Nació el 19 de Marzo de 1922 en Santibañez de Resoba , donde vivió hasta los 20 años. Luego emigró a Tremaya. En 1985 se le tomó esta fotografía en Durango. | |||
José Luis, te escribo para dar contestación a tu cariñosa carta, pero lo que me pones en ella es para hacer un historial y yo tengo muchos años y poca cabeza...ya sabes que allí sembrábamos de todo un poco, pero se cogía poco más que para volver a sembrar....esta tierra es muy pobre, no quiero ni recordar la pobreza que vivimos. La morcilla no la he vuelto a comer tan rica como la que hacíamos nosotros de las ovejas nuestras y de nuestro cerdo..... Sembrábamos trigo, centeno, cevada, yeros, arrico?, garbanzos, arbejas, alubias, titos, frijuoles, patatas, lo quer no sembrábamos eran chorizos, porque estos no salían, de lo otro todo salía pero daba muy poco fruto, por eso tuvimos que dejar el pueblo. Lo que más alegría me da, cuando voy a Tremaya, es ver la escuela que la están arreglando para vivir creo que niños Al mismo tiempo nos pondrán las luces por las calles porque esto si que es para contarlo: un pueblo todavía a oscuras. Reza por mi para que Dios no me de una enfermedad muy larga y me lleve con El cuando quiera. |
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Descanse en paz esta buena mujer de la Pernía, humana y trabajadora quien llegó como muchos des esta zona, a una edad prohibitiva. Este es el poema que su nieto le compuso y recitó el día de su entierro.
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Juán González ha plasmado en este artículo lo que a todos nosotros nos hubiera gustado expresar por escrito con la misma elegancia con que lo hace él, porque ha sido una vivencia común en todos los pueblos de la Pernía. En el verano del 2001 conversé con un maestro a quien le tocó enseñar en Tremaya allá por el año 1946. Me comentaba exactamente lo mismo que leemos aquí.
Recuerdos de escuela
Juan González Ruiz
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Fotos: José L. ESTALAYO, tomadas todas ellas en la Pernía. Os hablo aquí del tiempo en que, siendo muchachos, íbamos a la escuela; del tiempo que querríamos volviese, pero que es imposible. De las ilusiones, de las esperanzas que llevábamos en el corazón; de nuestra inocencia; de las luciérnagas, que creíamos estrellas, porque era muy pequeño nuestro mundo y estaba muy bajo nuestro cielo. E1 escritor italiano Giovanni Mosca ponía estas palabras al comienzo de un bello y poco conocido libro escrito a mediados del siglo que ahora termina, cuyo título original, "Riccordi di Scuo1a", he querido poner al frente de estas pocas líneas evocadoras de lo que fueron las escuelas y la educación por tierras campurrianas hasta hace no más de un par de generaciones. El tiempo filtra y dulcifica los recuerdos para que el mundo, la vida y las cosas de otrora, vistos a través de la nostalgia, nos parezcan mejor de lo que en realidad fueron. Cualquier tiempo pasado fue mejor, nos dejó dicho el poeta, y esa misma actitud vital, tan presente en las personas de cierta edad a las que la vida ha proporcionado un buen caudal de sufrimientos y experiencias dolorosas, les lleva a añorar la escuela de otros tiempos, creyéndose que era la mejor y más eficaz que nunca ha existido; desde luego mucho mejor que la de nuestros días, en la que se maleducan sus hijos o sus nietos. Y esa misma escuela en la que, para bien o para mal, a trancas y barrancas, con lloros y con alegrías, en la digna sobriedad obligada por la pobreza, construyeron la frágil armadura de su personalidad cultural y social, se convierte en la más feliz de las memorias. No sería honesto pretender destruir esos amables recuerdos, tramados sobre un justo sentimiento de gratitud y de limitado orgullo, pero no menos legítimo ha de resultar traer a la memoria algunos datos reales y objetivos de lo que fue una escuela plagada de claroscuros, en la que las situaciones más sombrías alternaban con los destellos de unas voluntades abnegadas de celo educador. Esta escuela, por más que perdure en la memoria, se ha esfumado
sumida en la realidad actual más contundente: la educación
lleva ahora otros derroteros, y aun los edificios que albergaran aquellas
escuelas de otros tiempos han sufrido readaptaciones con frecuencia
drásticas que los hacen irreconocibles cuando no han desaparecido
sencillamente.
