JUAN PABLO II: EL MUNDO NO PUEDE OLVIDAR EL HOLOCAUSTO
Barak, emocionado, reconoce el papel de Juan Pablo II en el nuevo diálogo
JERUSALEN, 23 mar (ZENIT.org).- La peregrinación de Juan Pablo
II por
Tierra Santa quiere ser también un momento especialmente intenso
de
encuentro con el mundo judío. El momento cumbre de este encuentro
tuvo
lugar esta mañana, cuando el pontífice visitó
a los dos rabinos jefes de
Israel y Yad Vashem, el memorial del Holocausto en Jerusalén.
Al amanecer, la prensa judía invocaba una intervención
decidida del Papa,
pues muchos hebreos del mundo --escribía-- no saben lo que ha
hecho y dicho
Juan Pablo II sobre el Holocausto. Y el Papa no decepcionó a
los medios de
comunicación. Rindió homenaje a los seis millones de
judíos asesinados
durante el nazismo, un homenaje que estuvo caracterizado por un silencio
preñado de emoción, roto por el canto de un rabino que
elevó una oración de
lamento al Señor.
Después de haber encendido la llama perenne que recuerda el extermino
de
los hebreos ante las inscripciones de los 21 campos de concentración
y ante
la urna que contiene las cenizas de hebreos que murieron en hornos
crematorios en Auschwitz, el Papa renovó la petición
de perdón por las
responsabilidades cristianos durante el Holocausto: «Como obispo
de Roma y
Sucesor del apóstol Pedro, aseguro al pueblo judío que
la Iglesia católica,
motivada por la ley evangélica de la verdad y del amor y no
por
consideraciones políticas se siente profundamente entristecida
por el odio,
los actos de persecución y las manifestaciones de antisemitismo
contra los
judíos por parte de los cristianos en todo tiempo y lugar. La
Iglesia
rechaza cualquier forma de racismo que considera una negación
de la imagen
del Creador intrínseca a cada ser humano».
Antes de leer el discurso, de pie, con evidentes muestras de emoción,
el
Papa había escuchado la lectura de la carta de una judía
polaca deportada a
Asuchwitz, que confiaba su hijo a una amiga católica. El pequeño
serías más
tarde asesinado en el mismo campo de concentración. El Papa
se encontró
también con algunos judíos polacos superviviente de los
campos de
concentración. Entre ellos, se encontraba su amigo de infancia,
Jerzy
Kluger, y Edith Zirer, la mujer judía originaria de su mismo
pueblo natal,
Wadowice, que, según ella testimonia, le debe la vida a Karol
Wojtyla.
Liberada en enero de 1945, abandonó el campo de Skarzysko-Kaienna
totalmente debilitada por la tuberculosis y por otros sufrimientos
que
prácticamente la impedían moverse. Un joven seminarista,
Karol Wojtyla, que
la encontró, le ofreció algo de pan y una taza de te.
Después, se la llevó
a hombros durante tres kilómetros, desde el campo de concentración
hasta la
estación de ferrocarriles, donde la muchacha pudo unirse a otros
supervivientes. Tras pasar por un orfanato de Cracovia y por un sanatorio
francés, en 1951, emigró a Israel, donde se casó.
Por su parte Kluger, el niño con quien escuchaba los cuentos
de su padre el
mismo Papa, tras la segunda guerra mundial emigró a Roma. Volvió
a
encontrarse con Karol, «Lolek», como él le llama,
a inicios de los años
sesenta, en tiempos del Concilio Vaticano II. Los periódicos
subrayaron una
de las intervenciones de monseñor Wojtyla y, de este modo, Kluger
se dio
cuenta de que aquel joven obispo era el mismo amigo con el que iba
a la
escuela y jugaba al fútbol. Cuando fue construida una sinagoga
en Wadowice
siendo ya Papa, Juan Pablo II escribió una carta y pidió
a su amigo Jerzy
que la leyera en su nombre a la asamblea.
«En este lugar de la memoria --dijo con emoción el Papa
en el memorial del
Holocausto-- la mente, el corazón y el alma sienten una gran
necesidad de
silencio. Silencio en el que recordar. Silencio en el que intentar
dar
sentido a los recuerdos que regresan con impetuosidad. Silencio porque
no
existen palabras lo bastante fuertes para deplorar la terrible tragedia
del
Holocausto. Yo mismo tengo recuerdos personales de todo lo que pasó
cuando
los nazis ocuparon Polonia durante la guerra. Recuerdo a mis amigos
y
vecinos judíos, algunos de los cuales han muerto, mientras otros
han
sobrevivido».
