JUAN PABLO II EVOCA SU «INOLVIDABLE» PEREGRINACION A TIERRA
SANTA
Repasa junto a 45 mil peregrinos las etapas más significativas
CIUDAD DEL VATICANO, 29 mar (ZENIT.org).- Juan Pablo II evocó
esta mañana
las emociones, los gestos y los momentos más significativos
de la
peregrinación a Tierra Santa que emprendió del 20 al
26 de marzo y que los
medios de comunicación siguieron minuto a minuto.
«Es imposible expresar la alegría y el reconocimiento que
llevo en el alma
por este don del Señor, que tanto había deseado»,
confesó el Papa al
comenzar su intervención en la audiencia general de este miércoles,
en la
que participaron nada más ni nada menos que 45 mil peregrinos,
un número
extraordinario si tenemos en cuenta que en esta semana no se celebra
ningún
acontecimiento masivo del Jubileo.
Tras agradecer la estupenda acogida que le ofrecieron las autoridades
jordanas, israelíes y palestinas y confirmar «la preocupación
de la Santa
Sede por una paz justa entre todos los pueblos de la región»,
el
pensamiento del obispo de Roma recordó cada una de las etapas,
haciendo eco
al «doloroso problema» de los refugiados palestinos y a
la «aterradora
tragedia» del Holocausto.
Un Dios refugiado
De este modo revivió la emoción con la que en Belén
se arrodilló en la
gruta de la Natividad, donde Dios «se hizo exiliado y refugiado
para
reconducirnos a su casa». «Este pensamiento --añadió--
me acompañó antes de
dejar los Territorios Autónomos Palestinos en el momento en
que visitaba en
Belén uno de los muchos campos, en los que desde hace demasiado
tiempo
viven más de tres millones de refugiados palestinos. Que el
compromiso de
todos lleve finalmente a la solución de este doloroso problema».
Jerusalén, Jerusalén...
Jerusalén quedará grabada de manera «indeleble»
en el corazón del
pontífice. Durante su peregrinación, no sólo pudo
celebrar la Eucaristía en
el Cenáculo de la Última Cena --era la primera vez que
allí lo hacía un
Papa--, sino que además pudo relanzar al mundo, desde el Santo
Sepulcro, la
tumba vacía de Jesús, el mensaje central del cristianismo:
«¡Cristo ha
resucitado!». Él mismo reconoció que éste
fue el motivo que le llevó a
romper todos los programas previstos, pocas horas de abandonar Israel,
para
poder visitar la capilla del Calvario, «donde Cristo derramó
la sangre por
la humanidad».
Jerusalén, Ciudad Santa de judíos, cristianos y musulmanes
fue también un
lugar de encuentro con los líderes de las tres religiones monoteístas
que
tienen a Abraham por padre en la fe. El sucesor de Pedro recordó
con
gratitud los encuentros que tuvo con los dos grandes rabinos y con
el gran
muftí de Jerusalén, así como con los cristianos
de todas las confesiones.
«A pesar de las grandes dificultades --exhortó--, Jerusalén
está llamada a
convertirse en símbolo de la paz entre todos los que creen en
el Dios de
Abraham y se someten a su ley. ¡Que los hombres abrevien el cumplimiento
de
este designio!».
La tragedia del Holocausto
De este modo, el Papa comentó uno de los momentos que más
espacios acaparó
entre los medios de comunicación, su visita al Museo del Holocausto.
«Una
vez más expresé profundo dolor por aquella aterradora
tragedia y confirmé
que "nosotros queremos recordar" para comprometernos juntos --judíos,
cristianos, y hombres de buena voluntad-- para derrotar el mal con
el bien,
para caminar por el camino de la paz».
Un paso hacia la unidad entre los cristianos
Por lo que se refiere a su encuentro con los seguidores de Cristo separados
en diferentes confesiones, el mayor escándalo de la historia
del
cristianismo, Juan Pablo II reconoció que para él fue
un «motivo de gran
alegría» la cita ecuménica que vivió en
Jerusalén y que «constituyó un paso
importante en el camino hacia la unidad plena entre los cristianos».
