PROLOGO 

  

El caso de los dos atentados perpetrados en la Argentina, combina muchos de los temas más candentes de nuestra historia reciente: terrorismo internacional y terrorismo de Estado, espionaje, asesinatos políticos, tráfico de armas, comisiones ilegales, seguridad nacional y de fronteras, razones de Estado propias o ajenas, subordinación en política exterior e ineficiencia de los sistemas de inteligencia y de justicia, diplomáticos tiroteados, terroristas maniobrando por temor a ser traicionados por sus propios asociados, fiscales confundidos, asesinos preocupados por la seguridad de sus familias.  

Argentina no es el único país que en este fin de siglo se ha convertido en un blanco del terrorismo: sucedió en Estados Unidos con las Torres Gemelas de Nueva York y con el edificio federal de Oklahoma. También ocurrió en el subterráneo de Tokio con el gas sarín. Sin embargo, todos los países donde apareció la sombra del terrorismo, terminaron descubriendo a los culpables que hoy están tras las rejas, y han tomado recaudos para prevenir nuevos ataques. Todos los países, menos la Argentina.

El caso argentino debe ser uno de los únicos en el mundo donde la gente que destruye una embajada israelí y una institución judía se esfuma como por arte de magia. Eso multiplica la sospecha de un encubrimiento, y convierte al país en un blanco fácil, no sólo para los autores de los anteriores atentados, sino para cualquiera que alimente el sueño del crimen perfecto.

Aunque los escenarios de los atentados con explosivos siempre son los más difíciles de investigar, hay una ciencia, lenta e imperfecta para atrapar a los responsables. Generalmente comienza en la escena del crimen, donde los investigadores buscan claves sobre el motivo y el método homicida. A pesar de las dificultades, la información no se evapora. Está allí: un trozo de metal retorcido, una pieza de automóvil, la ubicación de cada uno de los testigos, aportan datos preciosos sobre lo que pasó en ese segundo fatal en que todo fue caos. Sin embargo, Argentina debe ser también, el único lugar del mundo donde se cometen dos atentados en poco más de dos años y los peritos locales, los norteamericanos y los israelíes, ni siquiera han logrado ponerse de acuerdo sobre algo tan básico como el tipo de explosivo empleado en cada oportunidad.

Hay otro método que utilizan los investigadores y consiste en armar pacientemenente, a modo de rompecabezas, el perfil psicológico del terrorista. Por esta vía, también es posible trazar un retrato-robot de los autores, reconstruir el momento en que el piloto abordó el coche-bomba. Esta teoría se basa en la idea de que los asesinos actúan a partir de sus más profundas obsesiones: Ya en 1971, el padre de Carlos Alberto Telleldín había planeado un atentado contra la AMIA en la ciudad de La Plata; y el edificio federal de Oklahoma, volado en abril de 1995, había sido elegido como blanco por los supremacistas raciales ya en octubre de 1983. Si se consiguen descifrar esas obsesiones se logrará, de manera casi simultánea, obtener las claves de sus acciones. Según dicen los del oficio, tarde o temprano, los autores pondrán su firma. Lo irritante es la espera.

Cuando los terroristas actúan bajo la dirección o la cobertura de un gobierno extranjero, sus actos son muy difíciles de investigar, especialmente si ese gobierno es uno de los sospechosos potenciales. El terrorismo de Estado (en la doble acepción de la palabra: patrocinado por un Estado extranjero y perpetrado con la colaboración de elementos enquistados en el propio Estado) es un asunto monstruoso y cobarde que siembra diversas formas de corrupción. Cuando individuos que integran fuerzas policiales, militares o servicios de inteligencia, participan en el asesinato de ciudadanos a los que supuestamente deberían proteger, se pone al descubierto uno de los aspectos más siniestros de la naturaleza humana. Cuando esos atentados quedan impunes, esto se convierte en una amenaza permanente a toda la sociedad.

