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Del sentimiento trágico de la vida
Capítulo 1
EL HOMBRE DE CARNE Y HUESO
Homo sum; nihil humani a me alienum puto, dijo el cómico latino. Y yo diría
más bien: Nullum hominem a me alienum puto; soy hombre, a ningún otro hombre
estimo extraño. Porque el adjetivo humanus me es tan sospechoso como su
sustantivo abstracto humanitas, la humanidad. Ni lo humano ni la humanidad,
ni el adjetivo simple, ni el adjetivo sustantivado, sino el sustantivo correcto:
el hombre. El hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere -sobre
todo muere-, el que come y bebe y juega y duerme y piensa y quiere; el hombre
que se ve y a quien se oye, el hermano, el verdadero hermano. Porque hay
otra cosa, que llaman también hombre, y es el sujeto de no pocas divagaciones
más o menos científicas. Y es el bípedo implume de la leyenda, el zoon politikón
de Aristóteles, el contratante social de Rousseau, el homo oeconomicus de
los manchesterianos, el homo sapiens de Linneo, o, si se quiere, el mamífero
vertical. Un hombre que no es de aquí o de allí, ni de esta época o de la
otra; que no tiene ni sexo ni patria, una idea, en fin. Es decir, un no
hombre. El nuestro es el otro, el de carne y hueso; yo, tú, lector mío;
aquel otro de más allá, cuantos pisamos sobre la tierra. Y este hombre concreto,
de carne y hueso, es el sujeto y supremo objeto a la vez de toda filosofía,
quiéranlo o no ciertos sedicentes filósofos. En las más de las historias
de la filosofía que conozco se nos presenta a los sistemas como originándose
los unos de los otros, y sus autores, los filósofos, apenas aparecen sino
como meros pretextos. La íntima biografía de los filósofos, de los hombres
que filosofaron, ocupa un lugar secundario. Y es ella, sin embargo, esa
íntima biografía, la que más cosas nos explica. Cúmplenos decir, ante todo,
que la filosofía se acuesta más a la poesía que no a la ciencia. Cuantos
sistemas filosóficos se han fraguado como suprema combinación de los resultados
finales de las ciencias particulares, en un período cualquiera, han tenido
mucha menos consistencia y menos vida que aquellos otros que representaban
el anhelo integral del espíritu de su autor. Y es que las ciencias, importándonos
tanto y siendo indispensables para nuestra vida y nuestro pensamiento, nos
son, en cierto sentido, más extrañas que la filosofía. Cumplen un fin más
objetivo, es decir, más fuera de nosotros. Son, en el fondo, cosa de economía.
Un nuevo descubrimiento científico, de los que llamamos teóricos, es como
un descubrimiento mecánico, el de la máquina de vapor, el teléfono, el fonógrafo,
el aeroplano, una cosa que sirve para algo. Así, el teléfono puede servirnos
para comunicarnos a distancia con la mujer amada. Pero ésta, ¿para qué nos
sirve? Toma uno el tranvía eléctrico para oír una ópera, y se pregunta:
"¿Cuál es en este caso más útil, el tranvía o la ópera?". La filosofía responde
a la necesidad de formarnos una concepción unitaria y total del mundo y
de la vida, y como consecuencia de esta concepción, un sentimiento que engendre
una actitud íntima y hasta una acción. Pero resulta que ese sentimiento,
en vez de ser consecuencia de aquella concepción, es causa de ella. Nuestra
filosofía, esto es, nuestro modo de comprender o de no comprender el mundo
y la vida, brota de nuestro sentimiento respecto a la vida misma. Y ésta,
como todo lo afectivo, tiene raíces subconscientes, inconscientes tal vez.
No suelen ser nuestras ideas las que nos hacen optimistas o pesimistas,
sino que es nuestro optimismo o nuestro pesimismo, de origen fisiológico
o patológico quizás, tanto el uno como el otro, el que hace nuestras ideas.
El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho
que es un animal afectivo o sentimental. Y acaso lo que de los demás animales
le diferencia sea más el sentimiento que no la razón. Más veces he visto
razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por dentro, pero
por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado.