Por
ello invitó «a todos a rezar para que el proceso de entendimiento
y
colaboración entre los cristianos de las diferentes Iglesias
se consolide y
se desarrolle».
Una mirada al futuro
Por último mencionó también su encuentro con unos
100 mil jóvenes en el
Monte de las Bienaventuranzas «¡Un momento lleno de esperanza!»
en donde
vio «el futuro de la Iglesia y del mundo». La montaña
se encuentra en
Galilea, «¡Patria de María y de los primeros discípulos;
patria de la
Iglesia misionera entre los pueblos!». De modo que confesó:
«¡Creo que
Pedro siempre la llevó en el corazón; y como él
también la lleva su sucesor!».
Juan Pablo II concluyó agradeciendo a Dios esta «experiencia
inolvidable» y
deseó «con humilde confianza que traiga frutos abundantes
para el bien de
la Iglesia y de la humanidad».
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CIUDAD DEL VATICANO, 29 mar (ZENIT.org).- «Es imposible expresar
la alegría
y el reconocimiento que llevo en el alma por este don del Señor,
que tanto
había deseado». Con estas palabras se ha referido Juan
Pablo II a la
peregrinación que realizó a Tierra Santa del 20 al 26
de marzo. En la
primera audiencia general que ha concedido a su regreso, ha querido
recordar cada una de aquellas etapas y ha externado en voz alta las
impresiones que provocaron en su espíritu aquellos lugares tan
significativos para todos los creyentes. Ofrecemos la intervención
completa
del Papa ante los peregrinos.
* * *
1. Después de la conmemoración de Abraham y de la breve
aunque intensa
visita a Egipto y al Monte Sinaí, mi peregrinación jubilar
a los santos
lugares me ha llevado a la Tierra que vio el nacimiento, la vida, la
muerte
y resurrección de Jesucristo, así como los primeros pasos
de la Iglesia. Es
imposible expresar la alegría y el reconocimiento que llevo
en el alma por
este don del Señor, que tanto había deseado. Después
de haber estado en
Tierra Santa durante el Concilio Vaticano II, he tenido ahora la gracia
de
regresar junto con algunos de mis colaboradores, precisamente durante
el
año del gran Jubileo, bimilenario del nacimiento del Salvador.
Ha sido como
regresar a los orígenes, a las raíces de la fe y de la
Iglesia. Agradezco
al patriarca latino y a los obispos de las diferentes Iglesias orientales
católicas presentes en Tierra Santa, junto a los Franciscanos
de la
Custodia, la cordial acogida y el gran trabajo que han realizado. Agradezco
vivamente a las autoridades jordanas, israelíes y palestinas
la acogida y
la ayuda que me ofrecieron en mi itinerario religioso. He apreciado
el
compromiso que han asumido para que el viaje saliera bien y les he
vuelto a
asegurar la preocupación de la Santa Sede por una paz justa
entre todos los
pueblos de la región. Agradezco a las poblaciones de aquellas
tierras la
gran cordialidad que me han dispensado.
En Jordania
2. La primera etapa --en el Monte Nebo-- se ponía en continuidad
con la del
Sinaí: desde lo alto de aquel monte, Moisés contempló
la Tierra Prometida,
después de haber cumplido la misión que Dios le había
confiado antes de
entregarle su alma. En cierto sentido, comencé mi itinerario
con esa misma
mirada de Moisés, experimentando una íntima emoción,
que atraviesa los
siglos y los milenios. Esa mirada se dirigía hacia el valle
del Jordán y el
desierto de Judea, allí, donde en la plenitud de los tiempos,
resonaría la
voz de Juan el Bautista, enviado por Dios como el nuevo Elías,
para
preparar el camino al Mesías. Jesús quiso que él
le bautizará para revelar
que era el Cordero de Dios que tomaba consigo el pecado del mundo.