Los sistemas de seguridad en la Argentina no están en condiciones de afrontar los riesgos que ciertas medidas de política exterior generan para sus habitantes. Una rama del gobierno crea entonces riesgos que otra no previene ni calcula y que finalmente recaen sobre personas ajenas a esas decisiones. En su incapacidad para resolver estos crímenes masivos, tanto el sistema judicial como el de seguridad revelan que están más orientados a controlar a los ciudadanos que a protegerlos.

Quienes conocen en profundidad los servicios secretos de cualquier país saben que son antidemocráticos casi por definición, pero los servicios argentinos están, además, sesgados por un perfil marcadamente derechista que incluye un fuerte tinte antisemita. Esto ha posibilitado que el terrorismo internacional encuentre en esos organismos un mercado óptimo para captar miembros para sus redes locales.

Aunque Argentina no cuente con pruebas judiciales para obtener una condena en los tribunales, existen contundentes evidencias políticas, diplomáticas y de inteligencia sobre la participación del Estado de Irán -a través de Hezbollah-, en ambos atentados. Sin embargo, aduciendo la falta de evidencias judiciales, el gobierno argentino ha optado por una estrategia diplomática en la que negoció secretamente con Irán tras el primer atentado, lo denunció histéricamente cuando se produjo el segundo -Carlos Menem declaró que existía semiplena prueba contra Irán- y, más tarde, volvió a negociar bajo el pretexto de prevenir un tercer atentado.

La política exterior no es ciega, sorda y muda como la Justicia, ni tampoco se guía por las leyes que rigen en los Tribunales. Sólo cuando se logre dar con los culpables materiales y se consiga desarticular sus redes locales se podrá llevar adelante una política coherente y creíble en el exterior e, inclusive, negociar en otros términos con Irán. Ni una sobreactuación que imite la política israelí y la estadounidense, ni una parodia de la postura francesa o alemana -basada en la idea del "diálogo crítico" que, en los hechos, implica acostarse con el enemigo-, podrán evitar un tercer atentado.

Este libro intenta penetrar en sub mundos absolutamente ajenos a la mayoría de los ciudadanos, que solamente accede a estos temas a través de las páginas de los diarios o las imágenes de la TV. Para facilitar este camino opté, cada vez que fue posible, por un estilo narrativo que permitiera utilizar el diálogo y las citas directas. Por cierto, no pretendo afirmar que cada palabra que aparece aquí haya sido dicha de manera textual, pero luego de realizar decenas de entrevistas, revisar miles de documentos, informes de inteligencia y artículos periodísticos

-que se detallan como notas al final de cada capítulo-, puedo afirmar que el sentido sustancial de lo escrito corresponde a la verdad. Aún quedan muchas preguntas sin respuestas, pero esto no hace más que reforzar la sensación de que la verdad está ahí, en alguna parte. Esperando.

Quiero aclarar también, que la crítica de los distintos fundamentalismos -sea islámico, judío o católico- no constituye un juicio de valor sobre el Corán, el Antiguo o el Nuevo Testamento, ni tampoco sobre las comunidades que se identifican con sus preceptos. Se limita a las interpretaciones abyectas que ciertos grupos de iluminados hacen de esos textos sagrados, y que también deberían ser repudiadas por las religiones que se dicen universales.

Recordar el mal es la mejor manera de evitar su repetición. Al narrar esta historia siniestra de modo que los lectores puedan comprender, en detalle, cómo opera el terrorismo y qué es lo que pueden y no pueden hacer los investigadores y los gobiernos, intento contribuir al esclarecimiento de los dos atentados ocurridos en la Argentina. No existe un manual de gobierno que indique cómo proceder, pero la única manera de evitar un tercer atentado, es dar con los culpables de los anteriores. En ese sentido, el tiempo que pasa es la verdad que huye. Hasta ahora, sólo los muertos han conocido el final de esta historia. A ellos está dedicado este libro.

 

Walter Goobar

Enero, 1996.