Versiones 38
Junio -
Julio 2001 - Año de la
Serpiente
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Director:
Diego Martínez Lora
Jorge Ninapayta(*):
Algunas
tardes, luego de volver del trabajo, salgo a la puerta de mi casa y permanezco
recostado observando el horizonte azulado del mar, que se abre muy cerca, al
otro lado del embarcadero; respondo con un gesto al saludo de los vecinos,
oigo el rumor apagado de los niños que juegan en los columpios. Más tarde,
lentamente, llegan las primeras sombras estirándose desde los rincones más
callados, y el pueblo termina por bañarse de violeta y de un azul brillante.
De
pronto, se encienden los faroles y la gente que permanecía en las calles
empieza a entrar en sus casas. Todo se vuelve más tranquilo. Más tarde, si
tengo suerte, puedo distinguir a lo lejos la silueta luminosa de algún barco
rumbo a altamar. Es seguro que desde esos barcos no percibirán con claridad
nuestro pueblo, probablemente sólo distingan el parpadeo fatigado del viejo
faro, cerca de los acantilados. Aunque cada fin de mes, algunos barcos
cargueros acoderan en el puerto, cargan el mineral traído de las minas de
hierro y a los dos o tres días se alejan.
Desde
chico, pensaba en marcharme del pueblo, de San Damián; casi desde el mismo
momento en que llegué con mi familia, hace ya mucho tiempo. Entonces, creíamos
estar sólo de pasada, con dirección a un lugar más poblado donde
afincarnos; pero, inesperadamente, papá obtuvo trabajo en la empresa minera y
así nos fuimos quedando. Antes habíamos vivido en Ica, donde él era
operario en una embotelladora de vinos; y antes en Nasca, donde se desempeñaba
como ebanista.
San
Damián es un pequeño puerto minero, rodeado de un desierto salitroso, donde
no crece nada; de manera que, para cultivar algunas flores, hay que cavar en
los jardines de las casas y rellenar el hoyo con tierra dulce. En verano, la
gente va a las playas y todo el pueblo queda vacío; en invierno, incluso
desde antes –mayo, junio-, algunos días, los vientos terrosos del desierto
se apoderan de las calles de San Damián y hay que correr a guarecerse en las
casas.
Nos
instalamos en un barrio cercano al embarcadero. Las casas de ese lugar estaban
ubicadas sobre una especie de pequeña meseta, cerca de un acantilado, y para
llegar hasta la playa rocosa de enfrente, había que descender por un sendero
empinado.
Con
el paso de las primeras semanas, me fui acostumbrando a este pueblo. Entonces
yo tenía diez años y me resultaba menos difícil adaptarme a lo que se me
presentara. Con los chicos del barrio, bajábamos a la playa en plan de
exploración. A veces el mar estaba calmado y podíamos observar los peces en
las aguas claras de la orilla; y con algún fierro llegábamos a atrapar
lenguados, que solían permanecer pegados al fondo; otras veces, con una
cuerda a la que atábamos un gancho de alambre, jalábamos montículos de
sargazos del mar, imaginando que se trataba de extraños animales marinos.
Pero
me agradaba más visitar el embarcadero. Íbamos en grupo, caminando por el
borde de las aguas espumosas, tirando piedras a los patillos y alcatraces que
sobrevolaban los basurales.
Allá
veíamos los botes que descargaban pescado, a la gente reunida para comprar, a
los trabajadores que aguardaban en el paradero los buses para ir a las minas.
Cerca estaba el antiguo camal de reses, por debajo de cuyo enorme portón de
madera discurría un canalillo de cemento que llevaba la sangre de las reses
hacia las aguas sucias de la playa. En esas aguas de espuma rojiza se juntaban
los patillos formando un revoltijo de alas, picos y patas que se peleaban por
la sangre coagulada y los demás desperdicios.
Cierta
vez que volvíamos del embarcadero, uno de los chicos encontró una hermosa
bolita de cristal y los demás le dijimos que tenía suerte, mucha suerte. Sin
embargo, Néstor no estuvo de acuerdo:
Bah,
si estuviéramos en el Paraíso, tendríamos mejores bolitas que ésa y sólo
habría que levantarlas del suelo.
