El jardín de los encantamientos
a Sir Francis H. y H.
To me was all in all. --I cannot paint
What then I was.
William Wordsworth
I
Todas venían del mar,
con el resplandor de las caras lejanas,
siempre pensadas como las más hermosas.
Aquellos rostros vagaban tal sueños perdidos
hechos de una dura sustancia
que las alquimistas de la casa,
a sol abierto,
en mar ardiente,
las transformaban.
Nosotros, sobre verdes piedras,
veíamos los cuerpos tersos y luminosos
que sólo las mujeres
podían lavar ante nuestro asombro.
Hablaban del mar a grandes frases:
de su piel de sal y blancas plumas
donde se adormecían las naves;
de la penitencia que las madres tendían,
con vestidos de popelina,
como puentes de algas
para las vulvas de sus hijas.
Hablaban de las orillas
mientras las viejas hacían grandes altares
y los perros bendecían la sal con sus ladridos.
Aquel mundo crecía más allá del cielo pálido
inerte al sonido de la campana
que nos hundía en largos desvelos.
Largos como un relámpago, como el pelo lacio
de aquellas niñas que lo amarraban con un cordel de agua.
Era un oleaje de gente
que iba y venía
llevando el estupor de aquella casa.
Allí, antes del amanecer,
cuando los gestos son blandos
y tristes en soledad,
me desvestía y me gustaba andar así, feliz
en el desorden de aquella tierra
tan lejos del mar,
pero tan cerca,
con su nido de pájaros asesinos
y sus árboles que lloraban. Inmensa a los ojos
donde un pez chapotea entre mis juegos
y oficia el silencio en el estanque
de una región nunca olvidada.
Y la iglesia decía que era el tiempo de la cuaresma.
El tiempo morado y gris de la ceniza:
canto de fuego en el cuarto de los muertos.
Esa campana de sonido interminable
aún repica en mi cabeza,
como un salmo ya viejo
que guardo entre mis ruinas.
Y era la mañana cuando el sol abría su boca:
--¡Mira! --decía, y yo veía cómo un hombre solitario
extendía sus blancas alas cual pájaro vestido
que sobrevolaba los jardines de la casa.
A su paso, las mujeres se inclinaban sobre el campo
--¡Adiós! --gritaban. Luego, como perras amortajadas,
sumergían su voz entre plegarias.
En esas terrazas de ladrillo veía a las viejas
consumir sus noches en el salitre
de antiguos cuerpos y trenzar el viento con su pelo.
Yo crecía donde duraba el tiempo,
donde brillaba
el harapiento sueño envenenado
por el tufo de los escapularios.
Sueño soñado a cielo abierto,
a carcajadas,
entre muros celestes atravesados por duendes
que sabían de cuentos maravillosos
y pasaban silbando la noche
en aquel hervidero de rezos.
Pero bastaba un crujido
en esa pocilga de bellas leyendas,
en aquel mingitorio donde se diluía nuestra vida.
Bastaba el ruido más leve
en los tablones de madera,
para que el mar
despertara con el rostro muerto
de las cosas lejanas.
II
A golpe de alas
el viento
despliega el cuerpo solemne
de la noche.
A hill touches an angel. Out of a saint's cell
The nightbird lauds through nunneries
and domes of leaves.
Dylan Thomas
III
Entonces yo era niña,
y sentada a la puerta del viento
abría la noche verde de los árboles,
la noche de todas las líneas de mi mano.
Al otro lado, dormíamos en lo más oscuro
de nuestro pensamiento.
Vivíamos entre muros enyerbados, jadeantes,
con las bocas roídas por la risa
y los nombres tatuados en la lengua,
cuando siempre era demasiado tarde
para correr más lejos.
¿Recuerdas?
Fue el año después de la fiesta de Pascua:
había una mesa con manteles blancos y en la punta
alguien hablaba.
Entonces nos bañábamos en la fuente del jardín.
Cada tarde nos sometíamos a ese canto,
cada vez más sudorosos, más ridículos:
nos limitábamos a sonreír.
