Uno de mis cuentos.
LOS VIAJES DE LA SANGRE

Trato de imaginar a mi abuela, de doce años, con los ojos redondos del asombro. Tal vez iba vestida de blanco en aquella ciudad de negros. Tal vez lucía, desde entonces, el corazón dibujado en la frente con el pelo del flequillo.

En la nube de sus recuerdos, cuando yo también era una niña, relataba su viaje quimérico, desde la romántica colina alicantina coronada por un castillo, donde estaba su casa mitad al aire libre mitad sepultada en piedra, hasta las tierras gredosas del río marrón (y no de plata), donde se casó con un barbero...

Tal vez, vestida de blanco, con el corazón en la frente, oyó a su madre decir "no he cruzado el océano para volver a España" el día en que le anunciaron que ya no estaban prisioneros en esa ciudad de negros, a la que creyó Río de Janeiro.

La guerra no había terminado cuando los pasajeros del barco de bandera austríaca, que había sido tomado por los aliados en las proximidades de las Canarias, fueron llevados directamente hacia la "ciudad donde había dos ciudades", donde permanecieron durante dos meses, hacinados en barracas húmedas y oscuras.

- Nos habían dicho que era peligroso seguir viaje hacia Buenos Aires -explicaba mi abuela, serena y redonda, bajo los innumerables disfraces con que yo la investía-. Pero allí estaba mi padre, esperándonos y regresamos al mar, navegando rumbo al Sur.

Cuando el mulato que tocaba el pandero me enseñó los pasos del samba en el bar de los pescadores, experimenté una vieja sensación. Mis pies, todo mi cuerpo, se mecía frenético pero cadencioso. Era como si la música estuviera dentro de mí.

- Voce nao é argentina -gritaba, enloquecido, el del  pandero- Voce é da Bahia...

Mucho antes de pisar por primera vez la tierra de los bananeros y del olor a aceitunas, yo había creído que alguna de mis vidas anteriores había culminado sobre una calle empedrada, una noche de cachaca y carnaval. Era preciso encontrar alguna explicación que diera fundamento a aquella enigmática pasión por los cantares populares de España que convivía de un modo natural y esotérico con mi tristeza por la tristeza de los carnavales porteños y con el bullir de mi sangre, toda vez que escuchaba los rítmicos sones del pandero y del cavaquinho.




Había descartado la teoría de que por mis venas corrieran los genes de algún negro antepasado. Mi otra abuela era criolla y ostentaba un largo pasado de apellidos castizos donde solo contrastaba la presencia de un ascendiente francés. Nunca nadie la oyó cantar. En su casa, casi no había lugar para la música. Prefería sumirse en el río interminable de poesías que cantaban las gestas de la Independencia y que recordaba aún a los ochenta años, recitando en la siesta pachorrienta de las sobremesas familiares.

Se sabía de memoria todas las novelas de un escritor famoso que acostumbraba visitar la casa de sus padres en Sauce Viejo, y  creo reconocerla en la heroína de una de sus idílicas historias.

Mis dos abuelos eran españoles. El padre de mi padre cantaba, mientras afeitaba barbas y podaba melenas y llevaba a mi padre al teatro cuando se anunciaba alguna compañía de zarzuelas. El padre de mi madre derrochaba noches viendo a su hermano bailar la jota, sobre las mesas de los bares atestados de "gallegos".

Pocos días después de haber cumplido los seis años, mi padre me fue a buscar a la fiesta de cumpleaños de un vecino. Había pasado la medianoche y todos los niños se habían ido. Entré en mi casa, chorreando agua, con el pelo revuelto y los zapatos en la mano.

- Se perdieron el show - dijo mi padre, riendo -. No querían que la trajera. La encontré cantando y bailando sobre una escalera...

- Va a ser igualita al tío Gerardo ? sentenció la hermana de mi madre, con el mismo gesto adusto con que, años después, desaprobara a mis amigas y a mis novios.

"Con esos antecedentes, deducir lo que te ocurre es muy simple - me aseguró un amigo -. El que siente la música, siente toda la música".


Una vez en Río, me dediqué a buscar con atención, dónde estarían los ascensores que, según mi abuela, se tomaban en una ciudad para bajarse en otra.

El taxi me llevaba por interminables túneles, por debajo de los morros que la dividen en zonas, pero el secreto no estaba allí. Tampoco desde el Corcovado pude develar el misterio. Río tiene la apariencia de componerse de muchas ciudades. Muchas más que dos.

-Voce ficó na Bahia ? insistía el mulato del pandero.

No. Nunca había estado en Bahia. Solo ahora pude constatar que mi abuela había confundido a la "cidade maravilhosa" con aquella que "es una fiesta y también un funeral", como dijera alguno de sus poetas.

De haber estado antes, habría podido subir a los elevadores que llevan desde la ciudad baja, la de los mercados cerca del puerto, hasta la ciudad alta, la de arquitectura ruinosa y miserable.

Quería ir mañana, pero ya no podré. Hoy es carnaval. He bebido demasiada cachaca y las calles sombríamente iluminadas me invitan a quedarme aquí, descansando sobre sus negras piedras.

Aunque quisiera, ya no podría levantarme. Estoy extenuada. Hace días que estoy bailando en esta ciudad de negros. Yo misma me estoy volviendo de ese color triste y azulado, mientras ellos continúan con su frenética danza y pasan a mi lado sin mirarme. Mañana ellos seguirán bailando.

Y seré yo, entonces, quien ya no pueda verlos...
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