NOVELA

Zona Literatura

 Alfredo Sayus vive en San Miguel (Prov. Buenos Aires, República Argentina). Es periodista (trabaja en el diario La Hoja) y escritor. Ha publicado en forma de libro una investigación periodística -coescrita con Fabián Domínguez- titulada La sombra de Campo de Mayo, sobre los niños nacidos en cautiverio durante la última dictadura militar argentina, y un premiado volumen de cuentos infantiles, con una sección impresa en lenguaje Braile. Rancagua es su primera novela publicada.

Rancagua
Un general en los márgenes

 

Prólogo

El Acta de Rancagua no tiene demasiadas páginas en la historia. Ni en la oficial, ni en la otra. Uno que otro investigador se dedicó a escribir algún artículo periodístico relacionado con el hecho y rescatando, desde su punto de vista, la posición de cada uno de los protagonistas. Sin embargo, los libros sólo le dan, en el mejor de los casos, una página al suceso que, para muchos, significó la continuidad política y militar de San Martín en la epopeya libertadora hasta su encuentro en Guayaquil con Simón Bolívar.

Tan poco texto de una circunstancia que parece haber marcado la suerte de la libertad Americana, no queda exenta de marcadas posiciones personales en el entendimiento de la historia. Por algún motivo que, con el transcurrir del tiempo se develó, la "historia oficial" desde hace diez años hacia atrás y por una sucesión de años muy superior a aquella, apuntó su objetivo a la "leyenda de la historia". Es decir, a sucesos menores pero más coloridos y de fácil memorización en las mentes infantiles de los educandos primarios y de algunos ciclos iniciales del secundario.

Hechos sustanciales y que darían una explicación coherente a muchas circunstancias históricas de nuestro país, fueron deliberadamente obviados por historiadores que respondían a los gobiernos que marcaron a fuego la opresión en generaciones de estudiantes -y de muchos otros estratos sociales-, por aquello de "a menor educación mayor dominación".

Una revalorización de la verdadera historia comenzó a darse en la última década, con investigaciones detalladas de documentación y un análisis concienzudo de los hechos que marcaron diferentes acontecimientos políticos, sociales y culturales de nuestra historia. Así, no todo fue tan simple como cruzar la Cordillera de los Andes en un brioso caballo blanco, y las miserias del poder comenzaron a vislumbrarse en personajes que, hasta el momento, sólo nos mostraban desde el bronce.

Esta situación no fue una excepción para el episodio conocido como "El Acta de Racangua" que, a pesar del poco espacio otorgado, sirvió como un escalón más para demostrar la "altura moral, la hombría de bien y el genio militar de San Martín, además del respeto y la confianza que sus subordinados le tenían". El hecho que originó la firma del Acta de Racangua se circunscribió, en la mayoría de los libros, a 25 o 30 líneas: 15 contando el hecho y las otras 15 resaltando las virtudes de "El santo de la espada".

Magra historia si se pretende definir a ese suceso como la bisagra que permitió la continuidad de la lucha emancipadora. Pero claro, ese acontecimiento también tuvo miserias y actitudes egoístas de nuestros "héroes de bronce" y eso la historia oficial no se lo permite. No podía haber egoísmo en nuestros Padres de la Patria, no podían guiarlos intereses mezquinos, su grado de renunciamiento era mayor al de cualquier ser humano y la causa estaba por sobre todos los intereses personales.

Porquería de historia nos contaron durante décadas. Mentiras lustradas con franela sobre las estatuas ecuestres y victoriosas de aquellos prohombres que sólo pensaban en una Nación Libre y Soberana y que jamás iban al baño, no comían, no amaban, no tenían otros sentimientos que los exigidos por las cuestiones militares y no cabía en ellos tener ambiciones personales. La historia de nuestro país fue otra cosa. Fueron verdades tan crudas que le dolerían al más valiente, pero tan necesarias para forjar -bien o mal- una identidad que todavía no tenemos y que nos obliga a seguir buceando en los nuevos libros de historia, a releer los amarillentos y ajados documentos que suscribieron los hombres de mayo y sus sucesores, ubicarlos en su tiempo y tratar de comprenderlos para construir la verdadera historia, la que algunos historiadores intentan seguir negándonos y que nos obliga a armarla desde nuestra simple posición de ciudadanos en un país que aun trata de afirmarse en sus auténticas raíces.

En uno de aquellos artículos periodísticos que ahondaron en el Acta de Rancagua, Enrique de Gandía escribía en junio del ´89 en el diario La Nación: "La independencia oficial en 1816, no fue la decisión de todo el país. Algunas provincias no la esperaban ni deseaban, ni concurrieron al Congreso de Tucumán. La misión de Belgrano, Rivadavia y Sarratea, con una reverente súplica a Fernando VII para que se dignase reinar en América con un Congreso y una Constitución, había fracasado. El príncipe de Metternich tembló. Así se empezó a preparar en España una expedición de veinte mil hombres que debía desembarcar en Buenos Aires y aplastar la independencia. Pueyrredón, director de las Provincias Unidas de Sud América, concibió la posibilidad de salvar la unidad de América convirtiéndola en un inmenso reino. El hijo de un inca se habría casado con una infanta de Portugal. América habría sido la nación bilingüe más grande, rica y poderosa de la historia. Las naves rusas, españolas, francesas y de otras naciones no se atrevieron a desembarcar en las costas del Brasil ni de Montevideo para asaltar a Buenos Aires.

Pueyrredón y el rey de Portugal salvaban la independencia de América. Otros hombres, sin saberlo, la combatían. La revolución de Fontezuelas, en 1815, había roto el gobierno nacional y abandonado las fronteras. La Constitución de 1819 no fue aceptada por los caudillos porque era una Constitución. Fue el caos frente a la expedición de los veinte mil hombres. En Buenos Aires, una comisión en la cual se hallaba Juan Manuel de Rosas pensó incendiar Buenos Aires y dispersar los ganados. En estas circunstancias, Pueyrredón, primero, y Rondeau después, ordenaron a San Martín bajar a Buenos Aires con el Ejército de los Andes.

Muchos historiadores han creído que San Martín fue llamado para combatir a los caudillos. El llamado no tenía ese fin. Era para oponerse a los veinte mil hombres que iba a enviar España. La logia secreta que gobernaba en Chile propuso destinar el ejército a la liberación del Perú. Luego, con otras fuerzas, recuperaría Buenos Aires. San Martín no desobedeció la orden de traer el Ejército de los Andes. La obedeció y dio otras órdenes para que se cumpliesen, pero la logia secreta dispuso lo contrario y el Ejército de los Andes esperó el momento de dirigirse al Perú...".

En un artículo que el historiador y escritor José Adolfo Gaillardou preparó exclusivamente para la compilación de datos históricos que realicé para este libro, destaca las consecuencias del Acta de Rancagua de la siguiente manera: "Resuelta su situación con el respaldo del Acta de Racangua, San Martín planteó a O´Higgins la necesidad de activar de inmediato los preparativos del Ejército Unido Libertador del Perú, quien ofreció respaldar la campaña con la bandera de su país.

Enterados en Buenos Aires de lo ocurrido en Rancagua y de la trascendencia del acta, la ira los envuelve y se habla de someter a San Martín a juicio militar por no haber obedecido la orden de pasar con todo su ejército para combatir la anarquía. La difamación alcanzaba límites insospechados. Lo trataban de ambicioso, que buscaba encaramarse en el poder en el Perú como un dictador. El periódico El Argos, lo trataba de traidor a la patria, de ambicioso, de un aventurero que llegaba al extremo de adueñarse del Ejército de un país hermano. Que había conseguido por extorsión y medios ilícitos adueñarse de quinientos mil pesos en recompensa por lo que ese país le debía. Por todos los medios se trataba de desprestigiar su persona. Lamentablemente el gobierno de Buenos Aires le había negado toda ayuda mientras no renunciara a la campaña del Perú. En contestación a las incontables ofensas el brigadier don Bernardo de O´Higgins le escribe diciéndole: `...Parece que las revoluciones abren un campo inmenso de maledicencia y que sus principales tiros se dirigen principalmente contra los que tienen la desgracia de mandar...´

Se llegó al extremo de obligarlo a San Martín a escribir al Director de Chile y pedirle que `V.E. le contestara con informes de los Ministros de Hacienda que hayan existido y existen en ese Estado, si hay o no alguna orden mía para la entrega de un solo peso en ningún punto de este Estado, como también si he tenido la más pequeña intervención en nada que tenga relación con sus intereses, cuyas diligencias originales se sirva V.E. remitirme a la brevedad´.

Esta nota está fechada en Santiago, a muy poco de la firma del Acta de Rancagua, el 13 de julio de 1820".

Por su parte, Antonio J. Pérez Amuchástegui, escribe en el informe titulado "El Pacto de Racangua, 2 de abril de 1820", que fuera utilizado como complemento en una de las biografías de San Martín: "...Desde el punto de vista histórico, las formas del Pacto de Rancagua son legítimas y de secular raigambre hispánica. La fuerza armada nacional asumió la representatividad de las Provincias Unidas en Sud América para concurrir a la seguridad y felicidad del pueblo de esa nación que, en el momento, por contingencias políticas inhibitorias, estaba imposibilitado de ejercitar su soberanía. Con buenas razones, el Cabildo de Buenos Aires había expresado en su Circular del 16 de febrero de 1820: `todas (las provincias) de la Unión están en estado de hacer por sí mismas lo que más convenga a sus intereses y régimen interior´.

Al mismo tiempo, el Tratado del Pilar había puntualizado expresamente en su artículo 1º que ´todas las provincias de la Nación aspiran a la organización de un gobierno central. Sólo cuando esa aspiración cristalizara en obra, podría el pueblo soberano de la Nación, por la vía de sus representantes legítimos, disponer de los destinos del ejército nacional´. Hasta tanto ello no ocurriera, ningún poder local -y menos un poder extraño- podría interferir la misión confiada oportunamente a ese Ejército de los Andes por la autoridad nacional. Entretanto, la oficialidad de tal ejército, como responsable jurídica de la actuación del mismo, tenía la obligación -más que el derecho- de velar por el cumplimiento de la misión que el gobierno nacional le había encomendado para la salud del pueblo".

Aquí se genera el conflicto que lleva al análisis histórico entre los que afirman que el Tratado del Pilar caducó con la caída de Rondeau, y quienes dicen que las leyes emanadas de esas negociaciones tenían validez. En tal sentido, el historiador agrega algunos datos que tienen que ver con los hechos posteriores que dieron como resultado el Acta de Rancagua y que guardan continuidad con el párrafo anterior: "En razón de ello, el diputado de la Provincias Unidas en Sud América ante el Estado de Chile, Tomás Guido, fue incorporado por San Martín al ejército libertador, en su grado de coronel y con carácter de primer ayudante de campo del general en jefe, hasta tanto se erigiera una autoridad central. Y por eso Tomás Guido comunicó al gobernador de Buenos Aires, Manuel de Sarratea, que había aceptado su opinión de seguir oficiosamente como diputado ante el gobierno de Chile, aunque se había incorporado en su clase militar al Ejército de los Andes.

