El problema del Tribunal de la Santa Inquisición en América ha sido un
tema abordado por un sinnúmero de investigadores a lo largo de toda la vida republicana. Si hacemos un recuento de las publicaciones
recientes, encontramos un amplio panorama de temas alrededor de la actuación
del Santo Oficio que van desde sesudos ensayos acerca de su participación en la
economía colonial hasta intentos serios de análisis enmarcados dentro de la
Historia de las Mentalidades.
Sin embargo, publicaciones como la de Marcos Aguinis nos retrotraen a
problemas que consideramos poco difundidos e inclusive, obviados por los
estudios históricos recientes.
Pareciera ser que la actuación del Tribunal de la Santa Inquisición tuvo
en América condicionantes particulares que la diferencias de manera radical del papel que jugó en la sociedad
europea de ese tiempo.
Es cierto que en América el Santo Oficio, luego de una lectura
desapasionada de las fuentes, se ocupó ante todo de la promoción de los
intereses comerciales y financieros de sus miembros, antes que de la
“vigilancia de la pureza de la fe”.
También es cierto que la marcada tendencia a perseguir y castigar
inconductas sociales de la época, como son el concubinato, la bigamia, la
sodomía o las escandalosas vidas privadas de algunos sacerdotes demuestra en
realidad una sociedad represiva, pero complaciente en algunos términos. De igual manera, la persecución enfermiza a
“iluminados” y hechiceros marca una constante de inseguridad social y política
muy grande.
Sin embargo, consideramos que se olvida un elemento importante en todo
el accionar de la Santa Inquisición, elemento que resulta siendo clave ya que
fue la excusa de su origen, desarrollo y sustento durante mas de trescientos
años, nos referimos principalmente a los judíos. Tan es así el asunto, que para muchos investigadores, desde
Ricardo Palma en pleno efervescente siglo XIX hasta Fernando Iwasaki en su
deliciosa obra “Inquisiciones Peruanas, pareciera que el problema de los judíos
en América es consustancial al de la historia de la Santa Inquisición. Se rechazan los métodos, pero se deja en el
tintero la justicia o injusticia de la persecución.
A pesar de que en todos los “autos de fe” hubieron ajusticiados
acusados de judaísmo, más vistoso resulta el hecho de los relajamientos de
brujas, hechiceros, iluminados y sodomitas.
Es más, pareciera que algunos investigadores que han hurgado en los
añosos archivos del Tribunal, critican y se horrorizan de los métodos, pero no
pretenden conocer más de cerca a los protagonistas de los hechos, a menos que
estos tengan visos de “herejías libertarias”.
Esto salvo honrosas excepciones de investigadores que han tratado de
discernir detrás de los oscuros procedimientos inquisitoriales, toda una maraña
de condicionantes propias de la época, tratando no de juzgar, sino de entender
tanto a víctimas como verdugos.
En realidad el problema es lo suficientemente complejo como para
pretender abordarlo en los límites propios de un artículo. Sin embargo intentaremos sistematizar los
conceptos alrededor del problema de la persecución de los judíos en América.
LA CULTURA HEBREA
La cultura Hebrea es muy antigua.
A pesar de ser un pueblo permanentemente perseguido, en total diáspora
por todo el mundo, ha conseguido ser una cultura muy cohesionada alrededor de
la religión mosaica. Desde que Moisés
recibe las tablas de la ley de Yahvé o Jehová (siglo XIII antes de nuestra era)
y se funda el tabernáculo para la conservación del Arca de la Alianza, donde se
supone estaban guardadas las tablas de la ley, hasta el presente, la comunidad
judía ha logrado mantener su cultura, pese a milenarias persecuciones y una
dispersión muy grande.
La religión hebraica considera los sacrificios como uno de los puntos
centrales de su rito. Tenemos entre
estos sacrificios desde los sangrientos, que ofrendan la vida de algún animal,
hasta las oblaciones personales. La
circuncisión (la operación por la cual se secciona parte del prepucio para
liberar el glande) es una forma de concertar la alianza entre los judíos,
haciendo de esta operación, un elemento permanente e irreversible de
identidad. Se prohibe el culto a
imágenes, pro ello, los hebreos desarrollaron artes como la música y la
literatura y no la pintura o la escultura.
