se remonta invisible una palmera
para estallar en su ficción de cielo
José Gorostiza
Después llegó el recuerdo
de todos los marinos perdidos en sus mapas.
Brújulas de lluvia y tiempo
y un enorme compás para medir las nubes.
Nosotras,
con esas faldas amplias que gustan del verano,
jugábamos sobre una alfombra de oro verde
en tantos días de encuentro y
tierra malva.
El gris era un viejo barco de piratas, azules
--rarísimo cambiar el tono--
eran los puertos y las aguas, y la-la-la
se oía en el hall como una línea telegráfica:
«aquél que vive del arrullo
y sabe del silencio
y de la sal en las terrazas,
aquél --seguía la voz de océanos muy distintos--
es su tío que guarda
entre los labios
la espada de familia
como si fuera ayer
la última batalla.» Afuera
las plantas fabulosas
tendían toda frescura
en la mañana,
tan lenta como vasta,
al levantar su cara al sol,
su risa que todo lo alargaba.
Cien años o más habían pasado
y el tío
seguía viajando lejos
en naves que ardían con las palabras.
Lentos eran los días
en que los hombres de la casa
murmuraban: «un poco más y muere para siempre»,
pero el tiempo
escribía del mar y
de los barcos, de lugares
donde el sol cabalga, sube
hasta los sueños e ilumina
con un golpe de luz,
países que maravillan toda cara. La tierra
era de lenguas muy distintas, de mundos
que valían cualquier lágrima
y se pintaban,
sólo un poco,
en los sellos de las
cartas.
Después
nos enseñaron a vivir
a la espera de la muerte
como la lluvia antes del alba,
como el alba aflora
tras de larga noche,
y nosotras,
enguantadas ya y con sombreros,
reposábamos en esos lechos
ilícitos
que humean a mitad de playa.
Ahora, los
cuentos de piratas,
las historias de marinos,
son un rozar apenas
de los vientos,
un lento acariciar de nuestras faldas,
cuando el mar,
como un sueño venido de otro mundo,
se pierde
en el recuento de
los mapas,
Ítaca
Y llegamos a Ítaca
por el mar que deletreaba nuestro nombre,
escuchando a los pájaros,
los gritos desgañitados de las nubes.
Llegamos hasta aquí como las piedras,
deslumbrados en la alta noche
profunda e implacable.
El agua nos mostró las latitudes
de lo que nunca fuimos,
de aquello que pensamos haber sido.
Marchamos adivinando sueños detrás del mundo
bajo la lluvia infinita de lo
desconocido,
ganándole tiempo al tiempo,
queriendo ser los mismos,
perdidos en el arrepentimiento y el silencio.
A tientas, impávidos, y cada vez más solitarios
escuchamos, como un sordo lamento,
la liturgia que emanaba de la tierra:
Ítaca en su tumba de cinco letras,
en sus muros de arcilla y de tinta,
en su rencor de haber sido leyenda,
nos aguardaba, como una voz
primera y rumorosa, para decirnos
que nunca fue realmente nuestra,
que no eran Cíclopes ni Lestrigones
ni Poseidón saliendo de las aguas
lo que la hacía lejana en horizonte,
feroz en la codicia,
enorme y deslumbrante a la distancia.
Sí, llegamos a Ítaca,
moribundos idiotas,
gusanos sobre una losa de polvo macilento,
tan sólo para saber que jamás la descubrimos
porque su
voz, para nosotros,
era una voz ya extinta.
Historia familiar
Un día mi abuelo se fue a buscar el Orden,
el Estado Civil de los relámpagos,
la Usurpación, el Vínculo de toda nube.
Marino en la llanura de la Historia
buscó los rostros para mirar profundo
y comprender la Trayectoria.
En el jardín del Tiempo hablaba de Zapata
pero también de San Martín,
de lo Absoluto
y de las dádivas. Su voz
era la voz a solas con la tierra,
un árbol flemático entre godos.