Las actitudes de Guido guardan estrecha coherencia con los contenidos del pacto de Rancagua y su condición de diputado de las provincias Unidas ante el Estado de Chile: sólo un gobierno nacional podría refrendar sus poderes, y sólo un gobierno nacional podría impartirle órdenes en lo sucesivo; entretanto, se agregaba como coronel al Ejercito de los Andes -personero legítimo, a la sazón, del Estado Nacional- hasta que hubiera una autoridad central".

Sin duda, el Acta de Rancagua fue el único pacto estrictamente nacional producido en 1820 después de Cepeda, por cuanto ninguna autoridad militar, ni política, podía interferir la acción del Ejército de los Andes. "El cuerpo de oficiales asumió la representatividad de la soberanía nacional de las Provincias Unidas en Sud América, y delegó en plenitud los poderes emergentes de esa soberanía en San Martín", afirma Pérez Amuchástegui.

Lo que sigue en este libro parece ficción, pero quizás no lo sea tanto.

 

Rancagua
Un general en los márgenes

 

La logia

- Ya ve usted, Guido, la logia no quiere demasiados jefes y ahora me apoya a mí. No veo futuro en la propuesta que me hace. Por otra parte, las desavenencias con el general no son nuevas y ya no es tiempo de limar asperezas...

- Vamos, Don Carlos, no puede negar que la logia respaldará al general, la campaña la hizo en función de lo previsto por los estrategas ingleses. Por Maitland especialmente, y eso significará un crédito de la logia.

- No será un crédito en blanco, Guido, por otra parte el general cumplió con el trato y llevó a buen puerto la campaña, pero yo soy el Director Supremo y eso también requiere un respaldo especial de la logia...

- Los cargos van y vienen, yo también soy diputado y pareciera que tengo el poder para mantenerme en ese lugar hasta haber logrado todos mis objetivos, pero no es así como lo creemos, Don Carlos, asumamos que somos piezas, tal vez claves en momentos determinados, pero piezas al fin. Algún día no le serviremos a los propósitos de la logia y deberemos dejar nuestro lugar a otros.

- ¿Usted me está queriendo decir que llegó mi tiempo de retirada?

- ¿Dónde se va a acantonar, brigadier?

- En Caseros... ¿Sabe que si me caigo del gobierno a usted también se le termina esa diputación?

- ¿En Caseros? ¿Con Alvarez Thomas marchando hacia Fontezuelas? Es riesgoso, brigadier. ¿Por qué no capitula desde Buenos Aires y evita poner a merced de la derrota a las tropas?

- ¡¿Qué mierda le pasa Guido?! ¡¿Usted vino para apoyarme o para pedirme que me rinda?!

- Yo sólo apoyo al general, brigadier, y sepa que él no me ha enviado. Vine por mi cuenta. Las cosas no están bien en ninguna parte y necesitamos un gobierno sólido para avalar desde Buenos Aires la campaña del general...

- Buenos Aires nunca va a avalar al general...

- Rondeau prometió que sí...

- Rondeau... Rondeau... ¡Ese gran pelotudo! No se confíe Guido, en cuanto se vea amenazado le va a lloriquear al general para que vaya a salvarlo.

 

El brigadier Carlos María de Alvear se sentó, pensativo, en su sillón de Director Supremo. Tomás Guido siguió de pie, observándolo. Alvear ya no puso atención en el diputado y comenzó a analizar en detalle un mapa que había sobre su escritorio. Dibujó algunos círculos durante largos minutos en los que Guido continuaba observándolo, siempre de pie. Luego, señalando los círculos, pero sin mirar a Guido, Alvear dijo: - Ahí estarán ubicadas mis tropas. Ya ve, Guido, no le oculto ni el más mínimo detalle. Aquí tiene toda la información de mi estrategia. Puede ir a contársela a Alvarez Thomas, si quiere... Guido sonrió pero Alvear no se percató del gesto, y observándolo, siempre de pie, le respondió: - No se confunda, brigadier, yo no soy un espía. Además nosotros no movemos los hilos de esta historia, la logia sí y ellos ya dieron muestras de no quererlo en el directorio. No gaste pólvora en chimangos, Alvear, si renuncia todo será más simple y se evitará enviar a toda esa soldadesca al matadero.

- ¡Retírese, Guido! Ya no quiero hablar con usted. Tengo que seguir preparando mi estrategia, en unas horas marcho hacia Caseros y quiero dejar algunas cosas del gobierno resueltas, que no pueden esperar a mi regreso.

- ¿Piensa regresar?

- ¡Retírese, Guido!

- Brigadier ¿No pensó en dialogar con el general, en sumarse a la campaña, en hacerse fuerte junto a él y después poder reclamarle a la logia...?

- Usted se olvida de Artigas, Guido...

- No me olvido. La logia no lo quiere a Artigas en el gobierno y tenga por seguro que no lo va a apoyar...

- ¡La logia! ¡La logia! ¿Es en lo único que piensa?

- Ellos deciden brigadier. Ellos serán los que le quitarán el apoyo, los que lo sacarán del gobierno, los que lo dejarán sin ejército. No importa a quien le toque convertirse en brazo ejecutor, eso también lo deciden ellos, y también deciden apoyar la campaña del general... aunque en estos últimos tiempos hayan puesto demasiada atención en Bolívar...

- ¡Ese cabrón! Ese es el verdadero enemigo del general. Acuérdese, Guido, él se va a quedar con todo y a nosotros que dimos todo por la patria "muchas gracias y hasta más ver".

- No se lamente, Alvear, es nuestro derrotero. Nosotros decidimos sumarnos a la logia, responderle, acatar sus decisiones.

- ¿Nunca pensó en sublevarse?

- ¿Cree que Caseros es una buena plaza?

- Retírese, Guido. Nuestra reunión terminó.

- Nos volveremos a ver, brigadier.

 

El brigadier Carlos María de Alvear nunca se llevó bien con el general José de San Martín. El haber venido juntos desde España no era garantía de unidad en la colonia. Siempre estuvieron enfrentados, distanciados, aunque los dos obedecían ¿obedecían? a la misma logia. Alvear sabía que tenía los días contados. Alvear sabía que Guido no mentía. Alvear sabía que la mejor propuesta para no ser un paria de la política emergente de Buenos Aires, era sumarse a la campaña del general, pero no lo iba a hacer. Alvear era orgulloso. También lo eran San Martín, Guido y los demás protagonistas de los sucesos de la colonia. Alvear sabía eso. Eso sabía Alvear y no estaba dispuesto a vender su orgullo. Alvear sabía que cualquiera en su lugar hubiese hecho lo mismo. Alvear enrolló sus mapas, se colocó su chaquetilla de brigadier y salió de su despacho. El alférez se cuadró al verlo y le preguntó: - ¿Cuándo partimos hacia Caseros, mi brigadier?

- Ahora.

Fontezuelas

Alvear caminaba de un lado al otro en su despacho del campamento de Caseros. Estaba nervioso. Sabía que la logia lo abandonaba y temía que Artigas pudiese convertirse en el dueño de Buenos Aires.

La morena Azucena no entendía cómo su patroncito le había gritado tanto al señor Larrea. La escena se repitió con Rodríguez Peña, Alvarez Jonte, Monteagudo y Guido. Nunca lo había visto tan nervioso.

La tropa también estaba preocupada aunque desconocía los motivos. La soldadesca estaba nerviosa porque debía marchar sobre Fontezuelas, allá cerca de Pergamino, para combatir contra el ejército del coronel Ignacio Alvarez Thomas.

¡Que lo parió con el inglesito! Mira que pasarse a las filas de Artigas. Eso a Don Alvear no le gustó ni medio. No sé si es tan patriota este Alvear o tiene miedo de quedarse sin su parte del queso.

Cuando la morena Azucena lo vio llegar a Valentín Gómez, se tapó los oídos y salió corriendo para la cocina. Ya había escuchado demasiados gritos de Don Alvear y presentía que se venía otra batahola.

Ninguno disimuló la sorpresa cuando los vieron salir juntos, casi abrazados, al comandante y a Don Gómez. ¡Parece que se han hecho amigos, caracho!

 

Después de la reunión con Gómez, Alvear confirmó lo que presentía desde que Alvarez Thomas le había enviado la intimación desde Fontezuelas: la logia lo abandonaba. Él sabía que ellos tampoco lo querían a Artigas en Buenos Aires, pero por algún motivo lo desplazaban a él del gobierno.

¡El gobierno! ¡Una mierda el gobierno! pensó Alvear cuando recibió la noticia de que la logia había decidido formar un gobierno colegiado integrado por San Martín, Rodríguez Peña y Matías Irigoyen.

Alvear sabía que esta no era la solución y que no lo dejarían por mucho tiempo más al frente del Ejército. La confirmación llegó pronto. La morena Azucena le cebaba mate, cuando uno de sus oficiales entró a su despacho con un bando: Soler pedía que Alvear renunciase al mando del Ejército. La chaquetilla del oficial se enchastró de yerba húmeda cuando el brigadier Carlos de Alvear revoleó el mate y largó un rosario de puteadas que avergonzó a la morena Azucena. Esta quiso taparse los oídos y salir corriendo, pero estaba frente a Don Alvear y no se animó a hacerlo. El oficial pensó en salir corriendo para evitar otro chustazo, pero estaba frente al brigadier y no se animó a hacerlo. Alvear quiso salir corriendo hacia Buenos Aires para agarrarlo al mocoso de Soler y darle unas cuantas, pero sabía que él respondía a la logia y no se animó a hacerlo.

 

La marcha es sostenida, mi brigadier, tenemos a los hombres cubriendo todos los flancos. A más tardar en siete horas podremos estar sobre Buenos Aires. Alvear escuchaba a su oficial y observaba a sus tropas. Sabía que no estaban convencidas del ataque. Sabía que Soler se había convertido en el nuevo hombre fuerte de la Ciudad. Sabía que la logia ya no lo sostenía. No tuvo miedo. Sabía que estaba solo, Sabía que a sus espaldas los soldados iban desertando, de uno en uno, de diez en diez, de cien en cien.