UN MUNDO RURAL
En este tiempo de nuestros recuerdos había una escuela en cada pueblo, o, lo que es lo mismo, cada pueblo tenía su escuela. Convendría subrayar esto último, que nos da a entender la tupida red de escuelitas que se extendían por doquier. En 1965 había en todo el término municipal de Valderredible 53 escuelas, la mayor parte de un solo maestro; hoy se mantiene a duras penas una sola con cuatro unidades escolares, en la cabeza del Ayuntamiento, Polientes, No había autobuses escolares: la escuela estaba cerca, aunque hubiera que andar para llegar a ella desde algunos barrios distancias habitualmente razonables en el género de vida de la época. La escuela, por tanto, participaba de la condición rural: se trataba de una escuela pequeña, adaptada al escaso número de niños que podía proporcionar una población igualmente pequeña, a pesar de las altas tasas de natalidad de aquellos tiempos. El edificio no se diferenciaba en lo esencial de los restantes del pueblo; identificar algunos de ellos en la actualidad por su aspecto puede resultar tarea harto difícil, y sólo algunas lápidas o inscripciones, que el tiempo y la desidia van borrando, ayudan relativamente al reconocimiento. Aún así, en los casos de mayor antigüedad nada garantiza que el edificio fuera levantado en su momento para un expreso fin escolar: alguna inscripción no aporta más datos que una vaga fecha de construcción (como la que se descubre, a duras penas, en la casa que albergara la antigua escuela de Villar), y con anterioridad a los planes de construcciones escolares del segundo cuarto del siglo XX la casa-escuela, que tanto servía de aula como de vivienda del maestro, contaba con cuadra y corral como las restantes del pueblo. El maestro o la maestra residían por lo general en el mismo, y no era infrecuente que, si bien su origen pudiera ser forastero, acabaran echando raíces, por casamiento o por mera persistencia, entre el vecindario. Los medios materiales no podían ser ajenos a los comunes del mundo rural, desde las mas primarias instalaciones (iluminación, calefacción, saneamiento) a las dotaciones didácticas mas estrictas: los libros de texto y de lectura se limitaban a emplear recursos extraídos del entorno más inmediato. Hasta los planes de estudios de la década de los años sesenta, los maestros que se formaban en las Escuelas de Magisterio habían de cursar una asignatura ciertamente significativa a este respecto: Agricultura. La escuela proporcionaba, en definitiva, lo que la sociedad rural pedía, y prácticamente nada más: leer, escribir, las cuatro reglas de cálculo, el catecismo y algo de Geografía y de Historia de España. Pocos documentos pueden retratar mejor el mundo rural de la mitad del último siglo que la famosa Enciclopedia Álvarez, ahora reeditada para curiosidad de nostálgicos.
UNA ESCUELA A ESCALA HUMANA Puede resultar extraño que hablemos siempre de maestros, en masculino, cuando sabemos que la profesión docente está fuertemente feminizada, y que las maestras son mayoría en los niveles primarios frente a SUS compañeros del sexo opuesto. Pero esto no era así en siglos pasados, especialmente por dos motivos: por una parte el trabajo de la mujer fuera del hogar era, en general, muy poco frecuente, y, por otra, tampoco parecía existir una necesidad social de que las niñas aprendieran en la escuela algo que no fuera las tareas domésticas o los deberes de la buena esposa y madre. Aunque siempre se ha dicho que los centros escolares deben estar en función del alumnado, sólo de las escuelas tradicionales podía decirse que estaban hechas realmente a la medida de la niñez. Pequeñas, humildes, sencillas, solían denominarse, sin otro añadido, Escuelas de Niños, o de Niñas si es que estaban diferenciadas por sexos (cosa poco frecuente en las pequeñas poblaciones rurales). Con ello no se necesitaba precisión alguna para saber de qué se trataba; ni etapas, ni niveles, ni grados: eran sencillamente escuelas. En esta escuela el niño era el contrapunto ineludible del maestro, y por eso los recuerdos escolares de esa época son, sobre todo, recuerdos de un determinado maestro o maestra, que hacía las veces no sólo de profesor (nunca los maestros gustaron de este término. y menos aún de los de docente o enseñante), sino también de tutor y de orientador. Con él guardaba el niño una relación que duraba toda la infancia y que se mantenía todas las horas del día sin distinción de grados y materias. No existían los trámites burocráticos que hoy llamarnos escolarización, ni tampoco una edad ni un tiempo precisos para entrar en la escuela. En cualquier caso, ir por primera vez a la escuela constituía para los niños de nuestros pueblos un momento notabilísimo en sus vidas, que les proporcionaba el orgullo y la preocupación de asumir nuevas responsabilidades ante la familia y ante la totalidad de sus convecinos. Pero no eran situaciones dramáticas, ni había lloros ni angustias maternales: los camaradas y el propio maestro se encargaban de atender al neófito, haciendo buena esa acertada definición de que ser niño es darla mano a alguien. Y otro tanto ocurría con la salida: no se buscaban títulos ni certificaciones, y los adolescentes dejaban espontáneamente de ir a la escuela cuando habían aprendido lo que sus padres consideraban suficiente y cuando eran necesarios para las tareas domésticas o agrarias.
