela de los presupuestos nacional y provinciales, y asimismo atacar conjuntamente las consecuencias que sobre los programas regionales tienen las modificaciones tributarias o de gastos de la Nación. La cuestión de la coparticipación también revela una puja distributiva entre estados federales con diferentes capacidades, aptitudes e inserción para obtener recursos, no sólo en el ámbito nacional sino además en el contexto internacional.(((36)))
Al hablar de la necesidad de objetivar la relación entre provincias en cuanto a la cuestión social, no nos referimos a los servicios transferidos, sino al conjunto de políticas sociales que una provincia, un municipio o un organismo no gubernamental financiado desde el Estado, desean encarar. En este sentido, parecería apropiado ingeniar algún régimen similar a la coparticipación federal, desde patrones objetivos de tipo social que permitan redistribuir los fondos nacionales en las provincias y los de éstas en los municipios, de manera tal de disminuir la imprevisión en esta materia.(((37)))
Una fórmula en este sentido podría tener que ver con alguno de los índices de necesidades básicas insatisfechas, para que, a partir de ese régimen de distribución, las provincias garanticen ciertas metas de atención social, de cuyo cumplimiento dependería la permanencia del criterio distributivo (Dieguez-Llach-Petrecolla, 1990).
El problema de la descentralización también tiene que ver con el problema de la focalización. La aplicación de recursos escasos para atender a necesidades básicas insatisfechas, impone una reformulación de concepciones tendientes a la provisión universal de bienes sociales.(((38)))
El diseño de un Estado de bienestar propicio para llevar adelante políticas universalistas (Martínez Nogueira, 1994), partía del supuesto de una población objetivo homogénea y de la falta de necesidad de efectuar un control de gestión adecuado sobre la provisión del servicio público. Al pasar a un escenario de restricción presupuestaria, el avance de la focalización obliga a establecer una diferente ingeniería institucional, que fundamentalmente tienda a: 1) Evitar superposiciones burocráticas, en términos de que un mismo problema no sea atacado desorganizadamente por diversos organismos del sector público, despilfarrando recursos escasos y desatendiendo a otras áreas de urgente atención. 2) Introducir instancias de sanción centralizada por parte del Estado nacional con referencia a los desvíos de fondos destinados a fines específicamente sociales. 3) Fortalecer los criterios de medición e información de las situaciones de pobreza, sumándoles a los instrumentos habituales (mapas de pobreza a partir de datos censales y encuesta de hogares) otras herramientas como sociogramas comunitarios, mapas de oferta institucional, mediciones cualitativas de tipo intensivo sobre paneles de grupos de pobres que incluyan las apreciaciones de los destinatarios, etc.(((39))) 4) Eliminar filtraciones del gasto público social y superar la disminución de su impacto distributivo, que muchas veces prioriza los niveles más altos de ingreso, en lugar de focalizar su tarea en los sectores más vulnerables.(((40))) 5) Focalizar también aumenta las posibilidades de un ejercicio más claro y efectivo del poder de policía estatal, cuando se descentralice la ejecución de los programas hacia organizaciones intermedias o no gubernamentales.
En síntesis, el problema de la descentralización también traduce el debate central de esta etapa, caracterizado por el estallido del concepto clásico de Estado-Nación. De alguna u otra manera, este último dilema está conteniendo cada uno de los desafíos implícitos en los tres dilemas anteriores, por cuanto puede corroborarse una simultánea y contradictoria fuerza subyacente en el clásico concepto de aparato estatal.
Por un lado, el Estado central estalla vía delegación, a través de la cesión de porciones cada vez más relevantes de soberanía en organismos supranacionales y regionales, que vienen a establecer reglas de juego comunes con un criterio que exhibe asimetrías, diferentes niveles de desarrollo, y que también están poniendo sobre el tablero cuestiones relevantes para la política social, sobre todo cuando el nivel de cobertura de las mismas es diferente entre naciones vecinas, miembros de una misma comunidad regional.(((41)))
Por el otro, el Estado-Nación estalla vía derrame, mediante un cada vez más generalizado traspaso, desconcentración y descentralización de funciones, frente a lo cual a menudo carece de capacidades técnicas locales, recursos fiscales y coordinación central.
