El coleccionista (Publicado originalmente en México volitivo, mayo 2003) Mario R. Cancel A mí mismo 1. En general no me ocupo de lo que la gente lee. Se podría decir que me niego a leer lo mismo que la muchedumbre. Si algún autor está de moda y sus libros se venden mucho en las librerías de los centros comerciales, lo más probable es que toda una maquinaria publicitaria esté propiciando el fenómeno y que su literatura, mala o buena no importa, poco tenga qué decirle a los lectores dentro de unos veinte años. La “lectura de moda” es un artificio que inventan las columnas dominicales de los diarios de gran circulación y las menos frecuentes de los panfletos de las izquierdas. Eso más o menos le decía a mis estudiantes durante un curso graduado de literatura contemporánea europea cuando me enfrentaba al fenómeno de los premios Nobel y al hecho de que, en innumerables ocasiones, candidatos que lo merecían nunca habían cargado con el botín que recordaba al inventor de la dinamita (1867) y la pólvora sin humo (1887). Para los estudiantes, supongo, aquello no era sino una manifestación de la más sana envidia o quizá la forma en que un “oscuro profesor de literatura” con ínfulas de escritor vaciaba su amargura desde el atril de una universidad pequeña de un país pequeño. La acusación importaba poco porque en los países pequeños no hay universidades grandes: hay universidades con ínfulas. Ese había sido el caso, añadía abonando al cuento de los nobeles mientras daba vueltas entre las filas de mozalbetes sorprendidos, de Jorge Luis Borges el viejo lector argentino que adoraba la vida de los minúsculos e imaginarios “falansterios” ginebrinos. Había sido el de Leszek Kolakowski, el profesor de filosofía de Varsovia que pocos comprendían. Y por esa ruta iba Milan Kundera, otro genio esta vez fortuitamente checo pero que escribía en francés. Los tres hablaron contra ciertas cosas que en su momento les habían garantizado premios nóbeles a gente oficiosa y predecible como la tonta Gabriela Mistral, el infantil Rabindranath Tagore, el estalinista Pablo Neruda o el extraño tamborilero Günter Grass. Cuando Borges, Kolakowski y Kundera hablaron ya esos discursos no eran garantía de un Nóbel. Lo único que se aseguraban con ello era la lectura secreta de las minorías realmente alfabetas. De alguna manera yo les estaba mintiendo a mis estudiantes. No se trataba de que padeciera un enfermizo delirio de grandeza como algunos podían suponer. Tampoco de que manifestara la truculenta necesidad de insultar a unos escritores muertos. Después de todo insultar a los muertos desde la posición todo poderosa de la vida se ha convertido en una manía en estos tiempos. Además ninguno de los escritores salvados estaba libre de pecado. Borges estaba muerto y decir que no había ganado el Nobel aunque lo merecía no era un halago sino más bien una acusación. A Kolakowski había tenido que leerlo dos veces para comprender cabalmente sus juegos nietzscheanos en algunos libros que jugaban con el tema de la sacralidad y el pudor. En Kundera detecté pifias técnicas y reiteraciones en sus últimas novelas y siempre las narrativas, las que sean, terminan agotando el gusto como las comidas, como las mujeres. El engaño radicaba en que yo sí me ocupaba de lo que la gente leía y me ocupaba, tal vez, demasiado. En verdad todo había comenzado hacía bastante tiempo el verano de 1978 para ser más exacto. En aquella ocasión la lectura febril y torturante de doscientos veintiún libros y medio me pusieron a pensar seriamente sobre las consecuencias que ello tendría en mí dentro de los próximos años. Ahora que el tiempo ha pasado, puedo pasar revista sobre el asunto sin el mayor miedo. 2. Por qué he de ocultarlo más. En realidad soy un coleccionista y los coleccionistas no leen lo usual, leen lo raro, lo anómalo, lo inaudito, es decir, lo insospechado, pero leen mucho, mucho más de lo normal. La cuestión es en qué lugar radica la frontera entre todo eso y lo corriente y me consta que esa es una linde muy fluida. El asunto de qué es lo estándar, me tiene a fin de cuentas sin cuidado. Yo decido lo que colecciono – y lo que leo- y así el territorio de lo coleccionado es lo suficientemente variopinto como para que sea difícil que me aburra ese proceso durante los próximos veinticinco años de mi vida, los que me quedan por vivir. Colecciono casualmente desde hace veinticinco, desde 1976. Buena edad para empezar fue los difíciles dieciséis. Yo estaba eufórico. Había unos pocos libros viejos por la casa de mis padres de clase media, algunos panfletos en la de mi abuelo terrateniente venido a menos con muy poca memoria del pasado, mucha menos del futuro. Mi hermano –un hombre del presente, del suyo- a la larga se iba a interesar