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Un domingo vino a visitarme una tía

 

por Atilio Alvarez

 

Un domingo vino a visitarnos una tía, hermana del abuelo, Y comenzó a burlarlo diciendo que en su revista de Internet solamente publicaba cosas viejas, historia y temas anticuados, Y que tenia la biblioteca llena e papeles amarillos, y que a quien se le ocurría recordar poesías de Héctor Gagliardi en esta época. Le dijo que se notaba que era del tiempo de los Pérez García, que debe ser una familia amiga de ellos que yo no conozco.

 

El abuelo se enojó mucho y se peleó con la hermana. Pero le dijo que –seguro que para llevarle la contra- le iba a mostrar un libro de ciencia ficción, que sin embargo contaba como si fuera en el futuro la historia de lo que pasa en la Argentina ahora, en estos días.

 

Sacó un librito que se llama "El País de las Últimas Cosas" y me contó que el autor, un señor llamado Paul Auster, es una de los escritores más famosos de este momento, y que iba a venir a la Argentina en poco tiempo.

 

Me empezó a decir que el libro es como el relato de una chica joven llamada Anna Blume , que fue a una ciudad destruida a buscar a su hermano. Le pasaron muchas cosas y tenía que ir por las calles con un carrito juntado cosas de la basura, como veo todos los días en la calle Cabildo ¿ no será Buenos Aires la ciudad del cuento?

 

En una de esas Anna queda refugiada y ayudando en una residencia que albergaba a la gente necesitada. Allí trabajaban mucho para ayudarlos , pero poco a poco todo se iba terminando , nada alcanzaba, y la gente al ir a la calle, se moría igual.

 

Me leyó una de esas partecitas, y me dijo, muy triste, que muchas de las cosas que aquí se hacen son como lo que relata esa historia.

 

Al final , Anna y sus compañeros deciden intentar salir de la ciudad, aunque eso era muy peligroso Y dice:" ...trato de imaginar lo que nos espera en el futuro. No puedo imaginarlo, no puedo ni siquiera comenzar a pensar en lo que sucederá allí afuera. Todo es posible, y eso es prácticamente lo mismo que nada, casi como nacer en un mundo que nunca ha existido... ...Ahora todo lo que pido es tener la oportunidad de vivir un día más..." Cuando venga el señor Auster, le voy a preguntar qué pasó con Anna ¿me lo dirá?

 

de El País de las Últimas Cosas ("In the Country of last Things")

 

La Residencia temporaria (fragmentos)

 

La Residencia Woburn era una mansión de cinco pisos con más de veinte habitaciones, apartada de la calle y rodeada de un pequeño parque privado. Había sido construida por el abuelo del doctor Woburn hacía casi cien años, y era considerada una de las propiedades privadas más elegantes de la ciudad.

 