Como común denominador de ambas tendencias, se enfrenta al mismo tiempo con una sociedad civil que ha trocado su configuración de manera espectacular (Tenti Fanfani, 1993), desplazando escenarios tradicionales de representación y estableciendo demandas cada vez más desagregadas, que deberían hacer entender a todo proceso de descentralización culminando a nivel de unidades organizativas (escuela, hospital) cada vez más autónomas y con posibilidades de autogestión.(((42)))
El cuarto dilema, de tal modo, trasciende el simple esquema centralización vs. descentralización, para abordar otras cuestiones también cruciales: integración vs. fragmentación; atomización vs. equiparación; y delegación vs. coordinación.
De dichas tensiones, está impregnando un elemento por cierto especial del actual proceso de reforma del sector público en nuestro país y toda la región.
Desde un mirador más general, podría afirmarse que la suerte de la reforma del sector público encarada en los últimos años en la Argentina tiene un alto grado de dependencia del mayor o menor acierto en el replanteo de sus políticas sociales.
En el nuevo perfil social del Estado se concentra gran parte de la responsabilidad respecto de la legitimidad social de largo plazo del modelo.
Se podría incluso ser más contundente: lo que está en juego es la viabilidad de la democracia y la economía de mercado. Un debilitamiento de la sociedad civil, producto de una aceleración de la inequidad y un resquebrajamiento de los lazos institucionales y las prácticas colectivas de convivencia, sería letal para los equilibrios que la democracia capitalista requiere.
La vigencia del Estado del posbienestar es, entonces, el complemento imprescindible de la economía poskeynesiana.(((43))) El modelo político y económico en marcha ‑como cualquier otro‑ exige la estabilización de comportamientos centrípetos y predecibles en sus actores más dinámicos y decisivos. Un nuevo contrato social que ‑desde una interpretación extemporánea acerca de la conformación de la sociedad argentina‑ excluya a importantes sectores emergentes tiene escasa perspectiva de éxito.
La reconversión y la reestructuración del aparato productivo y la misma crisis de representatividad en las organizaciones tradicionales, tornan el mero equilibrio empresarial-sindical como insuficiente para un pacto social inclusivo de los nuevos actores comunitarios. El incremento tendencial percibible de grupos pauperizados, de los cuentapropistas, del empleo temporario y precario, de los desocupados estructurales, de la clase media venida a menos y de otros sectores del trabajo reticentes a la representación gremial, lleva a imaginar formas de agregación de intereses más flexibles, diferenciadas y descentralizadas.
Con realismo, habrá que pensar un Estado para una sociedad donde el pleno empleo ya no es una meta alcanzable con facilidad ni un supuesto para la organización de las relaciones sociales y las prestaciones públicas.
Habrá que reforzar la productividad social de las políticas públicas desde la ineludible trascendencia real y simbólica asumida por el equilibrio fiscal y la estabilidad.
Habrá que aprovechar los aportes de la revolución tecnológica y los avances en gerenciamiento público para que la sustitución de servicios universales por programas focalizados responda más eficientemente a las necesidades de la población más vulnerable y no se transforme en nuevo coto de caza para la voracidad corporativa.
Habrá que dotar de suficiente fluidez financiera y solidez organizacional y ejecutiva a las instituciones de la política social descentralizada, de modo tal que el nuevo régimen no decaiga en una rápida crisis de legitimidad.
Habrá que encontrar fórmulas de participación de los nuevos pobres y de las personas y familias que reniegan de las mediaciones tradicionales, a fin de encauzar sus intereses dentro del nuevo contrato social y, paralelamente, ir dinamizando políticas públicas desde el lado de la demanda.
Habrá que abrir y democratizar a fondo los canales clásicos de representación política, para que los partidos se constituyan en instancias más permeables a las demandas de la sociedad en su conjunto, y no agreguen clientelismo y burocracia en la intermediación de las políticas de lucha contra la pobreza.
