María Baranda




Los memoriosos





De nuevo el mar y desde entonces
mis ojos se fundieron con el oro inmóvil de las aguas
buscando la asunción de los astros,
el grito a fondo de este mar profundo.
Mi boca fue el aliento para los pájaros de tierra,
para las selvas de lianas malolientes
donde el sopor arrastra en fuga a los gusanos
y el sol aplaca su sed bajo la sombra del guanábano.

De mar en mar
escuché a los hombres reír
abandonados a su tristeza y su miseria.
Los vi señalar un sitio para erigir su casa
y esconder así su soledad de tierra.

...Y llegaré cargando este navío
como un ataúd desesperado,
aprisionando los recuerdos del cielo luminoso,
el golpe de la lluvia y el desamparo
de ser tan sólo una leyenda.




Ángeles de proa




I

Hemos llegado
y no es del mar de donde somos,
aquí hace tiempo estaba nuestra casa,
en el Oriente de los vientos;
las mujeres veían pasar las nubes lentas,
había plantas muy distintas
arraigadas al sol que tanto se recuerda,
y era la voz de helechos y largos chayotillos
lo que a diario nos llamaba,
antigua era la casa de húmedas entrañas,
de árboles de sangre y pájaros,
los cerros y los montes
se alzaban bruscamente,
altas las pendientes y el estanque frío
donde extraviamos lo que vimos, después
los hombres se fueron hacia el frente
hinchados de gloria y de batallas:
si alguna vez fuéramos grandes...

pero la historia
de la tierra se borraba, así,
tan solas nos quedamos
con el honor y la excelencia al hombro,
entonces por boca de la anciana
supimos de extrañas ceremonias
donde se guarda a Dios
y se lame su palabra,
árboles se erguían en los sueños
y no había
olor de azahar, de acanto o de albahaca,
los pies eran ligeros, y la lluvia...
cantaba un gallo muy lejano,
de esos guardados entre pastas
de viejas biblias ya olvidadas,
hermosos los ojos que leían, ¡ah!,
los labios, los sueños de las otras,
las olas eran altas, grandes
las piedras donde ningún sonido era eterno
en las regiones de las aguas;

luego,
vestidas con las telas
y las flores,
llegaba el momento de rezar y de llenar la noche
con palabras, porque las horas,
las horas no se escapan,
todas están habitadas,

ángeles venidos de la Altura
cruzaban muchos círculos,
ofrendas de pimientos y frutas muy jugosas
eran puestas al paso de los templos, los ángeles
con las manos abiertas, decían el Bien decían el Mal
hasta la hora en que una estrella
aparecía en el firmamento
y toda exclamación se disipaba,
montes verdísimos lucían sus yerbas
de epazote y toronjil, arriba
la Virgen y el Recuerdo
se iba lejos con la cabeza al sol,

el mundo eran los días, calendarios
tallados a muerte, voces
de una piedra consagrada
que sabía del tiempo seco y amarillo de los campos,
de la tierra de azúcar verde y de fuego
que soñaba con el pan dulce de la escanda,
todos estos lugares se oían en los suburbios,
y nosotros, mientras narraban, teníamos miedo
de los demonios que miran a los niños
y pensábamos en esos Santos sin ningún oficio
que ardían en las hogueras, con una mano en la boca
y la otra en el vacío, luego
brotaban los fantasmas
de bestias hace siglos ya enterradas,
dos sílabas caídas de un cadáver
aún mojado por las tibias gotas de la lluvia:

el Padre en el abismo
que ruega por el sol y su blanca marejada,
el Padre en el principio que todo lo reclama,
el todopoderoso que guarda de noche
su ejército de dioses,
caballos de viva sangre eran su primer coro,
y la palabra pura
en el mundo
libre al aire y al mar;
de allí los hombres, los mineros,
cocina de pan y de miel
donde el Padre decía los oráculos,
y el cielo tan azul,
y su murmullo, la voz del Pez
y la derrota de aquello no escuchado,
el Tiempo decía que lo borrara de su libro
pero él, el único, el todo roca y puro para siempre,
cerró su corazón, lamió
los márgenes del terebinto y dijo al ermitaño
tu voz será de niña pero tu acción...

¡Señor, el mundo es tan ajeno!,
será, narraba aquella anciana, cuando se guarde el sol
y de los montes bajen a un feudo de leyendas,
en paz con la mesura del enebro, lo harán
por la espiral del cielo, el corazón a punto
y la marea...