Y con voz firmeza, afirmó: «He venido a Yad Vashem para
rendir homenaje a
los millones de judíos que, privados de todo, en particular
de su dignidad
humana, fueron asesinados en el Holocausto».
A continuación explicó los motivos por los que la humanidad
no puede
olvidar la Shoah hebrea. «Queremos recordar pero por un motivo,
esto es
para asegurar que nunca jamás prevalecerá el mal, como
sucedió para los
millones de víctimas inocentes del nazismo. ¿Cómo
pudo el hombre despreciar
tanto al hombre? Porque había llegado al extremo de despreciar
a Dios. Sólo
una ideología sin Dios podía programar y llevar a cabo
el exterminio de un
pueblo entero».
«Judíos y cristianos comparten un patrimonio espiritual
inmenso que procede
de la revelación de Dios mismo --recordó el Santo Padre--.
Nuestras
enseñanzas religiosas y nuestras experiencias espirituales nos
exigen que
derrotemos el mal con el bien. Recordamos pero sin deseo alguno de
venganza
ni como incentivo del odio. Para nosotros recordar significa rezar
por la
paz y por la justicia».
El Papa concluyó pidiendo que «nuestro dolor por la tragedia
sufrida por el
pueblo judío en el siglo XX lleve a una relación nueva
entre cristianos y
judíos. Construyamos un futuro nuevo en el que no haya más
sentimientos
anti-judíos entre los cristianos ni anti-cristianos entre los
judíos, sino
por el contrario, el respeto recíproco que se pide a aquellos
que adoran al
único Creador y Señor y miran a Abraham como el padre
común en la fe».
Al discurso del Papa, le respondió el primer ministro Ehud Barak,
quien
aseguró al Papa su «compromiso absoluto» para garantizar
los derechos y la
libertad de culto de todas las confesiones presentes en Tierra Santa
y para
«mantener a Jerusalén unida, abierta y libre, como nunca
lo ha sido hasta
ahora». El primer ministro saludó al Papa en nombre de
todos los ciudadanos
de Israel: judíos, cristianos, musulmanes, y drusos.
Barak citó las palabras con las que el Papa se suele referir
al Holocausto,
«la larga noche de la Shoah» y se estremeció ante
el drama que sufrió el
pueblo judío y sus propios familiares (sus abuelos murieron
en Dachau)
durante el nazismo. «Parecía que no podía haber
espacio para la esperanza
en Dios o en el mundo», constató. Pero acto seguido recordó
a estos
«gentiles justos», como son llamados en Israel, que «en
secreto arriesgaron
la vida para salvar la vida de los demás. Sus nombres están
escritos en los
muros en torno a Yad Vashem, estarán impresos siempre en nuestro
corazón».
Entre estos justos, Barak coloca a Juan Pablo II: «Usted ha hecho
más que
nadie para aplicar el histórico cambio de la Iglesia hacia el
pueblo
hebreo, cambio iniciado con el buen Papa Juan XXIII». En este
sentido, a
visita del pontífice al memorial del Holocausto, según
el primer ministro,
es «el culmen de este histórico viaje de curación».
ZS00032310
EL PAPA PIDE A LOS RABINOS RECONOCER LA CONDENA CATOLICA DEL ANTISEMITISMO
Asegura que ha hecho todo lo posible para que se superen los prejuicios
JERUSALEN, 23 mar (ZENIT.org).- Con un apretón de manos, concluyó
el
encuentro que tuvo lugar esta mañana entre Juan Pablo II y los
dos rabinos
jefes de Jerusalén, Meir Israel Lau y Mordechai Bakshi-Doron,
quienes
representan respectivamente las dos ramas del hebraísmo, los
asquenazíes
--provenientes de Europa central y oriental-- y los sefardíes
--provenientes de Europa occidental, en buena parte de origen español--.
Al final del encuentro, los líderes religiosos judíos
regalaron al Papa una
antigua copia del Antiguo Testamento, conocido como «Biblia de
Jerusalén».