En la religión hebrea se establecen dos principios de comportamiento que
han dado las características tan particulares a dicha comunidad: el estudio
indesmayable y la solidaridad entre sus miembros.
Los hebreos tuvieron que salir de sus lugares de origen, no solo por la
persecución indiscriminada de que fueron objeto, sino también buscando nuevos y
mejores rumbos. Sin embargo, las
colonias que se establecen en todo el mundo europeo y en buena parte de Asia,
no rompieron sus lazos políticos, religiosos, culturales y económicos con
Jerusalén. Cada sinagoga abierta en los
nuevos territorios recolectaba una contribución personal entre los creyentes
para ser enviada anualmente al templo principal. De igual manera, los judíos se comprometían a hacer
peregrinaciones periódicas a la ciudad santa, sobre todo en época de pascua o
para la fiesta del Pentecostés, así se reafirmaba la idea de formar una sola
nación a pesar de las distancias a las que se encontraban las comunidades
judías y a las influencias que podían recibir de las culturas en las cuales se
desarrollaban.
Hacia fines del siglo I antes de nuestra era e inicios del siglo I de
n.e., la mayoría de comunidades judías se encontraban en territorios dominados
por el Imperio Romano. Desde la
península ibérica hasta el Asia menor, en todas las ciudades principales
existían sinagogas, algunas de mucha importancia, y todo el territorio del
imperio estaba atravesado por las fuertes e intrincadas relaciones comerciales
de los judíos, que aprovechando una relativa homogeneidad cultural y
lingüística se hicieron cargo en gran medida del comercio entre las distintas
provincias romanas. Particularmente en
la Palestina, el poder económico del
que hacían gala los comerciantes hebreos hizo que Roma autorizara una forma
peculiar de co-gobierno con Roma. Los
sacerdotes judíos se convertían así en una suerte de jueces del pueblo a su
cargo y el imperio romano establecía los tributos a pagar por ellos.
Evidentemente la relativa homogeneidad de la cultura y lengua hebreas
no se reflejaba en una homogeneidad política.
Graves incidentes de violencia sacudieron esta provincia romana,
liderados por una serie de sectas religiosas que propugnaban la liberación
nacional de Judea y las provincias romanas como Samaria y Galilea por parte del
yugo latino. Una de estas sectas
violentistas era la del los Zelotes. Como señala Fierro (1985: 33), “(la)
situación de “pueblo paria”, oprimido, conquistado, reducido al exilio o
fragmentado por otro pueblo poderoso… origina movimientos mesiánicos de
identidad nacional”
Al parecer, Jesús de Nazareth pasa por una discreta militancia en la
secta antes mencionada, hasta que aparece con una propuesta absolutamente
nueva: la resistencia pacífica al invasor.
Muchos de sus seguidores, exigían un pronunciamiento claro y definitivo
acerca del problema más importante que asolaba esta región en esos momentos, la
liberación del pueblo hebreo. Jesús
responde con un fulminante “mi reino no es de este mundo” que en realidad
implicaba una declaratoria político-religiosa mucho más grande que una simple
declaración de independencia, y parte del principio permanente de la cultura
hebrea de considerarse el pueblo elegido por Dios, es decir, lo que Jesús
planteaba era una forma distinta de pensar la liberación, pasando por la
liberación espiritual sin romper con la ya milenaria cultura de la cual él
mismo es producto.