así fue el nacimiento
de todos los Espíritus,
engendrados tan alegres
y siempre luminosos,
que una ráfaga marina
hizo estallar en las semillas
bajo el sol;
llorosas estaban las Parteras,
las algas y las flores rojas de la mar
eran mecidas cual frutos muertos
bañados de un antiguo secreto,
toda la bondad de las raíces
en las barbas de la mujer del mar,
nosotros
decíamos la oración
sobre los dulces corazones del espliego,
sin otra cosa por hacer
que dar la vida más íntima a la tierra;
grandes eran los álamos
que acogían la ofrenda
de buena voluntad y de hermosas maneras
fermentadas en monasterios
o acaso en frías iglesias,
o en el amor que escupe el invisible pordiosero
en esos muros
de hace siglos ya de pena,
y la tumba del Señor —el nuestro—
abierta como abierta está la playa
al extranjero,
su sombra ha quedado aquí
porque este mundo de tan ajeno
es una página,
una violencia jamás escrita,
es la luz,
la humillación suprema,
la gloria
donde se hablan y no se miran
el minero y su propia sombra,
el Uno que sigue al Otro,
ellos, los memoriosos, decían un día
haber oído al perro
y sus ladridos, de las casas
salieron sordos ruidos, hombres
vestidos de negro,
blancos por dentro,
como la noche caída en el barranco;
allí un ataúd de encino
pasaba con su cortejo de estériles mujeres,
y no sus manos y no sus rostros
eran la ofrenda de sus patios
donde pálidas las rosas y dulces en su fuerza
guardaban el sueño de los hombres de la costa;

mar arriba entre las nubes
se iba el canto del ejército,
y nadie,
en la visitación de los extraños,
sintió la paz que mata
mas no alcanza a disipar
los sueños ya de siempre,
blancas eran las caras consumidas,
blancas también las piedras de la fosa
que hizo cavar aquel Sargento,
solitaria quedó la ciudad
de verdes barrios y de plazas
donde vírgenes ancianas adularon la Visitación,

y las mujeres
tan rojas como azules
en la mirada de la mar;
dóciles en las esquinas de la noche
y lentas,
más lentas y profundas,
avanzaban con el canto perdido entre los peces,

¡vive allí!, se oyó en las habitaciones
solitarias, cuando las tropas
en marcha perseguidas,
vieron el fin, la tarde de la Víspera,
¡cartílagos tendidos sobre el agua!,
yeguas magníficas
eran cobalto
en los caminos bárbaros,
y un viejo sacristán
de pie en el muelle
decía de Dios y los insectos
a tres días de la muerte,

¡guerreros de hermosas manos
y cuerpos de árbol!, desnudos van
pero gloriosos,
a ver al mediodía tallar sus frentes,
y toda la congregación de guardias,
federales, soldados viudos desde el alba,
esperan ya la gracia
en las rejas de algas de la mar,
en las jaulas de oro que costean a los sepulcros,

¡lágrimas derramamos
por los hombres incrédulos de sueños
y amarillos en la fiebre!,
y el día de San Patricio,
bajo el rayo más fuerte de aquel sol,
luchamos, la luz a nuestro lado,
el tiempo en todas partes
y la milicia de los cielos
a la voz de la traición,
crímenes venidos de muy lejos,
vestidos con grebas de bronce
y coraza escamada,
llevaron la plaga,
a los atrios y almacenes,
a los patios del herrero
donde el huérfano gritaba,
y un águila, nacida de montaña,
bajaba como loca entre la confusión;

el cuerpo ya no existe, atrás
quedó el ángel del abismo,
ardiente y blanco
por la cal del hombre muerto,
relámpagos en tal
y en tal otra parte,
refugios en la voz del monte,
gemidos,
y Dios,
errante y elevado,
también perdido entre la confusión;

aquí hace tiempo mirábamos un mundo,
quizá desesperado,
de leyes agotadas,
de héroes y de locos,
de vendedores y príncipes extintos,
un mundo donde el sol se aleja,
desciende el horizonte,
las piedras abren grietas
por donde pasa la mula
con su amo que se arrastra,
allí surgen los pueblos,
lugares que cosechan templos
para purificar a santos y a mujeres,
rebaños de vacas
que lamen las banquetas y más allá
repúblicas de hombres tristes

¡Señor, las calles son de fuego,
la historia arde frente a su propio espejo!

¡Señor, estamos perdidos entre la confusión!




Los cantos del cielo y de la oscuridad




II

Eran los campos y los valles, la sangre
pura de los algarrobos, un cielo de semillas,
la tierra allí ruda y confusa, un mar en el
principio de peces peregrinos, la luz rectora
de este mundo.

Nacieron cerros, costas, lugares remotos...,
las olas fueron puestas para mirar a Dios, y el
hombre surgió de un solo cuerpo y su palabra
estaba por la tierra dividida. "Habitante de los
montes serás después de muerto".

Alzábanse los árboles en las pendientes,
colgaban de las rocas frescos musgos.

Tan lejos, en las ciudades de adobe y de cal
amarilla, tan lejos, tan lejos, en las ondas
sagradas del agua y en las premisas de la impureza.

Era la tierra callada.
Eran los hombres sin sueños.




a.