Habrá que pensar, finalmente, que la construcción de un modelo equitativo desde la perspectiva social, no es tanto un problema de cantidad del Estado y del mercado, sino de calidad en sus modos de intervención y orientación estratégica. En ese desafío determinante, se juega el gran dilema de la reforma pendiente en la Argentina que avanza rumbo al tercer milenio. Conclusiones
Del análisis de cada uno de los cuatro capítulos desarrollados, puede concluirse —a modo de resumen— con las siguientes consideraciones: 1) No existe una adecuada coordinación estratégica entre las políticas macroeconómicas y las políticas sociales. A partir del programa de estabilización, no pudo establecerse ni una red de seguridad social capaz de paliar sus efectos negativos, ni menos aún una adecuación funcional a las nuevas ventajas otorgadas por la superación de situaciones inflacionarias. 2) El sector público exhibe una disfuncionalidad institucional manifiesta para el planeamiento, coordinación, gerenciamiento, ejecución y control de las políticas sociales. La estabilidad exhibe con mucha mayor crudeza estas falencias, por cuanto permite un control presupuestario y financiero más adecuado de las políticas públicas del área. 3) Persiste un enfoque de política social más orientado a criterios universalistas (propios de un Estado de bienestar superado por restricciones fiscales y externas) que a correctas y oportunas focalizaciones de programas de lucha contra la pobreza extrema. 4) Existen evidencias de que es posible incrementar la productividad del gasto público social, mediante la eliminación de superposiciones burocráticas, adecuadas prioridades, racionalidad presupuestaria, eliminación de filtraciones y erradicación de bolsones de poca transparencia. 5) El concepto de intervención social del Estado debe ser orientado a armonizar su actuación con el mercado y la sociedad civil, sea mediante la producción directa de bienes y servicios sociales, como mediante la regulación y orientación estratégica de prioridades en el área. Debe conjugarse el criterio de la subsidiariedad del Estado con el criterio de la subsidiariedad del mercado. 6) El capítulo de la sociedad civil manifiesta un alto nivel de heterogeneidad y atomización, como producto de la modificación sustantiva del concepto de pobreza durante los últimos quince años. La comunidad argentina asistió a un profundo proceso de desindiclización, desestructuración, despartidización, desalarización, informalización y precarización de su mano de obra, lo cual ofrece evidentes consecuencias desde una perspectiva de los actores y ejecutores clásicos de políticas sociales (sindicatos, partidos políticos, mutuales, organizaciones intermedias, etc.). 7) La recreación de una segunda fase de reforma del Estado —que fortalezca sus capacidades analíticas y gerenciales neurálgicas— constituye un desafío que debería abarcar todos sus niveles institucionales —Nación, provincias y municipios—, como único modo de asegurar un proceso de descentralización que no sea sinónimo de desfinanciamiento, atomización y fragmentación del tejido social. 8) Las políticas sociales deberían ser reconceptualizadas con un criterio de integralidad y complementariedad, teniendo en cuenta que se imponen mecanismos más flexibles de gerenciamiento público —vía Fondos de Inversión Social, por ejemplo— capaces de atravesar horizontalmente cada uno de los sectores clásicos de actuación estatal: salud, educación, vivienda, nutrición, etc. 9) Este mismo concepto de integralidad impide analizar la política social en un compartimiento estanco, aislada de las políticas que impactan sobre el empleo y los ingresos, y sobre las políticas educativas. Estas últimas, a través de la formación profesional, constituyen el puente estratégico que vincula a la política económica con la política social, en términos de fomentar una mayor competitividad y productividad de la economía, con consecuencias no de exclusión sino de inclusión comunitaria. 10) Pasar de la cantidad a la calidad de la política social constituye el último pero no menos importante reto de esta reforma pendiente. El conjunto de desafíos que contiene una tarea semejante incluye múltiples aspectos de índole económica, institucional y, fundamentalmente, política. Se trata de una redistribución del poder, una discusión que define el área clave de la Argentina de fin de siglo.
El dilema, en definitiva, consiste en: modernización excluyente vs. modernización incluyente.