Y así, lo que en un filósofo nos debe más importar es el hombre. Tomad a
Kant, al hombre Manuel Kant, que nació y vivió en Koenigsberg a fines del
siglo XVIII y hasta pisar los umbrales del XIX. Hay en la filosofía de este
hombre Kant, hombre de corazón y de cabeza, es decir, hombre, un significativo
salto, como habría dicho Kierkegaard, otro hombre -¡y tan hombre!-, el salto
de la Crítica de la razón pura a la Crítica de la razón práctica. Reconstruye
en ésta, digan lo que quieran los que no ven al hombre, lo que en aquella
abatió. Después de haber examinado y pulverizado con su análisis las tradicionales
pruebas de la existencia de Dios, del Dios aristotélico, que es el Dios
que corresponde al zoon politikón, del Dios abstracto, del primer motor
inmóvil, vuelve a reconstruir a Dios, pero al Dios de la conciencia, al
Autor del orden moral, al Dios luterano, en fin. Ese salto de Kant está
ya en germen en la noción luterana de la fe. El un Dios, el dios racional,
es la proyección al infinito de fuera del hombre por definición, es decir,
del hombre abstracto, del hombre no hombre, y el otro Dios, el dios sentimental
o volitio, es la proyección al infinito de dentro del hombre por vida, del
hombre concreto, de carne y hueso. Kant reconstruyó con el corazón lo que
con la cabeza había abatido. Y es que sabemos, por testimonio de los que
le conocieron y por testimonio propio, en sus cartas y manifestaciones privadas,
que el hombre Kant, el solterón un si es no es egoísta, que profesó filosofía
en Koenigsberg a fines del siglo de la Enciclopedia y de la diosa Razón,
era un hombre muy preocupado del problema. Quiero decir del único verdadero
problema vital, del que más a las entrañas nos llega, del problema de nuestro
destino individual y personal, de la inmortalidad del alma. El hombre Kant
no se resignaba a morir del todo. Y porque no se resignaba a morir del todo
dio el salto aquel, el salto inmortal, de una a otra crítica. Quien lea
con atención y sin antojeras la Crítica de la razón práctica, verá que,
en rigor, se deduce en ella la existencia de Dios de la inmortalidad del
alma, y no ésta de aquélla. El imperativo categórico nos lleva a un postulado
moral que exige, a su vez, en el orden teleológico, o más bien escatológico,
la inmortalidad del alma, y para sustentar esta inmortalidad aparece Dios.
Todo lo demás es escamoteo de profesional de la filosofía. El hombre Kant
sintió la moral como base de la escatología; pero el profesor de filosofía
invirtió los términos. Ya dijo no sé dónde otro profesor, el profesor y
hombre Guillermo James, que Dios para la generalidad de los hombres es el
productor de inmortalidad. Sí, para la generalidad de los hombres, incluyendo
al hombre Kant, al hombre James y al hombre que traza estas líneas que estás,
lector, leyendo. Un día, hablando con un campesino, le propuse la hipótesis
de que hubiese, en efecto, un Dios que rige cielo y tierra, Conciencia del
Universo, pero que no por eso sea el alma de cada hombre inmortal en el
sentido tradicional y concreto. Y me respondió: "Entonces, ¿para qué Dios?"
Y así se respondían en el recóndito foro de su conciencia el hombre Kant
y el hombre James. Sólo que, al actuar como profesores, tenían que justificar
racionalmente esa actitud tan poco racional. Lo que no quiere decir, claro
está, que sea absurda. Hegel hizo célebre su aforismo de que todo lo racional
es real y todo lo real racional; pero somos muchos los que, no convencidos
por Hegel, seguimos creyendo que lo real, lo realmente real, es irracional;
que la razón construye sobre irracionalidades. Hegel, gran definidor, pretendió
reconstruir el universo con definiciones, como aquel sargento de Artillería
decía que se construyen los cañones tomando un agujero y recubriéndolo de
hierro. Otro hombre, el hombre José Butler, obispo anglicano, que vivió
a principios del siglo XVIII, y de quien dice el cardenal católico Newman
que es el nombre más grande de la Iglesia anglicana, al final del capítulo
primero de su gran obra de la analogía de la religión (The Analogy of Religion),
capítulo que trata de la vida futura, escribió estas preñadas palabras:
"Esta credibilidad en una vida futura, sobre lo que tanto aquí se ha insistido,
por poco que satisfaga nuestra curiosidad, parece responder a los propósitos
todos de la religión tanto como respondería una prueba demostrativa. En
realidad, una prueba, aun demostrativa, de una vida futura, no sería una
prueba de la religión. Porque el que hayamos de vivir después de la muerte
es cosa que se compadece tan bien con el ateísmo, y que puede ser por éste
tan tomada en cuenta como el que ahora estamos vivos, y nada puede ser,
por lo tanto, más absurdo que argüir del ateísmo que no puede haber estado
futuro". El hombre Butler, cuyas obras acaso conociera el hombre Kant, quería
salvar la fe en la inmortalidad del alma, y para ello la hizo independiente
de la fe en Dios. El capítulo primero de su Analogía trata, como os digo,
de la vida futura, y el segundo, del gobierno de Dios por premios y castigos.