Yo iba al frente de una barca
con esta figura de todas las tinieblas
que se inflama de azul y arde
encadenada a su existencia de sagrada madera.
Yo iba cual caballo nocturno
corriendo en la llanura de mis días
cuando los valles eran sacados de la Biblia
con todas sus colinas y campanas,
sus huertos de pastores,
purísimas sombras de la ausencia.
entonces no se buscaba la muerte,
no se moría en la vida.
Mi cuerpo fue tallado
en un sagrado rito de pureza.
Mis manos fueron la alianza en el coro de los cielos.
No tuve un esqueleto que pasear de siglo en siglo,
tan sólo esta figura esculpida en los ríos del silencio
que marcha, con el cárdeno sonido del ave migratoria,
por toda geografía ya perdida.
Así fui puesta al frente de un navío
ardiendo entre la música incierta de la tierra y
del agua que gira entre muertos y vivos.




III

Los ojos ya no miran nada. Las nubes
detienen su paseo.

"Yo di la paz que ignoran las riberas, el
grito que beben ávidos los ríos, los brotes de
pantanos, licores de lodos y de arcillas, la
lengua que maldice a los abismos.

Yo dí los huesos a las sombras. Claro era el
nombre de los puertos. sueltos los cabellos de
la yerba. Los hijos y los viejos lloraban y a mí
decían su ruego:

desde los acueductos, el exilio y la
consagración de los jardines, desde las largas
calzadas de gloria y las escalinatas de la
guerra, desde la muda faz de los despeñaderos
y los altares de oro y de bronce en la ciudad
de las palmeras.

te rogamos Señor, nos concedas un sueño
para morir en paz".




b.

Y fue sobre ese mar vidente y su delirio
que un marino marcó la ruta
del tiempo en la derrota.
Subieron gritos, se alzaron las plegarias,
y en un manto de rezos, rugiendo entre las olas,
escuchamos el bridón de guerra,
el bramido brotando de la espuma.
Al despuntar Oriente, sin rumbo y frente al cielo,
avanzaron imágenes extrañas para "que sepan
lo que es el remordimiento y el orgullo",
y unas grandes moscas se abrieron paso lentamente
tres veces girando por hondas grutas y peñascos
al ruego de la voluntad allá en la altura.
"¡Retírate de mí! ¡Guárdate de ver mi rostro!"
Siervo de un dios miserable,
sombra ya consumida
que destroza la sangre
sobre el manto del océano.




Primera lamentación

Porque era menester subir de pronto la montaña, como lo hacen las bestias de carga, y alejarnos, queriendo olvidar el curso de las cosas venideras, caminando uno detrás del otro, sin conocer más Dios que las grietas, los sarmientos, los elementos de este mundo, tratando de reconocer el tiempo señalado, el ruido abrupto de nuestra peregrinación que nos mantenía pensando en las mujeres con los brazos desnudos bajo el sol. Y eran muchos los gritos de aquellos que se quedaban atrás, ligeros en la retaguardia, intercambiando mensajes con los pájaros de un azul más vivo que la mar. Así, apresurados por el murmullo de los juncos, marchábamos sordamente tratando de alcanzar la cumbre luminosa. Y que eran muchos los embajadores que nos recibían con una copa lustrada de palabras, lo sabíamos, porque ¿de qué manera podíamos manifestar nuestro arrepentimiento?

Y habiendo transcurrido mucho tiempo, en el olvido ya de nuestra gloria, de nuestros rostros y con las manos cargadas con el estremecimiento y con la inquina, decidimos robarle horas al sueño por la fisura de los párpados y avanzar siguiendo el silencio de las piedras y las peñas, el ímpetu de los insectos. Y cansados como estábamos, igual que las camellas, nuestras tropas fueron desvariando en el delirio de las tinieblas; había aquellos que conspiraban contra su propia vida o los que perdían el corazón ante los túmulos de los muertos. Pero las voces, en sucesión, que el viento nos disputaba, eran tales que olvidábamos la razón como se olvidan las palabras dichas en la batalla: aquellas que consuelan o que conjuran al socorro, y llegan a la humillación. Y confirmando el dominio y la serenidad, decidimos celebrar, con el fuego encendido de los campamentos, fermentando los vientres de nuestras mujeres, escuchando siempre el ladrido de los perros, la sorda súplica de las metrallas.




IV

Era por todas partes. Los hombres huían a
los montes para esconder el canto puro y simple
de sus hijas.

Era la tierra de cobre rodeada por las
peñas y los riscos donde un virrey yació en su cuna.

Eran los mares lejanos y los ríos.

El tiempo seco bronceaba sus armas en el
filo de la distancia. Elevadas plegarias en el
cerro y más arriba tres cruces al repique de
campanas. Entraron los hombres con su risa y
el cielo a los vientos desataba: "queremos el
agua de los ríos, queremos toda pasturanza".
A sol luciente, las naves de roturas anchas,
iban como una hoja que por el llano arrastra.

"¿Por qué Señor —gritaba el viento— estás
tan lejos de los campos y de los hombres de
nuestra raza?"

En lo alto, donde el sol moría, se oían las
súplicas, las últimas palabras. Allí los suelos sin
memoria, la llegada del Gran Muerto.

