La
Redonda : impresiones y recuerdos
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La Redonda pueblo pequeño, bordeado de charcas
y arroyuelos, se asienta en un paisaje de encinas, fresnos, retamas y zarzales.
¿Quién se atrevería a negar la belleza
de esta tierra? Cada estación es un canto de la naturaleza. Los
tonos duros y musgosos de las piedras, la suavidad y delicadeza de sus
prados en primavera; la luminosidad y alegría de su cielo, los rojos,
pardos y amarillos del otoño; los dorados del verano y los grises
del invierno; contrastan armoniosamente con esos riachuelos que surgen
en los recodos y se dejan acunar por las cunetas cuando llueve.
Son tierras ásperas y frías como las piedras
de sus paredes y de sus campos; son también tierras cálidas
y acogedoras cuando las mieses se ondulan rítmicamente como añorando
ese mar tan lejano.
Cada rincón, cada calle, cada esquina guardan secretos
de generaciones, confidencias repartidas en el tiempo y en gentes que hoy
las viven en la lejanía. El pueblo ha cambiado, no en lo esencial,
el progreso ha cubierto sus calles de hormigón, las noches son más
claras con sus farolas encendidas, y los coches hacen más fáciles
las comunicaciones a sus vecinos.
La grafiosis nos dejó sin la sombra de los olmos,
la falta de niños sin maestros en la escuela y la despoblación
sin aquel salón, dónde de tarde en tarde, se representaban
sainetes y comedias por los jóvenes del pueblo o la compañía
familiar del señor Germán, que con su carromato llegaba de
tierras lejanas para nosotros, avivando nuestra imaginación, llenando
de fantasía unas vidas ansiosas por descubrir algo nuevo y conseguir
salir de la monotonía del largo invierno. En ocasiones desde la
escuela, veíamos pasar la comitiva de titiriteros, portugueses,
hojalateros, hurdanos, unos buscando algo para arreglar, otras pidiendo
un poco de pan, un cacito de garbanzos, una pizca de tocino. A veces haciendo
trueque, castañas de la sierra por centeno del Abadengo, patatas
de secano por melones o sandías. Gentes todas ellas más humildes
que nosotros, duras y frías como la misma tierra, pero también
buenas y agradecidas desde su infinita miseria.
Ahí sigue su iglesia, separada de la torre como
dos amigas irreconciliables, cuenta la leyenda que en tiempos estuvieron
muy unidas, pero la imagen de la Virgen aparecía con insistencia
sobre un zarzal que había al otro lado. Este hecho fue interpretado
por los vecinos como signo inequívoco del deseo de la imagen de
tener un nuevo templo, y los lugareños grandes devotos, quisieron
honrarla colocando su pedestal en el lugar elegido por ella.
Son historias que han pasado de boca en boca, historias
que nos contaban las abuelas en tiempos de matanzas, cuando sobre un gran
fuego encendido en la chimenea, removían los calderos de cobre,
pelaban los ajos o deshacían la manteca.Como cuando la Virgen de
la Peña de Francia iba de pueblo en pueblo; al llegar todos la saludaban
con arcos de flores, recibiéndola en el camino de Ahigal , y entregándola
a los vecinos de Sobradillo; y como la de aquel abuelo que
murió en la cárcel de Tarragona por un delito que no había
cometido.
Los niños de entonces, ahora lo recordamos con
el regusto del tiempo transcurrido, con la nostalgia de su ausencia y la
alegría de haberlo vivido. Lo percibimos de manera idílica,
como si todo hubiera sido el cuento que tantas veces nos contaron al abrigo
del aire gallego o a la sombra en el estío. Nuestra imaginación
avivada por la falta de juguetes volaba sin fronteras, haciendo nuestras
aquellas historias fantásticas, historias que una y otra vez hacíamos
repetir, descubriendo siempre un matiz diferente y llenando de preguntas
el aire que respirábamos.
Si hay algo que La Redonda siente como propio, ligado
a la vida de cada uno de sus vecinos, es sin duda la Fuente del Guijo.
Años de sequía, años de necesidades y pobreza, y años
de abundancia apenas han cambiado su perfil. Los pilones esculpidos en
piedra siguen alineados, esperando la llegada de las reses que vienen a
beber. La fuente continua saciando la sed de todo un pueblo, no importa
que el agua haya llegado a las casas hace tiempo, no importa que el camino
arreglado hace tantos años por cada familia en labor comunitaria,
haya perdido su tierra y se asomen los guijarros de manera descarada, no
importan las brumas del invierno ni los rayos cegadores del verano, todos
volvemos a ella y hablamos con orgullo de sus bondades; para nosotros es
como la madre generosa que siempre te acoge. Ni en los años en que
otros manantiales negaban su agua, ella dejaba de llenar las cántaras
de barro que a lomos del borriquillo regresaban a casa tintineando a través
de la dehesa.