Era
la primera vez que yo oía de ese lugar: el Paraíso. Para mi sorpresa, resultó
que todos los demás sabían de él, aunque sólo por referencias. Decían que
allá las bolitas estaban regadas por la playa. Marcos, el hermano mayor de Aníbal,
había ido hace tiempo al Paraíso. Aníbal dijo que cuando le pedía que lo
llevara allá o por lo menos que le hablara de ese sitio, Marcos se hacía el
desentendido y a veces hasta terminaba irritándose.
¿Dónde
está ese lugar? -pregunté, interesado.
Quedaba
al suroeste, bajando por los acantilados cercanos al faro. Mientras regresábamos
a casa, nos pusimos a fantasear: cómo sería si estuviéramos allá, las
cosas que encontraríamos. Y, finalmente, nos propusimos buscar a alguien que
nos guiara.
Algunas
veces, desde la meseta donde empieza la bajada a la playa, me quedaba
recostado en la esquina de un pabellón de casas, mirando el mar. Y por las
noches veía a algunas personas dirigirse, bien abrigadas, al autocine,
ubicado en una fría explanada, y distinguía el parpadeo de algún barco que
pasaba a lo lejos. Entonces pensaba que, al igual que ese barco, algún día
me iría yo también.
Desde
que iba de pueblo en pueblo con mis padres, había sentido el deseo de viajar.
Había en mí extrañas ansias por ir a otros lugares. Estaba concluyendo la
primaria. Había entrado a mitad del año escolar a continuar mis estudios y
usábamos un uniforme color caqui, con corbata y cristina.
Los
viernes, venía de la escuela por la tarde y me demoraba en el mercado, una
enorme manzana de tiendas y pasillos. Me dedicaba a deambular un buen rato
entre la gente que pasaba atenta a sus compras de fin de semana. Más tarde
salía a la noche, agobiado por una desazón indescifrable. En las calles veía
a la gente, con ánimo festivo, y oía la música que brotaba de los
restaurantes y los bares frente a la plazuela con la estatua al héroe marino.
En
casa me aguardaba mamá y mis hermanos que jugaban despreocupadamente. Solía
suceder que papá hubiera llegado del trabajo un buen rato antes. Afuera
paseaban mis amigos. Me cambiaba de ropa, lentamente, y percibía en el aire,
en los vecinos, en mi familia, la secreta satisfacción de vivir, de seguir
una rutina amable y tranquilizadora. Parecían contentos porque sus vidas
avanzaban por cauces serenos y manejables. ¿Eso sería la felicidad?
Algunos
días, en medio de esa vida calmada percibía ligeras fisuras que me
intranquilizaban, que me decían que era yo un ser inerme, a merced de algún
ataque que pudiera llegar de cualquier lado, de la vida misma, por lo que debía
permanecer siempre a la defensiva. Y hubiera querido vivir la misma
tranquilidad indiferente de mamá, que preparaba algo en la cocina y hablaba
con papá sobre el barco que había llegado esta tarde al puerto; luego papá
contaba que la siguiente semana se casaba uno de sus primos, que los habían
invitado.
Me
detenía cerca de la puerta, mirando a los vecinos que salían a comprar en la
bodega, que se saludaban, conversaban un rato; a los niños, alegres porque irían
al autocine por la noche; al mar, calmado, como una franja azul al frente. Y
en medio de todo, alcanzaba a percibir la bocina de los barcos que pasaban
camino a otros países. Y yo buscaba hablar con los demás, acercarme, tratar
aunque fuera sobre cosas sin importancia, para sentirme parte de ellos.
Cuando
llegó agosto y con él la temporada de bolitas, por las calles se veía a los
niños jugando, a la salida del colegio, en el mercado, en las calles del
barrio. Una tarde que volvía del centro del pueblo, adonde papá nos había
llevado a mi hermano y a mí para que nos recortaran el cabello, uno de mis
amigos me avisó:
-Hay un chico que acaba de mudarse al barrio y
dice que puede llevarnos al Paraíso.
Sentí
que había llegado el momento esperado. Yo tenía la idea que el verdadero
Paraíso, el del cielo, debía ser un lugar feliz, pleno de dones, donde uno
podría rozar la felicidad con las manos. Eso pensaba cuando iba a misa acompañando
a mamá y escuchaba al padre Lorenzo. Y temía no poder conocer nunca el Paraíso
que estaba cerca de nosotros.
Conocí
al niño, Paco, un muchachito de más o menos mi edad, pero más bajo y
fuerte, con una permanente expresión de desconfianza y hasta de malhumor. Le
dijimos que deseábamos ir al Paraíso, pues, como él sabía, estábamos en
temporada de bolitas y las necesitábamos.