Y mientras, en el pueblo, entraba Dios tan
lúcido y de tajante espada.

"Éste es su Padre que atado de los pies
olvida sus hazañas". Las hijas bajaban de los
árboles (no hay flores ya que no estén limpias
ni Reinas que no sean veneradas). Pronto la
sala de la Fiesta se llenó de gritos y él, en su
necia fama, repartió los sueños de los muertos
como un surtidor de voces ya olvidadas. Cargó
con los relámpagos el tiempo más fuerte de los
bárbaros: gente de los suburbios, gente
profana como el silencio hundido bajo la
ceremonia de las fábulas.

¡Verde la dicha en el palio de las alas!
¡Verdes harapos relucientes y una mujer
que barre el júbilo de las terrazas!

Hombres todos ellos en el suplicio de la
tierra. Abandonados van en la penumbra de
los cielos. Tocan el mar, tocan la tierra, tocan
la muerte pura y viva.

Marineros de los montes, hijos del trópico,
vendedores del vértigo, náufragos que ya
nadie recuerda, amantes de perfumes y
placeres, gentiles del sacrificio y la pureza.

¿Y qué es el hombre sino un sueño apenas de la tierra?

Un solo sueño que vive para siempre en
las lluvias cálidas, sobre las aguas muertas.

El ojo atisba la tristeza que la tierra
esconde. El viento narra la hora exacta de
todas las batallas (aun en la memoria, cuando
niños, pasaban así largos los días). Aquí tenemos
nuestro hogar, bajo una encina, pero ustedes han
de esperar el roce de la luz que emerge de las
aguas, el himno de la noche al golpe de las
olas. Ustedes, hombres sin sueños, ¿qué saben
de las cosas que nuestros ojos crean?

Buscamos la visión de un sueño en las
lágrimas de la corteza, en los ejércitos que
forman rápidas las nubes y en los bosques que
levantan las tinieblas. Buscamos en el semblante
de los santos que refleja la solemne miseria del
lodo y de la arcilla.

Buscamos, buscamos, y toda nuestra fuerza se consume.

Reía Dios en su profunda fosa. "He visto al
hombre caer en la distancia de los días, en una
cordillera someter el canto de los soles
peregrinos. He visto, en el pan duro de la
tierra, a los hombres pintar la Cruz iluminados
por la luz de la marea".

¡Árboles, más árboles! Todos sus labios
verdes, su sangre verde, el verde silencio bajo
la risa de los días.

¡Dios!, no hay un sonido, una voz mojada,
una voz de tiempo, una voz de piedra, voz
sumergida, voz enterrada, voz combatida.

¿Y qué es el hombre sino la voz endurecida de la tierra?

La tierra, la tierra en nuestro sueño. La
tierra en el principio que todo lo levanta.
La tierra en nuestra frente, la tierra en nuestros
ojos, la ofrenda de las plantas, el aire en nuestra
sangre y el corazón perdido entre las aguas.

¡Alabado sea este suelo y su silencio!
¡Alabados sean los páramos y las vertientes de
las piedras! Abajo, abajo, en el olvido de los
yacimientos, quebrándose, perdiéndose, el
hombre en el sueño endurecido de la tierra.




c.

Santos y desquiciados van en esta barca estremecida
buscando el odio que combate
la furia de vertientes y de valles,
el grito de la roca,
la cicatriz que calcina tanto cráter.
Hombres de las islas destrozadas
olvidan que fueron remos rotos y enmohecidos,
hijos de hijos, el llanto resinoso de los árboles.
Y como un faro abandonado en la tormenta
se yerguen sobre un patio de pájaros
en la visión marina de sus almas:

¡Mar infinito y ciclónico!
¡Mar verde y azul, desgarrador,
arrastras la risa triste del crepúsculo
como una procesión de ajenas soledades
donde el relámpago hunde sus mil ojos!
Surcamos tu dura piel oscura
con un dolor profundo y valeroso,
alzando nuestras penas,
abrumados por no llegar a Troya o a Liburnia
ni conocer región de inútil súplica.
Después sentimos miedo
de no poder vivir como los vivos,
de no poder morir como los muertos.




V

A tierra viene plácida la vida. El mar seca
su sangre en la mirada de la arena. El hombre,
hecho de oro y de carbón, cómo murió cuando
vivía. Cómo paseaba sobre ti, toda vestida de
escarcha y rocas ígneas, todo tu traje de rosas y
de malvas, pero él, en su debilidad, ¿paseaba?

Otro era su grito al sol sobre las canas
cumbres de los céfiros. Años había y los campos,
las simientes, eran oro, oro los tallos, el
trigo, la espiga, oro los hombres y carbón en
las estatuas, oro los hombres y carbón en la
espesura de la tierra.

¿Quién le rompió la voz como una larga
senda hecha de hormigas? ¿Quién lo escondió
—profundo de sí— en el aire vacío que no grita?