Cuando se entrevistó con lord Percy casi en las puertas de Buenos Aires, sintió vergüenza por el ejército que comandaba: sólo un puñado de oficiales y unas pocas columnas de míseros desarrapados. Lord Percy y él sabían que con eso no podría tomar Buenos Aires. Lord Percy y él callaron ese detalle y ambos hablaron como grandes jefes. Lord Percy no le ofreció la capitulación a un Director y brigadier derrotado. Se la ofreció al comandante, al hombre de armas, al político. Alvear nunca imaginó que Viamonte se haría cargo de sus tropas, o de lo que quedaba de ellas. Alvear nunca imaginó que sus oficiales nunca lucharían por él. Alvear nunca imaginó que se embarcaría de noche, en un recodo de Las Conchas, casi en el olvido. Alvear nunca imaginó que la fragata Haspur lo llevaría a Río de Janeiro casi en la clandestinidad.

 

La morena Azucena observaba a su patrón desde un rincón de la fragata. Alvear también la observaba y se preguntaba por qué no lo había abandonado esa negra, igual que lo hicieron sus tropas, sus oficiales, la logia. Ya no la miraba como el Director, como el brigadier, como Don Alvear. Su mirada tenía la derrota de los días de Fontezuelas, cuando supo que todo se acababa.

La morena Azucena tampoco lo miraba como la sierva. Pero él no se dio cuenta de eso hasta que ella caminó desde su rincón en la fragata, lo tomó de la mano y entró junto a Alvear al camarote que éste tenía designado en su derrotero de derrotado.

 

 

Cepeda

- Mi general... ¿Dónde anda mi general?... Mi general...

- ¡¿Quién vive?!

- Soy yo, mi general, Ponciano.

- Mi viejo amigo Ponciano. Me quieren matar, Ponciano. Ramírez me quiere matar, Ponciano...

- No lo va a matar, mi general. Él lo aprecia y además le debe mucho a usted.

- ¿Por qué no me habrá venido a buscar ese cabrón, todavía?... ¡Que suerte que tuvo el desgraciado!

- No piense más en la batalla, mi general. Hay otros problemas más serios en Buenos Aires... Lo han sacado del Directorio

- ...Ya lo sé, Ponciano ¡Que hijos de una gran puta!... Me están dejando solo... como se lo hicieron a Pueyrredón... a Tagle... a Díaz Vélez... me están dejando solo...

 

Cepeda no había sido favorable para el general José Rondeau. Las huestes de los caudillos Francisco Ramírez y Estanislao López, hombres de Artigas, casi sin disparar una bala y sin desenvainar los sables, aplastaron al ejército directorial que se dispersó por todo el campo de batalla. Hasta la humillación de no dejarlos combatir como soldados se atribuyó Ramírez, que ordenó a sus montoneros que no los persiguieran... Para no privar a la Patria de brazos útiles en la defensa contra enemigos exteriores...

Ramírez también se permitió deshonrar a Rondeau dejando que se escondiera en la cañada, sin molestarse en ir a buscarlo.

- Don Pancho no es tonto. Él lo necesita a Rondeau en el Directorio. Son amigos y sabe que con Don José en el gobierno se puede lograr la provincia de Buenos Aires...

- ¡Cállese, milico! ¡¿Qué mierda sabe usted de política, carajo?! ¡Vaya a limpiar aquella bosta de la caballada si no quiere terminar en el cepo por "hablador"! Que lo parió, ahora resulta que cualquier sargento es político, también.

 

Una semana le costó a Rondeau decidirse en volver a Buenos Aires. Qué falta que le hacía Balcarce con su tropa, pero éste ya estaba acantonado en San Nicolás y no podía pedirle demasiado. Después de todo había sido el único de sus oficiales que logró escapar con parte de la infantería del bochorno de Cepeda.

Aguirre no lo esperaba. Cuando lo vio llegar le pareció ver a un fantasma. Aguirre añoraba que Rondeau estuviese muerto y así poder afianzar su directorado. Pero temió al verlo, como le había temido a la logia porteña que lo puso en ese cargo en ausencia de Rondeau y que lo manejaba como a un títere. Rondeau lo ignoró por completo y reasumió su cargo de Director Supremo, dispuesto a negociar con Ramírez, sin saber que éste ya no quería negociar.

 

- Cuatro días. Director por cuatro días... Me dejaron solo, Ponciano... Ramírez consiguió su provincia de Buenos Aires, Soler descabezó al Congreso de la Independencia... Me dejaron solo...

- Usted podría ser el gobernador de la nueva provincia, mi general...

- No, Ponciano, ese cargo está reservado para Sarratea. Conozco a Ramírez, sé que tiene un gran aprecio por Manuel y le va a dar su apoyo... A mí me perdonó la vida en Cepeda, pero no me va a salvar en mi vida política, Ponciano... Me dejaron solo... Me dejaron solo, Ponciano.

 

Cepeda no había sido favorable para el general José Rondeau.

 

 

El coronel Martínez

Enrique Martínez nació el 15 de julio de 1789 en Montevideo. Sus padres eran argentinos. A los doce años comenzó su vida militar como cadete en el Regimiento de Dragones de Buenos Aires. A los diecisiete y dieciocho combatió en las invasiones inglesas. A los veintiún años fue capitán del regimiento tercero de caballería después de participar en la Semana de Mayo de 1810. Peleó en Montevideo en 1814 y ascendió a sargento mayor. Fue subjefe de la división del coronel Las Heras que cruzó los Andes. Combatió en Los Potrerillos y en la Guardia Vieja. En el campo de batalla de Chacabuco recibió el grado de teniente coronel, una medalla de oro y el título de Oficial de la Legión de Mérito. Volvió a combatir en Curapaligüe y en el Cerro del Gavilán. El gobierno de Chile lo nombró gobernador de la provincia de Talca y luego jefe del Regimiento 8 de infantería del Ejército de los Andes. En la derrota de Cancha Rayada salvó íntegro su regimiento. En el triunfo de Maipú recibió el grado de coronel, una medalla y un cordón de oro y el título de Heroico Defensor de la Nación. Enrique Martínez fue brigadier general de la Argentina y Uruguay, coronel del Ejército de Chile y mariscal de Campo del Perú.

El pliego lo va a llevar Las Heras, pero usted tendrá que defenderlo, Martínez. Si es posible que no se vote. Ya presenté la renuncia dos veces y a los dos ante quienes las presenté los sacaron del Directorio. Se acabó, Martínez, yo no puedo estar sosteniendo a esos palurdos. Que se defiendan solos o que se los lleve el demonio... Si no recuperamos el Perú se acabó la lucha por la independencia. Usted es mi carta de triunfo en esa reunión, Martínez. A mí no me interesan ni los caudillos, ni los porteños de Buenos Aires y usted lo sabe. De ellos no puedo esperar que solventen esta expedición, pero Chile lo puede hacer... Bolívar se me viene encima, es necesario que llegue al Perú antes que él. La logia me está quitando el respaldo y sin la logia no somos nada, Martínez... Me están dejando solo... Usted es mi carta de triunfo en esa reunión, Martínez. Martínez se retiró sin decir una palabra. Había entendido claramente lo que el general necesitaba. El peso de la campaña al Perú descansaba ahora en sus espaldas y todo debía resolverlo en esa reunión. Convencerlos. Hacerles entender que no había otra salida. Debía ser un político entre militares. Debía ser un militar entre políticos. Él era la carta de triunfo del general. Él era su esperanza. Él era Martínez. Él era el coronel Enrique Martínez. Me están dejando solo recordaba el coronel Enrique Martínez que le había dicho el general. Lo están dejando solo pensó el coronel Enrique Martínez. Nos están dejando solos pensó el coronel Enrique Martínez cuando vio a la soldadesca que esperaba ansiosa la orden de marchar hacia el Perú. La carta de triunfo, él, un simple coronel era la carta de triunfo del general. La carta de triunfo de la independencia. Nos están dejando solos pensó el coronel Enrique Martínez cuando pidió su caballo para marchar a la reunión. Me están dejando solo recordaba el coronel Enrique Martínez que le había dicho el general. Me están dejando solo pensó el general mientras observaba desde su tienda de campaña cómo el coronel Enrique Martínez, su carta de triunfo, ensillaba su caballo para ir hacia la reunión...

Doce botones. Son demasiados para lustrarlos, para estar siempre impecable, para asistir a las tertulias. Doce botones. Por años, Martínez lustró esos doce botones de todas sus chaquetillas de todos los grados que ocupó. El coronel ya no quería lustrar botones y andaba vestido de paisano. Doce botones, pensó Martínez y recordó los doce botones cuando a los doce años ingresó como cadete en la milicia. Fueron muchos años de lustrar botones, para estar siempre impecable, para asistir a las tertulias. Doce botones. Por eso andaba entre sus soldados vestido de paisano. Nunca le gustaron esos doce botones y aunque ya no los lustraba, porque alguna mulata o algún asistente lo hacía por él, ya no quería usar la chaquetilla con los doce botones. Pero ahora era distinto, debía estar impecable, lo esperaba la peor de las "tertulias".

Martínez no sabe por qué el general lo eligió a él para esta misión, pero la sintió difícil. Desde niño que no le tocaba una tarea tan peliaguda. Desde niño, cuando su padre le ordenó que le trajera al potro bravo del establo. Ese al que nadie se le acercaba por temor a los corcobeos salvajes y las patadas sin dirección. Y él lo trajo. Le acarició el hocico, no recuerda si le dio unos higos dulces, pero el potrillo se quedó mansito como después de una febril domada. El lo trajo y sintió que se ganaba el afecto de su padre y el respeto de sus hermanos, pero no se dirigió a ellos a recibir las felicitaciones, se fue con su madre que lo esperaba nerviosa junto a uno de los palenques, con un rosario en la mano, rezando para que a su hijo no lo matara de una patada el potrillo bravo. Después vinieron los doce botones. Ella también se los lustraba, hasta que los destinos fueron cada vez más lejanos y el debió lidiar solo con los doce botones.

Martínez no sabe por qué el general le encomendó esa misión. Piensa en sus compañeros de regimiento. Piensa en el propio Las Heras, que bien podría hacerse cargo del entuerto. Piensa en las batallas en las que ganó tantos bronces, en las que peleó con denuedo, en las que juró a sus hombres vencer o morir, en las que nunca temió. Ahora siente miedo. Martínez, ahora siente miedo. La orden fue clara, precisa, directa. Pero no habrá combate, sólo habrá debate. Desenvainar el sable es sencillo, piensa Martínez. Hablar no lo es tanto, piensa Martínez. En esta le tocó hablar y para eso va Martínez, para hablar. Martínez nunca tuvo miedo en la batalle y ahora no sabe por qué está tan nervioso, si tendrá que hablar ante sus compañeros de regimiento, a esos que conoce desde hace años, por eso no sabe por qué está tan nervioso. ¡La puta que me la hizo difícil el general esta vez!, piensa Martínez.

- ¡Preparame la chaquetilla! -le grita a su asistente-

- ¿Cuál, mi coronel?

- La de los doce botones.