Sus ojos buscaron en el aire
el Cambio Radical,
el Surgimiento
y el Drama de los hombres
azules del espanto. «Basta leer
para saber» decía,
y como tren nocturno
nos arrastraba lejos
al fin del arco iris.
Mi abuelo recitaba «La vida
es el milagro, lo demás
quema a los muertos». Alta era la noche
en que leyendo bajo los muros implacables
de una «América distinta»
escupió las sílabas canónicas
de Hamlet
y adivinó la sangre,
el corazón inmóvil del último acto.
No pude amar su Nuevo Mundo
su petición ridícula de declarar la guerra
y continuar
entre una palabra y otra
por ese encadenamiento
donde los cuerpos se disipan.
Un día lo vi a caballo
en la época de Carlos V. Frágil,
arrastrado por el viento, galopaba
buscando la Melancolía
y la Inmediatez. Era él,
encerrado en sí mismo,
más sagrado, más complejo,
desangrándose en lo Invisible
y lo Remoto.
Hermoso combatiente
de una fuerza insólita
que lo arrastró al Origen para cambiar al mundo,
lo encontré de noche,
quieto como una rama,
tendido sobre el pasto
cubierto de poemas
que hablaban de cien años
de reconquistas y peregrinaciones solitarias.
Mi abuelo fue enterrado
en una tumba de cordilleras,
de volcanes, de ríos y pantanos,
un lugar en esta tierra
para que pueda combatir al enemigo
y liberar al mundo.
Vía crucis
Te recuerdo tan honda
y todavía en mis labios
te pronuncio milagrosa,
al vuelo de tus sílabas, tu nombre,
tan lejana de mis ojos
y del cielo ya tan cerca,
justo al alba,
cuando tú
sentías latir el campo en torno
y de la brisa tuviste así un niño,
hermoso afán gota por gota.
Fue tu hijo y fue mi padre,
lo recuerdo
brotando de mis venas,
sangrando al aire y la pregunta
¿era del mar, era del río,
cuál de los dos o un mismo cauce?
Mirándote conmigo ya te asomas
sobre el puente hacia la cumbre.
Conociste, ceñida a los gemidos,
un ángel audaz perdido en Rusia,
un pájaro sin voz muerto en la India
y el pensamiento de una virgen loca
desnuda en California.
Eloísa, tu camino me lleva
hacia mí misma silenciosa.
Te miro ebria de musgo
y de memoria en el tedio
de la tarde en que un naufragio
te trajo la noticia de un delirio
--un hogar que habías perdido
aquí en la tierra.
Por la noche
cavaste un hoyo tan profundo
que tu cuerpo cayó,
rodó en silencio, el mar
inerte te miraba,
tranquila y ya tan vieja,
inagotable,
como un hermoso sueño en la tormenta.
Eloísa, ya es muy tarde,
vente a morir como los muertos.
Sofía
Al alba tú nacías,
profunda de ti el tiempo
era de tierra.
Te vi salir cayendo de tu nombre,
quise arrancarte uno a uno
aquellos soles ciegos, impalpables fantasmas,
que tú sola engendrabas:
las fechas que brillaban en tus labios,
la sombra insomne de todos los preceptos.
Te oí gritar árbol o nube,
la sal de los principios en tu adentro,
y yo, en silencio te miraba
atenta al horizonte y a la respiración del viento.
Te vi nacer tan hondo,
con el oficio de las fábulas,
que todo en ti resucitaba y así vivía
siempre a un solo impulso
viendo surgir la noche,
la primera noche primitiva.
Un gordo buda te rodeaba
con sus manos de pan y tú
llorabas muda ante nosotros.
Como un espejo te mirábamos
tratando de copiar en vano tu hermosura.
Un coro de lo alto --lo escuchamos--
cantaba tu color cuando reías,
desangrándonos, viejos, a la espera
de otros treinta años
para aprender hablar un poco y todavía
sin conocer el vértigo del tiempo enfermo,
la pérdida de ser definitivos.