Así, a veces,
cuando el sol disputaba los sueños
tejidos de grandes historias,
nuestros ojos eran grandes
y largas las miradas...
Luego llegó la risa:
la leyenda de ciertas plantas,
la devoción por tocarnos,
la peste del cedrón.
Y luego,
algo de ti y de mí
agolpándose en los labios,
algo que no escapó
a las yerbas del jardín,
algo sagrado
como el reclamo del viento,
como los años bordados en las fiestas de invierno.
Y las mujeres hablaban en los lavaderos del sueño
del excremento de los pájaros,
como quien cambia signos en el cielo.
Hablaban con las palabras suaves
y los labios lentos
de los nombres de nuestros árboles,
de la madera pulida
donde retumban los pasos de un hijo muerto.
Nacidas junto a la noche
del vientre más puro del mar.
Ellas, como un largo paisaje,
abiertas a las manos del mar,
de esa mar que se levanta
a la distancia justa del cielo,
de cara al viento,
y se viste con gritos de niños,
mientras ellas,
las viejas sacerdotisas de la infancia,
almidonan los ruidos de la casa.
¡Ah! Me acuerdo
de las primeras señales de los eucaliptos,
de la constancia del musgo,
de la vasta ignorancia que desciende
por las varas de las estaciones muertas.
Me acuerdo de un pedazo de tierra
sin nombre y sin título,
una tierra sola,
cercada por el ruido de la lluvia.
Y yo regaba tus flores
mientras una mujer abortaba en la sala de espera.
Luego su grito, sus ropas
tendidas a lo largo del patio
como el color de las rosas,
los cabellos deshechos,
el cuerpo desnudo hasta los huesos.
Y la noche agitada a la altura del árbol
pasaba como pájaro en una aventura misteriosa.
Nosotros, entonces, brotábamos del sueño
entreabriendo la sombra de los párpados;
para adentrarnos en ti y en mí
como se entra en un océano.
¡Ah! El mundo se volvía una vieja nave
que partía del horizonte de la piel
y pasaba torpe y lenta
por todas las rutas de mi cuerpo.
Tú y yo navegábamos llenos de sol,
con la sal de los mares en la sangre.
¡Éramos los héroes del oleaje!
Y de lo alto de un cielo de navíos
pintábamos el mar con nuestros ojos.
El viento anclaba en nuestras bocas;
sonreía.
Yo, hermano, escuchaba el relato de los peces
como se escucha el grito de un hermano muerto.
Pensaba, entonces, que era grande,
y como tal
veía a los viejos tenderse
a la sombra de los días,
por tus ojos fluir aquella tarde oscura
en que llevabas en tus manos
el sueño de mi infancia.
Esperaba
tarareando una canción con los ojos cerrados,
el momento de tenderte un tapete de alabanza
tejido con la piel de mis deseos.
Aquella tarde
te veía niño,
te veía infinito,
como ese rojo papalote,
pájaro silbante,
que volabas en las tardes de aire fresco:
¡eras señor de las alturas!
Tú, mi hermano, como un soplo del sol,
te has hecho oír por todas partes.
Y yo, que entonces era niña,
me sentaba a la puerta del viento
para escuchar a ese pájaro,
como se escucha un sueño
ya olvidado.
IV
La ciudad crece como un cabo de cáñamo.
Guarda sus establos
bajo el soplo del cangrejo ermitaño.
Camino,
y las primeras gotas de una lluvia
me anuncian
la disputa del día sobre la tierra.
V
Se abren las puertas de la noche.
Se abren sobre todas las cumbres
y los brotes del tiempo.
Se abre la noche
y brotas tú y broto yo
como dos caballos alados
que persiguen el testimonio de unos pasos.
Surgimos de las manos enlazadas de unos niños
donde trazamos la verde frontera entre el cielo y la tierra.
Tú buscabas a los pájaros
que le hacían aspavientos a tu historia.
Como sabio hortelano, desplegabas ante mis ojos
aquella tela inmensa de brillantes cultivos,
arada con los huesos que roían tus recuerdos.
