El mal del cuento

 

Por Maribel R. Ortiz

 

“There are some qualities, some incorporate things that have a double life, which thus is made a type of that twin entity which springs from matter and light, evinced in solid and shade”

 

Edgar A. Poe, Sonnet-silence

 

Desde la “La colina de los condenados”, la vetusta mansión Bedlam, de principios del siglo XIX se alza imponente como una joya inspirada en el arquetipo gótico. Seis magníficos arcos con archivoltas y un ojo de buey encaramado entre el primer y el tercer respaldo componen la fachada externa. La fuente de sombrías gárgolas, que alguna vez, vomitaron fríos chorros por sus bocas de bronce, fue oasis de aves migratorias que perecían inexplicablemente no muy lejos del lugar. Desde la colina, se divisa claramente hacia el norte, un desvencijado cementerio apilado de cruces marchitas y tumbas huérfanas de epitafios. Una tupida maleza de hiedras olorosas a mandrágoras reptan por los muros húmedos del mausoleo familiar de mármol macizo; extravagante obra de arte cuya construcción se realizó bajo el ojo riguroso del doctor Bedlam mucho antes que la casa. Los rumores y las leyendas en torno al espíritu siniestro que habita la mansión son el combustible con que los lugareños mantienen encendido el misterio de la desaparición  nunca esclarecida  del matrimonio Bedlam y su único vástago, Vittorino en el año 1884…

Dympna cierra el cuaderno donde ha escrito el preámbulo para un relato. Enciende un cigarrillo y con avivada complacencia aspira el humo suave que desciende a la garganta y luego asciende súbitamente para ser expulsado. El humo parece tomar la forma de un gran espectro que se fusiona con el polvo de la naturaleza muerta del patio de la mansión. Todavía se deleita con la lóbrega composición arquitectural de ladrillo y mampostería que crece en la medida que avanza el recorrido visual por la fachada externa de la casa. Parece una inmensa boca sin rostro que se acerca mientras su soledad de misterio me acecha, para después engullirme…  Sonríe absorta por esta imagen tan “poeiana” que acaba de escribir en el cuaderno, pero no la tacha. Veinte minutos tendida en el panteón de los Bedlam y el humo del cigarrillo, la han vitalizado. Guarda el cuaderno en el bulto y se dispone a explorar el interior del viejo caserón. Con un poco de esfuerzo, retira el delgado panel que cubre un hueco seguramente hecho por ladrones (esos chacales depredadores, que vaciaron las entrañas de la casa). Observa las paredes carcomidas de hongos, que lucen impecablemente despojadas de adornos. Las grandes manchas simétricas corroboran  que hubo numerosos cuadros. En el descanso de la escalera que la conduce al segundo piso, la sorprende el aterrador diseño de una pavorosa pintura moldeada en la vidriera de un rosetón.  La casa ruidosa, que en otros tiempos fue depositaria de la presencia de los seres que la habitaron es ahora un recinto taciturno, habitáculo de sabandijas con olor a herrumbre. La tristeza que inspira una morada huérfana de sus moradores, ese inacabable tufo a libros húmedos es por cierto, desconcertante. Dympna reflexiona por un instante (antes de darle vuelta al picaporte de la puerta que la conducirá a la biblioteca) si valió la pena tomarse el riesgo de entrar a una propiedad abandonada a pesar del visible rótulo que advierte: Prohibido el paso, propiedad privada. Después de todo, ella no fue a robar. Su misión literaria la eleva por encima de cualquier posesión material, advertencia o superstición pueblerina. Ella va a recopilar datos, a embutirse de impresiones que aviven su mitomanía, por los inmutables corredores de la espectral mansión Bedlam.

 

***

Cuando ante sus ojos se revelan varios estantes atiborrados de libros sabe que hizo bien en violentar la advertencia. Dympna se siente glotona ante el opíparo banquete que le ofrecen aquellos textos cubiertos de polvo. Como una apasionada de la literatura, allí hay una fauna libresca que sabrá explorar vorazmente. Hurgar en una biblioteca ajena es desentrañar las mentes de sus ocupantes. El propietario de aquella fabulosa estantería tenía un particular gusto por los libros de temas esotéricos. Dympna no puede menos que sentirse afortunada porque, sus lecturas predilectas son los “textos alternos” oscuros, mágicos, enigmáticos. Es un prodigio que la biblioteca parezca intacta lo que pone en evidencia la absoluta ignorancia de los ladrones sobre las ediciones de lujo y las rarezas que se encuentran en los estantes. Ella sabe muy bien que un coleccionista hubiera pagado una fortuna por un libro como Historia de los demonios y de las brujas del inglés Sir Walter Scout, la primera edición escrita del 1623 de Las bodas alquímicas de Christian Rosenkrautz  o El libro negro del francés Héctor Hacks por mencionar algunos de los fascinantes ejemplares que examina Dympna con manifiesta  pericia.