Su temprana muerte va a ocasionar el primer cisma religioso documentado
y quizás el más importante. Los
apóstoles que heredaron el papel de la conducción del movimiento iniciado por
el Crucificado, se enfrentaron a una serie de controversias acerca de la
necesidad de la conservación de la ley antigua y empezaron a redactar la
nueva. A partir de aquí surge el
problema de los fieles e infieles en la cultura judeo cristiana. Hacia el año 49, se celebró en Jerusalén un
concilio que trató de resolver de manera pacífica el conflicto aparecido entre
los apóstoles Pedro y Pablo (uno circunciso y el otro no) que en realidad era
un conflicto entre los nuevos judíos o cristianos y judíos respetuosos de la
ley mosaica y que consideraban a Cristo como un profeta más y no como Dios
redivivo en la tierra. En este concilio
se mencionan por primera vez las palabras “hereje” y “judaizante” como
sinónimos referidos a los que no respetan la “alianza nueva” y siguen en el
rito de sacrificios animales, la celebración de la pascua judía, el pentecostés
y la práctica de la circuncisión.
La presencia de judíos en todas las ciudades principales del imperio
romano hizo que la difusión de las nuevas ideas fuera sumamente rápida. Roma, que en un primer momento vio con ojos
de sospecha y preocupación a los nuevos mensajeros religiosos, decidió
perseguirlos por considerar a la nueva religión subversiva al orden romano
establecido. Sin embargo el embate
cultural que va a sufrir el imperio va a ser de gran magnitud, al punto de que
hacia el siglo IV la religión cristiana no sólo es respetada oficialmente sino
que cuenta entre sus miembros a varios ciudadanos principales del decadente
imperio.
Este punto ha sido recogido por muchos historiadores apologistas
cristianos que han tratan de ver una suerte de “milagro” en este rápido
crecimiento. Lo cierto es que a Roma,
que tenía una cultura más bien sincrética y que había asumido lo mejor y lo
peor de todas las culturas que avasalló, desde la griega hasta la egipcia, no
le costó nada asumir los principios religiosos cristianos. Más aún si consideramos que la nueva iglesia
católica igualaba al poder secular con el religioso, dándole un aura mística al
gobernante espiritual por su relación directa con Dios.
Al mismo tiempo, la religión católica se convierte en un arma poderosa
de influencia ideológica al proponer la no violencia como eje de su actuar, es
decir, antes de promover movimientos políticos anti statu quo, proponía más
bien humildad y esperanza en un reino extraterrenal lleno de justicia y
felicidad para los que sufren en la tierra.
De igual manera la idea de una justicia “de otro mundo” diluía la idea
cristiana de igualdad en la tierra, lo que comprometía menos el sistema
político imperante. Podemos afirmar que
la iglesia católica va a contribuir de manera decisiva al paso de la sociedad
al feudalismo.
Así como antes elevó a los altares de su olimpo a Amón o a Isis, Roma asimiló no sólo la
idea de un Dios único, sino que supo coligar las fiestas ancestrales con las
cristianas. No prohibió ninguna, sólo
se cambió la advocación respectiva. Y
para que no hayan conflictos con la cantidad de deidades a las que el pueblo de
Roma y sus provincias estaba acostumbrado, hizo acompañar a ese Dios único de
una pléyade de santos, ángeles, arcángeles, diablos y demonios, e inclusive,
asumió con una facilidad sorprendente la idea de la trinidad cristiana, más un
amplio y fortísimo culto a la virgen María (que conserva mucho del antiguo rito
de las Vestales romanas).
De esta manera, el cristianismo se convirtió en religión de estado en
el imperio Romano de occidente.
Roma como sede de la curia
jerárquicamente superior de la nueva iglesia, se va a convertir en el eje
emanador de la nueva cultura, que como hemos visto, resulta sincrética de
viejos cultos paganos, la tradición judía y los nuevos alcances que se van a
empezar a gestar alrededor de la figura papal.
Al mismo tiempo que el cristianismo se va a entronizar en la Roma
decadente y feudal, los judíos tuvieron que enfrentar persecuciones en todos
los lugares donde se asentaron. Fruto
de esta feroz cacería, los judíos van a ocupar aquellos lugares donde aún no se
asentaba la religión cristiana con fuerza, hablamos de Rusia, la zona central
europea y la península ibérica.
