versiones, versiones y versiones...renovar la aventura de compartir la vida con textos, imágenes y sonidosDirector, editor y operador: Diego Martínez Lora    Número 53 - diciembre 2003 - enero 2004


Ana María Trelancia

Mundo, Demonio y Carne


Norma iba subiendo las escaleras a su departamento, siguiendo un rastro de sangre. Las gotas rojas iban aumentando el tamaño de su redondez, escalón por escalón. El pánico le impedía desmayarse de una vez para no seguir imaginando más desastres. ¿Sería que sus hijos se habían accidentado? La empleada era nueva, por lo que esa mañana había sentido un nudo en la garganta al salir a trabajar. Pero no tenía opción, porque si no trabajaba, no comían, así de simple.

Hacía una semana, que había llamado a una agencia de empleos solicitando una nana para que cuidara a Clara y Marco. Era un arreglo temporal, hasta que su madre regresara de viaje. Nunca antes había dejado a los niños al cuidado de una extraña. Esa era, quizás, la única ventaja de vivir con su madre. Mamá se entrometía en todo. Que si estaba muy maquillada, que por qué no sales más, que así nunca volverás a encontrar pareja, todo el día con la misma cantaleta. Pero, por otro lado, los chicos adoraban a su abuela y Norma salía tranquila, sabiendo que nada malo podría pasarles mientras mamá los tuviese bajo el ala. Jamás se hubiese asustado con la sangre si su madre estuviese en casa.

 No se escuchaba ni un ruido detrás de la puerta y un pocito de sangre saludaba desde el felpudo de entrada. Palpó dentro del bolso buscando la llave y se pinchó con el peine. Encontró un llavero, pero era el de la oficina. Desesperada, vació el bolso en el suelo, agarró las llaves y abrió la puerta. La silueta de los niños se recortaba al fondo, en la sala de la tele. Entró corriendo y ellos se le echaron al cuello como dos boas constrictoras. Clara tenía toda la cara manchada de chocolate y Marco le tiraba del brazo con la mano pegajosa de mermelada. Tita, la empleada, tejía medio dormida en un sillón. Ahí no había pasado nada malo, eran el retrato perfecto de una familia feliz. ¿Tita, pasó algo? No, señora. Es que ví sangre afuera y pensé…¿Qué sangre? No, yo no sé nada… ¿Ya me puedo retirar, señora? Sí, Tita. Gracias y hasta mañana.

El asunto de la sangre le siguió dando vueltas en la cabeza por un rato, sobre todo porque descubrió más manchas en el baño, alrededor del lavatorio y la taza. Pobre mujer, pensó, ¿por qué estará sangrando? Pero luego se puso a preparar la comida de los chicos y llegó la noche, el baño, los cuentos en la cama y el cansancio de todo el día terminó por borrar el incidente.

Al día siguiente, ya frente a la computadora, no lograba concentrarse en el trabajo, pensando en Tita. ¿Y si le pasa algo a ella? Por pensar en sus hijos, había descartado que la empleada pudiese estar enferma. Puede ser tuberculosis, le dijo una compañera de la oficina. Quizás, se hizo un aborto, dijo otra, pero tú no tienes nada que ver en eso, es asunto suyo, así que déjalo ahí no más…

Regresando a casa, Norma volvió a interrogar a Tita antes de que se fuera. ¿Te has cortado? ¿Hay algo que quieras contarme, Tita? Pero igual que el día anterior, un no, señora, no pasa nada, cortó abruptamente la conversación. Como todavía estaba soleado, decidió sacar a los chicos al parque de enfrente. Mientras cargaba el triciclo de Clara por las escaleras, la niña le preguntó si no iba a sacar la basura. Tita es muy limpia, mami. Saca una bolsa de basura cada vez que salimos y la pone junto al buzón. ¿Cómo que junto al buzón? Contestó su madre, riendo. Adentro, querrás decir… No, mami, escondidita en un rincón, no más. Tita dice que mejor bota todo junto cuando se va, así no tenemos que oler la basura cada vez que abre el buzón. Qué delicada, dijo Norma un tanto incrédula y empezó a mecer a Marco en un columpio, aprovechando que, milagrosamente, no había nadie en el parque.