Cabalga Martínez. Combate Martínez. Ordena Martínez. Ahora tiene que convencer a la oficialidad, pero sabe que muchos no quieren al general. También sabe que esta era la oportunidad que esperaban Carrera y Cochrane para sacar al general del proyecto. Hubiera preferido pelear contra los maturrangos a tener que cumplir esta misión. Él es militar, no político, y ahora tiene que convencer a la oficialidad.

Cabalga Martínez. Cabalga por senderos anchos y ajenos. Me están dejando solo recordaba el coronel Enrique Martínez que le había dicho el general. Nos están dejando solos pensó el coronel Enrique Martínez mientras observaba el punto en el horizonte donde parecía terminar ese sendero ancho y ajeno por el que cabalgaba.

Frenando el tranco de su tobiano hizo un gesto con la mano a uno de los hombres de su escolta. Enseguida se le acercó el oficial de mayor rango y puso su caballo junto al de Martínez, que ahora avanzaba al trote lento... A qué distancia estamos de Rancagua, capitán preguntó el coronel Martínez sin dejar de observar el punto en el horizonte donde parecía terminar ese sendero ancho y ajeno... Estamos a ocho leguas de posta, mi coronel. Llegaremos entrada la noche... aseguró el capitán con voz experta.

Ordene que los hombres se apeen bajo aquella arboleda, dijo con voz de mando el coronel Martínez mirando por primera vez a su interlocutor Quiero que descansen para que lleguemos frescos a Rancagua... tengo una reunión importante agregó el coronel Martínez mientras volvía a observar el punto en el horizonte donde parecía terminar ese sendero ancho y ajeno en el que ahora detenía la marcha. Pero el capitán no lo escuchó, ya había vuelto grupas para dar la orden a la escolta.

La escolta dormitaba bajo la frondosa arboleda. El capitán acomodaba los enseres de la montura que ya le había quitado a su caballo. El coronel Martínez observaba el punto en el horizonte donde parecía terminar ese sendero ancho y ajeno. Me están dejando solo recordaba el coronel Martínez que le había dicho el general... Nos están dejando solos pensó el coronel Enrique Martínez mientras observaba el punto en el horizonte donde parecía terminar ese sendero ancho y ajeno que aún debía cabalgar. La noche se fundió en la frondosa arboleda convirtiendo todo en uno. La escolta dormitaba... Ahora también el capitán dormitaba... El coronel Martínez observaba, ya sin ver, el punto en el horizonte donde parecía terminar ese sendero ancho y ajeno, que ya tampoco veía. Me están dejando solo recordaba el coronel Martínez que le había dicho el general... Nos están dejando solos pensó el coronel Enrique Martínez cuando se dio cuenta de que ya no podía ver el punto en el horizonte donde parecía terminar ese sendero ancho y ajeno, que ya tampoco veía. Nos están dejando solos pensó el coronel Enrique Martínez cuando se dio cuenta de que ya era noche cerrada. Esta era la oportunidad que esperaban Carrera y Cochrane para sacar al general del proyecto pensó el coronel Enrique Martínez cuando notó que era una noche sin luna.

 

 

 

Documentos secretos

El chasque militar jadeaba cuando le entregó al coronel Juan Gualberto Gregorio de Las Heras el sobre enviado por su superior. El caballo sudoroso del chasque era secado por unos soldados. Las Heras no puso atención en el chasque, pero sí en el caballo y pensó que había cabalgado sin descanso. Luego miró al mensajero y, casi en tono paternal, le ordenó que se retirara a descansar. Observó que una de las cartas lacradas estaba dirigida a él y otra a toda la oficialidad. Las dejó sobre el escritorio de su tienda de campaña y se acostó junto a la "coronela", la mulata preferida del coronel. La única "exclusiva" de Las Heras. Había otras que también dormían con el coronel, pero no descartaban a otros oficiales, e incluso a algunos soldados. El coronel lo sabía pero las dejaba. Sus oficiales también necesitaban entretenimiento. Pero la "coronela" era "exclusiva" de Las Heras y eso también lo sabían sus oficiales, que la miraban con respeto.

- Mulata linda la "coronela"...

- Tenga cuidado con lo que dice, viejo. Esa mujer es del coronel y a él no le gusta que le anden mirando a las hembras que son de su propiedad...

- Ya lo sé, mi sargento mayor, no se preocupe. Soy ladino pero no soy tonto... además, no creo que esa mulata se fije en un viejo como yo...

- Nunca se sabe, baquiano, por las dudas no la tiente sino se va a ligar los "tientos" de Las Heras en el lomo, si es que no lo manda a fusilar por traición a la patria...

- ¡Traición a la patria! ¿Tanto pueden tirar unos pelo ´e concha?

- Los de la "coronela" sí...

- Escúchela gemir en el catre del coronel...

- ¡No sea atrevido, viejo, y váyase con la soldadesca si no quiere conocer mis "lonjazos"!

 

 

Juan Gualberto Gregorio de Las Heras se acomodó la bayetilla y observó las cartas sobre la mesa de su tienda de campaña. Presumió que eran "reservadas" y le pidió con dulzura a la mulata que se retirara de la tienda. Ella obedeció de inmediato y al salir le acarició la espalda. Él respondió el gesto con una sonrisa y en cuanto la "coronela" traspuso el toldo abrió la carta que el general le había dirigido a él.

 

 

Estimado amigo:

Son horas duras las que me tocan vivir. El Ejército del Norte se ha sublevado en Tucumán y han puesto preso a nuestro común amigo Belgrano. Temo por su quebrantada salud y estoy pensando en pedirle que se vuelva a Buenos Aires y si no acepta he de ordenárselo. También el Batallón 1º de Cazadores se declaró en rebeldía en San Juan. Además, mi querido Las Heras, los caudillos provinciales han hecho de sus territorios republiquetas autónomas que no responden al poder central. Pero los entiendo, porque éste tampoco existe. La anarquía se está instalando en las provincias del Río de la Plata y los porteños envían emisarios con mensajes "anónimos" a las provincias donde me acusan de aventurero, ladrón y loco.

No tenemos quien solvente la expedición al Perú y eso es lo que más me preocupa. Sin el Perú la independencia no existe. Para colmo, la logia puso más atención en los porteños que en mis pedidos y temo que se niegue a apoyar esta campaña. A todos estos males debemos agregarles que no tenemos Congreso ni Director Supremo y caer derrotado en esta sería hacerle un flaco favor a la América libre y un grueso favor a mister Cochrane y al chileno Carrera, que tan ansiosos están por ver mi cabeza en alguna pica.

Como último recurso para salvar a la patria le envío la otra carta, que quiero que usted abra frente a toda la oficialidad reunida en el campamento de Rancagua. No se preocupe por su contenido, el coronel Martínez ya partió hacia aquel acantonamiento con instrucciones. Usted sólo lea el pliego, él hará el resto.

Santiago de Chile, 26 de marzo de 1820

José de San Martín

Las Heras confió en su superior y también en su subalterno. Martínez era su segundo en línea de mando del batallón que él comandaba y lo sabía un soldado valiente. Con premura armó una pequeña escolta y partió con destino a Rancagua. Calculó que si apuraba el tranco en menos de un día estaría en el acantonamiento. No se despidió de la "coronela". Todos sabían que era su hembra, pero él sentía que debía guardar respeto frente a sus soldados. Él era el jefe y el hombre de confianza del general y no podía tener actitudes lisonjeras ante la tropa.

No están dejando solos... masculló Las Heras al galope sostenido. El sargento mayor que lo acompañaba se acercó presumiendo que estaba dando alguna orden... ¿Ordenó algo mi coronel?...

- Nos están dejando solos, Varela...

- Seguimos estando los cinco que partimos del campamento, mi coronel... atinó a decir el sargento mayor, sin entender muy bien a qué se refería el comandante. Las Heras rió de buena gana y su carcajada sorprendió al resto de la partida que en realidad esperaba alguna orden del coronel.

¡Vamos a cambiar el paso... iremos al trote para que no se agiten las bestias, porque no quiero parar hasta llegar a Rancagua! gritó Las Heras recobrando el gesto adusto.

¡Ya escucharon la orden! vociferó el sargento mayor que les hizo cambiar el paso al momento a los cuatro soldados. Nadie nos va a parar hasta Rancagua mi coronel, aquí no hay maturrangos, dijo el sargento mayor.

Esta bien Varela... balbuceó Las Heras sin haber escuchado al jefe de su escolta y tratando de imaginar qué diría ese pliego que debía abrir ante la oficialidad.

 

 

Dudó Las Heras en proponerle al general un nuevo cruce de los Andes y bajar hasta Buenos Aires, ante el rumor de la llegada de veinte mil soldados provenientes de España. Dudó Las Heras de la posición de la logia y del verdadero apoyo que le darían al general para la expedición al Perú. Dudó Las Heras de los porteños de Buenos Aires. Dudó Las Heras de los caudillos provinciales. Dudó Las Heras del éxito de la campaña en la que estaba metido junto con el general y otros reconocidos oficiales, que habían renunciado como él y como el general a las comodidades de los salones porteños. Dudó Las Heras de las verdaderas intenciones de sir Thomas Alexander Cochrane en la lucha emancipadora. Dudó Las Heras hasta del propio Bernardo O´Higgins, a quien todos consideraban la mano derecha y el hombre de mayor confianza del general en Chile. Dudó Las Heras del concepto de libertad que esgrimía Bolívar. Dudó Las Heras de todo mientras repasaba en su memoria el texto de esa carta que el general le había enviado. Dudó Las Heras de seguir viaje hasta Rancagua a llevar ese pliego a la oficialidad. Dudó Las Heras de él mismo y por un instante añoró estar en brazos de su mulata, de su "coronela", de esa hembra que sabía contenerlo en las horas de incertidumbre...

¡Apurar el paso! gritó Las Heras a su escolta mientras mascullaba Nos están dejando solos, carajo... Nos están dejando solos...

 

 

Juan Gualberto Gregorio de Las Heras esperaba llegar al campamento de Rancagua antes que el coronel Martínez por dos motivos. Primero, porque quería consultarle sobre las órdenes precisas que le había dado el general para esa reunión. Segundo, para proponerle abrir el pliego antes de leerlo a toda la oficialidad y de esa forma poder armar una estrategia, según las órdenes que el general le había dado a Martínez. De pronto aminoró la marcha. El sargento mayor con un gesto hizo lo mismo con los cuatro soldados. Un nuevo pensamiento sobrevino a Las Heras y volvieron las dudas. ¿Quién era él para dudar de las órdenes del general? ¿Quién era él para hacerle develar a uno de sus oficiales el mandato del jefe de la lucha emancipadora? ¿Quién era él para desobedecer los designios del superior que siempre lo había llevado a la victoria? ¿Quién era él para desbaratar los planes del general?