Hay otras fuentes de piedra, antiguas y en desuso por
el paso de los años, pero que en tiempos prestaron una gran ayuda
también. La Fuente la Lata, que tanto nos hacía recordar
una casita de cuentos por su tejado inclinado a dos aguas; el Pozo Abajo,
donde íbamos los vecinos de mañana a llenar unos calderos
de cinc, que significaban el agua para las gallinas, la limpieza de la
loza o el endulce de chochos y aceitunas. ¡Cuánto costaba
el ascenso por Casa Sixto, tan corto y tan inclinado! El Pozo Nuevo, un
poco más alejado del pueblo, cercano a las eras para refrescar a
la yunta en época de trilla.
Algunos han sido tapados por el peligro que representaban
al estar abiertos a ras de suelo, como él del barrio de tía
María, que en las madrugadas del verano se recogía su agua
cacito a cacito, pero no dejando de manar.
La Poza y la Fuente Vieja, anfitriones cada lunes de las
mujeres que acudían con la ropa de toda la semana, para dejar que
la suciedad se disolviera en el agua sin pudor de compartirla, porque el
jabón de sosa hecho con las grasas que sobraban todo lo arrastraba;
y cuando las sábanas estaban bien soleadas se tendían sobre
los juncos, en los tomillos o paredes por donde las lagartijas correteaban
alegremente; y al regresar a casa por la tarde se llevaba en las alforjas
el olor a ropa limpia junto con las últimas novedades y chascarrillos.
Poco acostumbrados a encontrar referencias escritas de
nuestro pueblo, sentimos cierta emoción cuando perdidos entre las
páginas de un libro descubrimos retazos de nuestras costumbres,
imágenes de nuestro patrimonio o comentarios sobre nuestras tradiciones.
Pueblo que ha sufrido los avatares propios de estar próximo a la
frontera, ha vivido a los dos lados allá por el año 1648,
siendo destruido también en 1663 según cuentan las crónicas.
¡Cuántos tesoros arqueológicos se encontrarán
ocultos bajo la tierra, a la espera de una mano que los descubra!
Las estelas romanas que adornan algunas paredes, las inscripciones
en piedras que semiocultas se muestran tímidamente, las tumbas de
La Atalaya o los dólmenes de La Mata, nos hablan de ese largo pasado
histórico tan pendiente de estudiar.
Tenemos La Peña del Perdón ¿monumento
megalítico?, ¿fruto de la erosión?, desafío
a la ley de la gravedad. Durante generaciones se ha mantenido voluminosa
y erguida, sin apenas apoyarse como muestra de su altanería. Desde
niños la hemos mostrado a los visitantes con orgullo de sentirnos
únicos, esperando que sentados en la misma, oyeran las esquilitas
de la Virgen en medio de un silencio solo roto por el canto de los pájaros.
¡Cuántas piedrecillas la han coronado en
aras de que los pecados fueran perdonados! Y allí, muy próximas,
las huellas de un dinosaurio, según unos estudiosos que se acercaron
al pueblo una tarde de verano.
Durante años sacaban en los entierros una cruz
deteriorada y oscura, apenas se reparaba en ella. Como en el cuento de
la Cenicienta la cruz se transformó, las filigranas que un orfebre
creó en plata hace tantos siglos, adquirieron de nuevo todo su esplendor
al ser generosamente restaurada y hoy se puede admirar tan valiosa obra
de arte el día de la Fiesta Mayor.
Tratándose de La Redonda, no podemos pasar por
alto a la Virgen de los Rayos, esa virgen a la que se agasaja y venera,
a la que siempre se recurre para pedir la gracia que tanto se necesita.
No es sólo cuestión de fe, es también la admiración
ante una talla gótica de singular belleza. Cada 15 de agosto el
pueblo se inunda de visitantes, las casas que han permanecido mudas y silenciosas
durante el invierno abren sus ventanas a la alegría y el bullicio,
son las fiestas de la Virgen, fiestas que permiten encuentros esperados,
bailes y meriendas compartidas con ilusión.
La Redonda, pueblo hundido entre cerros y mares de encinas,
zona de pastos y caminos polvorientos, es también tierra sobria
y austera por necesidades de siglos. Alejada de cualquier servicio que
ofrece la gran ciudad, ve como los años la van acercando a otras
formas de vida, aceptadas por unos, vistas desconfiadamente por otros;
pero valorada por todos aquellos que vivimos con la esperanza de un futuro
mejor para los que han de llegar.
Maria
S.Miguel Rodríguez
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