Trapecista
alabanza y homenaje mínimo a Eliseo Diego
El dios del circo habita en los volcanes
a la orilla de los ríos más sedientos
--y qué bonitos son sus hijos
claros en el frío, oscuros
con el verdor del viento. Trotando
el dios estableció los siglos
bajo el tacto de las nubes. Mayúsculo
y onírico sembró en el polvo
--cuánto polvo dónde
entre los cielos,
alabando al cataclismo,
a la aurora de los tiempos,
a la altivez del miedo,
y lúgubre
voló sintiendo que era un cóndor,
y en la arrogancia de su vuelo
arrojó sus gritos, éstos
rodaron al vacío, tan veloces
que no hubo hombre ni gigante
que lo escuchara hondo. Ángeles
de leve bruma
flotaban por el aire y caían
al precipicio de su sueño,
él, como un equilibrista
de luces y módicos alambres,
se deslizó en lo oscuro, mirando
hacia lo alto, feliz
y espléndido en su nombre.
Lo vimos todos en lo último
de su hartazgo y fundamento
cayendo pronto
hacia otros paraísos.
Tierra
a Jimena en su llegada
Costumbre mía ésta de mirar a los lagartos
y a las mantis religiosas. Y tú
colgada de algún árbol
te cubres con relámpagos, con ángeles
y profecías. Fueron meses,
pasaron meses para que tú
surgieras más viva y más serena,
debajo de las olas,
abierta hacia los cielos,
cayendo como el agua tibia
cálida sobre las colinas.
Y allá, del fondo de ti misma, silenciosa,
surgiste tan de pronto
que una bahía de tiempo
se abrió como una puerta
para toda la vida. Tres noches enteras
subimos al vacío y te palpamos
hermosa, hermosamente nuestra,
y las palomas,
había muchas palomas,
volaban justo por el aire
de nuestro pensamiento
y te anunciaban toda.
Qué día más fabuloso
alimenta ahora la memoria
de un mes de sol y raras lluvias
en el que planetaria te recuerdas
al vértigo de otros
que en el polvo del polvo
siempre te sueñan.
Las errantes
Y si de pronto
de allá de las alturas
surgieran más tristes que los dioses
como la sangre del Padre en los altares.
Y si en el centro de nuestra incertidumbre
colgaran sus pies ante la muerte tinta y deslumbrante
que a una señal tuerce los hombros y en tantos años
sólo habla de Getsemaní y de su huerto hondo.
Y si pintadas por oficio resplandecieran
en el cuerpo del aire más litúrgico
y más livianas en la noche se encontraran
llorando ante la imagen de una Santa.
Y si de pronto
al repetir los salmos bellísimas
cayeran ante un nombre
mientras su pensamiento en gloria y alabanza
al cielo sube.
Y si tan súbita caída las aturdiera
las arrastrara hasta el delirio
habría entonces una palabra
entre las nubes
que sin embargo
para decirla
es pronto
todavía.
Elegía
Ayer murió el Señor Martínez
Paco de nombre Francisco
de artificio. Era un semáforo
de luces encendidas todo el tiempo
ese Paco brillante y su caballo
una invención del cine. Humphrey
hablemos de Humphrey decía
y discurría descarado
ante la arrogancia de una rosa
linda de piel
y de lujuria.
Casóse Paco
en un parpadeo y sediento
enloqueció todo él
en esperanto por su rosa
de cien palabras exactas
en la página de un mundo
de idiomas --quince
era el número y otros tres
por allí volando. Sepan
que soñaba con ser cónsul
del papel y de la fascinación,
áspera y sangrienta,
de reír de Los Ángeles
a Washington hablando sólo inglés.
Mr. Martínez murió ronco
en el pensamiento
frenético y verdoso
ante su computer
pero traduciendo
siempre traduciendo
los mil pétalos de miedo de su rosa
que ahora en su letargo
de viuda milenaria
viste exclusivamente de éxtasis
al verse sola ante el espejo.