¡Páseme el agua, Varela! ordenó con la boca reseca Las Heras, que sorbió un largo trago mientras volvía a desear el cuerpo desnudo de su mulata. Se sintió cada vez más solo en esa inmensidad en la que sólo se oía el trote de los seis caballos.

Nos están dejando solos... pensó el coronel Las Heras mientras le devolvía la cantimplora al sargento mayor. ¡Que los parió a los políticos! Nos están dejando solos... dijo resignado Las Heras, sin que la escolta entendiera a qué se refería su coronel.

 

 

 

El Acta de Rancagua

"El Congreso y director supremo de las Provincias Unidas no existen, de estas autoridades emanaba la mía de general en jefe del Ejército de los Andes y por consiguiente creo que mi deber y obligación es manifestarlo al cuerpo de oficiales del Ejército de los Andes para que ellos por sí y por su espontánea voluntad nombren un general en jefe que deba mandarlos y dirigirlos y salvar de este modo los riesgos que amenazan a la libertad de América.

Me atrevo a afirmar que ésta se consolidará, no obstante las críticas circunstancias en que nos hallamos, si conserva, no dudo, las virtudes que hasta aquí los ha distinguido. Para conservar este feliz efecto deberán observarse los artículos siguientes: por medio de una votación secreta se procederá a hacer la elección. Un acta acreditará el nombramiento del elegido y un bando proclamará su nombre".

Santiago de Chile, 26 de marzo de 1820

José de San Martín

 

 

El villorrio se esparcía casi como una continuación de la ladera de la inmensa cordillera. Era una continuidad de casas bajas con algunas vistosas de porte colonial que hablaban de la sólida posición de sus habitantes. Pero las casas de los hacendados, varios de los cuales apoyaron económica y políticamente la guerra encausada por O´Higgins, se encontraban a unas cuadras hacia el norte. Estaban todas juntas, arracimadas. Su presencia le daba una pincelada de hidalguía a la pequeña ciudad de Rancagua. Una hidalguía que muchos aborrecían y otros sostenían por el bien de nuestra sufriente patria. Más atrás acampaba el Ejército de los Andes.

En algún salón de aquel racimo de casas nobles se realizaría la reunión de los oficiales. En el acantonamiento había demasiados ojos y oídos desleales. Se necesitaba privacidad. Privacidad a la que los oficiales ya no estaban acostumbrados. Privacidad de las tertulias en los salones hidalgos. Privacidad de amaneceres en la cama de alguna dama de sociedad. Privacidad de despachos de dudosos funcionarios en trasnochadas reuniones de alcohol y tabaco. Privacidad.

 

 

Las Heras y Martínez llegaron al anochecer, casi al mismo tiempo pero por caminos distintos. Ninguno se presentó en el campamento militar. Las Heras ordenó a Varela que anunciara su llegada, e informara que en breve toda la oficialidad debería reunirse con él en algún lugar que se designaría en las próximas horas y dejó su caballo al cuidado del negro Manuel en la caballeriza de la casa de Doña Mercedes Marín.

Doña Mercedes Marín era una de esas damas de sociedad que podían brindar privacidad entre las blancas sábanas de su ancha cama. Y hasta allí llegó Las Heras buscando descanso tras la larga cabalgata. Y hasta allí llegó Las Heras a olvidar por unas horas sus dudas, enredado entre las piernas de Doña Mercedes. Y hasta allí llegó Las Heras a calmar sus calenturas de lejanías, de batallas interminables, de políticas bastardas, de utopías libertarias, de coronel cansado...

Parece que llegó caliente el coronel, pensó el negro Manuel mientras cepillaba el caballo de Las Heras.

 

 

Del coronel Enrique Martínez no se sabría nada hasta el mismo día de la reunión con los oficiales. Él también detuvo su marcha en lo de alguna "querida". En las tertulias se decía que se trataba de Rebeca Matte, esposa de Antonio de la Cruz Iñiguez, un rico terrateniente español que había girado una buena suma en oro para el ejército del general Pezuela.

Su esposa no compartía esas opiniones, pero sí su cama con varios oficiales de la revolución. En las tertulias se decía que hasta el mismo San Martín conocía la habitación de Rebeca... y en ausencia de Don Antonio. En las tertulias se decían muchas cosas. Del coronel Martínez no se sabría nada hasta el mismo día de la reunión con los oficiales.

 

 

Desayunaban Las Heras y Martínez en distintas casas y con distintas compañías. Distintas criadas planchaban similares uniformes, que también tenían algo distinto, lavados en distintas bateas y con distintos jabones. Distintos mulatos preparaban los distintos caballos de los dos militares. Distintos caminos tomarían el coronel Juan Gualberto Gregorio de Las Heras y el coronel Enrique Martínez a distintas horas para llegar a una reunión en la que, tal vez, imaginaban que iban a actuar de la misma forma. Aunque lo harían de manera distinta.

 

 

El ambiente olía a raulí recién cepillado. Por aquí anduvo Ambrosio pensó el coronel Martínez cuando entró al amplio salón de la casona de Bernardo de Vera y Pintado. El viejo poeta había prestado su residencia para la reunión de los oficiales a pedido del coronel Juan Paz del Castillo, segundo jefe del Estado Mayor. Vera y Pintado era un libertario amigo de O´Higgins según decía él aunque nunca lo había visto en persona. Por aquí anduvo Ambrosio confirmó el coronel Martínez cuando observó los exquisitos detalles de los grandes muebles de raulí. Pueden trabajar tranquilos, señores les dijo Vera y Pintado a los oficiales del Ejército de los Andes que iban llegando, hoy no vendrá el señor Santelices explicaba el poeta a los oficiales que percibían el olor a raulí recién cepillado. Santelices no era otro que Ambrosio, escultor de imágenes en madera, entallador de retablos, grabador e incluso autor de retratos en madera policromada. Martínez lo conocía, aunque nunca lo había visto en persona, pero sabía de ese olor cuando entraba en la habitación de Rebeca.

Los oficiales se fueron acomodando. Dos mulatas se encargaron de preparar mate y algunos jugos. Aunque el campamento no quedaba lejos, nunca venía mal refrescar el garguero y hacerle honor a los cítricos de la residencia de Don Vera y Pintado.

Las Heras, sentado en un rincón del salón en una especie de ochava que se formaba entre una de las ventanas que daban al patio interior de la casona y la biblioteca, observaba el ingreso de sus oficiales: Mariano Necochea, Pedro Conde, Rudecindo Alvarado, José Plaza, Enrique Martínez... a éste siguió con su mirada hasta que se ubicó en uno de los laterales de la mesa ovalada ¿Cuáles serán tus órdenes, Martínez? se preguntó el coronel. Por un instante cruzaron sus miradas y Las Heras sintió que Martínez era la única carta de triunfo que le quedaba a su jefe. Nos están dejando solos pensó Las Heras. Martínez no puso atención en su superior y dirigió su vista hacia la puerta por donde seguían entrando oficiales y casi sin querer le sobrevino un pensamiento: Nos están dejando solos...

 

 

El ambiente olía a raulí recién cepillado. Los oficiales estaban acomodados alrededor de la mesa. Las Heras había dejado la cabecera después de explicarle a sus subalternos el motivo de la reunión. El lugar lo ocupó Paz del Castillo que, luego de rasgar el sobre entregado por Las Heras, comenzó con su lectura: "El Congreso y director supremo de las Provincias Unidas no existen..."

Cuando el coronel Juan Paz del Castillo concluyó la lectura del documento los oficiales se mantuvieron en silencio. Entendían la responsabilidad que les asignaba desde Santiago el general, pero esperaban una determinación de Las Heras. Sin embargo, fue el coronel Martínez el que habló.

- Caballeros, necesitamos un ejército imponente, no nos engañemos, sabemos que a Buenos Aires no le importa nuestra campaña y se olvidó de nosotros y de nuestros hombres, entonces ¿por qué nosotros tenemos que aceptar ese gobierno y ahora, ante su caída, entender que San Martín ya no es nuestro jefe?

- ¿Usted está proponiendo que nos insubordinemos, coronel?

- No. Simplemente que concretemos la libertad del Perú. Así toda nuestra lucha habrá tenido sentido ¿O ustedes creen que sirve ir a guerrear con los caudillos provinciales? No nos equivoquemos, caballeros, todos sabemos que el único jefe que les hizo frente a las prepotencias de los porteños fue San Martín ¿Quieren terminar diezmados?

- Vamos, coronel, no sea trágico. Aquí cualquier oficial que asuma la jefatura sabe muy bien qué debe hacer.

- ¿Lo sabe realmente, Espinosa, o espera las órdenes de la logia? La logia también está con ellos. A nadie le importa este ejército, desde que cruzamos la cordillera para ellos somos parias. Buenos Aires quiere que San Martín renuncie, sin él ningún otro jefe podrá sublevárseles...

- No es tan sencillo, coronel, la logia sigue manejando el poder central, igual que los fondos para financiar estas campañas; además está mirando hacia Europa, como nosotros...

- En eso tiene razón, alférez, todos miramos a Europa, pero ni nosotros ni la logia miramos a España. Por otra parte, el poder central ya no existe, los caudillos se hacen fuertes en cada una de sus provincias y esa es la única preocupación de los porteños. Todavía tenemos fuerza. ¿Por qué cree que Pueyrredón y Rondeau le ordenaron a San Martín bajar a Buenos Aires? ¿Usted piensa que es verdad lo de los veinte mil hombres que vienen de Cádiz? Sabe que no es así, Espinosa, nos necesitaban allá para estas guerras intestinas... Y ahora, como pago a nuestra desobediencia nos dejan solos...

(Sí, nos están dejando solos pensó Las Heras con su vista perdida a través de la ventana en algún rincón del patio. Después observó a Martínez y a cada uno de sus oficiales y volvió a pensar Nos están dejando solos. Martínez lo sabe y también lo saben cada uno de los oficiales... Nos están dejando solos...)

- ¿Y si no aceptamos su renuncia qué apoyo tendremos de Buenos Aires?

- Ninguno. Olvídense de Buenos Aires. Con él o sin él los porteños igualmente nos ignorarán. Chile nos va a ayudar para esta expedición.

- ¿Por qué está tan seguro de eso, coronel?

- Porque O´Higgins dio su palabra y él y su país le deben mucho a este ejército...

- También está Cochrane que le interesa esta expedición...

- A Cochrane sólo le interesa la piratería y quedarse con la mejor parte del botín que roba.

- Cuidado, coronel, tenemos a varios ingleses cerca y usted sabe que el general los tolera.

- A los súbditos de Gran Bretaña sí, a Cochrane no. Eso lo sabemos todos.

- Igualmente parece que el inglés tiene predominio sobre las decisiones...