TIEMPOS DE SENCILLEZ, POBREZA DE MEDIOS
Poco más se podía hacer. La sociedad rural no demandaba otra cosa de la escuela, porque para "estudiar" estaban los colegios de frailes o de monjas en Reinosa, el Instituto en la capital, o el Seminario, previo paso por la rectoral del Arciprestazgo. Los medios no daban mas de sí: ni la beneficencia de los posibles fundadores, ni la asignación de los Ayuntamientos o del Estado cuando llegaba, eran suficientes para adquirir más que unos cuantos libros de lectura y cuadernos, tiza y tinta, y, de tarde en tarde, algún mapa o lámina didáctica. A las familias, por su parte, les tocaba adquirir la pizarra con sus pizarrines, cuadernos, palillero y plumines, lápiz y goma de borrar, el catón o la enciclopedia del grado correspondiente (elemental, medio o superior), y el catecismo (Astete o Ripalda). Fruto de algún regalo. algunos afortunados podían llegar a poseer un plumier, una cartera o un cabás en los que guardar tan escasos útiles de trabajo. La miseria podía empezar por el propio edificio escolar, que a veces no era sino un local público contiguo (cuando no compartido) a la sala de concejo, al herradero, a la cárcel, o a otros dedicados a cometidos poco acordes con la educación de la niñez. El inspector don José Arce Bodega describe la situación de algunas de las escuelas del partido judicial de Reinosa, en un informe que publicó el año 1849, tras la visita efectuada pocos años antes. De la de Pesquera cuenta lo que sigue: "este pueblo sostiene una escuela incompleta que regenta don Manuel Martínez Rubi, vecino de él y natural de Reinosa, con título. Carece de reglamento, de matrícula y de diario de asistencia. Y enseña Doctrina, Lectura, Escritura y las cuatro reglas de la Aritmética, sin sujeción a método alguno, y de consiguiente con imperfección. El local es la casa del Ayuntamiento, que sirve también para cárcel, ventilado y, bastante capaz, pero sin más menaje que una mesa para el maestro, dos para los niños en muy mal estado y, los bancos fijos que circundan el perímetro. Se educan en é132 niños y 10 niñas, de quienes recibe el maestro 900 reales en retribuciones, además de otros 200 que le paga el Ayuntamiento, de los fondos comunes". Si mala nos parece esta Situación, no era ni mucho menos la peor. Como muestra la de Loma Somera: "suele tener escuela cuatro meses en invierno, pagando 16 reales a un temporero; por parte se obliga cierto número de niños a ir a la escuela y, cada uno paga mensualmente un pan, con un real si es lector, dos si escribe y dos y medio si cuenta. Además de esto es obligación del maestro enseñar la doctrina a los vecinos y habitantes adultos del pueblo; a cuyo fin, después de la cena y a toque de campana concurren a la escuela todas las noches por espacio de dos meses y, por esta enseñanza recibe el maestro medio celemín de maíz por cada vecino, lo que podrá ascender a quince o diez y seis celemines. Local, la casa de concejo, sin más menaje que una mesa donde pueden escribir cuatro niños, y los bancos fijos del perímetro".