Y es que, en el fondo, el buen obispo anglicano deduce la existencia de
Dios de la inmortalidad del alma. Y como el buen obispo anglicano partió
de aquí, no tuvo que dar el salto que a fines de su mismo siglo tuvo que
dar el buen filósofo luterano. Era un hombre el obispo Butler, y era otro
hombre el profesor Kant. Y ser un hombre es ser algo concreto, unitario
y sustantivo, es ser cosa, res. Y ya sabemos lo que otro hombre, el hombre
Benito Spinoza, aquel judío portugués que nació y vivió en Holanda a mediados
del siglo XVII, escribió de toda cosa. La proposición sexta de la parte
III de su Ética dice: unaquaeque res, quatenus in se est, in suo esse perseverare
conatur; es decir, cada cosa, en cuanto es en sí, se esfuerza por perseverar
en su ser. Cada cosa, en cuanto es en sí, es decir, en cuanto sustancia,
ya que, según él, sustancia es id quod in se est et per se concipitur, lo
que es por sí y por sí se concibe. Y en la siguiente proposición, la séptima,
de la misma parte, añade: conatus, quo unaquaeque res in suo esse perseverare
conatur, nihil est praeter ipsius rei actualem essentiam; esto es, el esfuerzo
con que cada cosa trata de perseverar en su ser no es sino la esencia actual
de la cosa misma. Quiere decirse que tu esencia, lector, la mía, la del
hombre Spinoza, la del hombre Butler, la del hombre Kant y la de cada hombre
que sea hombre, no es sino el conato, el esfuerzo que pone en seguir siendo
hombre, en no morir. Y la otra proposición que sigue a estas dos, la octava,
dice: conatus, quo unaquaeque res in suo esse perseverare conatur, nullum
tempus finitum, sed indefinitum involvit, o sea: el esfuerzo con que cada
cosa se esfuerza por perseverar en su ser, no implica tiempo finito, sino
indefinido. Es decir, que tú, yo y Spinoza queremos no morirnos nunca y
que este nuestro anhelo de nunca morirnos en nuestra esencia actual. Y,
sin embargo, este pobre judío portugués, desterrado en las nieblas holandesas,
no pudo llegar a creer nunca en su propia inmortalidad personal, y toda
su filosofía no fue sino una consolación que fraguó para esa su falta de
fe. Como a otros les duele una mano o un pie o el corazón, o la cabeza,
a Spinoza le dolía Dios. ¡Pobre hombre! ¡Y pobres hombres los demás! Y el
hombre, esta cosa, ¿es una cosa? Por absurda que parezca la pregunta, hay
quienes se la han propuesto. Anduvo no ha mucho por el mundo una cierta
doctrina que llamábamos positivismo, que hizo mucho bien y mucho mal. Y
entre otros males que hizo, fue el de traernos un género tal de análisis
que los hechos se pulverizaban con él, reduciéndose a polvo de hechos. Los
más de los que el positivismo llamaba hechos, no eran sino fragmentos de
hechos. En psicología su acción fue deletérea. Hasta hubo escolásticos metidos
a literatos -no digo filósofos metidos a poetas, porque poeta y filósofo
son hermanos gemelos, si es que no la misma cosa- que llevaron el análisis
psicológico positivista a la novela y al drama, donde hay que poner en pie
hombres concretos, de carne y hueso, y en fuerza de estados de conciencia,
las conciencias desaparecieron. Les sucedió lo que dicen sucede con frecuencia
al examinar y ensayar ciertos complicados compuestos químicos orgánicos,
vivos, y es que los reactivos destruyen el cuerpo mismo que se trata de
examinar, y lo que obtenemos son no más que productos de su composición.