Los judíos en la península ibérica son un capítulo muy importante de la
historia. Mientras los árabes ocuparon
un importante territorio durante muchos siglos en los que ahora son España y
Portugal, los descendientes del pueblo hebreo lograron asentarse en las
principales ciudades del Al Ándalus
ocupándose de los menesteres propios del comercio y llegando a hacerse
cargo de importantes puestos de gobierno.
Crearon una sólida cultura, llamada Sefardí y que en una muestra
impresionante de una sociedad de tolerancia efectiva, al lado de musulmanes y visigodos,
lograron un desarrollo notable.
Importantes pensadores, médicos, filósofos y científicos se criaron en
las angostas e intrincadas calles de las juderías andaluzas.
Cuando los reinos españoles se unifican en la mal llamada
“Reconquista”, tuvieron que financiar la costosa y larga guerra contra el
califato de Córdoba, que para el siglo XV ya estaba en una situación de franca
crisis. El financiamiento vino de
muchas fuentes, pero la principal fue la de la confiscación de las propiedades
judías en las ciudades “reconquistadas”.
Este proceso, determinaría la aparición de una política sistemática de
enfrentamiento directo, por parte de los reyes católicos, contra los intereses
judíos en la península. Algunos meses
antes del viaje descubridor de Colón, en marzo de 1492, los judíos fueron víctimas
de un decreto que los obligaba a abandonar la península o convertirse a la
religión cristiana. La acusación era
que los judíos practicaban la usura, lo que resultaba inmoral a los ojos de los
flamantes cristianos visigóticos. Lo
cierto es que la tarea de usureros y prestamistas fue casi exclusiva de judíos,
ya que ningún hidalgo o noble español (y en general europeo, lo que explica la
vocación banquera de los judíos en países como Holanda) podía pretender asumir
esa labor financiera por que en la edad media, se consideraba que trabajar con
dinero era indigno y siendo los judíos los permanentes parias de la sociedad,
no tuvieron ningún reparo en convertir su capital comercial en usurero. Esto a muchos les causó la muerte.
Muchos judíos, que se habían arraigado fuertemente en la península, no
quisieron dejar sus propiedades, familias y entorno y se convirtieron a la
religión católica, con la esperanza de poder mantener su cultura bajo la
presión del Estado y de la sociedad. Según las investigaciones, resulta clara
la sinceridad con la que algunos judíos abrazaron la nueva religión, ya que de
alguna manera, no contravenía en esencia sus creencias. Sin embargo, en la sociedad cristiana
medieval, no sólo bastaba con ser cristiano, sino que había que parecerlo. Cualquier evidencia, hasta la más fútil, que
hiciera sospechar acerca de la perviviencia de algún rasgo de la religión
mosaica, era óbice para la acusación, destierro, torturas, confiscación de
bienes y hasta la muerte. Una camisa
blanca en pascua judía, rechazar comer cerdo o estar circuncidado significaban
inmediatamente la intervención del Santo Oficio y del brazo secular de justicia
en una de las muestra de intolerancia humanas más terribles que recuerde la
historia.
Numerosos judíos migraron al Portugal, que había implementado una
legislación que protegía, al menos temporalmente, las propiedades de los
hebreos. Pero en Portugal también
hubieron momentos de persecución, especialmente cuando los fondos del Estado
estaban exhaustos. Algunos judíos
entonces, tuvieron que trasladarse al Brasil o a las colonias españolas en
América cuando los reinos del Portugal y de España se unificaron bajo la corona
de Carlos I. Es por ello, que en la
América colonial, el simple hecho de llevar un apellido portugués o de haber
vivido en el Portugal, era motivo suficiente para que el Tribunal entre en
sospecha acerca de la verdadera confesión cristiana.