Yo, como una niña reina,
con una corola que sólo portan las margaritas,
cantaba a las puertas de la colmena.
Tú dijiste que podías escuchar
por aquellas paredes de blanca piedra
donde esculpimos a grandes letras
el nombre de nuestro miedo.
Y no había nubes que orientaran nuestro deseo
ni viento que arrodillara a la yerba,
todo era una pura cabalgata sueño adentro
entre confines de luces
y el clamor suave de los insectos.
Una larga y lenta cabalgata
hasta el fondo de los cielos,
hasta el advenimiento de las aguas
y las bocas muertas de los vientos.
Y entre tanto hermoso caballo
de fábula y de madera,
subíamos las verdes cumbres de nuestro pensamiento.
Galopábamos entre la luz y la risa,
entre tus manos y las mías,
por un conglomerado de imágenes adormecidas
en nuestro espejo.
Solemnes jinetes,
viajábamos por los rieles de una vieja leyenda
que alguna mujer había abandonado
en aquel jardín de los encantamientos.
Nosotros, como ala de ángel peregrino,
apendimos a mirar detrás del mundo,
a caer de nuestros párpados
sobre el sudario de la noche,
a caer, siempre asombrados,
en el centro de aquella ceremonia
que oficiaba el relámpago del sueño.
Y mi cabello era el desorden de una batalla imaginaria.
Yo era la novia rota en el altar nocturno
encadenada al grito, al velo de las aguas.
Allí mi canto creció por todas partes y penetró
la carne de nuestro insomnio.
Allí, mis labios, los tuyos,
mi cuerpo abierto para tu escombro.
Allá un muladar celeste
para los dones nocturnos.
Para seguir aquel camino alado
que nuestros potros, temblorosos,
aguardan como la cólera de una plegaria.
Allá la espera se hace oír
en aquellas habitaciones de olorosa madera.
Y nuestro sueño,
hermoso como una larga condena,
monta el caballo más oscuro:
el de las cosas siniestras.
Tú y yo somos llevados como una polvareda por el viento
hasta cruzar a la otra orilla:
nuestro espejo.
Allí vimos a la reina blanca
balancear sus blancas piernas
como una virgen perdida al fondo de su velo.
Allí los templos de jazmines,
los baldíos de orquídeas y de helechos,
los largos pasillos de piedra
donde los muertos huelen la vida.
Y era ya de madrugada cuando el ruido de los caballos
se extendió como una lluvia perpetua.
El rudo ruido sobre la yerba ciega.
Ascendí a la cumbre de los sentidos.
Frecuenté la alta alacena de madera,
donde las viejas conocedoras del tiempo
guardaban los olores de las semillas
y el esplendor de las esencias.
Y con mi traje de reina, todo bordado de viento,
me establecí en la punta de la mañana
dueña de grandes tarros de especias.
Alabé la sed, año tras año,
como un buen presagio a la entrada de mi reino.
Tracé la ruta de los cangrejos bajo la luna
y supe de la náusea al verme ante el espejo.
Sin saberlo, vertí la última imagen del agua
sobre un zócalo de hojas muertas.
Y en aquel jardín de los encantamientos
ofrecí mi rostro, la desnudez de mis gestos
a las fiestas viscosas del adulterio,
a las plazas inexistentes
que sólo conocen los que sueñan,
a la muchacha impaciente
que aguarda con un collar de guirnaldas
el esplendor de la encarnada,
a los niños que siempre están balanceándose
en el principio de las cosas nuevas,
a las pálidas plañideras que saben del gozo
de estar a un lado de los hombres muertos.
A todos aquellos
que habitan en la otra orilla,
en el andén de los desvelos.
Para ellos la voz del potro más bello,
para ellos
los brotes del tiempo.
VI
Eran los días del mar.
Errantes
las naves cruzaban
un reino de corales,
un orificio de agua viva,
en la cuenca de la mano de unos niños.
VII
A la hora nona,
cuando escondíamos los harapos
de un cuento maldiciente en nuestras bocas,
en aquellos oratorios de madera
trazábamos geografías celestes
con la punta de los dedos:
altas montañas para el descanso de las estrellas,
una provincia de extraños cometas y grandes bóvedas
para los sueños más amarillos y los abrevaderos del deseo.