Partiendo del hecho evidente de que por nuestra conciencia desfilan estados
contradictorios entre sí, llegaron a no ver claro la conciencia, el yo.
Preguntarle a uno por su yo, es como preguntarle por su cuerpo. Y cuenta
que, al hablar del yo, hablo del yo concreto y personal; no del yo de Fichte,
sino de Fichte mismo, del hombre Fichte. Y lo que determina a un hombre,
lo que le hace un hombre, uno y no otro, el que es y no el que no es, es
un principio de unidad y un principio de continuidad. Un principio de unidad,
primero en el espacio, merced al cuerpo, y luego en la acción y en el propósito.
Cuando andamos, no va un pie hacia adelante y el otro hacia atrás; ni cuando
miramos, mira un ojo al Norte y el otro al Sur, como estemos sanos. En cada
momento de nuestra vida tenemos un propósito, y a él conspira la sinergia
de nuestras acciones. Aunque al momento siguiente cambiemos de propósito.
Y es en cierto sentido un hombre tanto más hombre, cuanto más unitaria sea
su acción. Hay quien su vida toda no persigue sino un solo propósito, sea
el que fuere. Y un principio de continuidad en el tiempo. Sin entrar a discutir
-discusión ociosa- si soy o no el que era hace veinte años, es indiscutible,
me parece, el hecho de que el que soy hoy proviene, por serie continua de
estados de conciencia, del que era en mi cuerpo hace veinte años. La memoria
es la base de la personalidad individual, así como la tradición lo es de
la personalidad colectiva de un pueblo. Se vive en el recuerdo y por el
recuerdo, y nuestra vida espiritual no es, en el fondo, sino el esfuerzo
de nuestro recuerdo por perseverar, por hacerse esperanza, el esfuerzo de
nuestro pasado por hacerse porvenir. Todo esto es de una perogrullería chillante,
bien lo sé; pero es que, rodando por el mundo, se encuentra uno con hombres
que parece no se sienten a sí mismos. Uno de mis mejores amigos, con quien
he paseado a diario durante muchos años enteros, cada vez que yo le hablaba
de este sentimiento de la propia personalidad, me decía: "Pues yo no me
siento a mí mismo; no sé qué es eso". En cierta ocasión, este amigo a que
aludo me dijo: "Quisiera ser Fulano" (aquí un nombre), y le dije: Eso es
lo que yo no acabo nunca de comprender, que uno quiera ser otro cualquiera.
Querer ser otro es querer dejar de ser uno el que es. Me explico que uno
desee tener lo que tiene, sus riquezas o sus conocimientos; pero ser otro,
es cosa que no me la explico. Más de una vez se ha dicho que todo hombre
desgraciado prefiere ser el que es, aun con sus desgracias, a ser otro sin
ellas. Y es que los hombres desgraciados, cuando conservan la sanidad en
su desgracia, es decir, cuando se esfuerzan por perseverar en su ser, prefieren
la desgracia a la no existencia. De mí sé decir que cuando era un mozo,
y aun de niño, no lograron conmoverme las patéticas pinturas que del infierno
se me hacían, pues ya desde entonces nada se me aparecía tan horrible como
la nada misma. Era una furiosa hambre de ser, un apetito de divinidad, como
nuestro ascético dijo. Irle a uno con la embajada de que sea otro, de que
se haga otro, es irle con la embajada de que deje de ser él. Cada cual defiende
su personalidad, y sólo acepta un cambio en su modo de pensar o de sentir
en cuanto este cambio pueda entrar en la unidad de su espíritu y enzarzar
en la continuidad de él; en cuanto ese cambio pueda armonizarse e integrarse
con todo el resto de su modo de ser, pensar y sentir, y pueda a la vez enlazarse
a sus recuerdos. Ni a un hombre, ni a un pueblo -que es, en cierto sentido,