Pero no esperemos que la capital del partido judicial quede mejor parada: "El local es mezquino, situado en piso bajo, y la gente de la calle, asomándose a las ventanas para ver lo que pasa en la escuela, causa una continua distracción a los niños". Y, tras dar algunas indicaciones al Ayuntamiento para la construcción de un edificio nuevo y, al maestro para mejorar su forma de enseñar, acaba con estas advertencias, de tanto interés aún en la actualidad: "Pero lo que, sobre todo, hace falta en la escuela de niños de Reinosa es un reglamento interior, a cuya observancia queden obligados los padres de los niños como los maestros; sólo así podrán éstos adoptar un sistema para el arreglo general de la escuela sin ser perturbados por el capricho de un particular; y no de otro modo conservaran el ascendiente que deben tener sobre sus discípulos, que la hinchazón de algunos caciques les hace perder con frecuencia".
MIRAR HACIA ATRÁS Y HACIA ADELANTE Solamente podemos aventurar algunos contrastes entre ambas situaciones, señalando algunos de sus rasgos más característicos: Tenemos ahora un sistema educativo casi absolutamente dependiente de los poderes públicos, que han asumido, a través de las distintas administraciones, el compromiso de proporcionar la educación como un servicio público a la sociedad bajo unos principios de igualdad de oportunidades, planificación, compensación de desigualdades sociales y económicas, obligatoriedad, profesionalización. participación social y mejora continua de la calidad. Tanto por estos planteamientos como por la evolución de la propia sociedad y de sus formas de vida, la educación se ha hecho más compleja, y las escuelas se han alejado física y humanamente de las poblaciones a la vez que han ampliado los mecanismos de participación social. Por el contrario, la situación que con rasgos tan dramáticos en algunos casos describía don José Arce Bodega, y que no se alteró sustantivamente hasta la aplicación efectiva de la Ley General de Educación de 1970, se nutría de una muy baja valoración social del hecho educativo y una nula confianza en la capacidad para superar a través de la formación las posiciones sociales y económicas establecidas. La escuela tendía a reproducir, desde el momento mismo del acceso a las escasas posibilidades formativas, estas posiciones, sin otros mecanismos compensatorios que la buena voluntad de filántropos o de órdenes religiosas. La virtud de la beneficencia dio lugar a una proliferación de "Obras Pías", con dotaciones económicas para la fundación y mantenimiento de escuelas, en cuyos reglamentos podemos encontrar mandas tan pintorescas como ésta de Allen del Hoyo, otorgada en la ciudad mejicana de Durango por un indiano natural del pueblo en 1761: En el maestro deben concurrir todas las circunstancias de ser cristiano viejo, sin mezcla de mala sangre u otra secta, honrado, de buena vida y costumbres, que sepa bien la Doctrina Cristiana .y sea perito en las demás artes de Leer, Escribir y Contar. Por su parte, a los alumnos no se les exige sino: Rezar hincados de rodillas y en voz alta una salve a la Concepción Inmaculada de María Santísima Nuestra Señora por el feliz estado de la Santa Madre Iglesia y de la Monarquía Española, salud e incrementos espirituales, y temporales de estos Reynos de la América, especialmente de la ciudad de Durango, capital del Reyno de Nueva Vizcaya. Por más que convenga mantener vivo el recuerdo de esta escuela, la nostalgia no debe engañarnos: esta escuela ha sido felizmente superada, y hoy ha desaparecido, por fortuna, no ya el panorama descrito por don José Arce Bodega a mediados del siglo XIX, sino también el más reciente presentado por este otro don José, el Duende de Campoo, con cuya cita concluimos en homenaje al centenario de su nacimiento. El primer capítulo del segundo tomo de las Estampas Campurrianas lleva por título 'Mi escuela de primeras letras', y contiene unas cuantos pasajes tan expresivos como éstos: "... aquel otro vetusto caserón de planta rectangular y
firma achaparrada, de cuatro vertientes en el tejado y con falta de
muchas tejas, de puerta de una sola hoja, y ésta desvencijada,
arrastrándose malamente sobre un quicio roñoso y desgastado,
con pocas ventanas y mal distribuidas, que sirvió durante muchos
años, y acaso siglos, de único centro docente a todas
las personas de uno y otro sexo que, en el pueblo, aprendieron a leer
mal, a escribir sin ortografía, a contar por los dedos y a recitar
de corrido el catecismo del padre Astete. Y en verdad que era necesario
tener ganas de estudiar y ansias de saber para abrir un libro siquiera
en aquel antro, que tenía de calabozo todo lo que le faltaba
para ser escuela... |