¿Iba solo en el alto cielo como un ave marina?
¿Estaba solo en las orillas muertas, sobre
los prados pródigos, junto a las rosas secas?
¿Solo en los afloramientos de las aguas, en
el aliento de la yerba, a la caída de la lluvia?

Oh, divina
¿y sus sueños, su memoria?




d.

Tórrida y demencial,
amazona del agua,
voy de mirada en mirada
por los meses, los años, los siglos
que sólo yo conozco, los sueños
que sólo yo custodio.
Varada en esta proa, atada a mis raíces,
la noche llega a mí para que yo camine.
Mis pasos son los pasos de una sombra errante,
mi sangre fluye en el vértigo que anuncia la distancia.
Mi voz se disemina
bajo la temblorosa luz de todo párpado.
Mi grito flota destrozado
y anuncia la llegada a los puertos
donde los ciegos y los nómadas
discuten el origen de cálidas llegadas.

Vienen de mares lejanos,
de regiones donde la sal
es una lengua que supura en la comarca.
Vienen como las flores profundas,
estallando en los límites de la desventura.
Soldados del crimen, ministros de la victoria,
su nombre estremece los ritos
de la esperanza y la desdicha.
Vienen con el eterno temor de la palabra terrestre
pero también de la palabra marina.
Se estrechan de mano en mano,
de rostro en rostro, hasta escuchar
el grito del águila divina,

Repliega el mar su regio pórtico,
despide en honra al portavoz de los navíos:
"Tal me dicen que es tu amistad sobre la mar ecuestre.
Yo te designo con el nombre de Isis,
Aurora de la luna,
Estrella desollada,
Armadura de luz,
Máscara de espuma,
¿escuchas?"




VI

¿Qué has hecho tú que el hombre llora?

Gimen las aguas en campo abierto. El mar
asciende, se desliza, borra los mundos, cubre
las sílabas, fluye en el tiempo; agua de pan, de
bronce, de hoja y de armadura, agua de barro,
de aire, agua raíz de pájaro, hoyo negro,
áspera sangre, agua que arde, hunde su mano
y crucifica.

agua de pedernal, agua en las llagas, látigo
subterráneo, catarata de piedras: tormenta,
agua oscura, encarnizada, ráfaga inmensa,
escalera del cielo:

témpano, agua ciega, ojo de vida, palabra
lúcida, furiosa:

¿Y qué es el hombre sino el agua pura y
muerta de la tierra?




e.

¡Tan súbitamente y ya mentías!

Hubo una tierra que siempre estuvo lejos
de sí misma, y hubo también
un fuerte prodigio, valiente
compatriota en las arenas.
Llevaba el nombre en el baluarte,
en los ojos llenos e infernales
de la costa muerta. Su nombre pudo ser
el del famoso Morgan o el de Alfredo el Grande.
Y fue en octubre y por la noche
cuando todo es profundo y permanente
y nace una música golpeándose.
Y fue la fuerza, la voz del cielo,
la luz del aire y los soldados
que de la muerte tuvieron miedo.
El capitán oscuro, el más robusto,
se hinchó a los vientos y de su boca
surgieron campos y la sentencia
de un animal ya muerto:
una ballena desplomada
sobre el remordimiento de las aguas.

"¡Al mar de nuevo!, antes de que la lluvia
nos tienda una emboscada."




Segunda lamentación

Que teníamos los ojos cargados con el miedo y la desolación —se decía— porque llevábamos ya, desde la última vela vagando por llanuras y praderas, diciendo palabras incoherentes, hartos de sostener los mismos sueños, de rezar siempre llorando, casi a gritos, rogando ante una imagen apacible que no sabía de signos ni presagios y que en sí misma se hundía en un gran silencio nutrido de insultos bajo la magnificencia de nuestro corazón. Que teníamos los cuerpos cargados con disturbios y discordias, con el denuedo y la devoción —se decía— porque nosotros, campesinos como éramos, refugiábamos nuestros pensamientos en los cafetales y en los campos de espléndidas ortigas, de raíces arrancadas bajo el sol. Sí, pensábamos en los surcos y en las fosas, en los ríos que hierven junto al llano, en las cumbres que braman bajo el cielo mezclando el canto de las mieses en su clamor. Pero a las ciudades nos llegaban las noticias: no sabían nada de nosotros, ocupados como estaban por el brote que los había golpeado con desesperación. Y eran niños y mujeres los primeros afectados y por eso pintaban de blanco sus caras y se disponían a recibir la sagrada poción con flores que llaman de la ofrenda. Y por eso las piedras de la gloria ya se alzaban pidiendo apelación. Porque nosotros, consumidos como estábamos por tanta ausencia, sabíamos de aquel vago silbido de la tierra que nos dejaba a unos atónitos y a otros perdiendo la vida de las manos del Señor. Y era esto el principio de lo que algunos llaman Soledad y otros Abatimiento.