Cuando comenzaron los problemas, el doctor Woburn fue uno de los primeros en advertir el creciente número de gente sin hogar. Como era un doctor respetable y procedía de una familia importante, sus ideas se publicitaron mucho, y pronto se puso de moda apoyar su causa en los círculos de gente adinerada. Se organizaban comidas para recaudar fondos, bailes benéficos y otras celebraciones de alta sociedad, y finalmente unos cuantos edificios de la ciudad se convirtieron en refugios. El doctor Woburn abandonó su consulta privada para dedicarse a la administración de estas "residencias temporarias", como se las llamaba; y cada mañana, salía a visitarlas en su coche conducido por un chofer, hablaba con los residentes y les ofrecía sus servicios como médico. Se convirtió en un verdadero mito en la ciudad, conocido por su bondad e idealismo, y siempre que la gente hablaba de la brutalidad de aquellos tiempos, se mencionaba su nombre como prueba de que las acciones nobles aún eran posibles. Pero esto fue hace mucho tiempo, antes de que nadie imaginara que las cosas se desintegrarían hasta este punto. A medida que los hechos se hicieron más graves, el éxito del proyecto del doctor Woburn se debilitó gradualmente. La población sin vivienda aumentaba en progresión geométrica y el dinero para financiar los refugios disminuía proporcionalmente. La gente rica se largaba, fugándose del país con su oro y sus diamantes, y aquellos que quedaban ya no podían darse el lujo de ser generosos. El doctor invertía grandes sumas de su propio dinero en los refugios, pero eso no los salvó del fracaso, y uno a uno tuvieron que cerrar sus puertas. Cualquier otro hombre se hubiese rendido, pero él se negó a abandonar. Si no podía salvar a miles, decía, tal vez podría salvar a cientos, y si no, quizás a veinte o a treinta. Los números ya no importaban. Habían pasado demasiadas cosas y cualquier ayuda que pudiera ofrecer sería simbólica, sólo un gesto contra la ruina total. Esto ocurría seis o siete años antes, y el doctor Woburn ya había pasado los sesenta. Con la ayuda de su hija, decidió abrir su casa a extraños y convirtió los primeros dos pisos de la mansión familiar en una combinación de refugio y hospital. Compraron camas y utensilios de cocina, y poco a poco fueron deshaciéndose de sus bienes para mantener esta organización. Cuando el dinero en efectivo se acabó, comenzaron a vender sus reliquias y antigüedades, vaciando gradualmente las habitaciones de los pisos superiores. Con un duro y constante esfuerzo llegaron a alojar entre dieciocho y veinticuatro personas por vez. Los indigentes podían quedarse diez días y los enfermos muy graves más tiempo. Se les daba una cama limpia y dos comidas calientes al día. Con esto no solucionaban nada, por supuesto, pero al menos le daban un respiro a la gente, una posibilidad de juntar fuerzas para seguir.

 

No podemos hacer mucho –decía el doctor–, pero lo poco que podemos hacer, lo hacemos.

 

Yo llegué a la Residencia Woburn cuatro meses después de la muerte del doctor. Victoria y los demás hacían todo lo posible para seguir sin él, pero habían tenido que introducir algunos cambios, especialmente en lo referente a las cuestiones médicas, ya que nadie podía reemplazar el trabajo del doctor. Tanto Victoria como el señor Frick eran enfermeros competentes, pero de ahí a diagnosticar enfermedades y prescribir tratamientos había un largo trecho. Creo que eso explica por qué yo recibía una atención tan especial de su parte: de todos los heridos que habían llegado allí desde la muerte del doctor, yo era la primera que respondía a sus cuidados, la primera que daba señales de recuperación. De ese modo, servía para justificar su decisión de mantener abierta la Residencia, era su caso victorioso, el claro ejemplo de lo que aún eran capaces de conseguir; y por eso me mimaron durante todo el tiempo que parecí necesitar, me consintieron los malos modos, me concedieron todos los beneficios de la duda.

 