- Eso es verdad, capitán, por eso con más razón debemos sostener al general ante estas circunstancias. Si lo avalamos, le quitaremos poder a Cochrane y nos podremos mostrar con mayor fuerza ante la logia... o ante quien tenga que financiar esta expedición...

- No pienso como usted, Martínez. Esto no va a ser tan sencillo. Cochrane y el resto de los ingleses se querrán llevar su parte, y no hablo del botín, sino del mando militar.

- También contamos con el compromiso de Chile para nombrar jefe de la expedición al general, si nosotros lo respaldamos hoy... Es nuestra decisión, señores.

- Esto es como pelear ante dos potencias...

- La política nos es adversa, pero si tomamos la decisión adecuada Buenos Aires, la logia y los ingleses van a entender que también están ante una fuerza militar imponente...

- Yo estoy de acuerdo con Martínez...

- Por lo menos ya somos dos, Necochea...

Alvarado y Conde se sumaron a la estrategia de Martínez. Presentían que no había otro camino...

 

"... La autoridad que recibió el señor general para hacer la guerra a los españoles y adelantar la felicidad del país no ha caducado, ni puede caducar, porque su origen que es la salud del pueblo, es inmutable... Si el general faltase, le sucederá el jefe que continúa en el próximo inmediato grado del mismo Ejército de los Andes..."

 

Tosía el general en su tienda de campaña. La mulata echaba tierra en otro sector del piso de tierra donde el vómito sanguinolento del general ya se había coagulado. Ni el edecán quería acercarse cuando el general tosía, sabía que la cercanía de sus oficiales lo ponía irascible y aun más si pretendían ayudarlo. Solo Bernardo de Monteagudo, su secretario y hombre de confianza, lo socorría sin temor a la reprimenda del general. Monteagudo le ayudó a cambiarse la camisa blanca, también salpicada de sangre. Luego entró el edecán con los tres sobres y los dejó sobre la mesa junto a unos planos que el general estudiaba a diario y que cuidaba de no manchar de sangre cuando le atacaban esos accesos de tos. Monteagudo, tras hacerle un gesto a la mulata para que se fuera de la carpa, le dijo a San Martín señalando los sobres: Llegó la decisión de Rancagua. El general, todavía agitado, le pidió a Monteagudo que le leyera las misivas.

 

Cantón de Rancagua, 3 de abril de 1820

Excelentísimo señor Capitán General y en Jefe del Ejército Expedicionario.

Excelentísimo señor:

Cumpliendo con la orden de V.E. según comunicación del 26 pasado, verifiqué la apertura del pliego cerrado ante la oficialidad del ejército según consta del documento número 1 y su resultado se demuestra por el número 2 que en copia certificada también acompaño.

Al asegurar a V.E. el orden que se observó en este acto por la oficialidad del ejército debo agregar la sorpresa que causó el contenido de la citada nota, y añadir que se dejó ver bien el justo sentimiento que le causaba la idea que V.E., pudiera desconfiar de su subordinación y respeto, u olvidar alguna vez sus sacrificios en obsequio de la causa común del país.

Tengo el honor de ofrecer a V.E. la más justa consideración de mi distinguido aprecio.

Juan Gregorio de Las Heras

 

Rancagua, 3 de abril de 1820

Señor don José de San Martín.

Mi apreciado general:

El sábado a las 9,30 de la mañana llegamos con Alvarado con toda felicidad; ayer fui reconocido en la orden y por la tarde cumplí con los encargos de usted.

A la verdad, mi general, yo nunca hubiera creído que usted me hubiera puesto en tanto y tamaño apuro: en fin, ya está hecho, y por el resultado se acabará usted de convencer qué clase de sujetos son sus amigos, y si he de hablar de usted la verdad, están tan resentidos que les he oído hablar de un modo decidido y fuerte; se creen agraviados porque con el paso dado por usted ellos están en la necesidad de tener que hacer otro tanto por su parte cada uno.

Hoy es reconocido Alvarado y demás, mañana es el bando de indulto y la festividad, sermón, etc., para el 5 ya está preparado.

Deseo que usted se alivie y venga cuanto antes, mandando en el ínterin lo que guste a su siempre afectísimo

Juan Gregorio de Las Heras

P.D. - Expresiones a todos los amigos.

 

San Martín se mantuvo pensativo cuando Monteagudo concluyó con la lectura de las cartas. Luego de unos minutos, le ordenó a su secretario que tomara papel, pluma y tinta. Este esperó que le dictara, sentado frente a él en el escritorio. Pero el general no hablaba. Sólo miraba el papel en blanco que Monteagudo tenía bajo sus manos. Tengo que agradecerle a Martínez, le dijo a su asistente.

¿Le preparo una carta, general?

No. Yo tengo que agradecerle a Martínez...

 

Estimado coronel don Enrique Martínez:

Usted transformó al Ejército de los Andes en una Nación con gobernante y que sabrá decidir sobre su futuro. La ayuda que yo le pida al gobierno de Chile para la expedición al Perú, será un trato entre dos poderes. No dude que nuestro ejército ahora tendrá la responsabilidad de representar a las Provincias Unidas ante los gobiernos de América. Seremos nosotros los responsables de mostrar al resto de las Naciones unas Provincias Unidas fuertes y soberanas, alejando esa mala fama de anarquizada y deshecha que ahora tiene en el resto del continente.

No dude que a usted le cabe la gloria política de haber logrado la libertad de la América toda. Cochrane ya no tiene posibilidad de asumir el mando de esta expedición y su escasa colaboración me tiene sin cuidado. Sepa usted que el ministro Centeno declaró que mi persona no sería subrogada por otro en la dirección de este arduo y delicado empeño. Acuérdese coronel que con este paso tan trascendental, a nuestros amigos de la logia no les quedará más remedio que ponerse de nuestro lado y aunque tengo gran confianza en Centeno, le doy mi palabra que si en quince días no recibo el numerario para los gastos de la anunciada expedición, se podrá nombrar a otro general que se encargue de ella.

Santiago de Chile, 16 de abril de 1820

José de San Martín

 

 

Los caudillos

Cepeda había sido el principio del fin. La hegemonía directorial se derrumbaba para dar paso a las primeras intentonas federalistas, que no serían tales. En realidad los caudillos provinciales buscaban hegemonizar el poder centralizándolo cada uno en su feudo. El país se rasgaba por los tironeos de cada gobernador que pretendía hacer de su provincia la nueva Buenos Aires.

Todos se miraban de reojo y con desconfianza, aunque fingían defender la misma causa. También todos creían que esta sería la muerte política de Buenos Aires, aunque los porteños no bajarían tan fácilmente los brazos, ni se dejarían avasallar por las prepotencias caudillescas del interior. En el puerto se esperaba un compromiso de lealtad de los jefes provinciales que nunca llegaba y el temor a la insurgencia interna hacía que los porteños mirasen con mayor denuedo hacia Europa.

Y aunque las lanzas ya no apuntaban a Buenos Aires, varios caudillos soñaron con crear un nuevo Directorio que los tuviera como cabeza de las decisiones institucionales del nuevo país que, sin querer, estaban formando.

 

Benemérito amigo:

Pongo en usted las esperanzas de que las provincias se sumen a este esfuerzo patriótico que hoy nos toca. Bien sabe que con gran dolor debí ordenar el fusilamiento de Mariano Mendizábal porque a más de pacificar el interior, como fuera mi pedido, prefirió crear su propia provincia. A veces la guerra nos trastorna y nos pone fuera de sí. Sino observe usted el ejemplo del general Bustos, a quien le solicité tropas para engrosar mi ejército y otro tanto para apuntalar la avanzada de Güemes y se negó a enviarlas, mandando sólo un puñado de santiagueños, antes que Ibarra hiciera lo suyo. Sé que le encargo una tarea difícil, ya que no hay tranquilidad en ninguna provincia. Ortiz de Ocampo no sabe por cuánto tiempo más gobernará en La Rioja, ese rapacejo Quiroga le pisa los talones con sus milicias rurales y lo quiere echar del cargo. Éste es afecto a Nicolás Dávila a quien quiere de gobernador ¡Con lo bien que me vendrían esas milicias para la expedición al Perú! Godoy Cruz, lo que le pido no es sencillo, pero necesito que las provincias se unan y nos cuiden las espaldas. Güemes me basta en el Norte, pero usted bien sabe que anda mucho entre faldas y descuida un poco a sus montoneras. Por Ramírez no hay que preocuparse porque sucumbirá ante Buenos Aires, aunque sigue intentando proclamar su República de Entre Ríos. Tampoco está firme Artigas a quien hostilizan desde todos los frentes y lamento no haberlo tenido entre mis oficiales, con su guapeza y bravura esta expedición ya hubiese terminado. Aráoz ya proclamó la República de Tucumán, Juan Felipe Ibarra declaró la autonomía de Santiago del Estero y López anda rondando por Santa Fe y no sé si no se convertirá en jefe de ese territorio muy pronto. ¡Ya ve usted cómo están nuestras Provincias Unidas! Pero con Ibarra no hay temores, porque Belgrano lo puso allí y ambos conocemos el tino de nuestro querido general. Igualmente le confieso que he pensado en enviar a alguno de mis oficiales a hacerse cargo de esas provincias cuando finalice la expedición que nos quita el sueño. Pero es sólo un deseo, amigo Godoy Cruz, porque ni yo mismo sé cuanto tiempo más estaré al frente de este Ejército. Rancagua me ha sido favorable, pero Bolívar viene cabalgando fuerte desde Venezuela. Ahora mi objetivo es el Perú, confío en que usted sepa controlar las incipientes anarquías que puedan llegar a fragmentar nuestro suelo.

Valparaíso, 6 de agosto de 1820

José de San Martín

 

Tomás Godoy Cruz recibió la carta en su despacho de la gobernación de Mendoza. El quería ayudar a San Martín y forjar la unión de las provincias como le pedía el general. Pero ni él mismo estaba fuerte en su cargo, como ninguno de los caudillos provinciales que se debatían entre crear una nación federalista o sostener en cada una de sus provincias el unitarismo a ultranza que mostraba Buenos Aires. Por otro lado, no terminaban de soltarse del yugo centralista del puerto que miraba a Europa.

La mulata que limpiaba el despacho del gobernador le llevó el papel, que encontró hecho un bollo tirado junto a una de las patas del gran escritorio de Don Tomás, a un cabo, también mulato, que había peleado en el ejército de San Martín. La mulata que limpiaba el despacho del gobernador leyó en el papel el nombre del general. La mulata que limpiaba el despacho del gobernador pensó que ese podía ser un papel importante...