Templo XIII
La gobernanta de cuentas primordiales,
la sátira feroz de los soberbios,
pilar de los fornicios tutelares,
putrefacción desde la A
hasta la última infinita,
vive y purifica lujuriosa,
la tan vestida en su figura andrógina,
enorme ante los ojos más aéreos,
equívoca y segura en su reloj de siglos
y siglos circulares, anclada
a mil kilómetros de un sol vacío
míseramente vacío
en la adivinación
de un tiempo
en que corrió desnuda,
desnudamente loca,
rabiosamente lúcida,
y desbordó
a todos los demonios de su imaginación,
huyendo tan alegre
y resurrecta
y sin embargo,
ahora clásica y encinta,
no puede putrefacta
alcanzar la perfección.
Siroco
¿Ya se muere? Alabado
--y tan de pronto--
en su perfume y el festín
de ser dichoso, ah,
--ya levanta-- y se deslumbra
rumoroso
en la mirada y el oráculo,
una invención a sus espaldas
--¡tantas armas!--
derrotadas, peregrino:
¿Qué pretendes? Sube,
sube al ponto
--y ya seguro--
mira a la ciudad de oro
que es tan rauda y gigantesca
y bate alas sobre este mar
que no nos da reposo
--¿y nosotros?--
del quebranto y de los cielos
--¡tanto orgullo!--
y la cruzada
de la espuma
sigilosa canta
--ya se enciende--
y en la borda
te lloramos
--¡tan hermoso!--
por tu voz
que a cuchillo
cae bajo los muros, oh
portento
--¡no te olvides!--
y furioso
--ya se te oye--
navegar entre la tierra
misterioso
--¡cambia el rumbo!--
y por ventura
sepúltate divino
en nuestros rostros.
Materia primordial
Desciendo por el pulso abierto de los cielos,
por el verdor del aire resurrecto,
voy a fondo por la respiración del mundo
en un caballo viejo y tan oscuro
que la noche ya no es noche
y la tarde se deshace
en las ancas de este famelo viejo
en el que ando comiendo tierra
tragando el salitre de los sueños.
En ascenso voy hasta las nubes
de la razón y el pensamiento, y el mundo
es este fulgor río arriba de mi cuerpo,
fúnebre en su artificio y fundamento,
intocado por el ala abierta
de los pájaros de piedra, y la familia
sentada ya en su tedio,
es testigo de mi paso, «mírate»
me dicen «corre y vuela», pronto
me apresuro y resplandezco ya en su espejo,
en su materia primordial,
en su vértigo y mareo
de ser madre de madre,
hueco en el zarpazo
cruel de los ancestros,
«víctima» declaro y los hombres
desvanecen a los muertos, corren
invisibles, purulentos
son de fuego, sus ojos
son un páramo de víboras hambrientas,
«cómanse unos a otros» azul
y diamantino el mandamiento. El padre
de cien años, el útero
del cielo, el polvo
del polvo hasta el delirio y la cólera
que canta como una mujer sin tiempo.
La recogí del suelo y tan liviana
me adivinó profunda, huyendo lejos,
sangrientamente
hacia lo nuevo.
Azul el aire,
caótico el descenso.
Escrito con III
Aguedita, Nativa, Miguel?
César Vallejo
Quién pregunta
¿quién? Los tres
son tan esbeltos
y gozosos, espontáneos
ya se pierden, son los tres,
siempre los tres,
buscando nunca al otro
por la piel, pero apenas
son mayores y ya ruedan
por el agua en desagravio, cuando él,
el que busca entre la Biblia
silencioso, ya se oye
eternamente lúgubre
precipitado en la obsesión
del aire, es un cóndor
metafísico, es un bocón
de antaño, un forajido
palpitante, un arrecife andino,
es un timón de tiempo
infinito en su pregunta,
es un muerto por sí
propio y pitagórico
pero ¡dios!
¿quién lo cuida a él,
quién la presa
en esa tarde oscura,
quién?
La edición virtual se inauguró a partir del 1° de agosto de 1998.