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LOS UNOS Y LOS OTROS.

 

Por Atilio Alvarez

 

En la década de los noventa, la recepción de la Convención sobre los Derechos del Niño transformó profundamente el pensamiento en materia de Derecho de Menores en nuestro país, en América Latina y, aunque en menor medida, en el mundo en general. La nota de casi universal aprobación de la Convención. Pues sólo los Estados Unidos no la han ratificado, nos coloca ante un fenómeno novedoso: un verdadero derecho común de la Humanidad en materia de niños.
 
Pero esta aparente solidez muestra debilidades en tres terrenos, a saber: 1)las reticencias que la propia Convención contiene, 2) los retaceos que a su aplicación han hecho muchos países por medio de reservas, y 3)las discordantes líneas de interpretación que han profundizado, día a día, un corte tajante que amenaza la vigencia plena de los derechos de los niños.
 
Para otra oportunidad dejo el análisis de las "medias tintas" de la convención, frutos de la "negociación diplomática" para lograr unanimidad a costa de mezquinarle a los niños su lugar de privilegio. Quien advierta que a diez años de aprobada fue necesario discutir arduamente protocolos facultativos, y que no todos los Estados Partes de la Convención los han suscripto, entenderá lo que digo. Igualmente quien ponga en paralelo, término a término, la clara y absoluta letra del principio segundo de la Declaración Universal de los Derechos del Niño, del 20 de noviembre de 1959, y el artículo tercero de la Convención del 20 de noviembre de 1989.
 
Algo pasó para que el entonces "interés superior del niño" sea ahora tan sólo "una de las consideraciones" y no tenga el carácter absoluto que le dimos hace cuarenta años.
 
El análisis jurídico sobre la imposición de prisión perpetua a un menor de edad, tema de actualidad entre nosotros, también nos señala los relativismos de la convención, los "no, pero sì" y los "sì, pero no " del mundo adulto, patentes en un texto que algunos idolatran sin advertir que no existe obra humana perfecta.
 
En segundo lugar aparecen las reservas formuladas por los Estados signatarios . No ya las que amplían la protección llevando a su plena extensión el concepto jurídico de niño, o rechazando excepciones a las reglas generales, como en el caso de las planteada por la República Argentina.
 
Me refiero a las reservas contrarias al espíritu de la convención y del sistema de Derechos Humanos. Las de China o de Francia sobre el derecho a la vida, por ejemplo, que han permitido, "en el marco de la Convención", considerar que nacer es un daño y que la muerte del niño discapacitado es preferible a la vida.
 
Un estudio pormenorizado de las reservas , tema acallado por los divulgadores de la convención, nos pondrá ante la cruda realidad.
 
Pero hoy preferimos centrarnos en el tercer aspecto: La recepción de la Convención sobre los Derechos del Niño, como legislación interna a partir de 1990, y con jerarquía constitucional a partir de 1994, delimitó dos campos nítidos en el Derecho de Menores argentino.
 
Los unos, sostenemos la vigencia inmediata de las normas operativas de la Convención, ya sea derogando las que son contradictorias, incorporando nuevas soluciones, o integrándose en un plexo normativo más amplio, del cual no excluimos a los restantes tratados de Derechos Humanos. Porque el niño, por ser tal, no deja de ser persona humana, y rigen para él todos los derechos del hombre.
 
Esta postura, a más de ser monista en cuanto a la vigencia del derecho internacional convencional, subraya el valor de Pactos como el de San José de Costa Rica, y al integrar las normas en un todo ordenado, sostiene un criterio de evolución creciente del derecho, sin abismos, sin oposiciones estériles ni saltos al vacío
 
Los otros, dependientes quizás del dualismo arcaico, sostienen a diario que la Convención no deroga las normas internas contradictorias con ella. Por eso repiten como un sonsonete: "hay que adecuar la legislación interna a la Convención Internacional".
 
En esta postura, el sentido de la historia del derecho es dialéctico, y no sólo hay "un antes y un después de la convención", sino que los paradigmas, a veces antojadizos, deben oponerse necesariamente.
 
No hay entonces cabida para los tratados de derechos humanos del último medio siglo, como si los hombres y las mujeres sacrificados para obtener su vigencia nada hubieran dicho en ellos respecto de nuestros hijos .
Los unos aplicamos todos los días la Convención, aun con sus defectos, en la defensa concreta de los niños.
 
Los otros la declaman todos los días, para lograr nuevas leyes que satisfagan sus posturas ideológicas previas a la Convención, sobre todo en materia de incriminación temprana de los niños en materia penal, en la desprotecciòn de la vida prenatal, y en el permanente intento de incorporar al sistema americano criterios socio-polìticos y jurídicos impuestos desde otras perspectivas culturales.
 
Como en tantas situaciones, vuelve a darse aquí la paradojal diferencia entre quienes declaman hasta le hartazgo un derecho, y quienes cumplen en la realidad concreta el deber ético u jurídico.
 
Permítaseme parafrasear a Mateo y recordar "no todo el que diga ¡Convención! ¡Convención!, sino el que la cumple, defiende verdaderamente los derechos de los niños"
 
Y como siempre decimos, el verdadero nombre de los derechos de los niños es deberes de los adultos: familia, sociedad y Estado.
 
Lo demás merece el antiguo nombre de fariseìsmo, y el mucho más duro,correcto y perenne de hipocresía.

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