El rabino Lau leyó en voz alta la dedicatoria de claro lenguaje
bíblico:
«Bendito seas al llegar y bendito seas al partir».
El encuentro que duró casi media hora, tuvo lugar en la sede
del Gran
Rabinato de Jerusalén, después de que el Papa hubiera
celebrado la
Eucaristía en el Cenáculo. Acompañaban al Papa
algunos cardenales de la
Curia romana y el patriarca latino de Jerusalén, monseñor
Michel Sabbah.
Al dirigirse a los rabinos, Juan Pablo II dijo que ha hecho todo lo
posible
para «superar los prejuicios y garantizar un reconocimiento cada
vez mayor
y pleno del patrimonio espiritual que comparten los judíos y
los
cristianos». En este sentido repitió lo que ya dijo en
la histórica visita
que hizo a la sinagoga de Roma en 1986: «los cristianos reconocemos
que la
herencia religiosa hebrea es intrínseca a nuestra fe: "sois
nuestros
hermanos mayores"».
Ahora bien, el obispo de Roma pidió también que «el
pueblo hebreo reconozca
que la Iglesia condena totalmente el antisemitismo y toda forma de
racismo,
pues atenta radicalmente contra los principios del cristianismo. Tenemos
que cooperar para edificar un futuro en el que no haya más
anti-judaísmo
entre los cristianos y anti-cristianismo entre los hebreos».
Y concluyó: «Tenemos mucho en común. Juntos podemos
hacer mucho por la paz,
por la justicia y por un mundo más fraterno y humano».
Después del encuentro privado con los rabinos, el Papa saludó
al resto de
los jefes religiosos judíos. «Sigue habiendo entre nosotros
diferencias
tecnológicas e ideológicas --dijo Mordechai Bakshi-Doron--,
pero nos
encontramos ante un desafío común, el de la globalización
y el de la
"tecnologización"».
A continuación el Papa fue en coche al palacio presidencial en
el que fue
recibido por Ezer Weizman. Entre los diplomáticos presentes,
se encontraba
la viuda de Isaac Rabin, Lea. En el encuentro, Juan Pablo II subrayó
la
nueva era de reconciliación y paz que se da en las relaciones
entre judíos
y cristianos.
ZS00032311
UN PAPA CELEBRA MISA POR PRIMERA VEZ EN EL CENACULO
Juan Pablo II emocionado en el lugar de la Última Cena
JERUSALEN, 23 mar (ZENIT.org).- Por primera vez en la historia, un obispo
de Roma repitió a primeras horas de la mañana, en privado,
el gesto de la
fracción del pan en la sala superior del Cenáculo, el
mismo lugar en el que
antes de la Pasión, Cristo celebró la Última Cena
con los doce apóstoles e
instituyó la Eucaristía.
Ha sido una celebración histórica, pues a Pablo VI, en
1964, no se le
permitió celebrar Misa en este lugar. Antes de la celebración,
Juan Pablo
II explicó su significado con estas palabras: «He deseado
ardientemente
visitar como peregrino este lugar santo para celebrar la Eucaristía
aquí,
donde el Señor, en la noche en que se entregó voluntariamente
a la pasión,
instituyó el sacerdocio ministerial y nos dejó su cuerpo
y su sangre en
memoria de su muerte gloriosa».
En la homilía de la concelebración en la que también
participaron los
líderes católicos de Tierra Santa y los cardenales y
prelados que le
acompañan en su peregrinación, el Santo Padre explicó
que hoy, «en cierto
sentido, Pedro y los apóstoles, en la persona de sus sucesores,
han
regresado al Cenáculo para profesar la fe perenne de la Iglesia:
Cristo ha
muerto, Cristo ha resucitado, Cristo volverá"».
La presencia sacramental de Cristo en la Eucaristía es la mayor
riqueza de
la Iglesia, añadió el Papa visiblemente conmovido. La
Eucaristía es quien
la edifica, pues «las manos que partieron el pan para los discípulos
durante la Última Cena se abrirían después en
la cruz para reunir a todo
pueblo en torno a Él, en el Reino eterno del Padre».
«Cristo a muerto, Cristo ha resucitado, Cristo volverá:
este es el misterio
de la fe que proclamamos en cada celebración eucarística
--aclaró--.
