a Maqroll el Gaviero
Rompe la noche sus amarras,
abre el tiempo de su cautiverio,
y como una barca se agolpa
en el ondeo de las aguas.
Venimos de más allá de las arenas.
Hemos andado
por los senderos de la voz y el nombre
que los hombres guardan bajo sus párpados.
Navega por el lago de los pensamientos
donde fangosos gigantes ofician el rito
de quien duerme.
Cruzamos el mar cual gente extraña,
y en un puerto baldío
tendimos nuestro asombro al ver
«tres alcatraces, un garjao
y un rabo de junco».
Cónyuges fuimos del silbo de los pájaros,
del rumor que humeaba junto al polvo.
Sagradas doncellas en la ceremonia
de los náufragos,
siempre vestidas con piedras preciosas
y escamas
en la víspera de la despedida.
Astros eternos,
dioses marinos
yacen inertes en el sueño de la superficie.
Su olor a grasa nos envuelve...
Hemos visto al mar cubrir su pielAlabados prófugos de Troya,
con plantas de la dársena
como un enorme ataúd de fuego a mediodía.
Pero de noche,
cuando las toninas saltan
para alcanzar a Dios
y el pez anuncia maravillas,
hemos visto a nuestros sueños
despojarse de sus plumas,
soltar su cabellera púrpura
y abrir sus huesos a las aguas niñas.
Y sobre la playa
donde el cangrejo,
voraz sacerdote,
le da muerte a un caracol
y los corales yacen ebrios en su fortuna,
oímos al silencio frágil desnudar
la voz hendida de la lluvia
en el revuelo de aquellas plumas
ofrecidas al sol,
que nos visita en la mañana
como un amante
volador,
y alza nuestros gemidos
sobre el montículo de los prodigios.
Él, un día en el mar y otro
en el blanco abismo de la ciudad,
«nos precipita a vernos cara a cara a los ojos»,
enrojecidas y tibias,
pero indefensas,
junto a los viejos astros, padres
de los relámpagos.
Cruzamos el mar cual gente extraña.¿Dónde la vida,
Soñábamos, dormidas en el fondo de esos ojos,
toda la inmensidad
de los valles benditos por lenguas de vaca.
Todo el aliento de los santuarios
erguidos en la leyenda
de árboles misericordiosos.
Soñábamos,
con los párpados atados a la espuma
y el aire enhiesto y profético
de una ciudad marina.
No fuimos aquellas que murieron
bajo el sermón de un pálido arcoiris,
desamparadas y sonámbulas,
en un mercado de retacerías.
No fuimos las mestizas
de rústicas mentiras, hechizadas
bajo la mano azul del brujo.
Tampoco las muñecas vestidas de lujuria
en dormitorios de marea.
Ni aquellas melancólicas de lágrimas tatuadas
desde muy lejos,
que fueron enterradas con la memoria
y la nostalgia.
Nunca estuvimos en los muelles maléficos
del marino perdido.
Ni en los vitrales tristes y milagrosos
de húmedas catedrales.
¡Ah!, pero en la noche,
cuando se fraguan risas en soledad
y reverberan las olvidadas imágenes
de una mar que se abre y ruge,
en aquel oleaje de misterio
que urde a la tierra fabulosa con sus gritos,
allí estuvimos,
frescas
en la agonía del tiempo,
mortales
como un pequeño gato soberbio y femenino,
vírgenes
de grandes familias,
locas
que se levantan a medianoche
para amaestrar desnudas
a un ardiente camastro de víboras,
y luego,
cariñosas,
ofrecerles el agua blanca de sus pechos.
Nuestro sueño era el sueño de los marinos.
Rompe la noche sus amarras,
navega.
Atrás quedó un palacio
de patios desérticos y de atrios
donde la joven loca está cercada por sus hijas.
Soñábamos, y a lo lejos oímos
una lengua muerta que nos decía:
No soy sino la sombra húmeda
e infinita
donde el viento hunde su discurso.
Encerrado en mi labor de ciego
vivo como una enfermedad del trópico
que agoniza lenta a la orilla
del sepulcro.