La rutina era interminable y agotadora. No resultó una cura sino más bien una distracción, pero cualquier cosa que mitigara mi dolor era bien recibida. No esperaba milagros, después de todo, ya había agotado mis reservas de esperanzas, y sabía que a partir de entonces todo sería un corolario, una vida espantosa y póstuma que seguiría su curso aun cuando para mí estaba acabada. El dolor, por lo tanto, no desapareció, pero poco a poco comencé a notar que lloraba menos, que no siempre empapaba la almohada antes de dormirme, y una vez, incluso descubrí que había pasado tres horas enteras sin pensar en Sam. Eran pequeños triunfos, lo admito, pero teniendo en cuenta las circunstancias, no podía burlarme de ellos. Abajo había seis habitaciones con tres o cuatro camas en cada una. En el segundo piso había dos habitaciones privadas, aisladas para casos difíciles, y fue en una de ellas donde pasé mis primeras semanas en la Residencia Woburn. Cuando empecé a trabajar me asignaron una habitación particular en el cuarto piso, la de Victoria se encontraba al final del pasillo y Frick y Willie vivían en una sala más amplia arriba de la suya. La otra integrante del personal vivía abajo, en una habitación contigua a la cocina. Era Maggie Vine, una mujer sordomuda de edad imprecisa que hacía de cocinera y lavandera. Era muy baja, tenía muslos gruesos y robustos y una cara ancha cubierta por una maraña de pelo rojo. Aparte de las conversaciones por signos que mantenía con Victoria, no se comunicaba con nadie más. Trabajaba en una especie de trance sombrío, cumpliendo con cada tarea que se le asignaba de un modo obstinado y eficaz durante tantas horas que a veces me preguntaba si alguna vez dormía. Rara vez me saludaba o demostraba que advertía mi presencia, pero de vez en cuando, cuando estábamos las dos solas, me tocaba el hombro, me ofrecía una radiante sonrisa y acto seguido pasaba a imitar una elaborada pantomima de una cantante de ópera interpretando un aria, con gestos histriónicos y garganta vibrante. Luego saludaba con gracia, aceptando los aplausos de un público imaginario, y de repente, volvía a su trabajo, sin transición ni pausa. Era una verdadera locura, ocurrió seis o siete veces, y nunca supe si lo hacía para divertirme o para asustarme. Según me dijo Victoria, en los ocho años que llevaba allí, Maggie nunca había cantado para nadie más.

 

Todos los residentes (así los llamábamos) tenían que aceptar ciertas condiciones antes de quedarse en la Residencia Woburn. Nada de peleas o robos, por ejemplo, y buena disposición para colaborar en las tareas: hacerse la cama, llevar su plato a la cocina después de comer, cosas por el estilo. A cambio, se les daba habitación y comida, una nueva muda de ropa, la oportunidad de ducharse cada día y el uso irrestricto de las instalaciones. Esto incluía la sala de abajo –que tenía unos cuantos sofás y sillones, y una biblioteca bien surtida y varias clases de juegos– así como el patio de atrás de la casa, un lugar especialmente agradable cuando hacía buen tiempo. Allí había un campo de croquet al fondo, una red de badminton y unas cuantas sillas de jardín. Desde cualquier punto de vista, la Residencia Woburn era un paraíso, un refugio idílico de la miseria y la indigencia del exterior. Tú pensarás que cualquiera que tuviera la oportunidad de pasar unos días en un lugar como éste, disfrutaría cada momento de su estancia, pero no siempre era así. La mayoría estaba agradecida, por supuesto, la mayoría apreciaba lo que se hacía por ellos, pero muchos otros lo pasaban mal. Las peleas entre residentes eran muy comunes y prácticamente cualquier cosa podía desencadenarlas: la forma en que alguien comía o se hurgaba la nariz, la opinión de uno en contra de la de otro, el modo en que alguien tosía o roncaba cuando los demás intentaban dormir; todas las pequeñas disputas que se originan cuando un grupo de gente se ve obligada a convivir. Supongo que no hay nada extraño en ello, pero siempre me pareció patético, una mezquina y ridícula farsa interpretada una y otra vez. Casi todos los residentes de Woburn habían estado viviendo en la calle durante mucho tiempo. Tal vez el contraste entre aquella vida y ésta fuera un golpe muy duro para ellos. Uno se acostumbra a preocuparse sólo por sí mismo, a pensar únicamente en su propio bienestar, y de repente alguien le dice que tiene que cooperar con un montón de desconocidos, la misma clase de gente de la que uno ha aprendido a desconfiar. Sabiendo que le tocará volver a la calle en pocos días más, ¿vale realmente la pena cambiar de personalidad?