NOTAS
* Publicado en el libro Política social: la cuenta pendiente, Ed. Sudamericana, Bs. As., 1995. Queda autorizada la publicación por parte de Colección. ** El autor agradece la colaboración de Gabriel Sánchez Zinny (h) y Jorge Srur. (((1))) Detrás de este pensamiento generalizado en el mundo académico, y, también, en el político, estaba la idea del compromiso de clases que fortalece y estabiliza el capitalismo democrático: "Los trabajadores consienten la propiedad privada de los medios de producción y los propietarios de esos instrumentos consienten la existencia de instituciones políticas a través de las cuales otros grupos puedan efectivamente procesar sus demandas" (Przeworski-Wallerstein, 1981). Así, por causas inherentes a la estabilidad de ese contrato implícito, se derivaba que la institucionalización política de la democracia —aun conviviendo con una economía de mercado— debía traer consigo un mayor resguardo de los intereses de los más débiles. (((2))) Acerca de la propia definición de Estado de bienestar, surgían a fines de los ‘80 clasificaciones que vale la pena tener en cuenta. * Estados de Bienestar Intervencionistas Fuertes, que combinan políticas sociales generalizadas y compromiso institucional con el pleno empleo. (Suecia, Noruega, Austria). * Estados de Bienestar Compensatorios Blandos, con prestaciones sociales fuertes pero dirigidas a compensar los efectos del desempleo. (Francia, Bélgica, Italia, Alemania). * Estados orientados al pleno empleo con escasa política de bienestar, con pocas prestaciones sociales pero un compromiso institucional con el pleno empleo. (Japón, Suiza). * Estados orientados al mercado con escasa política de bienestar, con limitados servicios sociales y desregulación laboral (Estados Unidos, Australia, Canadá.) (Therborn, 1993). ((((3)))) Esta cuestión no posee mediciones concretas que puedan verificar con exactitud los niveles de sobresaturación del sector público en materia de prestaciones sociales, si bien en el caso del sistema de salud de la región metropolitana se ha dado un aumento importante en las atenciones médicas de sus hospitales públicos. También existe un enfoque contrapuesto, que habla de la deserción de la población como "consumidora" de políticas sociales públicas. El enfoque "ofertista" de muchas políticas sociales, que disminuye su calidad y no posee elementos para detectar las nuevas demandas, tiene como consecuencia las denominadas "privatizaciones de facto" (Dieguez-Llach-Petrecolla, 1990), a través de las cuales una parte de la población ‑y no necesariamente la de mayores recursos‑ concurre en algunas ocasiones al sector privado para obtener la provisión de bienes y servicios (educación, salud, sistemas dinámicos de construcción) que el Estado no es capaz de brindarle adecuadamente. Asimismo, no puede dejarse de advertir la situación de "filtración hacia arriba" que se verifica en otros sectores de prestaciones sociales: medicina prepaga de alta complejidad, privatización de servicios de seguridad, de cementerios, etc. "El autofinanciamiento de la inversión educativa y de salud por sectores medios y altos ingresos, es creciente en la Argentina, y debería estar implicando, independientemente de lo que señalen las cuentas nacionales, un incremento del ahorro" (Gerchunoff, 1994). (((4))) "La crisis financiera y de hiperinflación no ha hecho más que gatillar problemas sociales que estaban latentes en las contradicciones de estilo de desarrollo precrisis y que pudieron ser postergadas gracias, primero, a altas tasas de crecimiento económico y, después, a niveles peligrosamente altos de endeudamiento... La crisis también puso en cuestión una 'modesta' visión de las políticas sociales, pues ni siquiera estas últimas pudieron cumplir sus objetivos de compensación de los efectos del ajuste. Es paradójica la discusión sobre el 'Welfare State' en una región en que éste nunca ha existido, salvo notorias excepciones". (CEPAL, 1989). ((((5)))) Para Offe, por ejemplo, la política social es "la manera estatal de efectuar la transformación duradera de obreros no asalariados en obreros asalariados" (Offe, 1993). Sobre el propio concepto de "Welfare State", el autor sugiere complementarlo con el de "Welfare Society", como modo de revitalizar la existencia de organizaciones de autoayuda en el seno de la comunidad, sobre las cuales el Estado tiene la obligación de promover su fortalecimiento y capacidades de gestión. ((((6)))) En su discurso del 25 de octubre de 1973, Perón manifestaba que se trataba de lograr "la distribución del ingreso nacional en términos de absoluta equidad: 50% para el capital y 50% para el trabajo, en lugar de 67-65 y 33-35 respectivamente, como se da desde 1956" (Citado por Di Tella, 1986). ((((7)))) Algunas visiones alternativas sobre esta problemática pueden encontrarse en Göran Therborn, quien sostiene que en lugar de emplear el concepto vago de Estado de bienestar, habría que distinguir al sector público en