Jesucristo, el sacerdote de la nueva y eterna Alianza, redimió
al mundo con
su propia sangre; resucitado de entre los muertos, fue a prepararnos
un
lugar en la casa del Padre. En el Espíritu que nos ha hecho
hijos amados de
Dios en la unidad del Cuerpo de Cristo, esperamos su regreso con gozosa
esperanza».
Al final de la Eucaristía, el Papa firmó la tradicional
Carta a los
sacerdotes con motivo del Jueves Santo de este año, aquí,
en el Cenáculo,
donde la vocación de todo presbítero encuentra su razón
de ser. «¿Qué mejor
oportunidad para este año santo?», se preguntó
el Papa.
Con motivo de esta histórica visita del Papa a Tierra Santa,
el Estado de
Israel ha prometido que restituirá el Cenáculo a la Santa
Sede. Desde 1967,
es propiedad del gobierno israelí, quien lo ha confiado al Ministerio
de
Culto. El edificio, considerado como la primera sede de la Iglesia
naciente, es también meta de peregrinación de los judíos,
pues consideran
que aquí se encuentra la sepultura de David, aunque no existe
ningún
testimonio arqueológico que lo demuestre. De hecho, la sala
en que Jesús
lavó los pies a los discípulos, hoy día es una
sinagoga. En el pasado, fue
utilizado también como lugar de culto musulmán. El claustro
que lleva al
segundo piso, el del Cenáculo, es ahora un Museo del Holocausto
y una
Escuela Rabínica. Ahora el gobierno israelí se muestra
disponible para
cederlo a los católicos a cambio de iglesia de Santa María
Blanca de
Toledo, una sinagoga que fue transformada en lugar de culto católico.
Los
franciscanos que custodian los santos lugares habían sido expulsados
de
aquí por el régimen otomano en 1551. Desde entonces,
durante siglos,
trataron de recuperarlo, recurriendo incluso a las instancias internacionales.
ZS00032309
EL PAPA SE ENCONTRARA MAÑANA CON LOS JOVENES
Miles de chicos y chicas le esperan en el Monte de las Bienaventuranzas
JERUSALEN, 23 mar (ZENIT.org).- Mañana por la mañana Juan
Pablo II visitará
Korazim para presidir la Misa dedicada a los jóvenes en el Monte
de las
Bienaventuranzas, desde el que Jesús anunció la nueva
Ley del Evangelio.
El encuentro ha sido bien preparado. Será el más numeroso
de toda esta
peregrinación pontificia a Tierra Santa. Esta noche, los jóvenes
se reunían
en la parroquias de la Iglesia local católica representada en
sus
diferentes ritos. Algunos han sido acogidos en la iglesia greco-católico,
otros en la iglesia latina y en la maronita. La participación
de miembros
del Camino Neocatecumenal venidos de todo el mundo es imponente. Han
participado una vigilia de oración para preparar este encuentro
con el
Papa, que según explica su organizador, el padre Rino Rossi,
director de la
«Domus Galilaeae», quiere ser también «profético»,
a causa de las
circunstancias que lo han preparado.
«Participarán también muchas personas que no son
católicas, como por
ejemplo las autoridades israelíes y musulmanes, que tienen cargos
de
responsabilidad en los pueblos de los alrededores --revela el sacerdote--.
Estarán también presentes algunos drusos y los diplomáticos
de unos sesenta
países. Todo esto ha creado un clima de expectativa. Los muchachos
están
verdaderamente entusiasmados y con ello están entusiasmando
a los muchachos
de la región, tan diferentes por cultura y lengua».
En el mismo Monte de las Bienaventuranzas, en el santuario que allí
se ha
construido, el pontífice se volverá a encontrar por la
tarde con el primer
israelí Ehud Barak. A continuación, irá a Tabgha,
donde visitará dos
iglesias: la multiplicación de los panes y la que recuerda el
primado de
Pedro, a orillas del lago de Tiberíades. Por último,
en Cafarnaúm, se
detendrá en el santuario de la Casa de Pedro. De allí
regresará en
helicóptero a Jerusalén.