Paco
dijo que había ido el año anterior, una vez, llevado por niños mayores,
cuando él vivía en otro barrio. El camino quedaba por los acantilados, cerca
del faro, y había que ser buenos escaladores porque era necesario bajar por
riscos escarpados. Casi inmediatamente todos nos pusimos a forjar planes, a
calcular el día adecuado. Al final, quedamos en que sería el sábado por la
mañana.
Los
cuatro días previos los pasé muy inquieto. En cambio, mis amigos parecían
tan contentos como si se prepararan para una excursión a la playa, de esas
que se hacían cada año, en noviembre, para celebrar el aniversario de la
escuela.
El
día acordado, como nunca en un sábado, me levanté temprano y desayuné de
prisa, entusiasmado por la excursión. Afuera, ya había visto a algunos de
mis amigos, que daban vueltas por las esquinas esperando a los tardones.
Nos
juntamos todos y en grupo fuimos a buscar a Paco, quien ya nos esperaba listo
en la puerta de su casa.
‑¿Por
qué han tardado tanto? –nos reprendió.
Fuimos
caminando hacia el centro. Éramos como diez. Aníbal iba adelante, saltando y
haciendo bromas, al lado de Paco. El resto seguía detrás: Néstor, el mejor
arquero del barrio; Lucho, el mayor, flaco y desgarbado, y uno de los más
inocentes; el negro Toto, a quien le gustaba contar historias de fantasmas y
aparecidos; Lucas, quien en las actuaciones de la escuela salía a cantar
boleros que oía en la radio; y los hermanos Orlando y Renán, cuyo padre tenía
un auto blanco, ancho y enorme.
Cruzamos
por la plaza central del pueblo, cerca del mercado, y seguimos por la avenida
Cornejo, al frente de la municipalidad. Paco aprovechaba para ir instruyéndonos.
Nos volvió a repetir que el lugar adonde íbamos era más bien sucio, porque
allí se juntaba parte de la basura que la gente tiraba al mar. Por lo demás,
aseguró, eso resultaba beneficioso porque así se juntaban las bolitas. ¿De
qué manera, exactamente?; no lo sabía. Ni siquiera los chicos que lo
llevaron hace tiempo supieron explicarle.
A
la altura del local del sindicato de obreros, poco antes de llegar a la
escuela, doblamos hacia la derecha, para pasar cerca del campo de fútbol del
pueblo. Luego seguimos con dirección al salitral, por donde se divisaba el
faro a lo lejos.
Dejamos
atrás las últimas casas del barrio Los Robles y avanzamos por el desolado
salitral. Entonces, los hermanos Orlando y Renán se pusieron a cantar; era
una canción escolar que conocíamos todos y que hablaba de marchar
gallardamente sin temor a nada. Toto hizo unos ruidos de burla para desanimar
a los hermanos, y los demás reímos. Pero los hermanos siguieron cantando y
luego Lucas empezó, por su parte, a cantar un bolero; inmediatamente se sumó
Aníbal cantando una cumbia que entonces estaba de moda. Al final todos cantábamos
o simplemente gritábamos, y sólo se oía una mezcla de voces y gritos sin
orden, distintos ritmos a voz en cuello, porque cada quien trataba de opacar
la voz de los otros.
Cuando
llegamos al acantilado cercano al faro, vimos la bajada; se veía abrupta y
difícil.
‑Hay
que frotarse las manos con arena para poder agarrarse bien de las rocas –nos
advirtió Paco.
Y
para darnos el ejemplo, él mismo empezó a echarse arena en las manos. Abajo
se distinguía el mar, con una playa estrecha, pero el sendero para bajar no
parecía muy seguro.
Paco
empezó a descender y nosotros lo seguimos de uno en uno, en verdad algo
confiados: en el fondo teníamos la seguridad de que estábamos protegidos por
algo. Claro, estábamos cerca del Paraíso y, por supuesto, era difícil que
allí nos ocurriera algo malo.
A
mitad del descenso, Paco señaló hacia abajo a la derecha: "Allá está
el Paraíso". Miramos en esa dirección y distinguimos una playa blanca,
cuya arena brillaba como si tuviera partículas de vidrio. El mar estaba muy
abajo todavía cuando llegamos a una especie de promontorio rocoso, desde
donde la bajada doblaba hacia la derecha. Entonces el trayecto dejó de ser
tan empinado, pero había que tener cuidado de no resbalar porque las rocas
estaban alfombradas de algas marinas y se hallaban mojadas por las
salpicaduras del mar.
