Versiones 32

Junio/Julio 2000 - Año del Dragón

Página principal


Director: Diego Martínez Lora


la aventura de compartir la vida, las lecturas, la expresión...


 

Diego Martínez Lora(*):

Con olor a pescado


Después de fumarlo normalmente hasta la mitad, Rafael absorbió todo el humo que pudo llenando al extremo sus vías respiratorias y desde lo más hondo de su corazón perturbado decidió apagar el cigarrillo y lo hizo con mucha convicción. Aplastó el pucho como si matara una rata con la planta del pie. Éste será el primero y el último, pensó y lo dijo en voz alta, casi gritando. Una mujer que pasaba llevando una batea con pescado fresco sobre la cabeza estuvo a punto de perder el equilibrio. Rafael continuó caminando con sus zapatos de taco alto que alguna vez le habían servido para practicar sus primitivas sevillanas en afán de poder encontrar una novia en sus clases de baile español. Éste será el primero y el último individuo que me haga pasar el ridículo en frente de mis compañeros de trabajo, se repitió a sí mismo. Sintió en su pecho la forma de la pistola que llevaba consigo en su gran bolsillo delantero, para eso se había comprado aquella camisa tan moderna para él pero muy práctica para su objetivo. Luego de andar a prisa por algunos minutos se detuvo en frente de una casa muy grande. Era la de su jefe. Vivía solo, sin perro ni gato. Lo había llamado a su oficina y le había gritado idiota, sólo un idiota podría hacer tremenda estupidez. Lo agarró de una oreja tan rápido que no le dio tiempo de reaccionar y lo sacó para donde estaban todas las demás mesas de los otros empleados. Miren lo que ha hecho este gran idiota. Todos los presentes se comenzaron a reír. Nadie sabía lo que había hecho, pero lo miraron como si se hubiera tratado de un verdadero delincuente. Nadie supo nunca lo que había cometido, porque cuando el jefe lo iba a decir, sonó su teléfono celular y se retiró a su oficina. Rafael se quedó con la oreja roja y se fue a su escritorio. Los demás se le acercaron para preguntarle por lo sucedido, pero él les gritó que lo dejaran en paz. Así nunca se supo nada.

Rafael miró por una de las ventanas del comedor. No había nadie. La casa estaba bien cuidada. Vio una luz encendida en el otro extremo de la residencia y silenciosamente se aproximó a una ventana. Era la cocina. Allí estaba. Lo reconoció de inmediato. Su jefe llevaba puesta una bata celeste y estaba comiendo una mitad de pollo a la brasa con papas fritas. Una botella de salsa de tomate y otra de mostaza eran las torres de su cena. Con una pierna mordida en la mano y el tenedor con dos papas fritas dentro de la boca fue encontrado el Dr. Talenque, muerto de un certero disparo que le entró por la nuca y le salió por entre los dos ojos. Rafael corrió sin ser visto, ni escuchado por nadie para su buena suerte. Su venganza no tuvo ningún contratiempo. Llegó a su casa muy transpirado, se bañó jabonándose hasta su propia sombra y se cambió totalmente de ropa. Encendió una pipa llena de tabaco aromático y se puso a fumar como si nunca lo hubiera hecho, saboreando cada aspirada como si recién hubiera descubierto tamaño placer. Se sentía puro, justo e inocente. Nadie en su vida lo había martirizado tanto como el Dr. Talenque. Su trabajo se había vuelto un calvario. Cada día había dudado en ir. Soñaba en conseguir otro puesto de trabajo en un lugar lejano y que nunca más se tuviera que dirigir a la fábrica donde el Dr. Talenque había sido el jefe de Almacenes, y por lo mismo su jefe más directo. Rafael fumaba aliviado y miraba un programa de televisión para niños. Se sirvió un vaso de leche y comió un par de galletas de mantequilla. Arrancó una manzana del único árbol que tenía su vecino y que daba justo a su ventana. La mordió y mientras masticaba un buen pedazo se quedó dormido sobre el sofá. La pipa se terminó de fumar a sí propia sobre la mesa de centro. Rafael durmió recostado sobre su hombro derecho. De un cojín estampado un tucán lo miraba con el pico abierto.

Cuando despertó le dolía un poco la garganta. La tenía seca. Seguro que se la había pasado roncando toda la noche. Recordó todos los detalles que había tenido para ocultar cualquier indicio o prueba de su asesinato. El arma ya la había escondido en un ladrillo hueco de su sótano. Después, pensaba, se encargaría de convertirla poco a poco en polvo metálico que soplaría a su debido tiempo por muchos lugares de la ciudad. Así nunca le pedirían para responder por una pistola que se había encontrado en la calle la noche anterior al crimen y que le había inspirado acabar de una vez por todas con su jefe.