VII

En aquellos días llegaron los hombres del mar. Con los ojos lejos de la mirada y los nombres en la línea del horizonte. Bajaron muy lentos de las naves, como si llevaran detrás suyo el peso de un enorme sol. Su hablar también era lento, masticaban después de cada palabra esa resonancia hipnótica que sólo conocen aquellos que han visto sus sueños tenderse sobre el mar. Y lento era aquello que decían, arrastraban mundos, chozas construidas con las hojas de una palma muerta, mujeres con sabor a sal, batallas donde habían perdido su destino, y toda la miseria de sus pensamientos que volvía en cada ola, en cada retumbo de la escollera de sus días.




f.

En rauda fuga al mar se vierten
con el rigor y la quietud luciente.

Hubo un hombre ataviado en las lindes,
progenitor del orden, destructor de nubes,
que visitó los mares
y desertó a la diestra del Señor
y de la estirpe:
"¡Ah!, te juro
por más que afane
lo que se queda lejos es más profundo..."
Y en la mar alta:
"¡Como en la guerra!",
pero me amaba. Atónito
ordenó sus armas,
sopló a los vientos
y ungió su frente
con el prodigio del polvo y la alabanza:

¡Sea yo un canto
que la mar repita sordamente,
un eco de pájaros y de astros
atrincherados en la arena!

¡Surque yo el firmamento
como soles tórridos
cayendo en el diluvio de los días!

¡Sea yo el destino, la luz del mensajero,
el urgente aviso del alumbramiento!

¡Sea yo la patria de aquel que ignora el rumbo,
el ardiente grito del hijo
que apela el quebranto del padre!

¡Sea yo como aquel que riega
un almenado muro para clamar
a la serpiente de rabiosa mordedura!

¡Sea yo el dolor que acoge el monte
con su sangre
ante el rigor de los niños bautizados!

¡Sea yo el vástago
que la noche esculpa,
el alma
que sobre la mar relumbra!

¡Sea!




VIII

¿Qué Dios nos trajo aquí?

La nube en un principio, el sol en los
escudos y la noche... Perdidas ya las brújulas,
enloquecidas, desviamos ruta, y dioses vimos
detrás de cada ola, grandes caballos negros
tejían la blanca espuma de la historia: "y este
mundo verán y será suyo".

Ni hombres ni guerreros, pero cada vez
más silenciosos, huíamos de la muerte
y de su amor enfermo.

(Habíamos olvidado los caminos, los
susurros del árbol, el amigo. Éramos el sueño
del águila marina, y detrás nuestro el sol
se erguía bajo su máscara.)

De las naves bajaron hombres prontos a
oficiar el rito con los ojos muertos, aquellos
que cargaban con sus mujeres tristes y
destrenzadas.

¿Qué Dios fue aquel que a todos engendró?

"De puerta en puerta iremos por los
mares". Nuestros ojos, buscando extrañas
libaciones, vieron pasar a las aves que sangre
derramaban.




g.

¿Adónde arrastro este navío?

Mi fuerza está perdida
en las noches de la tierra,
en alcobas de llanuras infinitas,
en hoteles de sábanas mugrientas.
Mi fuerza, como una loba que ronda
sombría y furiosa,
está en ese olor a raíz y a lluvia,
a valva, a yodo...
¡Ah!, unida estoy al liquen
y al polen de los trópicos,
al lívido sopor que carcome a la resaca.

¿A qué los gritos, la pureza,
las plegarias?

Exhala el tiempo su rumor festivo.
Admira frondas, ríos, númenes,
un bosque ardiente,
la plácida calma de la tierra enardecida.
De lejos van las naves
que en furioso tropel a la ciudad avanzan.
Cargan los muertos de primera sangre,
el cadáver del niño,
el rostro que profetiza un mundo y una raza.

Recuerdo el ataúd. Como un alto navío
se mecía bajo la lluvia, mis pies
pisaban suave el fango,
se hundían en un altar tejido entre la yerba,
oficiaban el rito de su confesión
sobre el rostro dormido de la tierra.
Todo moraba dentro de mí,
mis ojos se anudaban
al mástil de la noche,
al frío cuerpo del trueno,
al remoto canto que pulía desesperado
la miseria de los náufragos.
De noche el mundo latía en la borda
de una historia misteriosa
que hablaba de un marino
y de su luz
sepultada con el quejido de las olas.

Vivir entonces era mezclar la dulzura del cielo
y de la tierra: las umbelas y las plúmulas,
la alfombra de cereales,
los jugos, las savias, las leches emanadas en baldíos,
en las nupcias de la tierra,
en el brillo inusitado que derrama su milagro
sobre el rostro profundo de la aurora.

¡Todo el imperio de las gramíneas!
¡Todo el cosmos vegetal, el universo de las praderas!
Lo cadencioso y lo mordaz,
lo que zumba en el campo y en la colmena,
todo el paraje de la carroña,
de lo que engendra el relámpago,
la pulsación de las flores, el fulgor de las frondas,
lo que desborda y lo que ciñe, lo que medra en el sueño
y en el vaho de la niebla, lo que emerge en el tufo del alba
en el sagrado cuerpo de la hiedra.