EL TRIBUNAL DE LA SANTA
INQUISICIÓN EN AMÉRICA
Una de las instituciones que va a tomar el papel de la represión contra
el judaísmo en América va a ser el Tribunal de la Santa Inquisición. Este tribunal eclesiástico se origina en el
siglo XII a partir de las ordenanzas del papa Lucio III que ordenaban “elegir
personas honorables para hacer conocer los nombres de los herejes” (Boulenger
1952: 553). En el siglo XIII este
tribunal se extiende a todo el mundo cristiano de la época, marcando claramente
la función y la competencia de descubrir y castigar a herejes, apóstatas,
hechiceros y magos. Sus fallos eran inapelables
y las autoridades seglares estaban en la obligación de colaborar tanto en la
persecución y captura, como en aplicar las penas de relajamiento (léase muerte)
a los condenados, bajo pena de caer también estas autoridades bajo sospecha de
colaboración y complicidad con los impíos.
La inquisición mantenía algunos principios claves para el ejercicio de
su función: En primer lugar, se debía
mantener un riguroso secreto de la formación judicial, vale decir, de los
testimonios de testigos y acusadores, así como de las confesiones de otros
acusados que lleven a la captura de algún hereje; en segundo lugar se planteaba
el principio de la aplicación de “penitencias saludables” a los arrepentidos,
que podían ir desde llevar ad eternum símbolos infamantes que los convertían en
permanentes apestados sociales, pasando por arrestos domiciliarios perpetuos,
hasta azotes o simples reconvenciones orales; y por último, la inquisición
defendía la persistencia de la jurisdicción inquisitorial hasta “mas allá de la
tumba”, quiere decir que un acusado que moría en las mazmorras continuaba en
proceso como si estuviera vivo y se le aplicaba la sentencia a su cadáver u a
su efigie, si es que del cadáver no quedaba nada luego de los dilatados
procesos. De igual manera, la
investigación de “pureza de sangre” que los principales tenían que sufrir para
lograr algún cargo o librarse de sospechas de judaísmo, incluían a varias
generaciones hacia atrás, Hubieron casos en que se juzgaron a personas muertas
hacía ya varias décadas por que fueron encontrados indicios de judaísmo.
Desde un primer momento, la conducción del tribunal fue encomendada a
los miembros de la orden dominica, quienes como su nombre permite deducir
(Domini cani = perros de dios) conservaban por todos los medios la pureza de la
fe. Aunque también jugaron un papel muy
importante otras órdenes religiosas como la de los Franciscano o la de los
Jesuitas a partir del siglo XVII.
Para lograr sus fines, el Tribunal del Santo Oficio cumplía un riguroso
procedimiento, prolijamente explicado y sustentado por los manuales de
inquisidor de la época. En primer
lugar, cuando había alguna sospecha que en un pueblo o ciudad se estaban
llevando a cabo actos reñidos con la “fe verdadera”, se enviaba a un
inquisidor, el que se encargaba de convocar a personas - no necesariamente
sacerdotes - para conformar la causa, luego se buscaban informantes que
determinaran la evidencia de herejía entre los miembros de la comunidad. Se procedía entonces a recurrir al poder
secular para las detenciones del caso.
Para esto existía el período llamado “tiempo de gracia” que se
prolongaba entre 15 días a un mes y que debía servir para la confesión
voluntaria de los errores. En ese
tiempo se publicaba el “edicto de fe” que era una conminación a los que
supieran de la herejía para que confiesen so pena de excomunión. Si el acusado era un “pertinaz”, es decir
que se obstinaba en su error, o si habiendo sido acusado anteriormente de
herejía, volvía a cometer la falta (estos eran los llamados “relapsos”) el
tribunal pasaba a la segunda etapa.
El interrogatorio sucedía al “tiempo de gracia” y se aplicaba sólo a
los que no abjuraban de la herejía o a los pertinaces y relapsos. Según la lectura de los interrogatorios,
resultaba preferible confesar herejías menores a declararse inocente, ya que
esto podía ser considerado como pertinacia.