por la ciencia primero y la alta tecnología después: lo más distante de los “libros”. Aclaro: de los libros como pliegos de papel impreso que se encuadernan y se tocan y aman. El libro es otra cosa en tiempos del e-book y la web. Sé dónde está cada título de mi biblioteca, dominio en el cual las rarezas andan dispersas, -quiero decir que conviven con las que no lo son- en tres habitaciones y cuarenta y cinco anaqueles (45) en una planta alta; y sesenta y dos (62) en una planta baja, llenos de títulos perfectamente clasificados de acuerdo con un código secreto que apenas una amiga conoció y ahora está muerta. Por razones obvias considero el número ciento siete (107) perfecto que puede ser roto sólo para crecer. De más está decir que en mi colección ningún título se repite y que si eso pasa tengo una lista con los nombres de dos amigas y un amigo que se convierten en destinatarios del texto clonado. Acostumbro poner, son las maldades de los tiempos, las Analectas de Confucio en sus variadas versiones y con sus múltiples comentarios muy cerca de los Anales de Cornelio Tácito; y El enchiridión que el Papa León III dedicó a Carlomagno muy cerca de la versión de Fray Luis de León de los Cantares atribuido a Salomón que es un texto sagrado de los judeocristianos. Se trata de un extraño orden de letras, alfabético dirán los más ilusos, y de un caos que tiene sentido para el que lee bien. Siempre he pensado que todo libro que se lee constituye de por sí una rareza y que esa situación se hará cada vez más aguda. Vivo esencialmente en la biblioteca de la planta alta, entre los cuarenta y cinco anaqueles de libros de literatura de todos los países y del mío, de filosofía, magia y religión. Se podrá deducir que esos son los temas que más leo por que son los que están más cerca de las habitaciones donde duermo. Guardo tiempos especiales para la otra planta, la baja, con sus sesenta y dos filas de textos, eminentemente de historia de otros y de mi país, ensayos, memorias, revistas, periódicos y documentos. A veces pasa tiempo y no voy a ese lugar donde construí las comodidades de otra casa para cuando me daba por perderme entre las fechas y los nombres de todos los extraños que habitan todos los tiempos paralelos. Esa fue mi condena, como se verá de inmediato. 3. Una tarde de viernes de diciembre de 1997, después de tres meses de ausencia, bajé a la otra biblioteca, la que guarda las cosas del pasado o parte de ellas en los sesenta y dos anaqueles de libros. Recuerdo que anochecía y no había nadie en los alrededores. Mi casa no es por cierto una de las más visitadas por la gente ni los colegas. Había que pasar una llave por dos cerrojos y el segundo tenía un juego que sólo yo conocía. Abrí la puerta con cuidado. Había escuchado ruidos extraños en las madrugadas y el olor de un suave cigarrillo, de esos de buen tabaco, que casi no se descubren ya en las desaparecidas tabaquerías. La biblioteca estaba en la penumbra siempre por lo que había colocado dos fuertes lámparas en el techo con cristales diseñados, luces baratas bien distribuidas en los anaqueles que más frecuentaba: al final a la derecha los de historia literaria y crítica, al final a la izquierda donde habitaban los temas americanos. A la derecha, en la pared en la que se encontraba la puerta de salida: la computadora, los escritorios, unos cuantos libros dispersos. El problema, y aquí ya no puedo determinar donde termina la realidad y empieza lo que no lo es, fue que me pareció ver en mi silla una sombra. La sombra de un lector o lectora encorvada sobre lo que debía ser un libro. No era efectivamente yo ni mi aura, porque yo acababa de llegar a aquel recinto. No podía ser otra persona porque yo tenía las únicas llaves de acceso. Aquel salón era un templo y el sacerdote se llamaba Mario R. Cancel. La única posibilidad era que alguien se hubiera quedado encerrado allí durante aquellos tres meses pero eso sólo pasaba en las malas películas de misterio californianas. A uno siempre le queda la duda respecto a quién está allí ocupando su lugar cuando llega a un lugar imposible porque el tiempo y sus imágenes son efectivamente engañosos. Borges presentía la imagen de Leopoldo Lugones –me parece estarlo viendo en el óleo de Enrique Zavalla Moreno- en una biblioteca el 9 de agosto de 1960, precisamente ochenta y cuatro días antes de mi nacimiento, cuando según sabemos Lugones había muerto en 1938. Ese no era el motivo o la génesis de mi relato. Si lo hubiese sido no lo diría de un modo tan patético. No tuve miedo. Me acerqué con cuidado por su espalda entre las sombras. Si había alguien en mi biblioteca, escudriñando mis libros, los antiguos, los raros de los raros debía ser gente de bien. Si había podido conseguirlos algo extraño tenía como los libros. Si no había molestado en todo ese tiempo quizá era una persona perfecta: una apsara la que siempre yo había esperado, algo así como el agua, la que absorbe; quizá Lilith, otra forma del yo al revés, la primera esposa de Adán, no sé. Tal vez Henry Bemis después del desastre de la guerra fría, el que nunca ocurrió como la gente imaginaba sino de un modo completamente distinto. 