LA GRAN DECISIÓN



La fe en sí es lógica, pero parte de premisas no demostrables utilizando el método científico. La palabra de Dios, revelada al hombre a través de las Sagradas Escrituras, constituye un conjunto de dogmas que nos permiten inteligir hasta un cierto punto la naturaleza infinita del Creador. El conjunto en sí, como demuestra la teología, es racional, pero parte de unas premisas no comprobables empíricamente. Este hecho resulta esencial para que muchos racionalistas decidan prescindir de la fe como un camino válido en sus vidas, y prefieran enfrascarse en caminos mucho más tortuosos e improductivos.

En resumen, tenemos que la fe es una estructura lógica, pero no comprobable de forma científica. Las pruebas existentes no se consideran fiables. El testimonio de Jesucristo, de Sus Apóstoles y de los Profetas de Antiguo Testamento serían una evidencia que la mayoría de los jueces actuales considerarían como más que suficiente para emitir un veredicto definitivo, sin embargo, en la época actual, este testimonio muchos lo consideran insuficiente.

Éste es un hecho curioso si consideramos que en numerosos casos el testimonio de un sólo hombre basta para confirmar como válidas innumerables referencias históricas. El testimonio de un sólo hombre puede servir para condenar o absolver a un reo.

Constantemente nos fiamos del testimonio de otros. Incluso hoy en día es preciso el testimonio de otros para cuestiones muy elementales. Por ejemplo, el lector de este texto puede preguntarse sobre cual es su fecha de nacimiento exacta. La documentación de que dispone puede estar falsificada, el testimonio de sus padres puede ser inexacto, las referencias que pueda tener en su memoria pueden estar distorsionadas por el paso del tiempo, etc... No existe una evidencia definitiva sobre el día exacto del nacimiento del lector de este texto, sin embargo, se confía en el testimonio de las personas de alrededor sin mayor problema.

Nuestra fe católica nos garantiza que todo hombre, individualmente, recibe a lo largo de su vida una cantidad suficiente de luces particulares para salvarse. Estas luces o gracias son evidencias concretas que Dios nos concede para abrirnos el entendimiento sobre Él, pruebas claras de que Él existe y que está presente en todos los actos de nuestra vida. No todo el mundo recibe las mismas gracias, pero sí todos recibimos las suficientes para salvarnos.

Sin embargo, aunque estas pruebas son claras para nosotros, no son válidas para un observador objetivo. Podemos citar un ejemplo para ilustrarnos. San Pablo, en su viaje a Damasco, tuvo una visión de Jesucristo.

Sucedió que, yendo de camino, cuando estaba cerca de Damasco, de repente le rodeó una luz venida del cielo, cayó en tierra y oyó una voz que le decía: «Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?» El respondió: «¿Quién eres, Señor?» Y él: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues. (Hechos 9, 3-5)

Ésta fue una manifestación explícita de Dios que se revela a un hombre concreto en un lugar y en un tiempo determinados. Para San Pablo fue una evidencia concluyente que le hizo girar el rumbo de su vida 180 grados. Sin embargo, a esta gracia particular de San Pablo no es posible aplicarle el método racionalista actual: no pueden reproducirse las mismas condiciones y obtener un resultado idéntico. No quedan evidencias comprobables del evento en ningún lugar. No existen gravaciones de vídeo, ni marcas distintivas en el terreno, ni ningún otro indicio que pueda llevarnos a concluir la autenticidad de esta gracia concedida al Apóstol de los gentiles. Así pues, no es un dato significativo para los científicos.

Con las Sagradas Escrituras sucede algo similar. Los testimonios que tenemos son inmejorables. La santidad de Jesús es una garantía de tal calidad que cualquier duda sobre Su palabra resulta ofensiva. Sin embargo, para muchos es una garantía sin valor alguno. Y, en consecuencia, el valor que tenga la teología, -la ciencia que se encarga de desvelar los misterios que emanan de las Escrituras- es igualmente nulo.