En esa miseria tendimos verdes tapetes
tejidos a duermevela
para la soledad de nuestro cuerpo,
y a la luz del último espejo
vimos las migraciones de las imágenes
donde el cielo es alto,
alto en pensamientos.
Allí se abrió un bosque de ángeles
un tiempo de luz para la carne
para los pedazos que ahora son cardos
y cortejan las márgenes del verano.
Escuchamos el suave rumor del campo
ataviado por jóvenes cadáveres
que alguna vez rindieron homenaje en ese bosque.
Miramos a una muchacha despojarse de su paño
y como alados peces la vimos entre gestos,
entre la abrupta inminencia de un caudal
que recorría nuestros recuerdos.
Ocultamos el viento en la cadencia del agua,
en esas manos que acechan el débil cauce de los cienos.
¡Qué árbol de luz más luminoso!
¡Qué espléndido sorbo en el establo de los ojos!
Desnuda, con el olor ancestral de los efluvios,
nos enlazó cual peces al alba
con la claridad de la mirada.
Olvidamos que a la intemperie no hay hechizos:
no hay rostros,
sólo ásperos ecos que retumban en tierra seca,
entretejidas cuevas de piedras rotas,
remolinos de abejas que estallan
en el jardín marino de los muertos,
pedazos de un nombre que yace sobre los vidrios del tiempo.
Allí escuchamos a aquellos ángeles entonar un himno
en el estuario de los párpados.
Un canto de luz en las tinieblas:
para los niños sin nombre
para los muertos que aguardan en nuestro espejo.
VIII
A mediodía
una mujer
lava sus ojos
en el límite del sueño.
Jamás la tierra vio tanta dulzura en un rostro.
IX
(Es suficiente vivir en enramado techo,
X ¡Mira! Los pájaros
XI Un mar de octubre
XII Largos pliegues de años muertos
XIII Todas venían del mar. Engendradoras de la primera palabra Ellas, iluminadas por el sueño de nuestra fiebre,
(Tu mano regresa a mí,
Guardamos su silencio con el mar
Página en el aire desde el 20 de julio de 1998
de nuevo brotar el agua
en el aliento de la tierra,
con voz templada y fuerte
y la risa, que todavía recuerdas,
ligera y libre,
de la nube en su paso por el agua.
la cima orlada de los bosques,
engrandecida por la luz
de la mañana. ¡Feliz
corrías diciendo un nombre
más fresco que el tabique!
El día chorreaba a tus espaldas
y en las palmeras anidaba
un sol de paja enorme y transparente.
¡Qué grande eras aquí
junto a los hijos de la mujer enferma,
junto al lecho de las yerbas aromáticas!
¡Ah! El tiempo verde
con frutos de oro era el límite del mundo.
en la armonía de piedras que silban
al rodar la cuesta.)
Habría que ver por qué la luna
se pierde entre los árboles y te deja,
dadivosa,
a mitad de fábula. Allí,
perdidos en la paz de los jardines,
como en los pabellones de Jabal,
trazan los hombres
la intimidad del agua.
¡Más allá los montes
se yerguen jubilosos
y hacen sonar sus caracolas anunciando
la llegada de otro día!
El sol,
en su lujuria,
enardece las mejillas de aquellas perfumadas
con el agua tibia y la fragancia
de una madame ungida con linaza y con ricino.
Brilla la plaza blanca; las bestias,
atadas bajo la verde sombra de un árbol viejo,
enjuagan el sueño en los abrevaderos.
Los pies, entonces,
recorren un río de palabras
entre la luz de imágenes purificadas
en tus ojos.
¡Apariciones encarnadas en el polen!
¡Flores abiertas a la resurrección del día!
¡Salve señora de la lluvia
y de la gracia!
¡Salve la multitud de esposas y emisarios
que anidan en la boca del relámpago!
Porque de ellos será el reino
de los montes, de los valles, de abandonados
monasterios que sueñan con la sal de los corales.
de nuevo brotar la tierra
en el aliento de las aguas.