Abajo
vimos tablas, restos de muebles viejos y cajas de madera; Toto calculó que
debían ser restos de algún barco hundido. "Claro, miren esa tabla, es
de la quilla", decía con seguridad. Alguien mencionó que los barcos
eran de fierro y que antes, mucho antes, habían sido de madera. Toto no se
dio por vencido y dijo que había barcos extranjeros que eran de madera; es más,
una vez desde su casa él los había visto pasar.
Había
que cruzar un sector rocoso que era bañado a ratos por las aguas sucias que
casi cubrían la arena. No teníamos muchos ánimos de arriesgarnos a que el
agua nos arrastrara, pero Paco nos aseguró que sólo era cuestión de cruzar
rápido y no pasaría nada; y para convencernos, se ofreció a cruzar primero.
Cuando
el agua se retrajo, Paco corrió a grandes trancos hasta el otro lado; y
cuando ya estaba allá, a buen recaudo ‑en un alarde de confianza, para
convencernos‑, regresó hasta nosotros.
‑¿Vieron?
Es fácil, sólo hay que darse prisa.
Fuimos
uno por uno y, cuando al final le llegó el turno a Aníbal, éste dudo mucho
y dejó que el agua volviera una y otra vez, mientras él se animaba y se
desanimaba. Hasta que finalmente cruzó corriendo a gran velocidad, con sus
pasitos cortos. Lo recibimos riéndonos y haciéndole burlas por la cara de
susto que traía.
De
esa manera, llegamos a una playa un poco más ancha, por donde cruzamos sin
dificultad porque había una zona de tierra pedregosa y más alta adonde no
llegaba el agua. Preguntamos si faltaba mucho para el Paraíso.
‑Está
al otro lado de estas rocas ‑dijo Paco.
Y
al instante empezamos a correr, sin esperar ninguna indicación. Subimos rápidamente
a las rocas, alguien resbaló ‑creo que Lucho‑ y pasamos al otro
lado.
Y
allí estaba, por fin. Aunque, la verdad, no era como lo había imaginado,
pero de todas maneras resultaba agradable. La playa era una franja blanca de
arena fina, con tablas regadas por aquí y allá, botellas medio enterradas,
restos de cartones, plásticos. Un sitio más o menos tranquilo, pensé en el
primer momento. La brisa marina allí parecía más suave, el ruido del mar
sonaba casi lejos, y todo parecía envuelto en una calma adormecedora. Fuimos
mirando a todos lados, un poco relajados luego de la caminata.
De
pronto, oí gritar a Aníbal: "¡Una bola!". Rápidamente, me dirigí
hacia él para ver su hallazgo. Pero antes de llegar, oí a alguien más
gritar lo mismo; y luego a otro más. Y entonces vi que casi todos mis amigos
se arrodillaban en la arena y rebuscaban. Yo bajé la vista y vi una bolita
cerca de mis pies, y más allá otra, y otras más allá brillando. Hasta que
nos dimos cuenta de que todo eso que refulgía en la arena, y que al comienzo
nos había parecido pedazos de botellas en las que se reflejaba el sol, eran
en realidad bolitas, de distintos colores, de vidrio y de cerámica, de varios
tamaños; todas al alcance de nuestras manos.
Así,
todo se convirtió en una especie de fiesta sin trabas en la que todos corríamos
de un lado a otro, chillando de alegría, levantando las bolitas para
mostrarlas. "Miren ésta, es la más bonita". Cada quien creía
haber encontrado la bolita más hermosa, hasta que de pronto en la arena
aparecía otra mejor.
Cuántas
veces habíamos visto bolitas parecidas en las vitrinas de las tiendas, en
grandes frascos de vidrio, sin poder comprarlas porque no teníamos dinero.
Pero ahora estábamos en el Paraíso y podíamos cumplir nuestro sueño. Así
debía ser el verdadero Paraíso, y así también el destino que me esperaba
en el futuro, cuando empezara a viajar.
Estuvimos
mostrándonos las bolitas, sobre todo las más hermosas, las de cerámica que
tenían unas rayitas celestes o rojas en el centro. Buscábamos por todas
partes, levantando cartones y tablas. Paco llamó a Aníbal, que buscaba cerca
de una cueva que se abría en las paredes rocosas; le dijo que no se acercara
mucho a esos lugares porque podía haber lobos marinos en el interior.