términos de las funciones que brinda en el área de prestaciones sociales y del mercado de trabajo y del empleo. Afirma que hasta 1974, la coincidencia de políticas keynesianas en lo macroeconómico, aumento de prestaciones sociales y pleno empleo, fue totalmente coyuntural. Y que a partir de la crisis fiscal y de escasez, las diferencias han hecho estallar un concepto unívoco de Estado de bienestar (Therborn, 1993). En una diversa línea argumental, Mishra sostiene que "una precondición política importante del Estado de bienestar —el pleno empleo— como forma de legitimación, ha dejado de ser válida. Los años ‘80 son distintos política e ideológicamente" (Mishra, 1993). ((((8)))) Una visión crítica del actual modelo económico en la Argentina es ofrecida por Lozano, quien identifica a las altas tasas de desocupación como generadoras de una crisis de financiamiento de los programas sociales. Distingue tres consecuencias: 1) Multiplicación de demandas sobre servicios y bienes proporcionados por el Estado de manera gratuita y subsidiada; 2) Al predominar formas regresivas de recaudación, la mayor demanda requiere mayor carga sobre los contribuyentes de menores ingresos; 3) Como el modelo económico achica consumo y salarios, la capacidad de sostener los gastos sociales está en crisis. (Lozano, 1994). Desde un plano contrapuesto, Artana hace alusión a la condición indispensable que debe reunir cualquier programa social: que no afecte la tasa de crecimiento económico. "Si estos programas pretenden financiarse con impuestos a las ganancias muy progresivos, la literatura es contundente al respecto: se generarán problemas muy serios en materia de insuficiencia de ahorro, en las decisiones de inversión y trabajo y en la acumulación de capital humano". Se pronuncia, en definitiva, por impuestos neutrales, para evitar que la economía crezca menos y que esto tenga consecuencias sociales. (Artana, 1994). ((((9)))) "La incidencia total de la pobreza aumenta notablemente de 19,2% en 1986 a 34,6% en 1990... A partir del Plan de Convertibilidad esta tendencia se revierte. La incidencia total disminuye lenta pero ininterrumpidamente entre 1990 y 1993 (de 34,6% a 25,4%), aunque sin volver a acercarse al mínimo de 1986" (Torrado, 1994). Otra discusión acerca de las consecuencias sociales del modelo económico es proporcionada por Alberto Minujín, quien reconoce que "la principal y prácticamente única medida que ha tenido un impacto ciertamente positivo en los ingresos, en particular de los sectores más pobres, ha sido la estabilización". Sostiene, asimismo, que el incremento del producto tuvo un impacto escaso sobre el empleo, y que el incremento de la recaudación —la generalización y el aumento del IVA— afectó más a los sectores medios y pobres. "¿Por qué? —se pregunta—. Simplemente porque se consumen casi la totalidad de su ingreso, lo que equivaldría a decir que el 18% de los que cobran se les va como impuesto al consumo" (1994). Llach, por el contrario, afirma que el combate contra la pobreza debe darse aumentando la inversión, luchando contra la evasión fiscal (que permitiría la disminución de los aportes patronales como herramienta para crear más empleo) y a través del aumento de la recaudación del impuesto a las ganancias. Cita que 600 millones de pesos, originados en este impuesto, se están destinando para gastos sociales en el Gran Buenos Aires y otros 240 millones, en el interior del país. (1994). ((((10))) Algunos autores proponen una "autoridad social única" y un "presupuesto social único" como modo de vencer la fragmentación institucional del área y el derroche de recursos. (Franco, 1989). (((11)))) La crítica a esta concepción de "equidad funcional" indica que "al definirse a la equidad como funcional al desarrollo y no como un fin en sí misma, se sigue atrapado en la racionalidad formal económica, en circunstancias en que la lógica social supone otro tipo de racionalidad sustantiva en donde se invierten los términos de esta ecuación: el crecimiento debe ser funcional a la equidad y no al revés". (Guimaraes, 1990). ((((12)))) "Del análisis del Banco Mundial sobre desarrollo económico de hace tres años, se concluye después de analizar la experiencia de más de cien países, que los fenómenos de crecimiento más rápido estuvieron relacionados con una inversión importante sobre capital humano, sobre educación. Por lo cual, el gasto social no sólo es importante desde el punto de vista de la equidad, sino también del crecimiento económico". (Artana, 1994). ((((13)))) La vinculación efectiva del concepto de equidad social con el de privatización de empresas públicas, exige el cumplimiento de determinados requisitos, a saber: transparencia, esfuerzos para maximizar su precio de venta, compensación a consumidores afectados por cambios en tarifas de servicios básicos, compensación justa para los trabajadores desplazados, asignación al desarrollo social de los ingresos procedentes de las enajenaciones, y regulación