un hombre también- se le puede exigir un cambio que rompa la unidad y la
continuidad de su persona. Se le puede cambiar mucho, hasta por completo
casi; pero dentro de continuidad. Cierto es que se da en ciertos individuos
eso que se llama un cambio de personalidad; pero esto es un caso patológico,
y como tal lo estudian los alienistas. En esos cambios de personalidad,
la memoria, base de la conciencia, se arruina por completo, y sólo le queda
al pobre paciente, como substrato de continuidad individual -ya que no personal-,
el organismo físico. Tal enfermedad equivale a la muerte para el sujeto
que la padece; para quienes no equivale a su muerte es para los que hayan
de heredarle, si tiene bienes de fortuna. Y esa enfermedad no es más que
una revolución, una verdadera revolución. Una enfermedad es, en cierto respecto,
una disociación orgánica; es un órgano o un elemento cualquiera del cuerpo
vivo que se rebela, rompe la sinergia vital y conspira a un fin distinto
del que conspiran los demás elementos con él coordinados. Su fin puede ser,
considerado en sí, es decir, en abstracto, más elevado, más noble, más…
todo lo que se quiera, pero es otro. Podrá ser mejor volar y respirar en
el aire que nadar y respirar en el agua; pero si las aletas de un pez dieran
en querer convertirse en alas, el pez, como pez, perecería. Y no sirve decir
que acabaría por hacerse ave, si es que no había en ello un proceso de continuidad.
No lo sé bien, pero acaso se pueda dar que un pez engendre un ave, u otro
pez que esté más cerca del ave que él; pero un pez, este pez, no puede él
mismo, y durante su vida, hacerse ave. Todo lo que en mí conspire a romper
la unidad y la continuidad de mi vida, conspira a destruirme y, por lo tanto,
a destruirse. Todo individuo que en un pueblo conspira a romper la unidad
y la continuidad espirituales de ese pueblo, tiende a destruirlo y a destruirse
como parte de ese pueblo. ¿Que tal otro pueblo es mejor? Perfectamente,
aunque no entendamos bien qué es eso de mejor o peor. ¿Que es más rico?
Concedido. ¿Que es más culto? Concedido también. ¿Que vive más feliz? Esto
ya…; pero, en fin, ¡pase! ¿Que vence, eso que llaman vencer, mientras nosotros
somos vencidos? Enhorabuena. Todo esto está bien, pero es otro. Y basta.
Porque para mí, el hacerme otro, rompiendo la unidad y la continuidad de
mi vida, es dejar de ser el que soy, es decir, es sencillamente dejar de
ser. Y esto no: ¡todo antes que esto! ¿Que otro llenaría tan bien o mejor
que yo el papel que lleno? ¿Que otro cumpliría mi función social? Sí, pero
no yo. "Yo, yo, yo, siempre yo! -dirá algún lector-; ¿y quién eres tú?"
Podría aquí contestarle con Obermann, con el enorme hombre Obermann: "Para
el Universo, nada; para mí, todo"; pero no, prefiero recordarle una doctrina
del hombre Kant, y es la de que debemos considerar a nuestros prójimos,
a los demás hombres, no como medios, sino como fines. Pues no se trata de
mí tan sólo; se trata de ti, lector, que así refunfuñas; se trata del otro,
se trata de todos y de cada uno. Los juicios singulares tienen valor de
universales, dicen los lógicos. Lo singular no es particular, es universal.
El hombre es un fin, no un medio. La civilización toda se endereza al hombre,
a cada hombre, a cada yo. ¿O qué es ese ídolo, llámese Humanidad o como
se llamare, a que se han de sacrificar todos y cada uno de los hombres?
Porque yo me sacrifico por mis prójimos, por mis compatriotas, por mis hijos,
y éstos, a su vez, por los suyos, y los suyos por los de ellos, y así en
serie inacabable de generaciones. ¿Y quién recibe el fruto de ese sacrificio?