¡Mírenme! Estoy con las gaviotas,
golpeando cordilleras de miseria
y de apariciones.
Vivo con el bullicio y la gritería
de una ciudad vecina,
cerca de un altar de alumbre
y de pequeñas mutilaciones.
Yo sostuve el Arca de la Alianza.
Sobre mí tendieron el manto de oro
del listado eterno,
pintado del color de las orquídeas.
Fui el eco jadeante
del amante ajeno,
el suplicio que los apartaba
de los vivos,
la vida redonda e ingrávida
en el espejo de sus adivinanzas.
El que siempre aguardaba
como una piedra negra
en los lugares muertos.
El que pintan de jade y plata
en los jarrones y las vajillas
de porcelana.
Las mujeres cuando vienen aquí
traen sombreros inmensos
a los ojos del pájaro.
Y los niños,
que saben más de mí
bajo los párpados,
alzan castillos de sal,
copas de polvo y paraíso
donde el náufrago bebe la soledad.
¡Mírenme! Voy en las pupilas
de aquella adolescente adolorida,
en la risa de la vieja vendedora de pescado
que nos ofrece
el ritual secreto de sus labios,
voy en la falda de aquella campesina
gorda y ronca,
solitaria reina de los campos.
Y en una mesa de mantel de lluvia
soy el eterno alarido del ahogado.
¡Ah! cautiva agorera
que sube al lecho de los victoriosos
y sabe de astros y de aves,
del anuncio celeste que resplandece
en el brebaje de la arena.
Ella, la esposa con ojos de niño
se pasea lenta y sola
por un bosque de columnas erguidas
en los sueños.
Mujer abierta a la noche entera, su cuerpo
brama espumoso al mar, y él,
ardiente y ansioso,
se levanta con hondo gemido
para alcanzar su destino fatal.
¿Dónde la vida,
dónde?
Si hemos perdido nuestras fábulas...
Mas allí, sobre las aguas,Los náufragos visitan cumbres
cual luminoso espejismo,
vimos una ciudad esculpida en el vacío,
donde la sonrisa de un sol invisible
deja atónitas nuestras miradas.
Fuimos envueltas de súbito
con el hinojo, el enebro
y el meliloto,
con llanos y montes
y un aguacero espléndido
de fábulas.
Bellas,
cual delfines en los Cárpatos
o rosas negras
en manos de un prófugo del Asia,
dormían,
cuando a la mar
nos fuimos en el Arca.
«Los aires eran muy dulces y sabrosos.»
«A Dios muchas gracias sean dadas»
porque del otro lado,
como una ceremonia
entre las redes perdidas de los marineros,
fueron llevadas
a gritos
en el aflujo de la noche,
en la vertiente de imágenes purificadas
rugiendo en su dolor,
entre piedras que hacían muros fríos
y secretos
en la plenitud de su estremecimiento;
fueron arrastradas
a las tierras nuevas, ruidosas
por el amor de los liquenes con los helechos.
Tierras de verdes mediodías redondos
bajo un sol de hace tanto tiempo.
Nidos de pájaros solitarios poblaban
los pliegues desconocidos de aquel país
de telas de arcilla y de arena.
Largos cabellos ondulados hacían las playas,
donde pálidas lámparas recibían
los perfumados cuerpos de las ahogadas.
¡Ah!, te elegimos a ti en el colmo
de la tristeza.
Cuando nuestros rostros, frescos
como el aceite de una nuez inmutable
en su esencia,
se tiñeron de una leche nueva,
y la púrpura cáscara del higo
pintó los restos de esa noche
en nuestros cuerpos.
¡Ah!, te elegimos a la entrada de los puertos
donde las mujeres más jóvenes
sueñan
con los viajes de los patos silvestres
a la Antártida.
Te elegimos a la salida de las aguas,
al comienzo de las historias y las leyendas
ávidas de olas más altas.
Te elegimos por encima de las velas
que atraviesan el amplio reino de los vientos,
mientras el grito de la garza
se abre como herida que embellece a la marea.
«Tú fuiste el elegido,
contigo estableceré mi pacto.»
¿Dónde la vida,
dónde?