Es más, si el acusado podía sortear las capciosas preguntas de los
tribunos se decía que el demonio había iluminado su entendimiento para
confundir a los jueces. En el
interrogatorio participaban dos jueces que a su vez eran sacerdotes y un
notario que trataba de apuntar con cierta prolijidad todo lo que decían los
jueces y el acusado. Evidentemente no
existía la posibilidad de la confrontación con los testigos o los acusadores y
en la gran mayoría de casos no se podía contar con un abogado defensor. Esta gracia se otorgaba sólo a algunos
presos notables y más bien era con la intención de convencer al supuesto hereje
de la ventaja de la confesión total y la abjuración de la herejía.
Si el acusado mantenía sus posiciones de herejía o se seguía declarando
culpable, el tribunal pasaba a la etapa de la violencia y tortura. Se partía del principio vejatio dat intellectum, es decir, la violencia da
inteligencia. A pesar de que las
torturas habían sido prolijamente descritas por los testigos de la época, hoy
se nos hace difícil entender la saña con la que actuaban ciertos inquisidores a
la hora de los interrogatorios violentos.
Entre las torturas más comunes tenemos la de los garrotes, que se
aplicaban mientras el cuerpo del acusado se encontraba maniatado de manos y
pies, a las coyunturas hasta quebrarlas.
El potro que era un complejo mecanismo de estiramiento que generalmente
provocaba dolores indescriptibles y la invalidez de los torturados. Pero el más terrible era la tortura llamada
“la garrucha” que consistía en colgar al acusado por las manos atadas a la
espalda y soltarlo desde cierta altura, deteniendo de golpe la caída antes que
los pies del torturado tocasen tierra.
Para aumentar el dolor y la eficacia de la tortura, se le añadían hasta
100 libras de peso atadas a los pies.
Cuando el supuesto hereje mantenía su inocencia o discutía con los
jueces manteniendo su postura, se le aplicaba el tormento más insoportable, se
le untaban las plantas de los pies con grasa de cerdo y se colocaban estos
encima de un brasero encendido.
Según una ordenanza papal, el período de tortura no debía exceder de
una hora y debía efectuarse sólo hasta tres sesiones de tormento con un lapso
de dos días entre sesión y sesión. Sin
embargo en el Perú, históricamente fieles a los récords, las sesiones se
extendían hasta los 75 minutos y se aplicaron hasta seis sesiones en algunos
casos aislados.
Es necesario aclarar que según los principios que regían al Tribunal de
la Santa Inquisición, las torturas no podían llegar a mutilar o siquiera hacer
sangrar a los acusados. Pero poniendo
el parche antes de que aparezca el chupo, el Santo Oficio declaraba que “Ordenamos que la dicha tortura sea empleada
de la manera y durante el tiempo que juzguemos conveniente, después de haber
protestado como protestamos, que en caso de lesión, muerte o fractura, el hecho
no podrá imputarse sino al acusado”. Loyo (1997: 1). Es necesario aclarar que algunos reos no
negaron en ningún momento su condición de judíos, ni durante la captura y
arresto, ni en los interrogatorios, más bien algunos de ellos lograron hacer
que el tribunal nombrara doctores en filosofía y teología para que puedan
discutir y nunca se pasó a la etapa de la tortura, aunque igual resultaran
“relajados”.
Luego de haber interrogado, por las buenas o por tortura, los
“familiares” del Santo Oficio nombrados para tal efecto, se reunían y
sentenciaban al acusado. Generalmente
la lectura de la sentencia se realizaba en domingo para que la mayor parte de
la gente pueda asistir. Las sentencias
dadas eran inapelables. Variaban de
acuerdo a la gravedad de la falta. Las
penas leves o de “arrepentidos” consistían en alguna penitencia pública, que
pasaba por el servicio en algún hospital de pobres o como acólito sin paga de
alguna iglesia; todo esto siempre acompañado de azotaínas públicas y el
infamante “sambenito” que era una capa de tela burda y de color amarillo que
los penitenciados del tribunal tenían que llevar permanentemente, lo que los
hacía objeto de mofa y repudio por parte del resto de la comunidad. Si el arrepentimiento era dudoso, se le
podía decretar pena de reclusión perpetua, sobre todo si la familia del reo era
lo suficientemente pudiente como para poder mantenerlo por años. Entre las penas graves tenemos las condenas
a remar en las galeras, el destierro a lugares alejados o la pena de muerte,
que como sabemos, tenía que ser sin efusión de sangre, por lo que se usaba
tanto la hoguera como el garrote.