El misterio de la sangre no le daba tregua, por lo que había llamado a la agencia de empleos, donde le aseguraron que a todos los aspirantes les exigían un certificado de salud y que podía pasar a revisar el expediente de Tita cuando quisiera. Descartando la tuberculosis, Norma se obsesionó con el tema del aborto. Ahora que tenía a los chicos, no podía imaginar lo que sería tener que interrumpir un embarazo. Pobre mujer, qué vida tendrá que no puede permitirse tener un hijo, siquiera.

Al despedirse de Tita esa tarde, intentó ser más amigable con ella y le preguntó con quién vivía. Con mi suegra, señora. Ella ya es muy mayor, así que está delicadita. ¿Y no tienes hijos, Tita? Mi esposo no quiere, todavía. Dice que para más adelante, cuando ya no esté su mamá para cuidar. Él tiene sus hijos de otro compromiso, por eso no quiere más. Pero yo soy joven todavía y quisiera tener mis hijitos… La voz se le quebró al mismo tiempo que a Norma se le partía el corazón y se arrepentía en el alma de haber interrogado a Tita. Más adelante, será pues, dijo Tita. Ahorita, me mata si salgo encinta…

Norma no pudo dormir esa noche, pensando en la vida miserable de su empleada. Trabajando para alimentar a su suegra, mientras el marido mantenía a otra familia y ella cuidaba niños ajenos en vez de criar a los propios. Seguro que se hizo un aborto aterrada por la reacción del energúmeno del marido. Los hombres son todos unos malditos egoístas y si son del pueblo, peor. Bueno, por lo menos aquí se le trata bien, los chicos la quieren y quizás a mamá le venga bien un apoyo extra en casa, cuando vuelva. Ya veremos qué se puede hacer para ayudarla…fue lo último que pensó antes de saltar de la cama con la alarma del despertador. Se duchó y vistió con rapidez, rabiando un poco porque no encontraba la blusa que quería ponerse. Tomó desayuno, besó a los chicos aún medio dormidos y esperó la llegada de Tita para salir hacia la oficina. La empleada le entregó la lista de compras para la semana cuando se cruzaron en la puerta.

Norma detestaba ir de compras, pero no conocía lo suficientemente a Tita como para confiarle ese encargo. Al regreso del trabajo, pasó por el supermercado dispuesta a comprar una que otra cosa, pero al ver la detallada lista de Tita, se dio cuenta que el suplicio sería largo. Menestras, verduras, fideos y kilos y kilos de carne. ¿Por qué tanta carne? Estamos gastando demasiado, se dijo. Ni con mamá en casa compramos tanta comida. Mientras escogía los paquetes de carne molida, carne para guiso y pollo en presas, Norma trataba de dominar el asco que le producía la sangre detrás del plástico de los empaques. Me voy a volver vegetariana uno de estos días, pensó mientras cogía un paquete de asado especialmente sangriento.

Terminó de comprar más rápido de lo que creía y llegó a casa cargada de bolsas. Dejó los paquetes al pie de las escaleras y subió primero llevando las dos bolsas más pesadas. Al llegar a la puerta, una de las bolsas se desfondó dejando caer dos paquetes de carne que se estrellaron contra el último peldaño. Una mancha de sangre se formó sobre el felpudo y Tita la contempló de reojo, con extraña familiaridad. Sin abrir la puerta de su casa, bajó las escaleras hacia el cuarto del buzón de la basura. Ahí, ordenadas en fila, había tres bolsitas en el suelo. Se acercó despacio y las abrió. La primera tenía algunos trozos de carne cruda y verduras. Las otras, pan, ropa de ella y de los niños y unos aros de fantasía que alguna vez le compró a una amiga pero jamás usó. Los gritos de los chicos regresando del parque la sorprendieron arrodillada junto a las bolsas. “Mamá, ¿qué haces mirando la basura?” Elevó la cara y se encontró con la mirada impenetrable de Tita quien sin esperar que Norma reaccione siquiera, le espetó: “Llevarme alguito para comer no es robar, señora. Además, igualito yo le iba a decir que no quería seguir trabajando en su casa porque no me acostumbro. Págueme no más el día y me retiro”. Y, con una sonrisa enigmática, agregó: ¿La ayudo a cargar las bolsas?”.


(*)Ana María Trelancia, bióloga y escritora peruana. Actualmente vive en Lima.


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