Si sólo quedan los perfumados cuerpos de las ahogadas...
Pensábamos, hurgando la sal de toda alga,
la sangre submarina de los náufragos,
en los afeites y los aromas que estremecen
a los cuerpos bajo sus ropas;
en los sabores de las plazas públicas
envanecidas por el color de la fruta
y el uso de toda pedrería.
Pensábamos
en el remanso de una ruina de palabras
asentada bajo la historia de las alturas.
Fatigadas ante los márgenes de la tierra
conocimos todo camino
que conducía a los sanatorios.
Allí, sobre largos tablones de madera,
sangramos nuestro origen en la memoria
de las hijas. Madres fuimos
de la escoria que maravilla
a las aves agoreras y a las águilas
cuando descienden,
de ciudad en ciudad,
buscando el hambre y la miseria.
El mar lamía nuestros vientres de piedra.
Había signos de aquel matrimonio
con las aguas,
en la arborescencia de los corales
y en los movimientos de la noche
sobre las playas.
Envejecíamos,
y nuestros cuerpos,
libres de toda claridad,
se embalsamaban con el rastrojo de las dragas.
Navega la noche por la mar de fondo.
«Amarga espuma en torno a él sus monstruos
en festivas cabriolas levantaba.»
El tiempo oscuro. La tempestad en calma
y el sol,
en su lejano albergue,
lamía la frente de la caliza y la obsidiana.
Moríamos a ras de mar,
bajo el suplicio de los rabihorcados
y la cárdena acogida de emperadores
y peces dorados
diciendo el Salve Regina
que los marineros recitaban
sobre sus lechos de agua.
Moríamos,
y la luna emergía lenta
de entre las palmas.
Ascendía para reinar aquellos cuerpos
color de aceituna y de nopal.
Ninfa ella misma,
ardía en bajamar,
donde los remeros clavaban su ofrenda
hasta el fondo de los amoríos.
La mar cantaba a solas
aquel dulce rumor en sus honduras.
El viento narraba las hazañas
de más allá de las arenas.
De la tierra brotaban árboles,
y de los árboles,
la sangre verde de las batallas.
Nosotras,Mendigas de la sal y de la espuma
tan lejos aún de las alturas,
enloquecíamos
con el bramido de las olas.
Viajeras sin fin de la memoria,
escuchamos las blasfemias de las algas
y el tedio de la perca en la caleta.
Y no había más consuelo
que la constelación mal amada
del silencio:
Hosanna, hosanna,
bendito es el señor de nuestro sueño.
Era el tiempo de OriónLuces,
y eran nuestros hombres:
los reyes de los campos y príncipes
de las vacadas;
valientes caballeros tigre
y caballeros águila;
señores del poder y la batalla;
gobernadores de pueblos
y naciones de insectos;
observadores fantasmas que hacen honores
a la gente extraña;
navegantes de olas encrespadas
que encomendaron su vida a la esperanza;
los que a partir del puerto
no escuchan el adiós que los reclama;
los que portan un nombre victorioso;
hombres hambrientos del barro, la vasija
y el simulacro.
Ellos,
en sus carros de sombra,
en sus ritos de sangre,
en el hondo abismo sin memoria.
Ellos: nuestros hombres.
Eligieron a los «nenúfares, los nelumbios,
la Victoria regia y los botones de oro».
¡Navegantes perdidos en las fábulas!
Supieron de las rojas terrazas de caliza
para los siervos del pensamiento;
de los pisos de cedro y de encino
para las bibliotecas,
y de largas galerías
en la misericordia de los preceptos.
Con la música de las entrañas,A lo alto de los arrecifes
con las bocas obscenas que desde lejos
descifran los signos celestes
y el cándido balanceo de las palmeras,
cantamos a la muerte: nuestra pequeña reina.
Frente a la gente de la península
y los peces de la caleta,
frente a la tumba de una ciudad,
cantamos las formas de los deseos
atentas a las crónicas del sueño,
al soplo de las sibilas
y al esplendor de los espejos;
a las leyes de las riberas
y a los presagios del tiempo;
a la brisa de la trompeta
y a la zarza ardiente de la guerra.
