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A Esteban lo conocí después del mes de marzo de 1981. Abril o mayo es lo más probable porque en la casa de mi madre, el día que salí para la suya, todavía las flores del patio casero no se habían manifestado del todo. Los amigos que recién yo había ido dejando atrás me habían hablado de su extraña grandeza, de su soledad de pájaro, de su silencio infinito, de su tarea casi mística. No sé como pude conseguir un carro público que me llevara hasta el remoto barrio y el más lejano sector en que residía. Creo que me costó quince dólares que en esa época representaban todavía una buena suma. No habíamos aprendido del todo el juego de la recesión los muchachos que entonces teníamos entre veinte y veintiún años. Gastarlos en aquella aventura no me molestaba en lo absoluto. Aquello era un barrio con sabor de pueblo. Tenía su placita de mal gusto, los recuerdos de un apellido de patriotas que, cuando donaron las once mil cuerdas para hacer el poblado, no tenían nada de patriotas. Para llegar a la comunidad, había que cruzar un puente frágil donde había un bar y una mujer excesivamente maquillada, con un traje apretado de colores, sirviendo cerveza y licor. Cuando llegué al pueblito, la gente acababa de salir de misa. Eran dos o tres vecinos que se habían puesto su ropa más bonita para impresionar a dios y volver luego a la tarea diaria del pecado. Desde el auto semi detenido pregunté a algunos transeúntes por Esteban, Esteban Moreno el escritor, pero nadie me sabía decir o nadie me quería informar que es lo mismo. Temí haber perdido el viaje y los quince dólares pero me consolé pensando que una tarde húmeda por esas colinas, que ni siquiera montañas eran, valían la pena. Parecía que iba a granizar pero aún era muy temprano en el año para eso. Los pequeños granizos no caían sino en el mes de junio y julio y bajo unas condiciones muy especiales. Quise tomar un café y le pedí al conductor que se detuviera y me esperara. Los pocos locales parecían cerrados desde hacía tiempo. Al final de la calle, a la derecha, había un anciano sentado en la acera. En las historias de otros, por lo regular son los viejos los que saben donde viven los escritores perdidos, las putas profesionales y los alcaldes corruptos. Me acerqué sin cuidado y le interrogue si había un café abierto por allí. Me dijo que no, pero –sin pensarlo dos veces- me remató que si buscaba al hombre del libro tenía su casa por ahí. Levantó el brazo lleno de manchas rojiblancas para señalar la calle que cruzaba el pórtico de la iglesia pequeña de la Virgen del Rosario y se perdía en las colinas húmedas de vapor de agua. Cuando volví la vista para darle las gracias ya no estaba. Se había escurrido entre las dos estructuras que estaban a su espalda, supuse. Al principio no le di importancia al asunto porque estaba ansioso por conocer a Esteban Moreno. Busqué al chofer quien se había dormido mientras yo hablaba con el anciano. Le pregunté si había visto dónde se había marchado pero me respondió de mala gana que los dormidos sólo pueden ver sus sueños y luego los olvidan al despertar. Tomamos la ruta de las colinas por cinco dólares más. Las casas, apiñadas primero en el pueblito como en los arrabales, fueron apareciendo cada vez más dispersas. Algunas vacas pacían con sosiego entre el cercado. Varios niños jugaban semidesnudos en el camino. Era como si urbe y campo se disolvieran uno dentro del otro sin una solución de continuidad. Corrimos a velocidad media, esquivando los hoyos, durante cerca de media hora. La ruta era ascendente pero relativamente poco empinada. Ya no se veían ni casas ni vacas, sólo una persistente e impropia llovizna que molestaba impedía la visibilidad. A los cuarenta y cinco minutos ya se había acabado el camino y el chofer me dijo que él no iba a arriesgar su carro en rutas de tierra y fango. Decidí quedarme y seguir la búsqueda por mi cuenta. No había pagado veinte