La
figura de Juan el Bautista me puso tras las huellas de Cristo. Con
alegría
celebré una solemne Misa en el estadio de Ammán para
la comunidad cristiana
que allí reside, y que encontré llena de fervor religioso
y bien integrada
en el contexto social del país.
En los territorios palestinos
3. Al salir de Ammán, me alojé en la Delegación
Apostólica de Jerusalén.
Desde allí, mi primera meta fue Belén, ciudad que hace
tres mil años fue la
cuna del Rey David y en la que, mil años después, según
las Escrituras,
nació el Mesías. En este año 2000, Belén
se encuentra en el centro de la
atención del mundo cristiano: desde allí surgió
la luz de los pueblos,
Cristo Señor; desde allí partió el anuncio de
paz para todos los hombres a
los que ama el Señor.
Junto a mis colaboradores, a los ordinarios católicos, a algunos
cardenales
y numerosos obispos, celebré la Santa Misa en la plaza central
de la
ciudad, que se encuentra junto a la gruta en la que María dio
a luz a Jesús
y lo puso en un pesebre. Se renovó en el misterio la alegría
de la Navidad,
la alegría del gran Jubileo. Me parecía que se volvía
a escuchar el oráculo
de Isaías: «Una criatura nos ha nacido, un hijo se nos
ha dado» (Isaías 9,
5), junto al mensaje de los ángeles: «Os anuncio una gran
alegría, que lo
será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de
David, un
salvador, que es el Cristo Señor» (Lucas 2, 10-11).
En la tarde, me arrodillé emocionado en la gruta de la Natividad,
donde
sentí espiritualmente presente a toda la Iglesia, a todos los
pobres del
mundo, entre los que Dios ha querido plantar su tienda. Un Dios que
se hizo
exiliado y refugiado para reconducirnos a su casa. Este pensamiento
me
acompañó antes de dejar los Territorios Autónomos
Palestinos en el momento
en que visitaba en Belén uno de los muchos campos en los que
desde hace
demasiado tiempo viven más de tres millones de refugiados palestinos.
Que
el compromiso de todos lleve finalmente a la solución de este
doloroso
problema.
Jerusalén, Jerusalén...
4. El recuerdo de Jerusalén queda indeleble en mi espíritu.
El misterio de
esta ciudad, en la que la plenitud del tiempo se hizo, por así
decir,
«plenitud del espacio», es grande. Jerusalén ha
acogido el acontecimiento
central y culminante de la historia de la salvación: el misterio
pascual de
Cristo. Allí se reveló y se realizó el objetivo
por el que se hizo carne el
Verbo: en su muerte en la cruz y en su resurrección «todo
se ha cumplido»
(cf. Juan 19,30). En el Calvario, la Encarnación se ha manifestado
como
Redención, según el designio eterno de Dios.
Las piedras del Jerusalén son testigos mudos y elocuentes de
este misterio.
Comenzando por el Cenáculo, donde celebré la santa Eucaristía,
en el lugar
mismo en el que Jesús la instituyó. Allí, donde
nació el sacerdocio
cristiano, recordé a todos los sacerdotes y firmé la
carta que les he
dirigido con motivo del próximo Jueves Santo.
Los olivos y la roca de Getsemaní testimonian aquel misterio,
cuando
Cristo, movido por la angustia mortal, rezó al padre antes de
la pasión. De
manera particular, testimonian aquellas horas dramáticas el
Calvario y la
tumba vacía, el Santo Sepulcro. El domingo pasado, día
del Señor, renové
precisamente desde allí el anuncio de la salvación que
atraviesa los siglos
y los milenios: ¡Cristo ha resucitado! En aquel momento, mi peregrinación
llegó a su culmen. Por este motivo sentí la necesidad
de detenerme todavía
en oración ante el Calvario durante la tarde, donde Cristo derramó
su
sangre por la humanidad.