Cantamos,
con las manos vacías y la lengua extranjera,
en las bancas, en las calles, en las alcobas,
en el perfume de las adelfas,
el puro canto del poema.
Marinero,
canta una canción entre las rocas,
en los lugares del tiempo y la promesa
de volver a oír la voz
de la sirena.
Marinero del inútil regreso
hacia los puertos,
de la historia que los faros alumbran
en los valles muertos,
del silbo, a grandes gritos, de esos muertos
y de los días que apacientan
el lento avance del pelícano.
Marinero de la noche
que lamenta el ver morir a una gaviota.
Marinero sin más alma que las olas
y su diaria embestida cadenciosa.
Te desplazas,
respirando
el aroma de las aguas,
de los cabos, de las islas,
de los hijos perdidos y de la mujer
resplandeciente en la distancia.
Marinero:
tu canto es el camino errante de los vientos.
Y hubo vientos al rayar el alba,
y los niños, vestidos de júbilo,
alabaron los áridos pasillos del desierto
donde un abuelo ciego
predicaba sus destinos:
De todas partes,
de las tierras lejanas e inmensas,
de los lugares perdidos en una lengua bárbara,
de los límites y reinos,
de los parajes floridos,
de los maizales, los nopaleros,
los dorados campos de Huexotzinco,
de los montes color de zapote,
de las regiones misteriosas de las flores,
de los magueyes,
del interior de las aguas
donde se escucha el grito del águila,
surgirán los niños,
enardecidos
por la arrogancia del mar.
«Sólo venimos a dormir,
sólo venimos a soñar:
¡No es verdad, no es verdad
que venimos a vivir en esta tierra!»
Caminaban solitarios, desnudos, silenciosos
por los nervios de la ciudad. Llevaban
una ofrenda de guirnaldas
y flores doradas. Seguían
el ruido de la mar. Iban,
con los pasos del pastor, narrando
las obras del trueno
y el remolino de los vientos. Eran
un ejército de estrellas
al fondo de los cielos.
¡Gloria, gloria a las migraciones
de los niños que aguardan
la voz del Altísimo!
Y con la risa y la exaltación de las aguas
bendijeron los bosques, las plazas
y las piedras más elevadas del abismo.
Pulsa el viento al cielo dócil.
Azota profecías.
Batallas bajo el sol.
Arden los niños.
Olvídense de sí --recita el viento--,
canten la vida mientras mueren.
Empujados por la sangre del exilio,
por lentas sílabas que brillan en su pelo,
trazan el horizonte,
sueñan el firmamento.
Su sueño son las aguas del marino.
Tiempo hubo para la audiencia de los peces,
y los Escribas de la ley y la doctrina,
en la cadencia oculta de la noche calma,
dieron el nombramiento a los dioses de las aguas
buscando la alianza de los carámbanos,
la suave acometida de los rezos.
Y tiempo hubo también
en que todos los seres
de ciudades y villas,
de los largos tramos de tierra fresca,
hechizaron la lumbre, el agua
y el cálido linaje de los vientos.
Allí, los hombres de barro
Levantaron los muros de antiguas montañas
Allí, gritaron las flores, las rosas
Yo soy el hijo, el padre, la madre, La tierra, en voz más baja, «De mar a mar entre los dos la guerra.»
Nosotros, tendidos ante los sueños de la Reina,
(Di la verdad hacedor de mentiras --reclama la Reina con su boca de buenas familias.)
Pero la noche ha penetrado esa parte de la memoria
¡Loada la familia de la cerasta, ¡Loadas las bahías abiertas ¡Loado el hacedor de muelles (Ah, respiramos el placer del orégano
¡Bendita la noche que alberga tanto sueño!
Y por los labios de una dulce adivina
Echados los bateles a la mar
¡Ah, Tierra de boca de mujer,
Verde era la hoja que recordaban los viajeros.
Tu olor era la lentitud de la mañana,
Tú, señora de nombre azteca, ¿Quién como tú? Tierra Tierra, Dios,
Pasaron tantos días y tantas noches.
Tambores.