Nunca nadie sospechó de Rafael y no se sabe por qué se escapó de ser culpado. Era uno de esos tipos que se había salvado de caer en manos de la justicia. Definitivamente la suerte le acompañó desde ese día. Acabado el jefe, se acabó su mala racha y nunca más pasó un mal momento ni en su trabajo, ni en su vida extra-laboral. Matando a su jefe, mató su destino adverso y desde allí la vida le fue dulce en todos los sentidos posibles. Su nuevo jefe era una persona gentil y comprensiva. Nunca lo insultó por sus errores ortográficos. Rafael consiguió una mujer en corto tiempo. Margarita, la secretaria que trabajaba al lado de su escritorio era nueva. Ella entró por coincidencia al día siguiente de la muerte de su ex-jefe y se quedó desde su primer día de trabajo cautivada por Rafael. Una fuerza extraña los atraía. Ella vestía siempre de negro y vivía fija en la moda de los años cincuenta, pero sus ojos vivos no tenían época cuando se quedaban mirando a Rafael. Él, ni loco ni perezoso, no se podía dar el lujo de perder la oportunidad de su vida y así en menos de una semana, Rafael tenía una mujer metida en su casa, en su cama y abruptamente en su alma. Brillaba de satisfacción, aunque por momentos le preocupaba mucho la intensa intimidad en que había entrado con Margarita, porque si bien había hecho desaparecer de su mente el asesinato perfecto del jefe, temía que en un acto de debilidad o de euforia le confesara a Margarita su crimen.

Lo curioso y sorprendente fue que varias semanas después, luego de que desenfrenados y desinhibidos hicieran el amor una vez más admirándose Rafael de sus capacidades sexuales, Margarita le contó abrigada entre sus brazos que su mayor pecado había sido el haber matado a un individuo. Un hombre que la anduvo explotando sexualmente a cambio de una suma de dinero. Ella necesitaba hacer cualquier cosa para poder comprar la casa en que había vivido con su madre enferma, que entretanto falleciera. Le dijo que el tipo era tan malo con toda la gente que ni profundizaron las investigaciones para descubrir al criminal. Talenque, se llamaba, Dr. Talenque. Rafael se quedó perplejo y de inmediato encendió un cigarrillo. Dio tres pitadas y se levantó de la cama. Se sentía que había caído en una celada, pero no podía dar el menor indicio de su culpabilidad en tal crimen. Miró por la ventana. La misma vendedora de pescado que se había encontrado cuando mató a su jefe pasaba con su batea llena de sardinas. Rafael no pudo ocultar su preocupación. Margarita lo abrazó por detrás y le preguntó si algo le pasaba. Él volteó bruscamente y agarrándola de los brazos la interrogó:

-¿Y no te sientes culpable de ese asesinato?

- No, de ningún modo. Él me trataba tan mal.

- ¿Y cómo es que lo mataste?

- Muy fácil.

- Pero... ¿cómo?

- Le disparé a la cabeza. Por detrás. Él no me vio.

- ¿Y la pistola, dónde está?

- La tengo en casa, escondida en el sótano.

- ¿Y por qué no te deshiciste de ella?

- No, nunca se sabe si la tendré que usar otra vez.

- Pero si a la policía se le ocurriera reabrir el caso...

- Nunca nadie me vio con él. Y yo me presenté a trabajar en la fábrica por mi propia cuenta, al día siguiente de su muerte. Pero, tú, ¿por qué te preocupas tanto? ¿Acaso te hubiera gustado que me continuase maltratando?

Rafael apagó su cigarro. Se volvió a meter a la cama con ella. Se abrazaron. Él le preguntó en el oído, muy suavemente.

- ¿Y por qué me has confesado tu crimen? ¿Por qué confías en mí?

- Porque te amo y no quiero tener ningún secreto contigo y espero que tú sientas y hagas lo mismo. ¿Te incomoda estar con una mujer que se hizo justicia?

Rafael comenzó a entrar en una confusión mental. Un ligero vértigo se posesionó de él. Abrazó con tanta fuerza a Margarita que ella tuvo que gritarle para que la dejara respirar.

- ¡Rafael! ¿Qué me estás haciendo?

- Discúlpame, discúlpame. Caí de súbito en un vacío atroz. Si no me hubiera agarrado de ti, hubiera caído muy dentro de mí sin salir nunca. Discúlpame si te hice daño.

Margarita se levantó de la cama. Se sirvió un vaso de agua. Tomó su cartera y sacó una pistola. Rafael se asustó. Era su propia pistola.

- ¿Y esa pistola para qué?

- Para hacer justicia.

Y lo mató del mismo modo en que había matado a su jefe.

En el otro lado de la calle pasaba la vendedora de pescado con su batea vacía.


(*)Diego Martínez Lora, peruano-portugués. Vive en Vila Nova de Gaia, Portugal. Este cuento forma parte del libro inédito «Si acaso te ofendí...»


Ir al Índice de Versiones 32