Versiones 38 Junio - Julio 2001 - Año de la Serpiente
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           Director: Diego Martínez Lora

la aventura de compartir la vida, las lecturas, la expresión...


Jorge Ninapayta(*):

El Paraíso


Algunas tardes, luego de volver del trabajo, salgo a la puerta de mi casa y permanezco recostado observando el horizonte azulado del mar, que se abre muy cerca, al otro lado del embarcadero; respondo con un gesto al saludo de los vecinos, oigo el rumor apagado de los niños que juegan en los columpios. Más tarde, lentamente, llegan las primeras sombras estirándose desde los rincones más callados, y el pueblo termina por bañarse de violeta y de un azul brillante.

De pronto, se encienden los faroles y la gente que permanecía en las calles empieza a entrar en sus casas. Todo se vuelve más tranquilo. Más tarde, si tengo suerte, puedo distinguir a lo lejos la silueta luminosa de algún barco rumbo a altamar. Es seguro que desde esos barcos no percibirán con claridad nuestro pueblo, probablemente sólo distingan el parpadeo fatigado del viejo faro, cerca de los acantilados. Aunque cada fin de mes, algunos barcos cargueros acoderan en el puerto, cargan el mineral traído de las minas de hierro y a los dos o tres días se alejan.

 

Desde chico, pensaba en marcharme del pueblo, de San Damián; casi desde el mismo momento en que llegué con mi familia, hace ya mucho tiempo. Entonces, creíamos estar sólo de pasada, con dirección a un lugar más poblado donde afincarnos; pero, inesperadamente, papá obtuvo trabajo en la empresa minera y así nos fuimos quedando. Antes habíamos vivido en Ica, donde él era operario en una embotelladora de vinos; y antes en Nasca, donde se desempeñaba como ebanista.

San Damián es un pequeño puerto minero, rodeado de un desierto salitroso, donde no crece nada; de manera que, para cultivar algunas flores, hay que cavar en los jardines de las casas y rellenar el hoyo con tierra dulce. En verano, la gente va a las playas y todo el pueblo queda vacío; en invierno, incluso desde antes –mayo, junio-, algunos días, los vientos terrosos del desierto se apoderan de las calles de San Damián y hay que correr a guarecerse en las casas.

Nos instalamos en un barrio cercano al embarcadero. Las casas de ese lugar estaban ubicadas sobre una especie de pequeña meseta, cerca de un acantilado, y para llegar hasta la playa rocosa de enfrente, había que descender por un sendero empinado.

Con el paso de las primeras semanas, me fui acostumbrando a este pueblo. Entonces yo tenía diez años y me resultaba menos difícil adaptarme a lo que se me presentara. Con los chicos del barrio, bajábamos a la playa en plan de exploración. A veces el mar estaba calmado y podíamos observar los peces en las aguas claras de la orilla; y con algún fierro llegábamos a atrapar lenguados, que solían permanecer pegados al fondo; otras veces, con una cuerda a la que atábamos un gancho de alambre, jalábamos montículos de sargazos del mar, imaginando que se trataba de extraños animales marinos.

Pero me agradaba más visitar el embarcadero. Íbamos en grupo, caminando por el borde de las aguas espumosas, tirando piedras a los patillos y alcatraces que sobrevolaban los basurales.

Allá veíamos los botes que descargaban pescado, a la gente reunida para comprar, a los trabajadores que aguardaban en el paradero los buses para ir a las minas. Cerca estaba el antiguo camal de reses, por debajo de cuyo enorme portón de madera discurría un canalillo de cemento que llevaba la sangre de las reses hacia las aguas sucias de la playa. En esas aguas de espuma rojiza se juntaban los patillos formando un revoltijo de alas, picos y patas que se peleaban por la sangre coagulada y los demás desperdicios.

Cierta vez que volvíamos del embarcadero, uno de los chicos encontró una hermosa bolita de cristal y los demás le dijimos que tenía suerte, mucha suerte. Sin embargo, Néstor no estuvo de acuerdo:

      Bah, si estuviéramos en el Paraíso, tendríamos mejores bolitas que ésa y sólo habría que levantarlas del suelo.