Los mismos que nos hablan de ese sacrificio fantástico, de esa dedicación
sin objeto, suelen también hablarnos del derecho a la vida. ¿Y qué es el
derecho a la vida? Me dicen que he venido a realizar no sé qué fin social;
pero yo siento que yo, lo mismo que cada uno de mis hermanos, he venido
a realizarme, a vivir. Sí, sí, lo veo; una enorme actividad social, una
poderosa civilización, mucha ciencia, mucho arte, mucha industria, mucha
moral, y luego, cuando hayamos llenado el mundo de maravillas industriales,
de grandes fábricas, de caminos, de museos, de bibliotecas, caeremos agotados
al pie de todo eso, y quedará, ¿para quién? ¿Se hizo el hombre para la ciencia,
o se hizo la ciencia para el hombre? "¡Ea!" -exclamará de nuevo el mismo
lector-, volvemos a aquello del Catecismo: "Pregunta: ¿Para quién hizo Dios
el mundo? Respuesta: Para el hombre". Pues bien, sí, así debe responder
el hombre que sea hombre. La hormiga, si se diese cuenta de esto, y fuera
persona consciente de sí misma, contestaría que para la hormiga, y contestaría
bien. El mundo se hace para la conciencia, para cada conciencia. "Un alma
humana vale por todo el universo", ha dicho no sé quién, pero ha dicho egregiamente.
Un alma humana, ¿eh? No una vida. La vida ésta no, y sucede que, a medida
que se crea menos en el alma, es decir, en su inmortalidad consciente, personal
y concreta, se exagerará más el valor de la pobre vida pasajera. De aquí
arrancan todas las afeminadas sensiblerías contra la guerra. Sí, uno no
debe querer morir, pero de la otra muerte. "El que quiera salvar su vida,
la perderá", dice el Evangelio; pero no dice el que quiera salvar su alma,
el alma inmortal. O que creemos y queremos que lo sea. Y todos los definidores
del objetivismo no se fijan, o, mejor dicho, no quieren fijarse en que al
afirmar un hombre su yo, su conciencia personal, afirma al hombre, al hombre
concreto y real, afirma el verdadero humanismo -que no es el de las cosas
del hombre, sino el del hombre-, y al afirmar al hombre, afirma la conciencia.
Porque la única conciencia de que tenemos conciencia es la del hombre. El
mundo es para la conciencia. O, mejor dicho, este para, esta noción de finalidad,
y mejor que noción sentimiento, este sentimiento teleológico no nace sino
donde hay conciencia. Conciencia y finalidad son la misma cosa en el fondo.
Si el sol tuviese conciencia, pensaría vivir para alumbrar a los mundos,
sin duda; pero pensaría también, y sobre todo, que los mundos existen para
que él los alumbre y se goce en alumbrarlos y así viva. Y pensaría bien.
Y toda esa trágica batalla del hombre por salvarse, ese inmortal anhelo
de inmortalidad que le hizo al hombre Kant dar aquel salto inmortal de que
os decía, todo eso no es más que una batalla por la conciencia. Si la conciencia
no es, como ha dicho algún pensador inhumano, nada más que un relámpago
entre dos eternidades de tinieblas, entonces no hay nada más execrable que
la existencia. Alguien podrá ver un fondo de contradicción en cuanto voy
diciendo, anhelando unas veces la vida inacabable, y diciendo otras que
esta vida no tiene el valor que se le da. ¿Contradicción? ¡Ya lo creo! ¡La
de mi corazón, que dice sí, y mi cabeza, que dice no! Contradicción, naturalmente.
¿Quién no recuerda aquellas palabras del Evangelio: "¡Señor, creo; ayuda
a mi incredulidad!"? ¡Contradicción!, ¡naturalmente! Como que sólo vivimos
de contradicciones, y por ellas; como que la vida es tragedia, y la tragedia
es perpetua lucha, sin victoria ni esperanza de ella; es contradicción.