4. A fin de cuentas adopté una postura totalmente práctica: aquel era mi nicho de libros. Era mi visión la que estaba delante de mí y, por lo tanto, como en los sueños yo podía determinar diversas cosas, yo podía decidir quién estaba conmigo en aquel recinto. Entonces tenía a la mano tres historias para elaborar y yo solamente tenía ánimo para inventar una. Había tenido suerte. Pudieron haber sido siete las posibilidades, cuatro varones y una mujer, como mandan los mitos. Entonces me hubiese visto en la obligación de contar tres historias. Si aquella hubiera sido la sombra de Lilith hubiese tenido que concebir un diálogo sobre el bien y el mal y yo habría sido condenado a elaborar otra forma del mito adánico. Tal vez habría perdido una costilla, nadie sabe, o traicionado a una Eva gorda y cargada de hijos con la memoria del diablo ido. Si aquel hubiese sido Henry Bemis, el viejo empleado bancario, miope por más decir, y hambriento de lecturas rescatado en un filme corto en blanco y negro, me hubiera encontrado en la disyuntiva de explicarle por qué yo también había sobrevivido al desastre atómico y por qué él no estaba en la biblioteca pública de un pueblo americano pequeño en medio de la soledad de la civilización destruida, leyendo a Browning, Dickens y Shakespeare toda la eternidad. Explicarle el fin de la guerra fría me hubiese resultado aburrido especialmente porque no me gustan los temas de historia. Sin pensarlo dos veces me dije esta es una apsara, la que yo he esperado siempre, el agua, la que absorbe, mi Apsara, la que fluye de donde no hay materia, la que todos los hombres esperan. Decidí que estaba soñando porque ellas sólo aparecen en los sueños. No debía mirar atrás otra vez, a la puerta de entrada que se había cerrado serenamente porque todo terminaría y volvería a la otra realidad, a la ridícula donde no hay apsaras ni puertas que se abren y cierran a los misterios. Cuando di el primer paso me convencí de que tampoco podía cambiar mi decisión. No había otra opción, era el momento de confrontarla o nunca despertaría. Debía olvidarme por último de que había llegado allí despierto y que tan sólo había visto una sombra en mi escritorio, invadiéndolo. Debía convencerme de que mi apsara leía tímida y silenciosamente los volúmenes secretos desde hacía tres meses, quizá más, quizá más. 5. ¿Qué hace un profesor de literatura europea contemporánea cuando decide encontrarse a una apsara, su Apsara, leyendo sus libros más queridos? Ha decidido transformarse en un gandharva, el Gandharva. Tiene que estar seguro de ello porque la decisión lo va a enviar irremediablemente al mundo de los sueños, el que la racionalidad rechaza. Trata de fijarse en cómo es ella. Trata de fijarse en qué está leyendo, en qué resquicio de su casa se ha metido. Dije en voz baja como un murmullo, un viejo poema del Papiro Chester Baetty que dice en traducción liberal “Mi corazón ansiaba contemplar su hermosura, entrar a su casa y sentarme allí. Pero en mi camino hallé solamente rastrojo de lino: pero estaba unida a sus amantes”. El viejo motivo del desengaño. Siempre es bueno conocer un poema egipcio o sánscrito o tal vez maya, cuando se topa uno con apariciones como ésta. El poema puede ser la llave para un gran amor o para una aventura de la memoria o para la resolución de un dilema de la memoria dura que inventamos. Lo ideal hubiese sido que ella, mi Apsara, hubiese vuelto el rostro blanco de ojos negros indefinidos enmarcado en la cabellera también oscura de cabello frágil. No lo hizo. Sólo veía sus brazos sobre el extremo izquierdo de las hojas de papel de un libro viejo. Parecía no escucharme. Parecía no querer hacerlo. Le pasa mucho eso a un maduro profesor de literatura. Piensa que con un poema puede conquistar a su Apsara pero fracasa por razones que no vienen al caso. Entonces decidí, algo tenía que decidir, concentrarme en lo que ella leía. Tal vez allí radicaba el secreto de todo. Era mi historia y mi historia no se me podía ir de las manos porque entonces lo que había sido como un sueño habría parecido una mera pesadilla, que es el lugar en donde pasan las cosas que tú no puedes controlar. Había un libro abierto a su mano derecha, colocado allí como quien termina de leerlo, pequeño. Abierto como estaba medía alrededor de ocho pulgadas y se veía el remate de una