5. En Jerusalén, Ciudad Santa para judíos, cristianos
y musulmanes, me
encontré con los dos rabinos jefes y con el gran muftí
de Jerusalén. Además
tuve un encuentro con los representantes de las dos religiones monoteístas,
la judía y la musulmana. A pesar de las grandes dificultades,
Jerusalén
está llamada a convertirse en símbolo de la paz entre
todos los que creen
en el Dios de Abraham y se someten a su ley. ¡Que los hombres
abrevien el
cumplimiento de este designio!
En Yad Vashem, Memorial de la Shoah, rendí homenaje a los millones
de
judíos víctimas del nazismo. Una vez más expresé
profundo dolor por aquella
aterradora tragedia y confirmé que «nosotros queremos
recordar» para
comprometernos juntos --judíos, cristianos, y hombres de buena
voluntad--
para derrotar el mal con el bien, para caminar por el camino de la
paz.
Muchas Iglesias viven hoy su fe en Tierra Santa, herederas de antiguas
tradiciones. Esta diversidad es una gran riqueza, con tal de que esté
acompañada por el espíritu de comunión en la plena
adhesión a la fe de los
Padres. El encuentro ecuménico, que tuvo lugar en el Patriarcado
greco-ortodoxo de Jerusalén, en el que todos participaron intensamente,
constituyó un paso importante en el camino hacia la unidad plena
entre los
cristianos. Para mi fue un motivo de gran alegría el poder
encontrarme con
Su Beatitud Diodoros, patriarca greco-ortodoxo de Jerusalén,
y con Su
Beatitud Torkom Manoogian, patriarca armenio de Jerusalén. Invito
a todos a
rezar para que el proceso de entendimiento y colaboración entre
los
cristianos de las diferentes Iglesias se consolide y se desarrolle.
Galilea
6. La celebración de la Misa en el Monte de las Bienaventuranzas,
en el
Lago de Galilea, con numerosísimos jóvenes provenientes
de Tierra Santa y
del mundo entero, fue una gracia particular de esta peregrinación.
¡Un
momento lleno de esperanza! Al proclamar y entregar a los jóvenes
los
Mandamientos de Dios y las Bienaventuranzas, vi en ellos el futuro
de la
Iglesia y del mundo.
En la misma orilla del Lago, visité con gran emoción Tabgha,
donde Cristo
multiplicó los panes, así como el «lugar del primado»,
donde confió a Pedro
la guía pastoral de la Iglesia. Por último, en Cafarnaúm,
visité tanto los
vestigios de la casa de Pedro como los de la sinagoga en que Jesús
se
reveló como el Pan bajado del Cielo para dar la vida al mundo
(Juan 6, 26-58).
¡Galilea! ¡Patria de María y de los primeros discípulos;
patria de la
Iglesia misionera entre los pueblos! ¡Creo que Pedro siempre
la llevó en el
corazón; y como él también la lleva su sucesor!
7. En la fiesta litúrgica de la Anunciación, como remontándome
a los
manantiales del misterio de la fe, fui a arrodillarme a la gruta de
la
Anunciación en Nazaret, donde, en el signo de María,
«el Verbo se hizo
carne y habitó entre nosotros» (Juan 1,14). Allí,
reflejado en el «fiat» de
la Virgen, se puede escuchar el silencio de adoración, el «sí»
lleno de
amor de Dios al hombre, el «amén» del Hijo eterno,
que abre a cada hombre
el camino de la salvación. Allá, en la entrega recíproca
de Cristo y de
María, se encuentran los ejes de la «puerta santa».
Allí donde Dios se hizo
hombre, el hombre vuelve a encontrar su dignidad y su elevada vocación.
Agradezco a todos los que desde las diferentes diócesis, casas
religiosas,
comunidades contemplativas han seguido espiritualmente los pasos de
mi
peregrinación. Puedo asegurar que en los lugares visitados he
llevado
conmigo en la oración a toda la Iglesia. Al expresar una vez
más al Señor
mi gratitud por esta experiencia inolvidable, le pido con humilde confianza
que saque de ella abundantes frutos para el bien de la Iglesia y de
la
humanidad.