Era la primera vez que yo oía de ese lugar: el Paraíso. Para mi sorpresa, resultó que todos los demás sabían de él, aunque sólo por referencias. Decían que allá las bolitas estaban regadas por la playa. Marcos, el hermano mayor de Aníbal, había ido hace tiempo al Paraíso. Aníbal dijo que cuando le pedía que lo llevara allá o por lo menos que le hablara de ese sitio, Marcos se hacía el desentendido y a veces hasta terminaba irritándose.

¿Dónde está ese lugar? -pregunté, interesado.

Quedaba al suroeste, bajando por los acantilados cercanos al faro. Mientras regresábamos a casa, nos pusimos a fantasear: cómo sería si estuviéramos allá, las cosas que encontraríamos. Y, finalmente, nos propusimos buscar a alguien que nos guiara.

 

Algunas veces, desde la meseta donde empieza la bajada a la playa, me quedaba recostado en la esquina de un pabellón de casas, mirando el mar. Y por las noches veía a algunas personas dirigirse, bien abrigadas, al autocine, ubicado en una fría explanada, y distinguía el parpadeo de algún barco que pasaba a lo lejos. Entonces pensaba que, al igual que ese barco, algún día me iría yo también.

Desde que iba de pueblo en pueblo con mis padres, había sentido el deseo de viajar. Había en mí extrañas ansias por ir a otros lugares. Estaba concluyendo la primaria. Había entrado a mitad del año escolar a continuar mis estudios y usábamos un uniforme color caqui, con corbata y cristina.

 

Los viernes, venía de la escuela por la tarde y me demoraba en el mercado, una enorme manzana de tiendas y pasillos. Me dedicaba a deambular un buen rato entre la gente que pasaba atenta a sus compras de fin de semana. Más tarde salía a la noche, agobiado por una desazón indescifrable. En las calles veía a la gente, con ánimo festivo, y oía la música que brotaba de los restaurantes y los bares frente a la plazuela con la estatua al héroe marino.

En casa me aguardaba mamá y mis hermanos que jugaban despreocupadamente. Solía suceder que papá hubiera llegado del trabajo un buen rato antes. Afuera paseaban mis amigos. Me cambiaba de ropa, lentamente, y percibía en el aire, en los vecinos, en mi familia, la secreta satisfacción de vivir, de seguir una rutina amable y tranquilizadora. Parecían contentos porque sus vidas avanzaban por cauces serenos y manejables. ¿Eso sería la felicidad?

Algunos días, en medio de esa vida calmada percibía ligeras fisuras que me intranquilizaban, que me decían que era yo un ser inerme, a merced de algún ataque que pudiera llegar de cualquier lado, de la vida misma, por lo que debía permanecer siempre a la defensiva. Y hubiera querido vivir la misma tranquilidad indiferente de mamá, que preparaba algo en la cocina y hablaba con papá sobre el barco que había llegado esta tarde al puerto; luego papá contaba que la siguiente semana se casaba uno de sus primos, que los habían invitado.

Me detenía cerca de la puerta, mirando a los vecinos que salían a comprar en la bodega, que se saludaban, conversaban un rato; a los niños, alegres porque irían al autocine por la noche; al mar, calmado, como una franja azul al frente. Y en medio de todo, alcanzaba a percibir la bocina de los barcos que pasaban camino a otros países. Y yo buscaba hablar con los demás, acercarme, tratar aunque fuera sobre cosas sin importancia, para sentirme parte de ellos.

 

Cuando llegó agosto y con él la temporada de bolitas, por las calles se veía a los niños jugando, a la salida del colegio, en el mercado, en las calles del barrio. Una tarde que volvía del centro del pueblo, adonde papá nos había llevado a mi hermano y a mí para que nos recortaran el cabello, uno de mis amigos me avisó:

      -Hay un chico que acaba de mudarse al barrio y dice que puede llevarnos al Paraíso.

Sentí que había llegado el momento esperado. Yo tenía la idea que el verdadero Paraíso, el del cielo, debía ser un lugar feliz, pleno de dones, donde uno podría rozar la felicidad con las manos. Eso pensaba cuando iba a misa acompañando a mamá y escuchaba al padre Lorenzo. Y temía no poder conocer nunca el Paraíso que estaba cerca de nosotros.

Conocí al niño, Paco, un muchachito de más o menos mi edad, pero más bajo y fuerte, con una permanente expresión de desconfianza y hasta de malhumor. Le dijimos que deseábamos ir al Paraíso, pues, como él sabía, estábamos en temporada de bolitas y las necesitábamos.