***

Mientras hojea absorta un tratado de ciencias ocultas escucha un ruido como el que hacen ciertos roedores cuando están mordiendo alguna superficie o tal vez el bufido estridente, subterráneo de una cañería roída por la humedad y el moho. Dympna aguarda con el oído de un tuberculoso. No vuelve a escuchar el ruido, pero advierte, el audible rumor de su estómago sentenciado a permanecer hambriento. En ese momento, su  hambre es de libros, insaciable, voraz, no tiene tiempo para asuntos biológicos. Un texto de bruñida encuadernación, enorme, encadenado a un atril, llama su curiosidad y asombro. -¡Este libro parece una auténtica obra medieval!- En una de las páginas, descubre un papel fino doblado meticulosamente. Dympna toma el papel que envuelve una llave magistralmente labrada, un poco oxidada, que deduce es muy antigua por la inscripción en latín que dice: Credo quia absurdum.

“Creo porque es absurdo”,  traduce para sí.

-¿Qué podrá abrir esta llave? -¿un cobertizo? -¿una puerta? -¿un pasadizo secreto?… ¿un diario arcano?

Guarda la llave en el bolsillo de su pantalón  y mientras intenta descifrar la utilidad de la llave, escucha el ruido gemebundo, disonante… como el ruido del bastón de Hermes chocando contra la dura superficie… como el ojo y el compás reptando por los torcidos recovecos de la casa. Su mente se puebla de runas, alfabetos mágicos, la piedra filosofal, la clavícula de Salomón… y luego, una mujer que piensa ser ella cae al suelo.

***

Un molesto dolor en la nuca la vuelve en sí. Dympna se siente aturdida. La oscuridad la abruma y el rugido quejumbroso de un aire gélido, la estremece de espanto. Está aterrorizada y no encuentra el maldito bulto con las pastillas que le repondrán la calma a su atormentado cerebro. Con el encendedor que guarda en el bolsillo ilumina el aposento y descubre que no está en la biblioteca. En un escritorio atiborrado de cuadernos y pequeños frascos hay un candelero que enciende para ubicarse en aquel cuarto sombrío que se revela como la habitación de un niño. En uno de los cuadernos que abre sobre el escritorio, lee un nombre,  Vittorino. 

-Pero, -¿cómo diablos llegaron aquí estos cuadernos? - ¿Cómo es que llegué a esta habitación? -¿lo soñé? -Demonios, - otra vez me está sucediendo.

Se dirige a la puerta para descubrir que está cerrada. Su desesperación la hace gritar como un animal acorralado. Se estruja los ojos para corroborar la verosimilitud de su  entrampamiento. Propina golpes en la puerta hasta que se le entumecen las manos. Grita, aúlla, llora a rabiar, maldice como una posesa al doctor Bedlam. La maldita puerta es un carcelero inmisericorde, incapaz de sentir piedad por ella, que sólo quiere escribir un cuento. En este momento, su cordura está al borde del despeñadero  y sabe que necesita las pastillas. Entonces se acuerda de la llave que presurosa saca de su bolsillo y vocifera a viva voz la inscripción en latín ¡CREDO QUIA ABSURDUM!  El regreso a su otredad.

 

***

-El turno éste me está matando la espalda y la loquita esta que se cree escritora, -¡qué mucho jode con las pastillas! Vittorino, el enfermero del sanatorio, camina hacia la habitación 1884. Dympna yace impávida en la loza fría del suelo. De su boca se escucha imperceptible una frase en lengua muerta.

-Mira mi amor tienes las manos echa cantos- Si sigues golpeando la puerta de esa manera te tendré que poner “la camisita de fuerza” ¿tú no quieres eso, verdad?

- Hagamos un trato, - te doy las pastillas si no te me pones otra vez a gritar y a darle a la puerta y en el informe escribo lo bien que te portaste para que doctor Bedlam ordene que te regresen tus cuadernos ¿qué dices?, ¿ah?

La mujer que piensa ser otra, una triste loca desdichada, le contesta: - Es que sólo quería escribir un cuento…

 

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