encuadernación de cuero de las que ya no se hacen en ninguna parte del país, de páginas amarillentas con algún hongo. Lo reconocí de inmediato. Un coleccionista, un buen coleccionista reconoce la textura de su libro inmediatamente, de sólo verlo. Era la Historia de los demonios y de las brujas de Sir Walter Scott, en su edición catalana sin fecha que debía corresponder al 1870. Ella parecía no notar mi presencia por lo tanto decidía acercarme a ver qué había estado leyendo. No sé para qué lo hice. El libro estaba abierto en las páginas 66 y 67. Quien lo conoce sabe que en el reverso contiene la historia del “Bhar-Geist” un raro espectro del Condado de Yorck, así lo tradujeron los catalanes, que incluso aparece en los blasones de la familia Dobia. En el anverso destacaba el subtítulo sobre la “Facultad de fascinar atribuida á las brujas” y el ejemplo de la historia de Catla y Geirada tomada como sabemos, de la Edda Eyrbiggia. Para mí el mensaje estaba claro pero yo prefería no decírmelo para llegar al final del relato. Sobre una biblias viejas descubrí, no lo había visto antes y fue como si apareciera mágicamente, un añalejo que no podía asegurar fuera de mi colección. Colecciono efectivamente calendarios de los más diversos tipos pero no de aquella naturaleza. Apenas eran hojas cosidas con varias fechas en negrita de las que podía distinguir los años: 1977, 1978, 1981, 1986, 1989, 1997, 2000, 2001... Todas aquellas fechas, excepto las dos últimas que no habían ocurrido, tenían algún sentido para mí que tampoco estoy obligado a comentar pero no comprendía porque mi Apsara las tenía frente a sí. La pregunta era ¿qué leía tan ávidamente que le “impedía” escucharme, sentirme escudriñar alrededor de ella? Cuando me acerqué a mirar me di cuenta que olía, por lo tanto existía, a un intenso olor de lirios como los que hacía veinte años había en mi patio. La respuesta la tuve de inmediato cuando comencé a leer un párrafo sobre el cual cruzaba su dedo limpio y casi transparente de vénulas violáceas: “Por la misma razón los númenes nos hablan mediante visiones y sueños...”. Era el argumento de Giordanno Bruno en Sobre magia para explicar las dificultades de los augurios con la metáfora, borgiana sin Borges de la escritura o el lenguaje de dios. Era mi Apsara, la que había buscado tanto tiempo y ahora la encontraba allí, en medio de mi colección, haciendo lo que había hecho siempre. Me sentí como un viejo escritor romántico alemán, qué sé yo. Entonces, sin mirarme, mi Apsara me dijo en voz baja como un murmullo, un viejo poema del Egipto Antiguo: “Me place hundirme en el agua. Mostrarte mi belleza bajo el traje de lino cuando está mojado y gotea.” Por primera vez me miró y era ella, lentamente, como un flagelo y se deshizo en la nada. Me sentí complacido de que no hubiese sido Henry Bemis. Feliz de que no fuera Lilith, pero no estaba totalmente seguro de ello. Uno nunca está seguro de lo que decide y tampoco está de lo que cree. El destino que me deparó aquel encuentro no lo puedo sintetizar con facilidad. Cuando regresé a la miserable aula universitaria ya no era el mismo aunque decía prácticamente las mismas cosas. Escribo esta memoria porque sé que nadie habrá de créela pero tampoco me importa. Había olvidado lo que había ido a buscar a aquel lugar. Revisé los anaqueles secretos buscando los libros que ella había estado examinando y no estaban. Quizá nunca habían estado allí, tal vez los había leído en otro país y no en este. Me sentí más solo que nunca después de perder aquella imagen. Me daba igual, aclaro, que su presencia hubiese sido cierta o una mera ficción. Eso no le restaba un ápice a la sensación de la compañía. No les conté nada de aquello a los estudiantes cuando regresé al salón de clases en enero porque hubiese sido una tontería de las peores. Después de todo, ellos ya me veían como un lunático. Ese año iba a dictar un seminario sobre literatura y eros en la narrativa de las interguerras, con un muestreo que incluía desde algunos rusos prohibidos hasta lo mejor de la poca prosa dadaísta y surrealista. Preferí por lo tanto guardar silencio, hacer unos apuntes in situ y esperar una nueva fascinación, visión o sueño. Cuando volví a sentarme en la silla en que había estado ella sentí un frío glacial. Desde diciembre de 1997 no ha vuelto a aparecer. En estas navidades se cumplirán cuatro años de aquello pero no pierdo la esperanza. Cuando retorne mi Apsara intentaré tocarla. ¿Qué más puedo perder? Tal vez consiga que se quede y me diga el resto del viejo poema egipcio. O tal vez me convierta yo también en sueño, visión o fascinación. Debo decir que los lirios del patio están encendidos. 1-14 de julio de 2001 |
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