Página en el aire desde el 27 de julio de 1998
pintaron el estremecimiento de los suelos,
con la lejanía tatuada sobre el pecho,
como una voz sin dueño ni leyenda
o como el silencio que llevan los hombres de lejos.
que sólo aman el rojo filo de esa noche.
Y para ellas, los hombres del tiempo,
escucharon el anuncio de los pájaros del norte,
el bello canto de sus muertos:La tierra dormitaba
del otro lado de este mundo.
Bajo la ensoñación del cielo, amplia
era la superficie de la tierra,
con su cetro de sombra y de blancura
y sus lugares de piedra y arena.
La tierra hecha presente
tomaba forma humana
con el sabor de la demencia:
el sufrimiento y la fuerza.
Soy el rugir del faro
y de la fábrica, el lento
acontecer del tiempo.
Soy el aroma del mar sereno,
la tempestad,
la fiesta de los viejos.
Sobre mí, fundo los días
del abejorro y de la abeja,
las bodas del hombre y de la bestia,
la idea de los demonios de ojos vivos
que danzan y conversan ligeros
y nos legan tan sólo el eco.
arrullaba las yerbas de su piel.
La tierra vieja. La tierra fresca.
Era inútil cerrar los ojos,
dejar el testimonio en las plazas:
El grito del marino,
el cuerpo de la espada.
Y allá,
rebelde, incauta,
la hija, la hermana,
la sola ausencia de la mar:
la tierra en voz más baja.
supimos la ley de los ciclones,
la estación de las fábulas,
la ronda de aquellos cielos de gaviotas.
Con el oficio de los Embajadores,
hablamos del homenaje de ríos y lagunas,
de convenciones, de extrañas cortezas,
de rutas de enebro y engarzadas palmeras.
Hablamos de la genealogía de los Templos,
de la piel de tejón, del paño de jacinto,
de la ceremonia en el límite de la impureza.
Nosotros, pájaros del norte, encadenamos
los lazos del Cielo y de la Tierra.
y las mujeres elevan sus rezos
en el hastío de tanta ofrenda.¡Loadas aquellas tardes calmas
en que las naves,
cual cabras ciegas, regresaban
a la memoria de su patria!
el rey de los rebaños,
las historias contadas cara a cara!
a los juegos de la luna,
a las correrías de noches asesinas!
y alacenas
donde se guarda la gracia y la maravilla!
y del canelo. Estamos listas para morir
sin remordimientos.)Y por encima de la dicha y de la gloria,
te rogamos Señor
nos concedas saber el curso de los vientos,
la ruta del primer crujido
y las leyes que erigen a los lirios.
Abriremos Señor
nuestro cuerpo
a las sierras, a los cañaverales
y a todo monte polvoriento.
Seremos dóciles
a los sudores de la selva,
dulces
a las voces de la piedra,
fieles
al tubérculo y a las costas
donde se comercia con la malaria
y la griseta.
se desliza esta parte del sueño:
bajo el sabor de las yerbas amargas
y el espolón del viento
va el hombre a la tierra antigua,
enviado a las cimas
y a los campos de labranza
para dejar huella en los libros.
El Adelantado
que nombra las cosas secretas, los abismales
y las figuraciones de la piedra, mastica
una hoja cultivada bajo la luna
y su pensamiento
desciende a las raíces de aquel imperio.Cargado de historia
voy al principio de toda mirada.
Y con el don del Altísimo,
privilegio
ramas y montañas.
buscaba la bienaventuranza.
A más de seis leguas nacía la playa de sus anhelos.Hete ahí, vasta en hojas de palma.
Harta en clases de peces,
ornada con la risa de sábalos y jureles.
Eres el cuerpo de una virgen,
la túnica de la esperanza.
sobre ti señalaré el honor y la casta.
desata toda mi fuerza,
la gracia como fruto que anida
en la palmera de mi cuerpo!
Estoy solo y tengo miedo.
Lejana está la otra ribera de mi sueño,
el puerto donde mujeres de sal
pintan la faz de los deseos.
¡Huéspedes de mi dulce memoria,
coman de mí,
de mis recuerdos,
quiero oírlas roer el pan y el queso,
ser convidado como un buen remedo
para los muertos!