Por último, se aplicaba la sentencia en acto público. La gente asistía no sólo por el espectáculo,
que duraba todo el día, de los acusados llevados con símbolos infamantes y
velas verdes apagadas en las manos, si no más bien por las indulgencias que la
iglesia otorgaba a todos los que asistieran a este Auto de Fe. En las
colonias, estos actos revestían de una ceremonia y un aparato
impresionantes. Cuando se juntaba una
cantidad de reos apreciable y se contaban con los fondos adecuados para el
acto, se determinaba el día de aplicación de sentencia.
Treinta días antes del auto se comunicaba por pregón público a todo el
pueblo acerca de la fecha de la aplicación de sentencias. El pueblo se preparaba para asistir en pleno
a la plaza mayor o al atrio de la iglesia de Santo Domingo. El día fijado, muy temprano el virrey,
oidores de la audiencia, miembros del cabildo y autoridades universitarias
llegaban a la residencia de los inquisidores para escoltarlos al lugar del
auto. Luego de una larga misa (que a
veces le seguía una procesión) aparecía la columna de los condenados. Abría la columna una cruz verde cubierta con
un crespón negro y estaba flanqueada por todos los clérigos de la ciudad que
reconvenían a los condenados por todo el camino.
Cada acusado llevaba en las manos una vela verde apagada y un cucurucho
de papel sobre la cabeza donde se habían dibujado los símbolos de su delito:
brujas sobre escobas, diablos en situaciones obscenas y estaban vestidos con el
sambenito amarillo; a su vez llevaban una soga amarrada al cuello como símbolo
de su futuro. Los blasfemos a su vez
portaban una llamativa mordaza en la boca.
También asistían los declarados inocentes, montados en una mula de color
blanco y con una túnica alba y la vela verde encendida en las manos. Hubieron algunos casos en que el tribunal
llegó inclusive a restituir los bienes confiscados a los inocentes.
Aquellos que eran declarados pertinaces y mantenían su creencia
anticatólica, eran condenados a la hoguera, algunos se arrepentían momentos
antes de aplicar la pena, y se les otorgaba la gracia de ser ahorcados primero
antes de caer en las llamas como una medida “humana” para evitar el sufrimiento
del fuego. Gerardo Loyo menciona una
frase muy popular en la América colonial: El
que entre en la Inquisición, si no lo queman, de todos modos sale chamuscado,
(Loyo 1997: 3)
En España esta institución se instauró efectivamente en 1480, aunque
desde el siglo XIII funcionaba de una manera muy limitada.
Un año después de esta instalación se efectuó el primer acto público
del Tribunal, el 6 de febrero de 1481
se realizó un auto de fe en Sevilla donde fueron relajadas 12 personas. Para ampliar las funciones del tribunal, uno
de los más famosos inquisidores, Torquemada definió lo que sería la “herejía
implícita”, es decir en el manual del inquisidor se incluían los robos
sacrílegos, la bigamia, la hechicería, la solicitud de favores sexuales por
parte de sacerdotes, la blasfemia, la santería y se incluía también a los
“iluminados”, es decir a aquellos personajes que aseguraban tener un contacto
directo con algún santo oficial, con la virgen, Jesucristo o el mismo Dios, sin
pasar por el aparato eclesiástico. Este
fue el espíritu persecutorio y represivo que
llegó a América, dando un poder muy grande a los miembros del Santo
Oficio ya que gracias a sus funciones
podían llegar a todos los funcionarios y sacerdotes de la colonia sin mucho
control por parte de la jerarquía formal peninsular.