ZS00032312
EL MUNDO DEBE ESCUCHAR EL GRITO DE LAS VICTIMAS DEL HOLOCAUSTO
Palabras de Juan Pablo II en el Memorial de la Shoah, Yad Vashem
JERUSALEN, 23 mar (ZENIT.org).- Juan Pablo II pronunció, en el
Memorial del
Holocausto de Jerusalén, desgarradoras palabras que evocaron
la barbarie
cometida por el nazismo contra el pueblo judío: «Queremos
recordar
--dijo--. Queremos recordar pero con un objetivo: para asegurar que
nunca
jamás prevalecerá el mal, como sucedió para los
millones de víctimas
inocentes del nazismo». El discurso lo pronunció, entre
otros, ante sus
amigos judíos de infancia --se encontraba presente una mujer
a quien Karol
Wojtyla le salvó la vida al final de la segunda guerra mundial--.
Ofrecemos
el texto íntegro del discurso del Santo Padre.
* * *
Las palabras del antiguo Salmo salen de nuestro corazón:
«Me he convertido en un desecho.
Escucho las calumnias de la turba, terror por todos lados,
mientras se aúnan contra mí en conjura, tratando de quitarme
la vida.
Mas yo confío en ti, Yahveh, me digo: "¡Tú eres
mi Dios!"» (Salmo 31, 13-15).
1. En este lugar de la memoria, la mente, el corazón y el alma
sienten una
extraña necesidad de silencio. Silencio para recordar. Silencio
para
intentar encontrar un sentido a los recuerdos que nos invaden como
un
torrente. Silencio, porque no existen palabras suficientemente enérgicas
con las cuales deplorar la terrible tragedia de la Shoah. Yo mismo
tengo
recuerdos personales de todo lo que sucedió cuando los nazis
ocuparon
Polonia durante la Guerra. Me acuerdo de mis amigos y vecinos hebreos,
algunos perecieron, otros sobrevivieron.
He venido a Yad Vashem para rendir homenaje a los millones de judíos
que,
privados de todo, en particular de su dignidad humana, fueron asesinados
en
el Holocausto. Ha pasado más de medio siglo, pero los recuerdos
permanecen.
Aquí, como en Auschwitz y en otros muchos lugares de Europa,
sentimos el
peso de las desgarradores lamentaciones de tantas personas. Hombres,
mujeres y niños nos gritan desde el abismo del horror que experimentaron.
¿Cómo es posible no escuchar su grito? Nadie puede olvidar
o ignorar lo
sucedido. Nadie puede aminorar su magnitud.
2. Queremos recordar. Queremos recordar pero con un objetivo: para asegurar
que nunca jamás prevalecerá el mal, como sucedió
para los millones de
víctimas inocentes del nazismo.
¿Cómo pudo el hombre despreciar hasta ese punto al hombre?
Llegó al extremo
de despreciar a Dios. Sólo una ideología sin Dios podía
programar y llevar
a cabo el exterminio de un pueblo entero.
El honor que se rinde a los «gentiles justos» del Estado
de Israel en Yad
Vashem por haber actuado con heroísmo para salvar a los judíos,
a veces
incluso llegando a dar la propia vida, es una demostración de
que ni
siquiera en la hora más oscura se apagan todas las luces. Por
este motivo
los Salmos y toda la Biblia, aún reconociendo la capacidad del
hombre para
hacer el mal, proclaman que la maldad no tendrá la última
palabra. Desde la
profundidad misma de la pena y de la angustia, el creyente clama: «Mas
yo
confío en ti, Yahveh, me digo: "¡Tú eres mi Dios!"»
(Salmo 31, 14).
3. Judíos y cristianos comparten un patrimonio espiritual inmenso
que
procede de la revelación del mismo Dios. Nuestras enseñanzas
religiosas y
nuestras experiencias espirituales nos exigen que derrotemos el mal
con el
bien. Recordamos, pero sin deseo alguno de venganza ni como incentivo
del
odio. Para nosotros recordar significa rezar por la paz y por la justicia
y
comprometernos con su causa. Sólo un mundo en paz, con justicia
para todos,
podrá evitar que se repitan los errores y los terribles crímenes
del pasado.