 

Estimado amigo San Martín:

Es mi deseo satisfacer su pedido y poder socorrerlo en esta instancia crucial por la que usted atraviesa. Pero nosotros no estamos de mejor suerte: cada caudillo tiene detrás otro que quiere sucederlo en el mando del ejército y en el control de la provincia y el mismo Francisco de la Cruz me sofoca cuanto puede para obtener la gobernación de Mendoza. Pero no está en mis propósitos dejarlo solo en esta cruzada y usted lo sabe. Ya me estoy encargando de enviar emisarios para intentar el acuerdo de todos los gobernadores y que las provincias estén por fin unidas. Sé que no tengo mucho tiempo, ni por usted, ni por mí...

Hasta ahí llegaba la carta que como un bollo de papel encontró la mulata que limpiaba el despacho del gobernador junto a una de las patas del gran escritorio de Don Tomas. No entendió demasiado a qué hacían referencia esas palabras, la mulata que limpiaba el despacho del gobernador. La mulata que limpiaba el despacho del gobernador se fue y el cabo, también mulato, que había peleado en el ejército de San Martín alisó con esmero el papel arrugado y se lo guardó en el bolsillo superior de su chaquetilla de cabo mulato que había peleado en el ejército de San Martín. Tampoco entendía demasiado qué pasaba y lo sorprendió un sentimiento que no llegó a comprender del todo: Nos están dejando solos, pensó el cabo mulato que había peleado en el ejército de San Martín. Le hubiese gustado decirle lo que pensaba a su mulata que limpiaba el despacho del gobernador, pero ya se había ido. Nos están dejando solos volvió a pensar el cabo mulato que había peleado en el ejército de San Martín, aunque siguió sin comprender del todo por qué tenía ese sentimiento.

 

 

Un ejército sin patria

El coronel Martínez había cumplido su cometido. Había logrado que se rechazara el pedido de San Martín a los oficiales y, también, había defendido la postura (la orden) de sostenerlo al frente del Ejército de Los Andes. Esto convirtió a ese Ejército en una fuerza militar que no pertenecía a ninguna nación. Ahora ya no recibiría ordenes del gobierno de Buenos Aires y tampoco de ninguna de las provincias. Ahora era una nación sin tierra, contando con las armas como único e imprescindible capital, y con los hombres que tenían como objetivo la expedición al Perú. Ya no existía el riesgo en Buenos Aires de otra invasión. Los veinte mil soldados que debían embarcarse en España para arribar a estas costas, se habían sublevado e imponían la Constitución de Cádiz de 1812. Lezica y Arguibel, los enviados de Pueyrredón, habían logrado eso. Martínez hizo reflexionar a los oficiales. El ejército sin patria se pondría en marcha.

 

"...Pero esta autonomía del ejército también me ha traído algunos problemas. O´Higgins resolvió varios reafirmando mi cargo de jefe de la Expedición, pero esto no alegró a Cochrane y para recibir su apoyo debí aceptar que cada buque de la escuadra lo comandara algún súbdito británico. Lea usted como quedó conformada y ríase si quiere de mi mala suerte..."

 

Martínez sabía que el general soportaría a los ingleses en su expedición. No había otro remedio. Buenos Aires, aun sin poder sobre ese ejército, le era adversa. O´Higgins se debatía entre armar su política de gobierno y soportar los embates de la clase acomodada que siempre pretendía quitarle la Administración Central. La logia coqueteaba cada vez más con Simón Bolívar y el general buscaba denodadamente la forma de no tener que combatir en el Perú.

 

"...No confío en Cochrane. Sé que Gran Bretaña no piensa aliarse con los realistas, pero el inglesito tiene otras intenciones. Seguro que tampoco se aliará, pero sin duda buscará algún provecho propio cuando desembarque en el Perú..."

 

 

Sir Thomas Alexander Cochrane obtuvo celebridad en la guerra contra Napoleón, pero fue dado de baja de la armada británica por un asunto oscuro. Fue el último de los grandes piratas ingleses. Cambiaba de bandera según sus conveniencias y actuaba como un bucanero para acercarse a un barco o a un puerto "enemigo". Sus desacuerdos con San Martín, que entendía la guerra de otra manera, fueron permanentes. Pero ahora lo necesitaban para asegurar el dominio marítimo y el almirante Blanco Encalada cedió su puesto al marino británico, que se convirtió en jefe de la escuadra chilena con el grado de vicealmirante.

 

Commander William Bowles,

You must have already learnt by now, through official reports that I have been appointed vice-admiral of the Chilean fleet that will set out for Peru in the next few days. There are three frigates, two brigantines, a schooner, a warship and some gunboats.

We are transporting 1.600 men, which is not a large quantity to overtake the last Spanish bastion, but in Paracas, San Martín expects to be met by an army that will be armed in order to help the cause. I must confess, your excellency, that I am not convinced that the number of soldiers is 15.000, as the general claims.

This Spanish man is sure that "Royalists" will be defeated. O´Higgins has appointed him chief of the expedition, contrary to my wishes and those of Great Britain. Anyway he is following the plan masterminded by Maitland, a good part of which has already been fulfilled by crossing The Andes mountains.

My lord, you know how stubborn this military, half-Indian and half-Spanish-blooded is, this military, who has forsaken his old peninsular comrades and although the navy is under our control now, I don´t know for how long these pro-American freemasons will let us control the shores and the ports in Peru. We cannot even think of controlling the government, now that the lodge prefers administrations to be in the hands of local people.

I would have rather be heading the expedition myself, but Centeno supported San Martín instead. Still, to have removed Blanco Encalada was an important achievement as I know that the Chilean man bears us a grudge and he is even angry at his own government.

I will keep on sending information about this campaign, as it was agreed upon our last meeting even though I am convinced that Bolívar will get his way with San Martín and I feel that they are leaving us alone.

I think the lodge wants us to give in Peru to leave the general out of this project. As you can see, what we couldn´t do, will be achieved by the lodge. I am sorry to say that in order to get this, they are leaving us alone,

Valparaiso, August 9th, 1820

Vice admiral Thomas Alexander Cochrane

 

(Comandante William Bowles:

Es seguro que ya se habrá enterado por informaciones oficiales que he sido nombrado Vicealmirante de la flota chilena que partirá en los próximos días hacia el Perú. Son tres fragatas, dos bergantines, una goleta, un navío y algunas lanchas cañoneras. Transportamos 1.600 hombres, no es gran cantidad para conquistar el último bastión español, pero San Martín asegura que en Paracas lo espera un ejército al que armará para que se sume a esta causa. Le confieso, su excelencia, que no estoy convencido de que esos hombres lleguen al número de 15.000, como asegura el general.

Este español está muy seguro de batir a los realistas y O´Higgins lo nombró jefe de la expedición, muy a mi pesar y al del Reino de Gran Bretaña. De todos modos está siguiendo el plan trazado por Maitland, del que ya cumplió una buena parte con el cruce de la cordillera.

Milord, ya sabe cuan tozudo es este militar que tiene la mitad de la sangre española y la mitad americana y reniega de sus viejos camaradas de la península, y aunque ahora la marina está bajo nuestro mando, no sé por cuánto tiempo más estos francmasones americanistas nos dejarán controlar las costas y los puertos del Perú. Ni pensar en tener el gobierno, ahora que la logia prefiere que las administraciones queden en manos de los naturales del lugar.

Hubiese preferido estar al frente de la expedición, pero Centeno sostuvo a San Martín, aunque haber desplazado a Blanco Encalada fue un logro importante y sé que el chileno tiene algún encono con nosotros y hasta creo que con su propio gobierno.

Le seguiré enviando las noticias pertinentes a esta campaña, como lo acordamos en nuestra última reunión, aunque tengo el convencimiento que San Martín claudicará ante Bolívar y tengo el presentimiento que nos están dejando solos. Creo que la logia quiere que claudiquemos en el Perú para sacar de este proyecto al general. Se da cuenta: finalmente lo que no hemos podido conseguir nosotros, lo logrará la logia. Lamento que ahora, para arribar a su cometido, nos están dejando solos.

Valparaíso, 9 de agosto de 1820

Vicealmirante Thomas Alexander Cochrane)

 

Comodoro William Bowles

(Comandante en jefe de la estación sudamericana de la Armada Real):

Mi orgullo se acrecienta al saber que cuento con el incondicional apoyo de sir Thomas Alexander Cochrane como comandante de la flota que en pocos días partirá desde este puerto con rumbo al Perú. Altos oficiales ingleses lo secundan en esta empresa: William Wilkinson es el capitán del navío "San Martín"; Robert Forster, de la fragata "Independencia"; Martin John Guise, de la fragata "Lautaro"; John Tooker Spry, del bergantín "Galvarino"; Thomas Sackville Crosbie, de la fragata "O´Higgins"; John Casey, de la cañonera "Chacabuco"; William Carter, del bergantín "Araucano"; John Young, de la goleta "Montezuma"; George Cobbet, de la cañonera "Potrillo". Nuestro comisario y juez de flota es Henry Dean.

La vanguardia estará cubierta por las fragatas "O´Higgins", "Lautaro" y el bergantín "Galvarino". En el centro estarán el "Araucano" y la "Montezuma" y en la retaguardia la "Independencia" y el "San Martín".

Como verá son siete buques de guerra y algunas lanchas cañoneras en los que transportamos 4.430 soldados (2.000 argentinos, 1.800 chilenos y 600 británicos) además de los oficiales de alto rango, 35 piezas de artillería y repuestos de armamento y vestuario para equipar a 15.000 hombres que se sumarán a esta revolución emancipadora cuando desembarquemos en Paracas.

Mister Bowles, le confío que tengo pensado enviar a su compatriota James Paroissien a Londres, a ofrecer la corona del Perú a Leopoldo, príncipe de Saxe-Coburg. Previamente habré de nombrarlo consejero de Estado y brigadier general, cargos que Paroissien se ha ganado por su brillante desempeño en el Ejército de los Andes.

Valparaíso, 11 de agosto de 1820

José de San Martín

 

 

Juan Gualberto Gregorio de Las Heras era jefe del Estado Mayor de la expedición. Juan Antonio Alvarez de Arenales, Toribio de Luzuriaga y Tomás Guido estaban entre los generales. Antonio Alvarez Jonte iba como auditor y Bernardo de Monteagudo de secretario. San Martín tenía el mando militar y Cochrane la conducción naval. La bandera chilena cubrirá la expedición con su responsabilidad nacional le había dicho O´Higgins a San Martín. San Martín despachó la carta para Bowles por medio de su secretario Monteagudo. Monteagudo cumplió con la orden. El general está resignado pensó Monteagudo. Monteagudo también sentía el abandono del poder central e incluso presentía el de la logia. Monteagudo pensó Nos están dejando solos. San Martín observó a Monteagudo mientras se retiraba con la carta para Bowles y sintió que resignaba su suerte a los caprichos de una potencia para vencer a otra. San Martín continuó con la mirada fija en el espacio vacío que había dejado Monteagudo tras retirarse con la carta para Bowles. Nos están dejando solos pensó el general. El general sabía que la logia lo abandonaba. El general sabía que comenzaba el tiempo de Bolívar. El general sabía que Perú sería el último destino antes de marcharse al forzado exilio. Nos están dejando solos pensaba el general y sabía que sus oficiales también lo sabían. Sabía el general que Perú sería el último destino. Sabía el general que el poder autónomo de su ejército duraría poco tiempo. Nos están dejando solos pensó el general. El general supo que no podría erigir un ejército libre, mercenario diría la logia, paria opinaría Buenos Aires. El general supo que no podría comandar por mucho tiempo más un ejército sin patria.