 

Otros residentes parecían casi desilusionados por lo que encontraron en la Residencia Woburn. Eran aquellos que habían esperado tanto antes de ser admitidos que habían exagerado sus expectativas más allá de lo razonable, convirtiendo a la Residencia Woburn en un paraíso terrenal, en el objeto de todos los deseos imaginables. La idea de llegar a vivir allí los había mantenido en pie de un día para el otro, pero una vez que lograban entrar, solían sentirse defraudados. Después de todo, no penetraban en un reino encantado. La Residencia Woburn era un lugar muy agradable, pero seguía perteneciendo al mundo real, y lo que allí encontraban era sólo otro aspecto de la vida; una vida mejor, tal vez, pero aun así la vida que siempre habían conocido. Lo más asombroso era ver con qué rapidez la gente se adaptaba a las comodidades materiales que les ofrecía: camas, duchas, buena comida, ropa limpia y la posibilidad de no hacer nada en absoluto. Después de dos o tres días, hombres y mujeres que habían estado alimentándose de basura, se sentaban ante una gran comida dispuesta sobre una mesa engalanada, con la misma naturalidad y compostura de unos gordos ciudadanos burgueses. Quizás no sea tan extraño como parece. Todos damos las cosas por sentadas, y cuando se trata de cuestiones tan básicas como comida o techo, que probablemente nos correspondan por derecho natural, no necesitamos mucho tiempo para sentirlas como algo inherente a nosotros mismos. Sólo somos conscientes de lo que teníamos, cuando lo perdemos; tan pronto como lo recuperamos, dejamos de apreciarlo nuevamente. Ése era el problema con la gente que se sentía defraudada por la Residencia Woburn. Habían vivido en la indigencia durante tanto tiempo, que no podían pensar en otra cosa; pero cuando recuperaban lo perdido, se asombraban al descubrir que en realidad no experimentaban grandes cambios. El mundo era el mismo de siempre; ahora sus estómagos estaban llenos, pero ninguna otra cosa se había modificado en lo más mínimo.

 

Siempre tomábamos la precaución de advertir a la gente sobre las dificultades del último día, pero creo que nuestros consejos nunca ayudaron demasiado a nadie. Es imposible prepararse para algo así, y no había forma de predecir quién se resistiría en el momento crucial, y quién no. Algunos se iban sin mayores traumas, pero otros no podían enfrentarse a ello. Sufrían enormemente con el mero pensamiento de tener que regresar a las calles, especialmente los más amables, los más agradables, la gente más agradecida por la ayuda que les habíamos brindado; y había momentos en que yo me preguntaba si todo esto valía la pena, si no hubiese sido preferible no hacer nada, antes que enseñarles un regalo y quitárselos de las manos un momento después. Había una crueldad intrínseca en este asunto que a menudo me resultaba insoportable. Ver a hombres y mujeres mayores caer de repente a tus pies y suplicarte por un día más; ser testigo de sus lágrimas, los lamentos, los ruegos desesperados. Algunos fingían enfermedades, se desmayaban y quedaban inmóviles, simulando estar paralizados; otros llegaban a autolesionarse, cortándose las muñecas, lastimándose las piernas con tijeras, amputándose dedos de las manos o de los pies. Luego, los más radicales optaban por el suicidio; yo recuerdo al menos tres o cuatro. Se suponía que en la Residencia Wobum estábamos ayudando a la gente, pero había casos en que en realidad la destruíamos.

 

Sin embargo, el dilema era inmenso. A partir del momento en que uno acepta la idea de que puede haber algo positivo en un sitio como la Residencia Wobum, se sumerge en un mar de contradicciones. No es tan simple como decir que los residentes deberían quedarse más tiempo, en especial si uno pretende ser justo, porque ¿qué pasa con todos los otros que hacen cola afuera, esperando la oportunidad de entrar? Por cada persona que ocupaba una cama en la Residencia Wobum, había docenas suplicando ser admitidas. ¿Qué es mejor, ayudar un poco a muchas personas o mucho a unas pocas? No creo que haya respuesta para esta pregunta. El doctor Woburn había comenzado esta organización con un sistema determinado, y Victoria estaba dispuesta a ajustarse a él hasta el fin. Eso no lo hacía necesariamente más justo, pero tampoco lo contrario. El problema no residía en el método, sino en la naturaleza misma de la cuestión. Había demasiada gente que necesitaba ayuda, y no la suficiente para ayudarles. Las cifras eran abrumadoras, implacables en la desolación que producían. No importaba cuánto trabajaras, no había forma de escapar del fracaso. Ésta era la esencia de la cuestión: a menos que estuvieras dispuesta a aceptar la total inutilidad de tu trabajo, no tenía sentido continuar con él.