¿Mas quién soy yo que me nutro
de esta aventura de la tierra?




IX

Éramos los hombres muertos bajo el árbol
de este cielo, los tributos de los aires que
golpeaban, cada vez más alto, los corales
arrancados a las aguas.

Éramos aquellos que pasaban como la
crónica de un sueño, los jóvenes en la bondad
de toda guerra, los rudos que marcan larga
historia, los héroes de ojos negros en el
corazón de nuestras plazas.

Éramos los náufragos sin voz ni rostro, los
navegantes sin honor, los hombres que
cantaban solos, los siempre perseguidos por la
encendida luna donde los peces se agrupaban
como una flor de polvo bajo tierra.

Éramos los marineros del tiempo en cada
ola, los que viven en los lugares de la yerba, en
la misericordia y confusión del mundo.

Nosotros, éramos aquellos que viven
siempre muertos.




h.

Lo mismo que la vid o la raíz del fuego,
igual que el tiempo cuando monda, limpia y configura,
así mi grito bajo el rigor del cielo,
mi gozo que se rinde húmedo bajo los árboles
como un humor que exhala la memoria de la tierra.

¡Yo soy la bestia pura,
el grato emblema de la umbría,
soy luz entre las rocas,
estallido bajo los hilos de la arena!

Mi piel es la campiña donde se arrastran
fétidas culebras, mis venas,
como las leyes donde el trópico hechiza y resucita,
se anudan en la nostalgia y el recuerdo:

Había entonces un sueño más vasto
que este mar de niebla,
donde se edificaban casas
para silbarle a Dios
que era Uno y era Grande.
Habían los gritos de mujeres
que desfallecían, y ese drama silencioso
que después rondaba rostros
en las esclusas, en las bodegas,
que no eran sino ofrendas al fondo de una historia
de otro siglo

...y todo lo que se decía con los labios apretados
con los ojos más radiantes que la propia fuerza...

Había una vela encendida
en los rincones de la noche,
una imagen que siempre era de otro

Y la tierra,
la tierra en su fortuna,
la Gran Osa del cielo,
el púlpito del sol,
el grito en la sabana
bajo una lluvia que desmorona en las arenas.

¡Tierra estridente con su altar de relámpagos!
Con viscosas palabras,
con placeres en la constelación de lo verde,
con los ruegos en la famélica piel de los mulos.
Mulata que se desviste y se orina
y aúlla invocando
la pasión terrestre.
Cómplice del ritual,
fiel ante las raíces,
frágil en el resplandor de la incertidumbre,
bella bajo un golpe del corazón del viento,
tallada en el esplendor de una gruta,
poblada de plazas, valles,
poderíos de maleza
y toda suerte de gente,
de sombras chorreantes,
de espejismos
en las orgías de la tierra.




Tercera lamentación

Y aconteció que siendo el primer día de la fiesta de los panes, cuando sacrificaban el canto de los corderos, vimos el camino señalado por la lluvia donde los hombres bienaventurados segaban las súplicas de su destino. Hubo entonces un alboroto en el barrio, porque se esperaba el prodigio de la primera lunación y el arribo de los carros con los panes de la fiesta. Y nosotros, con el oído atento a los requiebros y humilde el corazón, aguardábamos el paso de las aves —de nombre zopilote— porque eran muchos los enfermos y los cortos de entendimiento para los cuales no había misericordia ni salvación. Así, los hombres se levantaban contra el sol, en el fulgor del día, fuera de sí y de su palabra. Porque de cierto como estaban buscando la Consolación, por honra o por deshonra, venían siguiendo a su alma para vivir un poco más y juntamente con los Otros. Y habiendo visto que lloraban y gemían mucho, les otorgamos una pierna, un brazo o cualquier parte del cuerpo en miniatura o aquellos óleos que destacan los milagros como testimonio de nuestro silencio y devoción. Y cuando estuvieron próximos a Su palabra, se dispersaron para velar los márgenes y cañaverales, los huecos interminables de su pensamiento, orando para no entrar en tentación. Y eso fue ayer, cuando se vocalizaban los mandatos y las órdenes del corazón, pero ahora que nos acostamos junto a la tristeza con un puñado de tierra en nuestros sueños, escuchamos el lamento del hombre hijo de hombre que nos cierra los párpados con el presagio de la maldición.




X

Vivíamos en las tierras áridas de los desiertos,
en los bosques donde dormían las reinas, en
las terrazas de piedras y vigas de cedro para el
descanso de las vírgenes guerreras, en el
espacio donde los sueños se perdían girando
en el recuerdo, y en toda la dulzura de los
pastos donde moríamos un poco y buscábamos
un sueño.

Conocimos al hombre bienamado, feliz
porque miraba tierra, y a todos los hijos por los
caminos de su padre y a todas la mujeres a la
salida de los templos. Y la noche iluminada
antes del amanecer, marchaba altísima, sobre
todas las rutas de nuestras almas. (¡Alcen al sol
las ruedas y los navíos, arrastren sonoro el
suelo de las cadencias!).