Por otro lado, la ciencia moderna, aún con todo lo que ha avanzado, ha sido incapaz de eliminar el concepto de Dios. De hecho, cuanto más avanza la ciencia, más se desvela esa Inteligencia oculta que aparece cada vez más necesaria como Creadora y Organizadora de toda esta complejísima realidad de nuestro universo. El hecho de la existencia del cosmos es un misterio que la ciencia se ve incapaz de desvelar, y la organización de la materia y la vida resulta tan compleja que el mero azar no constituye una respuesta satisfactoria.

En conclusión, Dios sigue siendo el Elemento Imprescindible.

Y, llegados a este punto, en el que la teología no aporta pruebas empíricas de la existencia de la Divinidad, y la ciencia no aporta respuestas concluyentes que permitan prescindir de Dios, nos encontramos ante un dilema. El gran dilema de todo ser humano: creer o no creer.

Esta es la gran pregunta que todo hombre se hace alguna vez en la vida. No responderla es imposible. La simple indiferencia ya constituye una toma de partido por una de las opciones. No es posible ser neutral, o se cree, o no se cree.

Y todo depende de una decisión personal. En suma, aceptar la fe es aceptar a Dios. No aceptar a Dios excluye la fe.

Es cierto que aceptar a Dios exige seguir el camino estrecho que marcan Sus Mandamientos. La vida de un cristiano no es fácil, sobre todo en estos tiempos de corrupción moral extrema. Por eso muchos, a pesar de todas las luces y gracias recibidas, acaban abandonando la fe y optan por seguir el camino ancho que lleva a la perdición.

Esto no es nada extraño, basta con leer algunas vidas de los santos para darse cuenta de las dificultades de mantenerse en el camino correcto. El mismo San Pablo, a pesar de las gracias abrumadoras que recibió para su conversión, seguramente estuvo tentado en muchas ocasiones de tirar la toalla y rendirse ante las dificultades. Pero finalmente su fe se mantuvo firme, tal como él mismo nos afirma en la Escritura (2 Timoteo 4, 7). Su fe resistió firme hasta el martirio final.

Lamentablemente, este no parece ser el caso de la mayoría de la gente. Por mi experiencia compruebo que, efectivamente, las luces que Dios concede a las personas son realmente diáfanas, de una potencia suficiente para hacer que cualquier pecador, incluso el más empedernido, gire sobre sus talones y pase el resto de su vida andando en la virtud más impoluta. Sin embargo, la respuesta del hombre ante estas gracias divinas suele ser muy poco diligente: ante las primeras dificultades, se rechazan las luces recibidas y se vuelve al camino ancho del vicio, el pecado y la apostasía. Los hombres actuales rechazan las gracias para no tener que renunciar a las vidas confortables que llevan. Es como si San Pablo, tras su epifanía camino de Damasco, se convirtiese durante unos pocos días, pero luego, viendo las dificultades del camino estrecho, acabara rechazando las evidencias recibidas, e incluso las negara atribuyéndolas a un producto de su imaginación, a una locura momentánea provocada por el sol del desierto o a un sueño lúcido tenido sobre su cabaldadura. Cualquier cosa antes que aceptar la Verdad y verse obligado a cumplir con los Mandamientos de la Ley de Dios.

Podemos afirmar que si San Pablo hubiera hecho tal cosa, sin duda habría tenido una vida mucho más confortable y llevadera, libre de todas las persecuciones, peligros y tentaciones que acechan continuamente a los santos. Pero, a estas horas, ¿donde estaría su alma? Lo mismo te digo a ti, que lees este texto. Puedes aceptar con agradecimiento las luces que Dios te envía para que cumplas con los Mandamientos que te conducirán al Cielo; o puedes negar la Verdad que te es revelada y seguir con tu cómoda vida durante unos pocos años más, aquí, en la tierra, a la espera del inexorable Juicio que tendrás que pasar a la hora de tu muerte.

Dios, que es tan respetuoso con la libertad del hombre, respetará la decisión que tomes.

No te precipites. Tu eternidad en el paraíso o en el abismo depende de esta decisión esencial.

Todo se reduce a una elección libre.

Tú decides.