dólares para llegar allí y retirarme. En el fondo el chofer tenía miedo. Me aseguró que regresaría al pueblo y que me aguardaría en la plaza, frente a la iglesia hasta las seis de la tarde. Desde entonces no lo he vuelto a ver por ninguna parte. Cuando se fue quedé sólo entre el final de la carretera y el principio de un camino agreste lleno de piedrecillas brillantes de humedad. Al fondo, en lo alto, se dibujaba la sombra de una casa vieja de maderas sin pintar de dos niveles. Esa es la casa del hombre del libro, me dijo una voz desde debajo de un árbol de algarrobo. Era el anciano que había visto tirado en la acera del pueblo. No le pregunté cómo había llegado allí porque sabía que aquello no tenía respuesta. Le di las gracias y caminé con cierta inseguridad hacia el tope de la colina. Cuando me volví para mirar el paisaje de la sierra busqué el lugar donde le había visto pero ya no estaba allí. No se veía la ruta de vuelta. La única alternativa que tenía era llegar a la casa. .............................................................................................................................................................. Era de un frente viejo y oscuro de madera machihembrada marchita, con puertas y ventanas de dos solapas y persianas descascaradas que hablaban de varias pinturas y colores. El techo de dos o cuatro aguas con un ojo de buey roto por el tiempo o las ramas de los árboles que le rodeaban en el frente. Adentro estaba oscura. Al lado derecho había una construcción de cemento de la triple A probablemente de los tiempos de la PRERA. Fui a tocar la puerta con cierto temblor en las piernas. Me habían hablado mucho de Esteban Moreno durante los tres años anteriores a aquel viaje pero nadie me había querido acompañar a verle. Decían que era un hombre hosco, insoportable, que no le gustaban las visitas, que profería cosas insospechadas e incongruentes. Para mí, que acababa de llegar de una ciudad grande, aquello no significaba nada. Decía que fui a tocar a la puerta pero no hizo falta. Estaba abierta y bastó con empujarla mínimamente. El viento hizo el resto del trabajo y la solapa a mi izquierda dio suavemente con la pared del pasillo. Por dentro la casa tenía una tibia lucidez que permitía ver donde pisabas pero no dejaba imaginar lo que estaba en el fondo. Busqué mi encendedor Zippo en el bolsillo del pantalón -entonces fumaba mucho- y con él en la mano me puse a buscar a Esteban. No me atrevía a llamarlo por su nombre después de todo lo que me habían dicho de él. Tenía que encontrar la biblioteca. Sabía que allí lo descubriría escribiendo o leyendo. Era lo propio en una tarde como aquella en una casa de esa naturaleza. Al cabo de veinte pasos me topé con una escalera de caracol construida en madera. Se veía firme y me aventuré a pensar que arriba estaría el aposento de los libros, el estudio, Esteban. Es curioso que las paredes, que al principio me parecieran desnudas, se me hicieron según ascendía cubiertas de marcos con imágenes de torsos plegados o algo por el estilo. No parecía arte de primera. Tal vez Esteban no tenía ojo para el arte. Tal vez no había vendedores de arte que se aventuraran a hacerle alguna oferta en aquel territorio perdido de los montes. La escalera me pareció infinita pero al fin estaba arriba. No me había equivocado. Todas las paredes estaban llenas de anaqueles de libros monótonamente encuadernados de colores marrones con notas ilegibles, por la distancia, en los lomos. Cerca del ojo de buey había un escritorio. En el escritorio había una sombra indecisa. Era Esteban cuyo brazo manchado escribía sobre un papel viejo. Solamente me dijo que me estaba esperando. .............................................................................................................................................................. Me preguntó inmediatamente que si venía por lo del libro o por lo de mis sueños. Parece que los pocos que iban a verlo, los