"El dos veces oscuro" lo llamaron, nosotros
escuchamos su grito en los repliegues del
abismo: "¡Destruyan, aplasten, maten a niños
y a viejos!" Y navegando la redondez del viento,
vio la tierra más pequeña sobre la losa de un
altar perdido en sus recuerdos. "La vida está en
mis ojos, la sal corre en mis venas".




i.

Se escucha un ruido de noria en las esclusas
de la tierra.

Hay un rumor que avanza y petrifica al sol
en su lejana ronda,
como el llanto de la primera madre
condenada al agua del desastre.

Hay un zumbido en la mercadería de los
cadáveres,
en la trituración de la cal y del amianto.

Hay un ruido que prodiga el nacimiento de
las naftas,
de las más bellas germinaciones de la tierra.

Hay un gemido de pies que se deslizan sobre la
estela de las plantas y la fría constelación de
los rituales del viento.

Hay un rugido que señala el amor que
albergan los insectos y conduce a una
estampida de cuadrúpedos hacia los
márgenes del abandono.

Hay una gritería de grandes pájaros, capitanes
del cielo y del orgullo que versa a la ciencia
en su réplica y en su confirmación.

Hay un crujir de viejos barcos en muelles
destartalados donde se inflaman los
pelícanos en la sorda lentitud de los diluvios.

Hay un silbido en los andenes, en las correrías
del abuso, donde se venden rosarios
para refugio del miedo e inquietud
del domador de pájaros.

Hay un estrépito que soterra a la yerba matinal
contra los muros, un resplandor
donde desciende el tiempo
y sus apariciones instantáneas.

Hay un estruendo que turba las colgaduras de
las palmas, los portentos visitados en la
aurora por la irrupción de vírgenes
desvalijadas.

Hay un eco viscoco y fecundo entre las algas,
como el desbordamiento de la leche de
mujer ante los perros de la ausencia.

Hay un retumbo en las leyes que dicta la
comarca cuando los escarabajos
descienden al fondo de la voz del valle y
lamen su sangre todavía caliente bajo la
umbría del sol.

Hay un fragor divino que avanza sobre
dunas y lápidas, un lamento que se escucha
infinito en cementerios, donde se arrastra
el portador de aguas.

Hay un chirrido que nutre la soberanía
de los recién nacidos y recorre
el lecho donde reposa el estremecimiento.

Hay un rumor que devora la mirada
del fango, del grito de la noche
que alberga la demencia.

Ésa es la comunión del Cielo y de la Tierra
y no hay nupcia más espléndida
ante los tribunales del viento
que el canto que dispersa
la boca aullante del vidente.




Piedad




1.

El mar,
tiene que ser el mar,
con su carga de viudas quebrantadas
y sus hijas en la ronda de la noche,
con sus grandes murallas de fábulas,
verde sobre peñas y arrecifes,
en la embriaguez del tiempo,
en el santo oficio,
en la alabanza de peces y marinos,
con su rostro como un dolor redondo
y su cola pateando en el vacío,
todo el mar
y sus destellos,
el mar de dioses y asesinos,
el mar más joven, el guerrero,
el de los hombres nacidos bajo el sol,
el de fuego que evoca a los perdidos,
el de las naves con sus cadenas de plomo,
el divino,
el que vierte su cuerpo entero
en los títulos y juramentos,
él,
abrio y salmista,
viajero de antaño,
errante de la tierra vieja,
que ríe y forma las nubes,
se hunde en el cielo
con su rito de flores
verdes y amarillas,
caballero sin armas,
extranjero
que sueña con las aves salvajes,
con el gemido del viento peregrino,
el mar,
preso en el revuelo de nuestras almas,
en los pliegues que bordan
el rostro perdido del marino:




2.

Dios, ¿dónde estás?

Al aire ligero,
a la vuelta del águila,
gritando, gritando,
con los ojos vueltos
a las montañas, a los caminos y a los cerros,
aquí, en el ácido de los lagos,
entre la yerba y los mármoles,
descendiendo,
fundando ciudades,
tejiendo los templos,
mis ojos girando,
girando hacia arriba,
sumergido en silencio,
aquí,
junto a los héroes nefastos,
frente a un pelotón,
en el grito del Capitán
que avisa tierra,
aquí, todo este tiempo
y siempre,
de los mares soy prófugo,
de los cielos distancia,
de los mares hermano y de los sótanos...

Aquí, todo este tiempo,
girando, gimiendo,
en la risa loca
del hombre
perdido en esta tierra.




Los memoriosos, número ochenta y cuatro
de la colección Molinos de Viento,
se terminó de imprimir en el mes de octubre de 1995 en los
talleres de Offset Rebosán, S.A.,
Está compuesto en tipos New Baskerville de Ediciones del Equilibrista.
Se tiraron mil ejemplares.
El cuidado de la edición estuvo a cargo de la autora y Gabriela Bellón.

Edición virtual en el aire desde el 20 de julio de 2003


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