Pasadas
ya las primeras impresiones, todos nos dedicamos a llenar nuestros bolsillos
con las mejores bolitas. "No lleven nada en la mano, recuerden que hay
que agarrarse bien para subir", recordó Paco. Y todos pensamos que, de
haberlo sabido, hubiéramos traído bolsas.
¿Por
qué será que el mar junta las bolas aquí, no? ‑se preguntó Lucho.
Paco
lo miró y se quedó pensando.
Porque
es un basural y en los basurales se junta todo, pues ‑dijo.
Era
lógico que por tratarse de un lugar de reciclaje natural de desperdicios se
juntaran numerosos objetos, pero en ese sitio, además de bolitas, sólo se veían
tablas, cartones y plástico, y algunos patillos muertos que se secaban en la
arena.
Tal
vez las bolitas tienen un peso adecuado como para flotar hasta aquí ‑dijo
Toto.
Todos
lo miramos como si hubiera dicho una tontería. Mientras tanto ya habíamos
pasado allí más de una hora y el sol estaba muy arriba.
Debemos
apresurarnos, va a ser hora del almuerzo y en casa nos empezarán a buscar -dijo
Néstor.
Varios
estábamos sentados, descansando un instante, contando nuestras bolitas. Alguien
propuso que diéramos una última vuelta por la playa para terminar de llenar
nuestros bolsillos.
Ahora
sí ya nadie descansaba, todos buscábamos con más dedicación, escogiendo las
mejores, dejando las otras para una nueva oportunidad, rebuscando debajo de las
tablas, de donde a veces salían arañas de mar, de grandes patas, como tarántulas,
y corrían de prisa.
De
esa manera nos hallábamos ocupados, cada quien por su lado, cuando alguien gritó.
Fue un grito de susto que de pronto desbarató el orden asentado en el aire del
Paraíso. Me erguí, para saber qué había pasado, quién había gritado. Nos
miramos entre todos, buscando, hasta que descubrimos a uno de los muchachos que
miraba fijamente a un punto en el suelo y retrocedía asustado. Era Orlando.
Nos
acercamos y vimos de qué se trataba: sobre un cartón húmedo, confundido con
unas tablas delgadas, había una mano humana. Retrocedimos unos metros, pero
luego volvimos, lentamente, con mucho cuidado, como si temiéramos que aquello
pudiera saltar.
Miramos
con mucha atención. Alguien empezó a darle vueltas usando un palo bien
largo... Sí, era una mano humana. Y debido a la humedad estaba un poco hinchada
y había adoptado una consistencia de plástico. Tenía todos los dedos y
terminaba un poco más arriba de la muñeca, donde sobresalía el hueso mayor
astillado.
-¿De
quién será? –dijo alguno de los chicos.
No
había ningún cementerio cerca, ni habíamos oído de naufragios. Todos nos
juntamos y agarramos unos palos para sentirnos más seguros.
Miré
en derredor; seguía siendo el mismo lugar, con la playa blanca, las rocas húmedas
a los costados y el borde del mar de un azul plomizo, pero de pronto veíamos
con claridad detalles que no habíamos advertido: la excesiva basura que flotaba
en la sucia agua espumosa que lamía la playa, las tablas y cartones sobre la
arena por donde corrían ahora numerosas arañas de mar, y las cuevas
amenazadoras que exhalaban un olor a podredumbre.
Mejor
vámonos ‑dijo Aníbal, con voz temerosa.
Orlando
seguía sin decir nada, tratando de mantenerse en el centro del grupo. Hasta
entonces, habíamos estado separados, cada quien en su parte del Paraíso
buscando encontrar algo; pero ahora, poco a poco, casi disimuladamente, nos
fuimos juntando hasta formar un solo grupo, todos unidos por un temor común.
-¿Tenemos
suficientes bolitas? ‑preguntó Paco‑. Si es así, ya podríamos
irnos.
Tanteamos
nuestros bolsillos; algunos los tenían más llenos que otros, pero todos
dijimos que sí, que era suficiente; además, no había que olvidar la subida de
la cuesta, para lo cual era necesario tener las manos libres.
Emprendimos
el regreso. Fuimos de prisa hasta las rocas que dividían el Paraíso de la
playa contigua. Más adelante, llegamos adonde debíamos cruzar corriendo; allí
nos dimos con una sorpresa: el agua había ido acercándose más a los paredones
y se retraía mucho menos, con lo que dejaba una franja más estrecha y el tránsito
se hacía más arriesgado.