La nube se estremece en la comarca,
y sus harapos,
como una palabra vana en boca de hombre
curado con genciana, te hacen pensar en lavativas
de yeguas vírgenes y en el sedal
que vuelve siempre sobre la misma rada.
las caras de los ciegos, los ojos de la muerta
y su baúl
desparramado en las habitaciones de la casa.
y de tu canto nacen bayas para los hombres
de otra Patria. Y las cabezas de los niños
frotas
con una esponja humedecida en pasta de coral.
Acaso la tierra vive en agua libre,
en la fecundidad de los abortos
o en al blanco plomo del papel.
Acaso tú
que sueñas con el encantador de peces conozcas
la gloria de los sardos y las grullas.
Acaso tú,
oigas de nuevo brotar el agua.
fundan un jardín lejano bajo el ojo de la tarde.
La tierra muestra todos sus tejidos,
sus mejores tributos, y tú
tienes prisa por las franjas de heliodoro y almandina.
¡Señor, cuánta hermosura!
¿Qué sabes tú del aire entre los árboles?
¿Qué sabes tú del agua que siempre huye
y te deja así,
tambaleante?
¡Marinero de todos los santos!
Le silbas a la cólera del oleaje, le rezas
con antiguos relicarios, antes
de encallar sobre la pulpa abierta de la tarde.
Pasa un pájaro rico en plumaje
y con él
un sueño suntuoso de verdes bosques de jade;
una mujer que llega
y te dice: "cúbrete el rostro".
¡Señor, cuánta hermosura!
Las mujeres morenas caen de los cielos.
Bajo los tilos bordan el vuelo del día.
Ya no hay pájaros.
Sólo quedas tú al morir la tarde.
en los tablones inmóviles del muelle. Un sol,
acostumbrado a los colores,
duerme desvanecido sobre el agua. De súbito60;br>mis ojos ven la sombra ennegrecida de algún monte.
Es de mal agüero ver el tallo de la adormidera.
¿Por qué estamos tan lejos? Los árboles
han legado sus hojas a la yerba. Los hombres
pasaron ayer con el viento.
Suscitaron largas discusiones bajo el ruido de la tormenta.
Y alguien, entre emplastos y fermentos,
suplica,
con esa voz dulce de los enfermos,
le den un poco de mar.
En las afueras crece una yerba llamada reseda.
En el lugar del chamán
los hombres llevan la cara al descubierto,
muestran los ojos enrojecidos aún por el deseo.
Hay pájaros que buscan migas sobre la mesa
y las mujeres,
altas vigías,
profetizan el vuelo
con sus máscaras de silencio.
fueron bordados en nuestro vestido.
Eran dulces difuntos del Gran Mago,
imágenes a contraluz,
nombres en el derrumbe de los montes,
yerbas crecidas bajo la lluvia,
bajo el sueño de una lagartija.
Te hablo a ti
Procreador de antiguas memorias
que sabes del agua salvaje y de extrañas lunaciones.
A ti que has llevado el aire a nuestros cuerpos
en el lugar de la paja verde y del bronce,
donde un pájaro dócil
desciende
al fondo de la noche.
Guardamos su silencio entre nosotros.
fueron traídas por la primera abuela:
avanzan como el destello de una inmensa cordillera.
Ríen,
adornadas con la sangre del mediodía,
aguardando la llegada del Pájaro Marino.
Guardamos su silencio entre nosotros.
Encantadoras de la primera sombra
caminan deslumbradas por los mares nacidos de la tierra.
"Sólo velaremos nuestro camino".
tu mano de reina blanca.)
Mujeres de viento se fueron con el agua.
que en nuestros sueños se levanta.El jardín de los encantamientos de María
Baranda, número setenta y dos de la
colección Molinos de Viento, se terminó de
imprimir en el mes de enero de 1990 en los
talleres de Impresión y Diseño, avenida Río Churubusco,
lote quince, manzana diecinueve, colonia Rodeo.
El tiraje fue de mil ejemplares.página de María Baranda