Se trata, como veis, de un valor afectivo, contra los valores afectivos
no valen razones. Porque las razones no son nada más que razones, es decir,
ni siquiera son verdades. Hay definidores de esos pedantes por naturaleza
y por gracia, que me hacen el efecto de aquel señor que va a consolar a
un padre que acaba de perder un hijo muerto de repente en la flor de sus
años, y le dice: "¡Paciencia, amigo, que todos tenemos que morirnos!" ¿Os
chocaría que este padre se irritase contra semejante impertinencia? Porque
es una impertinencia. Hasta un axioma puede llegar a ser en ciertos casos
una impertinencia. Cuántas veces no cabe decir aquello de: Para pensar cual
tú, sólo es preciso no tener nada más que inteligencia. Hay personas, en
efecto, que parecen no pensar más que con el cerebro, o con cualquier otro
órgano que sea el específico para pensar; mientras otros piensan con todo
el cuerpo y toda el alma, con la sangre, con el tuétano de los huesos, con
el corazón, con los pulmones, con el vientre, con la vida. Y las gentes
que no piensan más que con el cerebro, dan en definidores; se hacen profesionales
del pensamiento. ¿Y sabéis lo que es profesional? ¿Sabéis lo que es un producto
de la diferenciación del trabajo? Aquí tenéis un profesional de boxeo. Ha
aprendido a dar puñetazos con tal economía, que reconcentra sus fuerzas
en el puñetazo, y apenas pone en juego sino los músculos precisos para obtener
el fin inmediato y concretado de su acción: derribar al adversario. Un voleo
dado por un no profesional podrá no tener tanta eficacia objetiva inmediata;
pero vitaliza mucho más al que lo da, haciéndole poner en juego casi todo
su cuerpo. El uno es un puñetazo de boxeador; el otro, de hombre. Y sabido
es que los hércules de circo, que los atletas de feria, no suelen ser sanos.
Derriban a los adversarios, levantan enormes pesas, pero se mueren de tisis
o de dispepsia. Si un filósofo no es un hombre, es todo menos un filósofo;
es, sobre todo, un pedante, es decir, un remedo de hombre. El cultivo de
una ciencia cualquiera, de la química, de la física, de la geometría, de
la filología, puede ser, y aun esto muy restringidamente y dentro de muy
estrechos límites, obra de especialización diferenciada; pero la filosofía,
como la poesía, o es obra de integración, de combinación, o no es sino filosofería,
erudición seudofilosófica. Todo conocimiento tiene una finalidad. Lo de
saber para saber no es, dígase lo que se quiera, sino una tétrica petición
de principio. Se aprende algo, o para un fin práctico inmediato, o para
completar nuestros demás conocimientos. Hasta la doctrina que nos aparezca
más teórica, es decir, de menor aplicación inmediata a las necesidades no
intelectuales de la vida, responde a una necesidad -que también lo es- intelectual,
a una razón de economía en el pensar, a un principio de unidad y continuidad
de la conciencia. Pero así como un conocimiento científico tiene su finalidad
en los demás conocimientos, la filosofía que uno haya de abrazar tiene otra
finalidad extrínseca, y se refiere a nuestro destino todo, a nuestra actitud
frente a la vida y al universo. Y el más trágico problema de la filosofía
es el de conciliar las necesidades intelectuales con las necesidades afectivas
y con las volitivas. Como que ahí fracasa toda la filosofía que pretende
deshacer la eterna y trágica contradicción, base de nuestra existencia.
Pero ¿afrontan todos esa contradicción? Poco puede esperarse, verbigracia,
de un gobernante que alguna vez, aun cuando sea por modo oscuro, no se ha
preocupado del principio primero y del fin último de las cosas todas, y
sobre todo de los hombres, de su primer por qué y de su último para qué.
Y esta suprema preocupación no puede ser puramente racional, tiene que ser
afectiva. No basta pensar, hay que sentir nuestro destino. Y el que, pretendiendo
dirigir a sus semejantes, dice y proclama que le tienen sin cuidado las
cosas de tejas arriba, no merece dirigirlos. Sin que esto quiera decir,
¡claro está!, que haya de pedírsele solución alguna determinada. ¡Solución!