Paco dijo que había ido el año anterior, una vez, llevado por niños mayores, cuando él vivía en otro barrio. El camino quedaba por los acantilados, cerca del faro, y había que ser buenos escaladores porque era necesario bajar por riscos escarpados. Casi inmediatamente todos nos pusimos a forjar planes, a calcular el día adecuado. Al final, quedamos en que sería el sábado por la mañana.

Los cuatro días previos los pasé muy inquieto. En cambio, mis amigos parecían tan contentos como si se prepararan para una excursión a la playa, de esas que se hacían cada año, en noviembre, para celebrar el aniversario de la escuela.

 

El día acordado, como nunca en un sábado, me levanté temprano y desayuné de prisa, entusiasmado por la excursión. Afuera, ya había visto a algunos de mis amigos, que daban vueltas por las esquinas esperando a los tardones.

Nos juntamos todos y en grupo fuimos a buscar a Paco, quien ya nos esperaba listo en la puerta de su casa.

      ‑¿Por qué han tardado tanto? –nos reprendió.

Fuimos caminando hacia el centro. Éramos como diez. Aníbal iba adelante, saltando y haciendo bromas, al lado de Paco. El resto seguía detrás: Néstor, el mejor arquero del barrio; Lucho, el mayor, flaco y desgarbado, y uno de los más inocentes; el negro Toto, a quien le gustaba contar historias de fantasmas y aparecidos; Lucas, quien en las actuaciones de la escuela salía a cantar boleros que oía en la radio; y los hermanos Orlando y Renán, cuyo padre tenía un auto blanco, ancho y enorme.

Cruzamos por la plaza central del pueblo, cerca del mercado, y seguimos por la avenida Cornejo, al frente de la municipalidad. Paco aprovechaba para ir instruyéndonos. Nos volvió a repetir que el lugar adonde íbamos era más bien sucio, porque allí se juntaba parte de la basura que la gente tiraba al mar. Por lo demás, aseguró, eso resultaba beneficioso porque así se juntaban las bolitas. ¿De qué manera, exactamente?; no lo sabía. Ni siquiera los chicos que lo llevaron hace tiempo supieron explicarle.

 

A la altura del local del sindicato de obreros, poco antes de llegar a la escuela, doblamos hacia la derecha, para pasar cerca del campo de fútbol del pueblo. Luego seguimos con dirección al salitral, por donde se divisaba el faro a lo lejos.

Dejamos atrás las últimas casas del barrio Los Robles y avanzamos por el desolado salitral. Entonces, los hermanos Orlando y Renán se pusieron a cantar; era una canción escolar que conocíamos todos y que hablaba de marchar gallardamente sin temor a nada. Toto hizo unos ruidos de burla para desanimar a los hermanos, y los demás reímos. Pero los hermanos siguieron cantando y luego Lucas empezó, por su parte, a cantar un bolero; inmediatamente se sumó Aníbal cantando una cumbia que entonces estaba de moda. Al final todos cantábamos o simplemente gritábamos, y sólo se oía una mezcla de voces y gritos sin orden, distintos ritmos a voz en cuello, porque cada quien trataba de opacar la voz de los otros.

Cuando llegamos al acantilado cercano al faro, vimos la bajada; se veía abrupta y difícil.

      ‑Hay que frotarse las manos con arena para poder agarrarse bien de las rocas –nos advirtió Paco.

Y para darnos el ejemplo, él mismo empezó a echarse arena en las manos. Abajo se distinguía el mar, con una playa estrecha, pero el sendero para bajar no parecía muy seguro.

Paco empezó a descender y nosotros lo seguimos de uno en uno, en verdad algo confiados: en el fondo teníamos la seguridad de que estábamos protegidos por algo. Claro, estábamos cerca del Paraíso y, por supuesto, era difícil que allí nos ocurriera algo malo.

A mitad del descenso, Paco señaló hacia abajo a la derecha: "Allá está el Paraíso". Miramos en esa dirección y distinguimos una playa blanca, cuya arena brillaba como si tuviera partículas de vidrio. El mar estaba muy abajo todavía cuando llegamos a una especie de promontorio rocoso, desde donde la bajada doblaba hacia la derecha. Entonces el trayecto dejó de ser tan empinado, pero había que tener cuidado de no resbalar porque las rocas estaban alfombradas de algas marinas y se hallaban mojadas por las salpicaduras del mar.