Paco
dijo que eso no era problema, que podríamos pasar fácilmente con sólo correr
más rápido. Yo estaba seguro de que lo decía para darnos ánimo. Para
convencernos, él fue el primero en cruzar, corriendo a grandes trancos. Casi
cayó al llegar al otro lado porque tropezó con unos sargazos y el agua casi le
moja las zapatillas. Luego cruzamos los demás, de dos en dos, sin preocuparnos
de que nos mojábamos con la espuma, porque en ese momento lo único que deseábamos
era alejarnos de allí.
Después
iniciamos la subida por la cuesta, que ahora apreciábamos más empinada. Y
mientras lo hacíamos, casi nadie hablaba; sólo se escuchaba nuestra respiración
acezante. En las partes más difíciles subimos casi de barriga y nos herimos
las manos al agarrarnos de las salientes.
Luego,
ya arriba, nos tendimos en el suelo y permanecimos descansando largo rato; creo
que yo estaba temblando un poco. Desde esa altura miramos hacia abajo y buscamos
el lugar de donde veníamos, el Paraíso, pero no lo pudimos identificar; había
quedado perdido entre las otras playas o había desaparecido definitivamente.
Durante
los siguientes días, los muchachos del grupo casi no nos vimos. Y a solas,
estuve especulando sobre lo que habíamos visto allá; quizá la mano
‑como dijo Toto después- podía ser de algún náufrago, producto de
algún hundimiento lejano, quién sabe si de uno de esos barcos desconocidos que
solían cruzar el horizonte. Yo pensaba que podía ser, incluso, de alguien que
alguna vez decidió irse también en busca de su destino, pero había terminado
sólo en esto: despojos sin nombre, desperdigados en una playa solitaria.
Los
chicos del grupo, sin necesidad de ponernos de acuerdo, decidimos evitar hablar
de ese asunto. Y al año siguiente, cuando ya éramos un poco más grandes que
los otros ‑y no pensábamos tanto en bolitas sino en chicas‑, y
algunos niños nos pedían que les habláramos del Paraíso o que los lleváramos
allá, les decíamos que no conocíamos ese lugar, que no sabíamos nada de eso
y que nos dejaran de molestar.
Pasaron
los años, terminé de estudiar. Siempre pensaba en viajar, pero tenía en
cuenta la vida apacible de mis padres y de mis vecinos en este pueblo. Luego de
dejar el colegio ingresé a trabajar ‑al comienzo calculé que por un
tiempo solamente‑ de ayudante de mecánica en la empresa minera. Más
adelante decidí quedarme allí, como la mayoría de mis amigos. Al poco tiempo
me casé con una de mis primeras enamoradas y compañera de colegio; y me fui
acostumbrando a esta vida tranquila, a trabajar en la empresa donde había
trabajado mi padre y los padres de los amigos con los que crecí.
Ahora
ya hace mucho tiempo de todo eso. Dos de mis amigos del grupo han muerto, pero
con el resto seguimos viéndonos y formando parte del pueblo. Mis padres viven
su vida de jubilados junto a mí, y mi hermano se marchó a una provincia
cercana. Actualmente hago planes para que mis dos hijos mayores, que ya se
aprestan a terminar el colegio, vayan a la capital a postular a la universidad.
Llevo una vida como la de casi todos los vecinos.
Pero
algunas veces por las tardes, luego de volver del trabajo, permanezco en la
puerta de mi casa, mirando morir la tarde. En la calle los niños juegan
indiferentes a las bolitas. Mi esposa a veces sonríe al verme así, convencida
de que es una más de mis manías, y me avisa que ya va a servir la cena. Pero
sigo allí, mientras suavemente, sin prisa, se asoma la noche; continúo en el
mismo lugar, transido por una vaga melancolía, adivinando a lo lejos las luces
de los barcos. Más tarde, respondo a mi esposa ‑que vuelve a llamarme
para cenar‑ que ya voy, que un momento más, pero sigo allí, sin moverme,
sintiendo cómo mi alma empieza a desgajarse. Y me quedo añorando otro lugar,
un paraíso que quizá ‑quién puede saberlo‑, a pesar de todo este
tiempo transcurrido, aún me sigue esperando.
(*)Jorge Ninapayta, escritor peruano. Actualmente vive en Nueva York.
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