Como obispo de Roma y Sucesor del apóstol Pedro, aseguro al pueblo
judío
que la Iglesia católica, motivada por la ley evangélica
de la verdad y del
amor y no por consideraciones políticas se siente profundamente
entristecida por el odio, los actos de persecución y las manifestaciones
de
antisemitismo contra los judíos por parte de los cristianos
en todo tiempo
y lugar. La Iglesia rechaza cualquier forma de racismo que considera
una
negación de la imagen del Creador intrínseca a cada ser
humano (cf. Génesis
1, 26)
4. En este lugar de solemne memoria, ruego fervientemente para que nuestro
dolor por la tragedia sufrida por el pueblo judío en el siglo
XX lleve a
una relación nueva entre cristianos y judíos. Construyamos
un futuro nuevo
en el que no haya más sentimientos anti-judíos entre
los cristianos ni
anti-cristianos entre los judíos, sino por el contrario, el
respeto
recíproco que se pide a aquellos que adoran al único
Creador y Señor y
miran a Abrahán como el padre común en la fe (cf. «Nosotros
recordamos: una
reflexión sobre la Shoah», V).
El mundo tiene que prestar atención a la advertencia que proviene
de las
víctimas del Holocausto del testimonio de los supervivientes.
Aquí, en Yad
Vashem, la memoria está viva y arde en nuestro espíritu.
Nos hace gritar:
«Escucho las calumnias de la turba, terror por todos lados; Mas
yo confío
en ti, Yahveh, me digo: "¡Tú eres mi Dios!"» (Salmo
31, 13-15).
Traducción realizada por Zenit.
ZS00032314
LA RIQUEZA MAS GRANDE DE LA IGLESIA»
Homilía del Papa al celebrar la Eucaristía en el Cenáculo
de Jerusalén
JERUSALEN, 23 mar (ZENIT.org).- La primera Eucaristía de un pontífice
en el
mismo lugar en el que Cristo celebró la Última Cena e
instituyó el
sacerdocio ofreció a Juan Pablo II la oportunidad de penetrar
en el
misterioso --y escandaloso-- misterio que se vive en el altar. «Esta
presencia es la riqueza más grande de la Iglesia». Ofrecemos
las palabras
de la homilía pronunciada en el Cenáculo de Jerusalén,
donde celebró Misa
en privado junto a los obispos de Tierra Santa y sus colaboradores.
* * *
1. «Este es mi cuerpo».
Reunidos en el cuarto de arriba, hemos escuchado la narración
del Evangelio
de la Última Cena. Hemos escuchado palabras que surgen de las
profundidades
del misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. Jesús
toma el pan, lo
bendice y lo parte, después se lo da a sus discípulos,
diciendo: «Este es
mi cuerpo». La alianza de Dios con su Pueblo está a punto
de culminar en el
sacrificio de su Hijo, la Palabra Eterna hecha carne. Están
a punto de ser
realizadas las antiguas profecías: «Sacrificio y oblación
no quisiste; pero
me has formado un cuerpo…¡He aquí que vengo…a hacer, oh
Dios, tu voluntad!»
(Hebreos 10, 5-7). En la Encarnación, el Hijo de Dios, de la
misma
naturaleza que el Padre, se hizo hombre y recibió un cuerpo
de la Virgen
María. Y ahora, en la noche anterior a su muerte, les dice a
sus
discípulos: «Este es mi Cuerpo, que será entregado
por vosotros».
Con gran emoción escuchamos una vez más estas palabras
que fueron
pronunciadas aquí en el cuarto de arriba, hace dos mil años.
Desde entonces
han sido repetidas, generación tras generación, por los
que compartimos el
sacerdocio de Cristo a través del sacramento del orden. De este
modo,
Cristo repite constantemente estas palabras, a través de la
voz de sus
sacerdotes, en cada rincón del mundo.
2. «Este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza
nueva y eterna, que
será derramada por vosotros para el perdón de los pecados.
Haced esto en
conmemoración mía».
En cumplimiento al mandato de Cristo, la Iglesia repite estas palabras
cada
día en la celebración de la Eucaristía. Palabras
que emergen de las
profundidades del misterio de la redención. En la celebración
de la cena
pascual en el cuarto de arriba, Jesús tomó el cáliz
llena de vino, lo
bendijo y lo pasó a sus discípulos. Formaba parte del
rito pascual del
Antiguo Testamento. Pero Cristo, sacerdote de la Alianza nueva y eterna,
pronunció estas palabras para proclamar el misterio de la salvación
de su
pasión y muerte. Bajo las especies de pan y vino instituyó
los signos
sacramentales del sacrificio de su cuerpo y su sangre.