Abajo vimos tablas, restos de muebles viejos y cajas de madera; Toto calculó que debían ser restos de algún barco hundido. "Claro, miren esa tabla, es de la quilla", decía con seguridad. Alguien mencionó que los barcos eran de fierro y que antes, mucho antes, habían sido de madera. Toto no se dio por vencido y dijo que había barcos extranjeros que eran de madera; es más, una vez desde su casa él los había visto pasar.

Había que cruzar un sector rocoso que era bañado a ratos por las aguas sucias que casi cubrían la arena. No teníamos muchos ánimos de arriesgarnos a que el agua nos arrastrara, pero Paco nos aseguró que sólo era cuestión de cruzar rápido y no pasaría nada; y para convencernos, se ofreció a cruzar primero.

Cuando el agua se retrajo, Paco corrió a grandes trancos hasta el otro lado; y cuando ya estaba allá, a buen recaudo ‑en un alarde de confianza, para convencernos‑, regresó hasta nosotros.

‑¿Vieron? Es fácil, sólo hay que darse prisa.

Fuimos uno por uno y, cuando al final le llegó el turno a Aníbal, éste dudo mucho y dejó que el agua volviera una y otra vez, mientras él se animaba y se desanimaba. Hasta que finalmente cruzó corriendo a gran velocidad, con sus pasitos cortos. Lo recibimos riéndonos y haciéndole burlas por la cara de susto que traía.

De esa manera, llegamos a una playa un poco más ancha, por donde cruzamos sin dificultad porque había una zona de tierra pedregosa y más alta adonde no llegaba el agua. Preguntamos si faltaba mucho para el Paraíso.

‑Está al otro lado de estas rocas ‑dijo Paco.

Y al instante empezamos a correr, sin esperar ninguna indicación. Subimos rápidamente a las rocas, alguien resbaló ‑creo que Lucho‑ y pasamos al otro lado.

Y allí estaba, por fin. Aunque, la verdad, no era como lo había imaginado, pero de todas maneras resultaba agradable. La playa era una franja blanca de arena fina, con tablas regadas por aquí y allá, botellas medio enterradas, restos de cartones, plásticos. Un sitio más o menos tranquilo, pensé en el primer momento. La brisa marina allí parecía más suave, el ruido del mar sonaba casi lejos, y todo parecía envuelto en una calma adormecedora. Fuimos mirando a todos lados, un poco relajados luego de la caminata.

De pronto, oí gritar a Aníbal: "¡Una bola!". Rápidamente, me dirigí hacia él para ver su hallazgo. Pero antes de llegar, oí a alguien más gritar lo mismo; y luego a otro más. Y entonces vi que casi todos mis amigos se arrodillaban en la arena y rebuscaban. Yo bajé la vista y vi una bolita cerca de mis pies, y más allá otra, y otras más allá brillando. Hasta que nos dimos cuenta de que todo eso que refulgía en la arena, y que al comienzo nos había parecido pedazos de botellas en las que se reflejaba el sol, eran en realidad bolitas, de distintos colores, de vidrio y de cerámica, de varios tamaños; todas al alcance de nuestras manos.

Así, todo se convirtió en una especie de fiesta sin trabas en la que todos corríamos de un lado a otro, chillando de alegría, levantando las bolitas para mostrarlas. "Miren ésta, es la más bonita". Cada quien creía haber encontrado la bolita más hermosa, hasta que de pronto en la arena aparecía otra mejor.

Cuántas veces habíamos visto bolitas parecidas en las vitrinas de las tiendas, en grandes frascos de vidrio, sin poder comprarlas porque no teníamos dinero. Pero ahora estábamos en el Paraíso y podíamos cumplir nuestro sueño. Así debía ser el verdadero Paraíso, y así también el destino que me esperaba en el futuro, cuando empezara a viajar.

Estuvimos mostrándonos las bolitas, sobre todo las más hermosas, las de cerámica que tenían unas rayitas celestes o rojas en el centro. Buscábamos por todas partes, levantando cartones y tablas. Paco llamó a Aníbal, que buscaba cerca de una cueva que se abría en las paredes rocosas; le dijo que no se acercara mucho a esos lugares porque podía haber lobos marinos en el interior.

