Escritores dominicanos
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  Manuel del Cabral

 
        CARTA A COMPRADRE MON



                                                  
Tanto he pisado esta tierra
                                                       que es ella la que anda ya.

                                                          
    Compadre Mon  

Por una de tus venas me iré Cibao adentro.
Y lo sabrá el barbero, aquel que los domingos
te podaba las barbas
como quien poda un árbol de la patria.

   Y también Domitila lo sabrá, Domitila
que mientras comadreaba tenía en las manos
unos duendes que hacían pan sabroso hasta el lodo.
Y hablo de Domitila, porque sin esa cosa...
quizá ni tu revólver fuera un poco de pueblo.
Porque ella fue tu risa, fue tu pan y tu catre.
¿Qué hubiera sido entonces de esas cosas humildes
que tocaron tus manos, tu calor, tus pisadas?
Tu caballo hubiera sido siempre una bestia cualquiera.
Tal vez sin estas cosas los muchachos con sueño
ya hubieran enterrado tu pistola, tu espuela;
todo lo que en tu cuerpo y en tu aire
es la tierra que quiso no quedarse dormida.
Porque tú, que no fuiste nunca niño de escuela,
a la escuela te llevan en la boca los niños.
Es que no quiero hablar de tus cosas mayores,
ni aun en aquella madrugada en que diste
órdenes a un soldado
para que repicara campanas
por tu llegada al pueblo.                

   No.
No quiero hablar ahora de tus cosas de todos.
De lo que quiero ahora
es hablar del remiendo que te hacía la tía
en aquellos aún no gloriosos pantalones.
Hablo de la ternura con que tú ya besabas
sus manos costureras, cuando aún tus bolsillos
se cargaban de piedras para romper faroles.
La gente que te vio tan pequeñito
no pensó que la tierra se iba a poner tan grande...

   Ahora
cualquiera cosa tuya huele a patria.
Hasta Tico, el lechero
que llega con un poco de leche en su sonrisa
y me dice:
aquí, Manuel estuvo Mon un día,
¡que no rompan la silla donde lo vi sentado;
arrimado a esta puerta!

   Ya ves, Compadre Mon,
no puedo hablarte ya de cosas grandes;
tu pistola, tus barbas, tu caballo,
tu nombre,
todo es pequeño junto a esta sonrisa.
¡cómo brilla tu historia en los dientes de Tico!
Qué grande estás, Compadre Mon en esas
cosas pequeñas.

    ¡Por las venas de Tico yo me iré Mon adentro!

   El maíz no lo sabe,
ni el trueno, ni el agua.

   Pero estás en el maíz del niño
que piensa crecer mucho y tener tu tamaño,
y tener un caballo como el tuyo
que entró en la historia a fuerza de ser patria
   El trueno no lo sabe,
en la garganta ronca
de los tambores que enronquecieron
de tanto hablar de ti..., de los rugidos
del paso de tu sangre.
El agua no lo sabe,
pero eres el agua con un cuento...
tú le pusiste edad al agua de los hombres...,
al agua que más duele, la pesada
¡que siempre llena venas, y con sed siempre de hombres!

   Sin embargo, no quiero,
no quiero hablar compadre Mon, de esas
cosas visibles tuyas...
Yo prefiero decirte que Cachón, un muchacho
enclenque de mi pueblo,
estuvo muchos días y demasiadas noches,
torturándose,
fabricando,
puliendo unas estrofas, y luego, sin comer,
muchas veces iba a mi casa, casi asustado,
casi tartamudo, sorprendido,
y como quien comete su más sagrado crimen,
me decía: -Manuel, aquí tengo una cosa
que quiero que tú veas.
Pero nunca, nunca pude leerla,
porque temblaba para darme aquello...,
y volvía a casa con aquello en secreto,
y volvía a pulir,
y a no dormir,
ni comer,
y volvía a hablar solo.
De esto, Mon, sí quiero casi hablarte en familia:
de aquel muchacho débil escribiendo tu nombre,
buscando entre tus barbas raíces de la tierra,
los árboles perdidos de la patria...

   De esto, Mon, sí quiero casi hablarte en familia:
de aquel muchacho en huesos
que iba a la barbería
y diez veces le preguntaba al barbero
que cuánto le debía...
(Porque, Mon, es muy triste
no terminar el verso).

Aquel muchacho simple que perdió la memoria
y que yo le decía que comiera...

Aquella emoción pura que al nombrarte, parece
que se abría las venas para que bebieran
hondo y tibio tu nombre.
Esto sí me parece que no deja que el tiempo
gaste hasta lo más simple de tu voz:
tu sonrisa.

   Y a ti, Compadre Mon, que te encontré una tarde
haciendo el hoyo puro
del futuro cadáver de tu cuerpo
(porque tenías un duelo aquella tarde).
Pero nunca supiste que tu muerte
no cabe en ningún hoyo de la tierra.
   Yo mismo que de niño te conocí en el aire
que repiraba el pueblo,
iba ya repartiéndose tu vida,
iba haciéndote un poco de mis cosas,
iba ya no dejándote morir...
Después el campanario se ocupó de tu nombre,
de tus cosas mayores.
Y era difícil ya, que como un hombre cualquiera,
te pegaras un tiro,
o te entregaras a las menudencias,
a pequeñas manías;
porque hasta aquellas inútiles palabras a tu gato
tenían ya sentido,
porque así son, Don Manuel, todas las cosas
que pertenecen a lo que ya tiene
tamaño de destino...

   Un simple canto de gallo que despierta
las cosas de la mañana,
toma de pronto la estatura de un siglo,
si entre las cosas que se despiertan con su canto
se levanta un caballo con la Historia en el lomo.

   Te estoy diciendo esto, viejo Mon, ahora
en que hacer unos versos y ponerse a decirlos
es un peligro...tan grande
como ponerse a hacer la patria
con sables de madera de sándalo.

Porque nosotros, los que hacemos
estas cosas de sueño, no estamos preparados
para fiesta del honor con precio...

   Yo veo, a ratos, ciegos que tocan su instrumento
por unos cuantos cobres. Muchas veces,
después de su canciones, voy a verme al espejo,
y miro mi cara para ver si es la mía...
Porque, a veces, cuando cantan los ciegos,
muchas cosas del cuerpo voy dejando
no sé a donde...
Por eso,
pregunto por mi nombre cuando cantan los ciegos.

   Te estoy diciendo esto porque a veces
lo que nació en tu pecho lo tienes en la mano...
Te estoy diciendo esto, viejo Mon, porque a ratos,
hablas conmigo cosas que hablando no me dices.
He caminado mucho por los ríos
que vienen de tu cuerpo cuando a oscuras te hieren;
y sé que cuando sangras
te salen por las venas los sueños más varones.
Es que desde hace tiempo,
tú construyes la patria, destruyéndote.       
    
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