«Por tu cruz y resurrección sálvanos, Salvador del
mundo». En cada santa
Misa, proclamamos este «misterio de fe», que durante dos
milenios ha
nutrido y sostenido la Iglesia que peregrina en medio de persecuciones
del
mundo y los consuelos de Dios, proclamando la cruz y muerte del Señor
hasta
su venida (cf. «Lumen Gentium», 8). En un cierto sentido,
Pedro y los
apóstoles, en las personas de sus sucesores, han vuelto hoy
a la sala del
piso superior, para profesar la fe perenne de la Iglesia: «Cristo
ha
muerto, Cristo ha resucitado, Cristo volverá».
3. De hecho, la primera lectura de la liturgia de hoy nos remonta a
la vida
de la primera comunidad cristiana. Los discípulos «acudían
asiduamente a la
enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la
fracción del pan y a las
oraciones» (Hechos 2, 42).
«Fractio panis». La Eucaristía es tanto un banquete
de comunión en la
Alianza nueva y eterna, como el sacrificio que hace presente el poder
salvífico de la cruz. Desde un principio, el misterio de la
Eucaristía ha
estado siempre ligado a la enseñanza al seguimiento de los apóstoles
y a la
proclamación de la Palabra de Dios, que habló en el pasado
por medio de los
profetas y ahora, de manera definitiva, en Jesucristo (cf. Hebreos
1, 1-2).
Allá donde se pronuncien las palabras "Este es mi cuerpo" y
la invocación
del Espíritu Santo, la Iglesia se ve fortalecida en la fe de
los apóstoles
y en la unidad que tiene en el Espíritu Santo su origen y vínculo.
4. San Pablo, el apóstol de los pueblos, comprendió claramente
que la
Eucaristía, al ser participación en el cuerpo y la sangre
de Cristo, es
también un misterio de comunión espiritual en la Iglesia.
«Porque aún
siendo muchos, un sólo pan y un sólo cuerpo somos, pues
todos participamos
de un sólo pan» (1 Corintios 10, 17). En la Eucaristía,
Cristo el buen
pastor que dio su vida por su rebaño, se queda en su Iglesia.
¿No es acaso
la Eucaristía la presencia sacramental de Cristo en todos los
que
participamos del único pan y del único cáliz?
Esta presencia es la riqueza
más grande de la Iglesia.
Cristo edifica a la Iglesia mediante la Eucaristía. Las manos
que partieron
el pan a los discípulos durante la Ultima Cena se extendieron
sobre la cruz
para reunir a todos los pueblos a su alrededor en el Reino eterno del
Padre. A través de la celebración eucarística,
Él nunca cesa de guiar a los
hombres y mujeres para que sean miembros efectivos de su Cuerpo.
5. «Cristo ha muerto, Cristo ha resucitado, Cristo vendrá nuevamente».
Éste es el «misterio de fe» que proclamamos en cada
celebración de la
Eucaristía. Jesucristo, el Sacerdote de la Alianza nueva y eterna,
ha
redimido al mundo con su sangre. Resucitado de entre los muertos, se
ha ido
a prepararnos un lugar en la casa de Su Padre. Esperamos su venida
con
gozosa esperanza en el Espíritu que nos ha hecho hijos amados
de Dios, en
la unidad del Cuerpo de Cristo.
Este año del Gran Jubileo es una oportunidad especial para que
los
sacerdotes crezcan en la consideración del misterio que celebran
en el
altar. Por este motivo, deseo firmar la Carta a los Sacerdotes con
motivo
del Jueves Santo de este año aquí, en la sala superior,
donde fue
instituido el único sacerdocio de Jesucristo, que todos nosotros
compartimos.
Celebrando esta Eucaristía en el cuarto superior, en Jerusalén,
estamos
unidos a la Iglesia de todo tiempo y lugar. Unidos con la cabeza, estamos
en comunión con Pedro y los apóstoles y sus sucesores
por los siglos. En
unión con María, los santos y mártires, y todos
los bautizados que han
vivido en la gracia del Espíritu Santo, alzamos nuestra voz
para gritar:
«Marana tha!»; «¡Ven Señor Jesús!»
(cf. Apocalipsis 22,17). Llévanos, a
nosotros y a todos tus elegidos, a la plenitud de la gracia en tu Reino
eterno. Amén.
ZS00032315