 

 

El coronel Martínez había cumplido su cometido. El coronel Enrique Martínez, al frente de su Regimiento 8 de infantería, estaba satisfecho porque había cumplido su cometido. El coronel Enrique Martínez, al frente de su Regimiento 8 de infantería, también sabía que la libertad de ese ejército no duraría demasiado tiempo. El coronel Enrique Martínez, al frente de su Regimiento 8 de infantería, presentía la soledad que se avecinaba. El coronel Enrique Martínez, al frente de su Regimiento 8 de infantería, sentía la presencia, cada vez más omnipotente, de Simón Bolívar. El coronel Enrique Martínez, al frente de su regimiento 8 de infantería, sintió que el peso de la campaña al Perú ya no descansaba ahora en sus espaldas y pensó Nos están dejando solos. Nos están dejando solos pensaba el coronel Enrique Martínez, al frente de su Regimiento 8 de infantería, cuando vio a la soldadesca que marchaba ansiosa hacia el Perú. El Perú será el último destino presintió el coronel Enrique Martínez, al frente de su Regimiento 8 de infantería. Cabalga Martínez. Combate Martínez. Ordena Martínez. El coronel Enrique Martínez, al frente de su Regimiento 8 de infantería cabalga, combate, ordena y piensa El general no podrá comandar por mucho tiempo más un ejército sin patria.

 

 

 

Documentos ocultos

Los tres baúles eran del general. De todos modos nadie los hubiera identificado. No tenían marcas ni señales que pudiesen determinar a quién pertenecían. Lo cierto es que ninguno de los tres fue cargado en el navío Le Bayonnais cuando el general se embarcó hacia Europa. Los tres baúles que eran del general quedaron en Lima. Él se fue hacia Buenos Aires llevándose cuantiosas pertenencias, pero dejó esos tres baúles. Desde Lima alguien se los envió a Buenos Aires, pero el general ya se había embarcado hacia Europa. Permanecieron largo tiempo en la aduana sin que nadie supiera de quién eran. Tampoco a nadie le importaba y quedaron allí, mutándose con el mobiliario. Confundiéndose con otros tantos trastos que nadie reclamaba. Formando parte del descarte que, con el tiempo, pasaba a arrumbarse en el sótano por alguna orden escrita en la que se reclamaba mayor espacio en los pasillos. Los tres baúles eran del general. De todos modos nadie los hubiera identificado.

Los tres baúles eran del general y alguien que necesitaba espacio en el sótano pidió que los trasladaran junto con otros trastos. Muchos de los desechos eran quemados y esa hubiese sido la suerte de los tres baúles si la curiosidad del changarín no se hubiera detenido en ellos. Abrió uno y encontró mapas, un pequeño sable de combate, un poncho raído, un catalejo con su vidrio superior partido y más mapas. Fue por el nombre del remitido de algunas cartas que dedujo de quién eran esas pertenencias.

 

 

- Así que del general San Martín ¿Quién iba a imaginárselo? Veinte años en los sótanos de la aduana... ¿Está seguro que es mejor no abrir los otros dos?

- ¿Y para qué? Si los tres baúles son iguales, llegaron aquí juntos, los embalaron juntos y los guardaron juntos ¿De quién podrían ser los otros dos, sino del general?

- Está bien... Díganle al empleado que los envíe a la dirección prevista. Allí sabrán qué hacer con esas pertenencias...

 

 

Los tres baúles eran del general. Alguien los recibió en la vieja casona y fueron a parar al sótano casi de inmediato. Los tres baúles eran del general y el papel con los detalles, remitido desde la aduana, descansaba con ellos. Un nuevo destino para los tres baúles que eran del general. Un nuevo olvido para los tres baúles que eran del general. Casi como su dueño, permanecían en algún lugar recóndito sin que nadie percibiese su existencia. Alguien, que alguna vez fue encargado de revisar el sótano, envió una carta a Boulogne-Sur-Mer. Nunca hubo respuesta. El general había muerto hacía ya más de cinco años y a nadie, en Francia, le interesaron esas pertenencias. Los tres baúles eran del general.

El joven militar seguía el periplo sanmartiniano. Una obsesión lo rondaba: escribir la gesta del general. Recorrió sus lugares de residencia, sus campamentos, los espacios donde libró las batallas, las sedes de los gobiernos. Revisó archivos, cruzó en mula la cordillera, entrevistó a viejos soldados que habían peleado bajo las órdenes del general y escribió su vida, su lucha y parte de la epopeya americana.

El militar, ya no tan joven, por su obsesión en el rigor histórico y en los detalles dio, años después de iniciado su trabajo, con los tres baúles que eran del general. Los datos obtenidos en Lima lo llevaron a la aduana de Buenos Aires. Alguien en la aduana de Buenos Aires recordó el traslado a la vieja casona. La suerte quiso que nadie olvidara aquella vieja casona, que fue durante seis años la vivienda del Presidente Domingo Faustino Sarmiento.

 

 

- Nunca imaginé que estuviesen ahí esos papeles ¿Cómo va su historia, Bartolomé?

- Bien, ya la estoy terminando, señor Presidente...

- Déjese de embromar, hombre, ya no soy el Presidente. Además, primero lo fue usted.

- Tiene razón, Domingo, pero a mí me tocó ser el primero y a usted el más reconocido.

- Déjese de embromar... Venga, le voy a convidar un licor que me quedó cuando me volví de Chile...

- Añejo debe estar...

- Sí... añejo... Así que el Acta de Rancagua estaba en ese baúl... venimos a entender nuestra historia más de cincuenta años después... Mire que es perseverante. Y pensar que casi lo queman en la aduana...

- Eso me dijeron... Diga que en Lima y aquí todavía quedaban algunos memoriosos y que la suerte quiso que los baúles vinieran a parar a su casa, sino no los hubiésemos descubierto nunca.

- Quédese tranquilo, Bartolomé, alguien se hubiese enterado...

- Sí... alguien se hubiese enterado...

 

 

El Acta de Rancagua permaneció en secreto por más de medio siglo. La decisión de la logia y el compromiso de los oficiales que rubricaron el documento lo mantuvo oculto. Era un pacto entre San Martín y sus oficiales. Era un pacto de lealtad. Era un pacto de caballeros. Era un pacto de hombres que anhelaban la América libre. La América única. Era un pacto y como tal debía ser secreto y debía permanecer en secreto. El general no se olvidó que en uno de esos tres baúles que no quiso llevarse con él, no sólo había dejado enseres y documentos que consideraba inservibles. El general no se olvidó que en uno de esos baúles dejaba el Acta de Rancagua. El general no se olvidó que algún día la historia rescataría la lealtad de sus oficiales y prefirió dejarla. Llevarla con él hubiese significado el olvido para los 36 militares que firmaron ese documento. El general sabía que alguien la rescataría. El general sabía que alguien se hubiese enterado.

 

Acta

En la ciudad de Rancagua, a 2 de abril de 1820, reunidos todos los señores jefes y oficiales del Ejército de los Andes en la casa del estado Mayor a presencia del señor Coronel Jefe del Estado Mayor del Ejército Expedicionario, y Comandante General del mismo, se abrió un pliego rotulado para dicho señor y dirigido por S.E. el señor General en Jefe, con expresión en el lema de no romper el sobre hasta no estar reunida toda la oficialidad, y procediéndose a su lectura por el señor comandante general, concluyó y se procedió a la votación según está prevenido para elegir nuevo jefe en virtud de no existir el gobierno que nombró al presente, y como en el mismo acto tomase la palabra el señor coronel comandante del número 8 don Enrique Martínez y expusiere que no debía procederse a la votación por ser nulo el fundamento que para ella se daba de haber caducado la autoridad del señor general, fue preciso considerar esta objeción, que, al mismo tiempo reprodujeron los señores coroneles don Mariano Necochea, don Pedro Conde y don Rudecindo Alvarado, y proceder después a la votación de los señores oficiales que unánimemente convinieron en lo mismo quedando por consiguiente sentado como base y principio que la autoridad que recibió el señor general para hacer la guerra a los españoles y adelantar la felicidad del país, no ha caducado, ni puede caducar, porque su origen, que es la salud del pueblo, es inmutable. En esta inteligencia, si por algún accidente o circunstancia inesperada, faltase por muerte o enfermedad el actual, debe seguirse en la sucesión del mando el jefe que continúa en el próximo inmediato grado del mismo ejército de los Andes y para constancia lo firmaron un oficial más antiguo de cada clase en todos los cuerpos y todos los señores jefes:

Batallón de Artillería: Manuel Herrera, comandante. Francisco Díaz, sargento mayor. Eugenio Girout, capitán. José Olavarría, teniente. Hilario Cabrera, ayudante.

Granaderos a caballo: Nicasio Ramallo, comandante. Benjamín Viel, comandante de escuadrón. Juan O´Brien, sargento mayor. Bernardino Escribano, capitán. Pedro Ramos, teniente. Antonio Espinosa, alférez.

Batallón número 7: Pedro Conde, comandante. Cirilo Correa, sargento mayor. Félix Villota, capitán. Miguel Cortés, teniente.

Batallón número 8: Enrique Martínez, comandante. Manuel Nazar, capitán. Niceto Vega, teniente. José del Castillo, subteniente.

Batallón número 11: Ramón Antonio Deheza, capitán, comandante accidental. José Nicolás de Arriola, capitán. Manuel Castro, teniente. José Ignacio Plaza, subteniente.

Cazadores a caballo: Mariano Necochea, comandante. Rufino Guido, sargento mayor. Manuel José Soler, capitán. Pedro Ramírez, teniente. Manuel Lacruz, alférez.

Estado Mayor General: Juan Gregorio de Las Heras, Jefe del Estado Mayor. Juan Paz del Castillo, segundo jefe. Rudecindo Alvarado, coronel. Juan José de Quesada, teniente coronel. Luciano Cuenca, sargento mayor. Francisco de Sales Guillermo, ayudante secretario. Javier Antonio Medina, oficial ordenanza. Juan Andrés Delgado, secretario.

FIN

2000 @ Alfredo Sayus

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