Pasadas ya las primeras impresiones, todos nos dedicamos a llenar nuestros bolsillos con las mejores bolitas. "No lleven nada en la mano, recuerden que hay que agarrarse bien para subir", recordó Paco. Y todos pensamos que, de haberlo sabido, hubiéramos traído bolsas.


      ¿Por qué será que el mar junta las bolas aquí, no? ‑se preguntó Lucho.

Paco lo miró y se quedó pensando.

      Porque es un basural y en los basurales se junta todo, pues ‑dijo.

Era lógico que por tratarse de un lugar de reciclaje natural de desperdicios se juntaran numerosos objetos, pero en ese sitio, además de bolitas, sólo se veían tablas, cartones y plástico, y algunos patillos muertos que se secaban en la arena.

      Tal vez las bolitas tienen un peso adecuado como para flotar hasta aquí ‑dijo Toto.

Todos lo miramos como si hubiera dicho una tontería. Mientras tanto ya habíamos pasado allí más de una hora y el sol estaba muy arriba.

      Debemos apresurarnos, va a ser hora del almuerzo y en casa nos empezarán a buscar -dijo Néstor.

Varios estábamos sentados, descansando un instante, contando nuestras bolitas. Alguien propuso que diéramos una última vuelta por la playa para terminar de llenar nuestros bolsillos.

Ahora sí ya nadie descansaba, todos buscábamos con más dedicación, escogiendo las mejores, dejando las otras para una nueva oportunidad, rebuscando debajo de las tablas, de donde a veces salían arañas de mar, de grandes patas, como tarántulas, y corrían de prisa.

De esa manera nos hallábamos ocupados, cada quien por su lado, cuando alguien gritó. Fue un grito de susto que de pronto desbarató el orden asentado en el aire del Paraíso. Me erguí, para saber qué había pasado, quién había gritado. Nos miramos entre todos, buscando, hasta que descubrimos a uno de los muchachos que miraba fijamente a un punto en el suelo y retrocedía asustado. Era Orlando.

Nos acercamos y vimos de qué se trataba: sobre un cartón húmedo, confundido con unas tablas delgadas, había una mano humana. Retrocedimos unos metros, pero luego volvimos, lentamente, con mucho cuidado, como si temiéramos que aquello pudiera saltar.

Miramos con mucha atención. Alguien empezó a darle vueltas usando un palo bien largo... Sí, era una mano humana. Y debido a la humedad estaba un poco hinchada y había adoptado una consistencia de plástico. Tenía todos los dedos y terminaba un poco más arriba de la muñeca, donde sobresalía el hueso mayor astillado.

-¿De quién será? –dijo alguno de los chicos.

No había ningún cementerio cerca, ni habíamos oído de naufragios. Todos nos juntamos y agarramos unos palos para sentirnos más seguros.

Miré en derredor; seguía siendo el mismo lugar, con la playa blanca, las rocas húmedas a los costados y el borde del mar de un azul plomizo, pero de pronto veíamos con claridad detalles que no habíamos advertido: la excesiva basura que flotaba en la sucia agua espumosa que lamía la playa, las tablas y cartones sobre la arena por donde corrían ahora numerosas arañas de mar, y las cuevas amenazadoras que exhalaban un olor a podredumbre.

Mejor vámonos ‑dijo Aníbal, con voz temerosa.

Orlando seguía sin decir nada, tratando de mantenerse en el centro del grupo. Hasta entonces, habíamos estado separados, cada quien en su parte del Paraíso buscando encontrar algo; pero ahora, poco a poco, casi disimuladamente, nos fuimos juntando hasta formar un solo grupo, todos unidos por un temor común.

      -¿Tenemos suficientes bolitas? ‑preguntó Paco‑. Si es así, ya podríamos irnos.

Tanteamos nuestros bolsillos; algunos los tenían más llenos que otros, pero todos dijimos que sí, que era suficiente; además, no había que olvidar la subida de la cuesta, para lo cual era necesario tener las manos libres.

Emprendimos el regreso. Fuimos de prisa hasta las rocas que dividían el Paraíso de la playa contigua. Más adelante, llegamos adonde debíamos cruzar corriendo; allí nos dimos con una sorpresa: el agua había ido acercándose más a los paredones y se retraía mucho menos, con lo que dejaba una franja más estrecha y el tránsito se hacía más arriesgado.