que se atrevían, iban siempre por las mismas razones. En treinta años nadie había subido allí por otras razones que no fueran el libro o sus sueños. Me sorprendió la pregunta y la precisión de su respuesta. Yo venía allí por las dos cosas y porque los amigos siempre habían hablado del gran Esteban pero nunca me habían llevado a su casa. Me dijo te llamas Mario R. Cancel, acabas de llegar de una ciudad en ruinas donde habías llegado de un pueblo en ruinas. Dentro de veinte años querrás regresar aquí pero ya será demasiado tarde porque no vas a encontrar rastro de nada. Me dijo sin mirarme siquiera, las cosas no están en ruinas, las ruinas las cargas tú. Me dijo que los sueños son juegos interesantes que gente como yo utiliza para redactar otros sueños en el papel. Que yo no tenía problemas con eso porque lo había hecho así hasta aquel momento y que lo seguiría haciendo. Me dijo que era joven y que él no era un mago sino sólo un hombre viejo que estaba escribiendo un libro. Fue entonces cuando lo interrumpí para preguntarle qué era lo que escribía. Le aseguré que me habían dicho que redactaba desde hacía años el libro definitivo sobre los sueños y su historia. Que yo sabía que su biblioteca contenía desde los originales de Los sueños de Filón y el Comentario al sueño de Escipión de Macrobio; hasta un ejemplar supuestamente apócrifo del Sobre el demon de Sócrates del oscuro mantis griego Timarco; que disponía de unas referencias de Largino Próculo que hablaban de los significados de los truenos; de un bestiario de Philippe de Thaün, el más antiguo de los franceses; y de una edición príncipe de Jean Valentín Andreae de Las bodas alquímicas. Que sabía además que había leído cada renglón de cada párrafo de cada página de cada libro de cada anaquel de su biblioteca docenas de veces pensando en el contenido posible de su libro, del que escribía. Que su disciplina me parecía precisa y admirable. Que había unos cuantos lectores allá afuera desesperados por conocer el contenido de su libro para apropiarlo como era debido, pero que muchos habían muerto en la espera. Que en fin era injusto que también nosotros, dije nosotros, fuéramos a morir sin enfrentarnos a su palabra perfecta. Mi encendedor Zippo se apagó producto de un soplo que entró por el ojo de buey roto de la pared del fondo. Afuera seguía lloviendo y alguna tronada se asomaba ahora más allá de las colinas. Esteban, cuyo rostro no había podido ver en ningún momento, separó el brazo cubierto de manchas de la mesa. La hoja de papel quedó sola sobre el escritorio. Su rostro se iluminó con una serena rabia. Era como su apellido: secreto. Me dijo, entonces debes conocer el oráculo de Aristónica a los magistrados cuando les dijo: “¡Oh desgraciados!, ¿por qué permanecéis sentados? Huye a los extremos de la tierra, abandonando tus casas y las altas cimas de tu ciudad circular. Pues ni la cabeza permanece en pie...Ea pues, salid del santuario, mostrad entereza ante las desgracias”. Me dijo, y debes conocer que también los oráculos se interpretan de acuerdo con los intereses del intérprete y que precisamente por eso se escriben de ese modo tan frágil. Entonces me pidió que me sentara, que me iba a hablar de su libro. Que luego -como quien me hubiera tenido atrapado- me dejaría ir de vuelta a mi origen, a donde me correspondía. La forma en que lo dijo demostró que efectivamente me tenía de alguna manera atrapado en aquella biblioteca. .............................................................................................................................................................. Se levantó pesadamente de una silla de espaldar ancho de vinilo y metal mohoso. La humedad en estos territorios es terrible y todo lo corrompe, hasta los cuerpos. Se acercó al librero de su izquierda, tercer anaquel de arriba abajo. Señaló un libro, el tercero de derecha a izquierda, parecido a todos los demás y me dijo con este comenzó todo lo que te voy