¿La hay acaso? Por lo que a mí hace, jamás me entregaré de buen grado, y
otorgándole mi confianza, a conductor alguno de pueblos que no esté penetrado
de que, al conducir un pueblo, conduce hombres, hombres de carne y hueso,
hombres que nacen, sufren y, aunque no quieran morir, mueren; hombres que
son fines en sí mismos, no sólo medios; que han de ser los que son y no
otros; hombres, en fin, que buscan eso que llamamos la felicidad. Es inhumano,
por ejemplo, sacrificar una generación de hombres a la generación que la
sigue cuando no se tiene sentimiento del destino de los sacrificados. No
de su memoria, no de sus nombres, sino de ellos mismos. Todo eso de que
uno vive en sus hijos, o en sus obras o en el universo, son vagas elucubraciones
con que sólo se satisfacen los que padecen de estupidez afectiva, que pueden
ser, por lo demás, personas de una cierta eminencia cerebral. Porque puede
uno tener un gran talento, lo que llamamos un gran talento, y ser un estúpido
del sentimiento y hasta un imbécil moral. Se han dado casos. Estos estúpidos
afectivos con talento suelen decir que no sirve querer zahondar en lo inconocible
ni dar coces contra el aguijón. Es como si se le dijera a uno a quien le
han tenido que amputar una pierna que de nada le sirve pensar en ello. Y
a todos nos falta algo; sólo que unos lo sienten y otros no. O hacen como
que no lo sienten, y entonces son unos hipócritas. Un pedante que vio a
Solón llorar la muerte de un hijo, le dijo: "¿Para qué lloras así, si eso
de nada sirve?" Y el sabio le respondió: "Por eso precisamente, porque no
sirve". Claro está que el llorar sirve de algo, aunque no sea más que de
desahogo; pero bien se ve el profundo sentido de la respuesta de Solón al
impertinente. Y estoy convencido de que resolveríamos muchas cosas si, saliendo
todos a la calle, y poniendo a luz nuestras penas, que acaso resultasen
una sola pena común, nos pusiéramos en común a llorarlas y a dar gritos
al cielo y a llamar a Dios. Aunque no nos oyese, que sí nos oiría. Lo más
santo de un templo es que es el lugar a que se va a llorar en común. Un
Miserere, cantado en común por una muchedumbre azotada del Destino, vale
tanto como una filosofía. No basta curar la peste, hay que saber llorarla.
¡Sí, hay que saber llorar! Y acaso ésta es la sabiduría suprema. ¿Para qué?
Preguntádselo a Solón. Hay algo que, a falta de otro nombre, llamaremos
el sentimiento trágico de la vida, que lleva tras sí toda una concepción
de la vida misma y del universo, toda una filosofía más o menos formulada,
más o menos consciente. Y ese sentimiento pueden tenerlo, y lo tienen, no
sólo hombres individuales, sino pueblos enteros. Y ese sentimiento, más
que brotar de ideas, las determina, aun cuando luego, claro está, estas
ideas reaccionen sobre él corroborándolo. Unas veces puede provenir de una
enfermedad adventicia, de una dispepsia, verbigracia; pero otras veces es
constitucional. Y no sirve hablar, como veremos, de hombres sanos e insanos.
Aparte de no haber una noción normativa de la salud, nadie ha probado que
el hombre tenga que ser naturalmente alegre. Es más: el hombre, por ser
hombre, por tener conciencia, es ya, respecto al burro o a un cangrejo,
un animal enfermo. La conciencia es una enfermedad. Ha habido entre los
hombres de carne y hueso ejemplares típicos de esos que tienen el sentimiento
trágico de la vida. Ahora recuerdo a Marco Aurelio, San Agustín, Pascal,
Rousseau, René, Obermann, Thomson, Leopardi, Vigny, Lenau, Kleist, Amiel,
Quental, Kierkegaard, hombres cargados de sabiduría más bien que de ciencia.
Habrá quien crea que uno cualquiera de estos hombres adoptó su actitud -como
si actitudes así cupiese adoptar, como quien adopta una postura-, para llamar
la atención o tal vez para congraciarse con los poderosos, con sus jefes
acaso, porque no hay nada más menguado que el hombre cuando se pone a suponer
intenciones ajenas; pero honni soit qui mal y pense. Y esto por no estampar
ahora y aquí otro proverbio, éste español, mucho más enérgico, pero que
acaso raye en grosería. Y hay, creo, también pueblos que tienen el sentimiento
trágico de la vida. Es lo que hemos de ver ahora, empezando por eso de la
salud y la enfermedad. |
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