Por Consolación Salas:

 

    ¡Imagínese lo que sería pasar un día sin apellidos en la época moderna! No obstante, en el año 1325, cuando se fundó Tenochtitlan, el pueblo se las arreglaba perfectamente con un simple nombre. No fue sino hasta después de la Con quista cuando comenzaron a usarse.

    Hoy en día, los casi 96 millones de habitantes de México llevamos alrededor de 132,000 apellidos. Hernández es el más común. No se sabe a ciencia cierta cuántos lo llevan, pero 8 por ciento de los 33.5 millones de personas que tiene consignadas el Registro Nacional de Población e Identificación Personal (RENAPO) se apellidan Hernández, ya sea por parte del padre o de la madre.

    La mayoría de nuestros apellidos se formaron en España. Allá, la gente también usaba solo nombre al principio. A partir del siglo VIII, el aumento de la población los fue obligando a usar un mote descriptivo o un sobre nombre a fin de identificarse ante los desconocidos.

    Varios apellidos surgieron simplemente añadiendo el nombre del padre al propio: Juan Gil, Pedro Andrés... Otros surgieron de los oficios de las personas: Barbero, Herrero, Pastor, Sastre. Menos reconocibles son Aznar (pastor de burros) o Porcela (porquerizo). También se adoptaron títulos y dignidades, como Conde, Duque, Marquez, Hidalgo y Abad, los cuales no siempre correspondian a la realidad. A veces los ponían en son de burla a quienes se las daban de aristócratas.

    Numerosos apellidos surgieron como expresión del aspecto de la gente. El color del cabello era una característica inconfundible: Cano, Rojo y Rubio. También lo eran las relativas a la figura: Redondo, Delgado, Chico, Seco, Gallardo, Cobo (calvo), o algún rasgo físico notable, como Quesada (quijada), Barriga y Ceja. Asimismo, los apellidos podían describir el carácter de las personas: Justo, Bueno, Villano, Bragado, Cortés, Franco, Alegre, Malo...

    El lugar donde vivía una persona sirvió igualmente para para identificarla. De ahí vienen Calleja, Rivera, Robles, puente, y Barranco. Otros son menos evidentes: Silva significa selva; Figueroa e Higareda, lugar poblado de higueras. Los apellidos vascos resultan menos obvios todavía: Aguirre (descampado, limpio de maleza), Apodaca (lugar de arándanos), Arriaga (pedregal).

    También hubo quienes tomaron por apellido el nombre de una ciudad, pueblo o reino. Tal es el caso de Medina, Ávila, Zaragoza y Cedillo.

    Después de Hernández, los apellidos más frecuentes en los registros de la RENAPO son, en orden, García, Martínez, López, González, Pérez, Rodríguez, Sánchez y Ramírez. Salvo García, todos ellos se formaron añadiendo "ez" al nombre del padre, que procede del genitivo latino "-is", el cual indica posesión: hijo de Hernando,, de Martín, de Lope, de Gonzalo, de Pedro, de Rodrigo, de Sancho y de Ramiro. Algunos nombre de pila dieron origen a más de un apellido, como el mismo Sancho, que derivó en Sánchez, Sanz, Sainz y Sáez, y Suero, que derivó en Suárez y Juarez.

    Los patronímicos (apellidos derivados del nombre del padre) invadieron literalmente el país. Hoy, la mitad de los mexicanos lleva al menos uno. El filólogo Gutierre Tibón refiere que en el istmo de Tehuantepec llego a haber tantos López, que los lugareños comenzaron a tener problemas para identificarse. Entonces tomaron una ingeniosa decisión: sustituir el apellido materno de algunas familias por el nombre de cariño del padre. Así, los López Tin  descienden de un Agustín, y los López Mau, de un Mauricio.

    Si bien no se trata de un patronímico, el Garza es tan común en Monterrey como la gripa en invierno. En el directorio telefónico de la ciudad aparecen unos 10,000 suscriptores Garza, muchos de los cuales lo llevan por duplicado. El apellido lo trajo a México Alonso Garza y del Arcón a mediados del siglo XVI.