Palpita la tierra adentro de mis venas.
Siento la caliza, el fósforo,
la tregua de la raíz sin fondo.
Y la saliva de la tierra me encuentra
--hombre solo--
como a la hoja del lentisco
en el silbo que viene del mar.
Sentados sobre el viejo barandal de madera,
celebraban los caminos donde el cenzontle
anunciaba la vida.Entregado al placer de los bledos
y de las jarcias,
veo las cosas inmóviles y absurdas
pensando en las mujeres que se ríen a solas.
y la tibieza de tus senos
motivo de un prolongado silencio.He soñado con tus grandes extensiones
de frescura,
con las sombras que se estremecen
bajo los malecones
y con altos árboles crecidos
bajo la indiferencia de la luna.
Te he soñado viva
entre mis manos
con tu rumor de especies
crepitando,
con los textos divinos
escritos en tus entrañas,
con los despojos
de todo cuanto te es ajeno,
con las flores silvestres que envilecen
los templos y las máscaras.
Te he soñado remontando
la historia de mis palabras
como una yegua overa,
lenta y armoniosa.
fuiste penetrada de ola en ola
por un blanco ejército de gaviotas.
«Quebrantada por el mar
estás ahora,
sepultada en lo profundo de las aguas.»
de toda cosa y todo hombre,
ávida en regiones
y títulos de comarcas.
Tu presencia es mi ley,
tu extensión
la amarra más sagrada.
devuélveme la voz,
deja que mis sueños
sean frecuentados por la verdad
y que la noche se abra
al esplendor del agua.
Despoja de mí
toda historia y condúceme,
tal una colonia de pólipos
o una hambrienta hidra
en busca de la dafnia,
a la memoria del mar divino.
que la noche ha roto sus amarras.
Lectura tercera
El sacrificio
Avanzan por el agua las ahogadas.
Buscan la voz del hijo: su única esperanza.
El tiempo, en nubes, las deja inmóviles
bajo el sueño de la noche disipada.
Habíamos perdido nuestras casas.
La gloria de nuestra primera madre.
La fuerza de nuestro primer padre.
Henos aquí, en el Lugar de la Abundancia,
sangrando, gimiendo al sol que gira
y mueve el agua.
Habíamos perdido nuestros nombres,
nuestra primera palabra. De la guerra
y la miseria hicimos la grandeza.
Pintamos todo rostro y todo hueso
al engendrarse el alba.
Abuela ¿regresaremos a ti?
Después el sol, en plena devoción,
penetró la esencia de aquellas Santas.
¡Gritos! ¡Cuántos gritos!
El placer es todo llamas.
Es un infierno donde se ahoga el tiempo.
¡Silencio! Las ahogadas,
cual ramas desprendidas, bailan,
bailan y se abrazan sobre el agua.Enterradas en la cicatriz del cielo.
Muertas por la conjuración del cielo.
Caídos cormoranes en el charco de los cielos.
Templos.
Maestro Mago,
Maestro Brujo,
Brujito:
«señálanos el camino».
Víboras vírgenes: hálitos.
Llueve luz.
El cielo se abre, pasan
las muchachas, tallan
su olor a liquen.
El cielo arde, brotan
soles,
el día
estalla en gotas de agua.
Maestro Mago,
Maestro Brujo,
Brujito:
«nos duele el cuerpo».
Emigra el día, la noche
es de los árboles.
El mar en sus apariciones
cabalga misterioso
con su máscara de oro.
Retiembla el cielo.
Alzan un corazón,
tierra de agua.
Pasan nubes
del mundo al aire,
del aire anónimas,
retiemblan
los tambores.
La tumba es toda azul.
Alzan un corazón.
Pasan nubes,
lentas,
se desvanecen
sobre el agua.Fábula de los perdidos se terminó
de imprimir el día 12 de diciembre de 1990 en
los talleres de Offset Rebosán en la colonia Portales.
Está compuesto en tipos Adobe Garamond
de 11 puntos. El papel de los forros
es Cartulina Fabriano de 160 g., y el de los
interiores Fabriano de 90 g. La edición consta de mil ejemplares.
María Baranda