pública eficiente. (CEPAL, 1994). ((((14)))) La extensión de la red de provisión de agua potable y cloacas considerada vital para encarar cualquier atención social exitosa en el marco de un programa de lucha contra la pobreza, depende de la empresa Aguas Argentinas en amplias zonas del conurbano bonaerense, a partir del proceso de privatización puesto en marcha. "Un aspecto a tomar en cuenta es evitar que se dupliquen y tripliquen recursos sobre ciertas zonas. Por ejemplo, si el INOHSE (recursos hídricos) se aplica sobre el conurbano, más allá de existir el especial Fondo de Reparación sobre dicha región, se estaría sobreponiendo con el compromiso de inversión de Aguas Argentinas, que en el contrato de privatización se obliga a alcanzar los estándares de atención en agua potable y cloacas que la Cumbre Mundial del Agua ha recomendado. En este caso, la verdadera política social está en manos del ente regulador" (Perrini, 1994). ((((15)))) "La expresión políticas sociales es inexacta y gravemente engañosa. No nos estamos ocupando de sectores específicos de la acción gubernamental, aunque muchos caigan en la trampa de creer lo contrario. Lo 'social' atraviesa todos los demás sectores de la actividad pública. Por consiguiente, al tratarlo por separado, sin vincularlo al proceso de toma de decisiones económicas, se frustran los objetivos del desarrollo" (Guimaraes, 1990). (((((16))) Sobre los criterios de medición de pobreza, Minujín explica que el de "línea de pobreza" presupone la fijación de una canasta básica de bienes y servicios, teniendo en cuenta las pautas culturales de consumo de una sociedad en un momento histórico dado. Son pobres los hogares con ingresos insuficientes para cubrir el costo de dicha canasta de bienes. (1992). A través del índice compuesto de necesidades básicas insatisfechas, se identifica como pobre a aquella parte de la población que reside en hogares que no satisfacen niveles mínimos referidos a condiciones de habitabilidad de las viviendas, a las condiciones sanitarias, y a la asistencia escolar. Se considera NBI a la población que forma parte de hogares con algunas de las siguientes condiciones: a) Que tuvieran más de tres personas por cuarto (hacinamiento); b) Que habitaran en viviendas de tipo inconveniente (pieza de inquilinato, vivienda precaria u otro tipo, lo que excluye casa, departamento y rancho); c) Que habitaran en viviendas sin retrete con descarga de agua (condiciones sanitarias); d) Que tuvieran algún niño en edad escolar (6 a 12 años) que no asistiera a la escuela. (CEPA, 1992). (((((17)))) Los problemas sociales pueden ser definidos como problemas de carencialidad (ausencia de satisfacción de necesidades básicas); vulnerabilidad (riesgo potencial de desempleo o enfermedad, por ejemplo); participación, discriminación e identidad social; calidad de vida y desviación social. Sólo el primer problema de carencialidad podría referirse "al pobre concepto de pobreza". (Suárez, 1994). ((((18))) Así, por ejemplo, mientras para octubre de 1990, y con base en la Encuesta Permanente de Hogares, tanto el Ministerio de Economía (1995) como Minujín (1993) estiman un similar número de pobres en el Gran Buenos Aires —33,8% y 34,5%, respectivamente— para octubre de 1992; con igual fuente, el organismo oficial calcula un 17,8% mientras que el otro analista identifica un 27,2% de personas pobres. ((((19)))) "No basta con la contabilidad de la pobreza, sino que se trata de enfrentar y saldar una deuda intelectual en materia de estudio y programas para vencer la pobreza" (Suárez, 1994). ((((20))) Sobre la concentración económica, ver también Aspiazu-Khavisse-Basualdo (1988), Barbeito-Lo Vuolo (1992), Beccaria (1991), Lozano (1994) y Torrado (1995). ((((21)))) De la estructura de la población activa de 1991, puede inferirse que un 82% se desempeña en el sector privado y un 18% en el público. Del 82% del sector privado, sólo un 28% está en el sector empresarial. El resto está en ocupaciones que, en su mayor parte, son consideradas como informales. (Torrado, 1995). ((((22)))) Sobre obre las limitaciones estadísticas, ver Vargas de Flood (1994), Beccaria (1993) y Ministerio de Economía y Obras y Servicios Públicos (1995). (((((23)))) "Al destacar problemas de productividad en la política social, no solamente tiene sentido referirse a un problema de eficiencia en la gestión del gasto, sino también a un problema de concepción de la política social, que reclama recursos para su implementación. Las políticas sociales deberían ser reconceptualizadas atendiendo a la integralidad del concepto de pobreza. Debería atenderse, asimismo estructurales pendientes en el proceso de reorganización de la economía. BIBLIOGRAFIA Artana, Daniel: "Política económica y política social", Ponencia en el seminario "Los nuevos desafíos de la política social" (mimeo), Fundación Konrad Adenauer- Universidad Austral, Buenos Aires, noviembre 1994. 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