a contar. Me di cuenta de que Esteban tenía dificultades para ver porque entornaba los ojos para poder leer lo que decía el lomo. Sacó el volumen cuidadosamente, abrió la tapa, corrió las páginas hasta llegar a la bitácora, y leyó una dedicatoria: “Para mi hijo Esteban, en la esperanza de que llegue al final...Tu papá, Esteban Moreno y Moreno. Marzo 23 de 1906”. Son las memorias de un hombre olvidado de todos, me dijo. -Llegó a mis manos aquel año de 1907 pero no le di importancia hasta el verano de 1913 cuando yo acababa de cumplir 15 años. Esta biblioteca comenzó a construirla mi padre, y antes que él mi abuelo Esteban Moreno y Valdez, que vino emigrado de Caracas para proteger su haber familiar alrededor del 1825. Mi padre me decía que el abuelo había pasado por La Habana originalmente pero que las inestabilidades que se dibujaban en el horizonte de aquella isla le movieron a venir a vivir acá. Fue entonces cuando obtuvieron unos privilegios de tierras en estas colinas para sembrar frutos menores, algo de café, algún mal tabaco, qué sé yo. Esas cosas no las he olvidado pero tampoco las quiero recordar, por eso las invento. -Las Memorias de papá contaban aquellas cosas con un dejo de nostalgia, con una pasión que a mí me sorprendió de una manera total. El 1913, cuando leí el volumen, no fue un año bueno. Yo había visto pocos años buenos en los principios del siglo pero, a fin de cuentas, la opinión de un niño poco tenía que hacer en aquella. Recuerdo que siempre pensé que papá estaba loco si imaginaba que su libro era convincente. Por eso, aunque hizo jurar a mi madre Josefina, que lo publicaría a su muerte no pude más que pedirle a Dios -entonces creía- que no se lo llevara para evitarle la vergüenza de una imprenta. -Papá murió en el 1918, mamá en el 1919. Desde entonces el libro está aquí. Mamá me rogó que hiciera lo posible por completarlo, que yo había heredado algo de la locura de mi padre y sus tierras, que no permitiera que se perdiera la memoria de su vida. La gente piensa, digo, que porque se escriban las cosas, ya no se pierde la memoria. Lo que pasa es que se fija y se adultera la misma. Mira bien lo que te voy a decir: las letras del libro de papá se han ido borrando. Las pocas manchas que quedan podrían significar cualquier cosa: siempre dependería de lo que el que leyera quisiera encontrar. Cada lugar es incierto y cada instante de la página un infinito. Cada segmento puede decir cualquier cosa. -El tiempo pasó y he tratado de cumplir con la promesa que le hice a los dos. Nunca les dije que publicaría las Memorias de papá. Pero tampoco les dije que no. En el lecho de muerte, eso ocurrió en el cuarto de la izquierda en la planta baja, cualquier ausencia de respuesta ante un ruego parece una afirmativa. El que va a morir acepta sólo lo que quiere escuchar. Fue entonces cuando dejé de creer en el cielo para no tener motivo para torturarme con la idea de que podían estarme velando desde algún lugar del infinito. -No fue sino veintinueve años después cuando volví sobre el libro. Era el año 1948 y las cosas seguían más o menos igual en el país. Yo era hijo único. No había hermanos ni hermanas que me recordaran las promesas en el lecho de muerte. Perdí algunas tierras mientras hacían carreteras y repartían predios a otros. El poblado comenzó a crecer. Los apellidos que mi padre había recordado en sus memorias estaban radicados en las ciudades o habían desaparecido mezclados con apellidos extranjeros. Yo había llegado a los cincuenta, edad media madura, dicen. Era el tiempo para escribir mi libro, mis Memorias, el que tú viniste a ver. El que algunos amigos tuyos te han dicho que contiene todas esas cosas que me has enumerado. -El libro está allí sobre la mesa desde siempre y yo estoy cansado. Está allí desde que entraste, desde que te vi en el pueblo y te dije que vivía por esta carretera, desde que te dije bajo el árbol de algarrobo que yo mismo vivía aquí. Está allí