 

Me pasaba casi todo el tiempo entrevistando a los futuros residentes, apuntando sus nombres en una lista, resolviendo quién iba a ingresar y cuándo. Las entrevistas tenían lugar entre las nueve de la mañana y la una del mediodía, y en general hablaba con veinte o veinticinco personas por día. Les veía por separado, uno después del otro, en el recibidor de la casa. Aparentemente en otros tiempos se habían producido unos cuantos incidentes desagradables –ataques violentos, grupos de gente tratando de entrar a la fuerza–, por lo cual siempre había un guardia armado de servicio mientras se realizaban las entrevistas. Frick vigilaba en las escalinatas de entrada con un rifle para asegurarse de que la cola se movía en orden sin salirse de control. La cantidad de gente que esperaba fuera era asombrosa, en especial en los meses cálidos. Lo más común es que hubiera entre cincuenta y setenta y cinco personas en la calle todo el tiempo. Esto significaba que casi toda la gente que yo veía había estado esperando de tres a seis días sólo por la oportunidad de ser entrevistada, durmiendo en la acera, avanzando lentamente en la cola, aguantando estoicamente hasta que les llegara el turno. Uno a uno entraban a verme, vacilantes, un torrente de gente interminable y sin pausa. Se sentaban frente a mí en una silla tapizada en piel roja, y yo les hacía todas las preguntas pertinentes. Nombre, edad, estado civil, ocupación anterior, último domicilio fijo, etcétera. Esto no llevaba más que un par de minutos, pero la entrevista rara vez acababa allí. Todos querían contarme su historia y yo no tenía más remedio que escuchar. Cada relato era diferente, pero en el fondo todos eran iguales. Las adversidades de la suerte, los errores de cálculo, el peso creciente de las circunstancias. Nuestras vigas no son otra cosa que la suma de múltiples contingencias, y no importa cuán distintas sean en sus detalles, todas comparten una esencia fortuita: esto luego aquello, y a causa de aquello, esto otro. «Un día me desperté y lo vi; me lastimé la pierna y entonces no puede correr lo suficientemente rápido; mi mujer dijo, mi madre cayó, mi esposo olvidó». Escuché cientos de estas historias, y había ocasiones en que pensaba que no podría soportarlo más. Tenía que ser comprensiva, asentir en los momentos indicados, pero los modales calmos y profesionales que intentaba mantener eran una pobre defensa contra las cosas que oía. Yo no estaba hecha para escuchar la historia de las chicas que trabajaban de prostitutas en las Clínicas de Eutanasia, no me sentía capacitada para oír a las madres que contaban cómo habían muerto sus hijos. Era demasiado horrible, demasiado implacable, y todo lo que podía hacer era esconderme tras la máscara de mi trabajo. Apuntaba el nombre de la persona en la lista y le daba una fecha; dos, tres e incluso cuatro meses más adelante. Entonces tendremos un hueco para usted –les aseguraba–. Cuando por fin ingresaban en la Residencia, yo era la encargada de recibirlos. Ése era mi trabajo principal por las tardes: enseñar el lugar a los recién llegados, explicarles las normas, ayudarles a establecerse. Casi todos conseguían acudir a la cita que habíamos acordado tantas semanas antes, pero algunos no venían; no resultaba muy difícil adivinar la razón. Según las reglas, guardábamos la plaza durante un día entero; si para entonces la persona no aparecía, borrábamos su nombre de la lista.

 

 

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