Paco dijo que eso no era problema, que podríamos pasar fácilmente con sólo correr más rápido. Yo estaba seguro de que lo decía para darnos ánimo. Para convencernos, él fue el primero en cruzar, corriendo a grandes trancos. Casi cayó al llegar al otro lado porque tropezó con unos sargazos y el agua casi le moja las zapatillas. Luego cruzamos los demás, de dos en dos, sin preocuparnos de que nos mojábamos con la espuma, porque en ese momento lo único que deseábamos era alejarnos de allí.

Después iniciamos la subida por la cuesta, que ahora apreciábamos más empinada. Y mientras lo hacíamos, casi nadie hablaba; sólo se escuchaba nuestra respiración acezante. En las partes más difíciles subimos casi de barriga y nos herimos las manos al agarrarnos de las salientes.

Luego, ya arriba, nos tendimos en el suelo y permanecimos descansando largo rato; creo que yo estaba temblando un poco. Desde esa altura miramos hacia abajo y buscamos el lugar de donde veníamos, el Paraíso, pero no lo pudimos identificar; había quedado perdido entre las otras playas o había desaparecido definitivamente.

 

Durante los siguientes días, los muchachos del grupo casi no nos vimos. Y a solas, estuve especulando sobre lo que habíamos visto allá; quizá la mano ‑como dijo Toto después- ­podía ser de algún náufrago, producto de algún hundimiento lejano, quién sabe si de uno de esos barcos desconocidos que solían cruzar el horizonte. Yo pensaba que podía ser, incluso, de alguien que alguna vez decidió irse también en busca de su destino, pero había terminado sólo en esto: despojos sin nombre, desperdigados en una playa solitaria.

Los chicos del grupo, sin necesidad de ponernos de acuerdo, decidimos evitar hablar de ese asunto. Y al año siguiente, cuando ya éramos un poco más grandes que los otros ‑y no pensábamos tanto en bolitas sino en chicas‑, y algunos niños nos pedían que les habláramos del Paraíso o que los lleváramos allá, les decíamos que no conocíamos ese lugar, que no sabíamos nada de eso y que nos dejaran de molestar.

 

Pasaron los años, terminé de estudiar. Siempre pensaba en viajar, pero tenía en cuenta la vida apacible de mis padres y de mis vecinos en este pueblo. Luego de dejar el colegio ingresé a trabajar ‑al comienzo calculé que por un tiempo solamente‑ de ayudante de mecánica en la empresa minera. Más adelante decidí quedarme allí, como la mayoría de mis amigos. Al poco tiempo me casé con una de mis primeras enamoradas y compañera de colegio; y me fui acostumbrando a esta vida tranquila, a trabajar en la empresa donde había trabajado mi padre y los padres de los amigos con los que crecí.

Ahora ya hace mucho tiempo de todo eso. Dos de mis amigos del grupo han muerto, pero con el resto seguimos viéndonos y formando parte del pueblo. Mis padres viven su vida de jubilados junto a mí, y mi hermano se marchó a una provincia cercana. Actualmente hago planes para que mis dos hijos mayores, que ya se aprestan a terminar el colegio, vayan a la capital a postular a la universidad. Llevo una vida como la de casi todos los vecinos.

Pero algunas veces por las tardes, luego de volver del trabajo, permanezco en la puerta de mi casa, mirando morir la tarde. En la calle los niños juegan indiferentes a las bolitas. Mi esposa a veces sonríe al verme así, convencida de que es una más de mis manías, y me avisa que ya va a servir la cena. Pero sigo allí, mientras suavemente, sin prisa, se asoma la noche; continúo en el mismo lugar, transido por una vaga melancolía, adivinando a lo lejos las luces de los barcos. Más tarde, respondo a mi esposa ‑que vuelve a llamarme para cenar‑ que ya voy, que un momento más, pero sigo allí, sin moverme, sintiendo cómo mi alma empieza a desgajarse. Y me quedo añorando otro lugar, un paraíso que quizá ‑quién puede saberlo‑, a pesar de todo este tiempo transcurrido, aún me sigue esperando.


(*)Jorge Ninapayta,  escritor peruano. Actualmente vive en Nueva York.


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