desde hace treinta y dos años cuando puse las primeras palabras que ya casi no se entienden. Ya no puedo batallar contra el silencio y la oscuridad. Léelo y, cuando lo leas habrá dejado de llover, podrás regresar al pueblo y le contarás la historia que encuentres en sus páginas a alguien que querrá venir a verlo y así hasta el infinito. Yo voy a bajar un rato a patio a ver si cesa de llover. .............................................................................................................................................................. Tímidamente me acerqué a la mesa de trabajo de Esteban Moreno. Había hojas tachadas por todas partes. Palabras inexplicables debajo de las tachaduras. Polvo arrumbado en cada rincón que hacía imposible determinar con claridad donde estaba cada cosa. Un tintero casi seco o seco totalmente hace tiempo a la izquierda. Una plumilla con la punta torcida y mohosa a la derecha con la que apenas se podría escribir. Un canasto lleno de papeles rayados, en blanco. Un par de libros abierto como de referencia. En el centro, el papel de trabajo y un montón, cientos de hojas vueltas del revés como quien las había llenado. Las volví cuidadosamente ansioso de comenzar a leer el contenido. Pero todas estaban vacías. En la primera, la del fondo, muy al fondo casi deshecha estaba la única frase comprensible de aquellas memorias de Esteban Moreno, el hombre del libro. Decían claramente “Recuerdo que...” y se deshacían irremediablemente. .............................................................................................................................................................. Años después, en el verano de 2000, volví a aquel poblado maldito con una amiga poeta que quería contarme sus desgracias. Nos detuvimos en el mismo puente, ya no tan frágil, donde estaba la deslumbrante mujer de colorines, traje apretado y maquillaje vendiendo cerveza y licor. O no envejecía o era la hija de la que yo había visto diecinueve años antes. Se sonrió como si me conociera. Tras tomar dos o tres cervezas mi amiga me preguntó qué quería hacer. Empezaba a lloviznar y el bar no tenía mucho sitio donde protegerse. Le sugerí que fuéramos hasta el poblado, que era cuestión de seguir a la derecha y que la misma carretera nos llevaba allá. Cuando llegamos la gente acababa de salir de la misa, las calles estaban semidesiertas. Brillaban con las aguas acumuladas en los rincones de las calles. Allí estaba la misma carretera, la que una vez me condujo hasta la casa del hombre del libro. Instintivamente le dije a mi amiga que tomara aquella ruta. Íbamos a velocidad media mirando la poca gente, igual a la que yo había visto antes, caminar por la calle. A los niños iguales que los de otro tiempo jugar juegos parecidos. A la media hora mi amiga protestó de que aquella carretera no conducía a ninguna parte. A los cuarenta y cinco llegamos: era como el fin del mundo, decía ella. Allí estaba la estructura de la triple A y el algarrobo, pero no estaba el viejo de los brazos manchados. La casa había desaparecido. No quedaba ni rastro de ella. Mientras comenzaba a llover le conté a mi amiga la historia de Esteban Moreno, su libro y su biblioteca. Le recité el oráculo de la pitia y promantis Aristónica, que Esteban nunca había completado cercenándole el medio con una reticencia: “...ni el cuerpo, ni los pies situados en las extremidades, ni por tanto las manos, ni nada del centro queda, sino que se encuentra en estado lamentable...” No le dije la parte que yo le estaba ocultando al hechizo porque después de todo recordar es ocultar y viceversa. Cuando bajamos al pueblo había dejado de llover. Me fui a casa a completar mi libro del cual no recordaba haber escrito una sola palabra. 2 de julio de 2001 Hormigueros, P.R. |
El libro por Mario R. Cancel Recinto Universitario de Mayagüez-U.P.R. |
Publicado originalmente en México volitivo |
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