Mientras que en Europa la persecución de los inquisidores se centraba
en los herejes arrianistas, hansenitas, etc. en España se dedicaron, desde ese
año, a perseguir a los judíos, quienes para poder quedarse en el territorio
español tenían que abjurar de sus creencias bajo amenaza de muerte y abrazar el
cristianismo. A estos convertidos se les aplicó el infamante apelativo de
“marranos”, en clara alusión a su negativa de comer cerdo, por principios
religiosos.
España usó la inquisición con el objetivo primordial de dar un respiro
a sus arcas agotadas por el largo proceso de la guerra de reconquista a través
de las confiscaciones de los ricos patrimonios judíos, pero también le sirvió
para la “conservación de la unidad nacional a través de la unidad religiosa”
(Menéndez y Pelayo 1950: 233) Cuando
los judíos fueron desapareciendo, ya sea por conversiones masivas y
obligatorias, por la migración a otros territorios o por los ajusticiamientos,
la inquisición española, afinó sus intenciones contra protestantes y árabes
musulmanes.
El descubrimiento de América y su posterior conquista por los europeos
coincidió con un proceso sumamente importante en la historia de la
humanidad. Aquellas zonas que se
encontraban en un franco proceso de cambio hacia el capitalismo, a través de la
expansión del capitalismo comercial y el fortalecimiento de las ciudades y sus
instituciones políticas se vieron envueltas en una época de guerra religiosa a
partir de los años 20 del siglo XVI.
Este proceso conocido como la Reforma, abarcó amplios territorios en la
actual Alemania, Suiza, Holanda, Inglaterra y Francia. Precisamente los países donde la feudalidad
estaba en franco retroceso ante el embate de nuevas formas de producir riqueza
fueron los lugares donde el movimiento político de la reforma religiosa asentó
sus reales con mayor fuerza.
La iglesia Católica había recibido múltiples críticas a partir de la
corrupción existente en Roma entre los prelados de la curia, aparte de la serie
de escándalos que provocó la indiscriminada venta de indulgencias en toda
Europa. A este proceso se enfrentó
Martín Lutero formulando un sistema religioso que determinaba que la fe era el
único vehículo para lograr el cielo, por lo tanto la presencia de sacerdotes y
del papa mismo no se justificaba bajo ningún principio, ya que no podían
arrogarse el papel de ser intermediarios de Dios ni de interpretar su
palabra. Roma responderá con el
concilio de Trento que funcionó, con algunas interrupciones, entre 1545 y 1563. Podemos considerar este concilio como la
instancia que va a dar forma definitiva a la Iglesia Católica como la conocemos
hasta hoy. En este concilio se
determinaron los principales puntos del dogma católico, es decir, que los
creyentes que no cumplieran estrictamente con los principios emanados por este
concilio, eran considerados herejes e impuros, declarándoseles la guerra total
a muerte.
Particular importancia tiene la declaración trentina que determina que las escrituras y la tradición
(es decir la Iglesia como intérprete y las costumbres por ella aceptada) son
las fuentes de fe para los católicos, en contraposición a los protestantes que
consideraban sólo a la Biblia como la fuente de fe. De igual manera, se terminó de elaborar el texto final de la
Biblia al hacer una selección (a veces con criterios muy endebles) de los
libros que debían conformar la versión finalmente aceptada por los
cristianos. A partir de aquí se empieza
a editar la Biblia con el número de libros conocido por todos nosotros y que se
llama comúnmente vulgata, muchos
libros bíblicos fueron rechazados por sospecha de ser apócrifos o por
contenidos poco edificantes según los prelados reunidos.
También se aprobó en este concilio el culto a santos y reliquias. En el caso de estas últimas, existía en
Europa medieval un verdadero circuito comercial alrededor de las ventas de todo
tipo de elementos considerados “reliquias”, desde clavos “originales” de la
cruz de Cristo, hasta osamentas completas de santos y apóstoles, que se
veneraban tanto en iglesias como en los castillos de los poderosos señores
feudales que hacían alarde de su pertenencia.
Este comercio redituó pingües ganancias a Roma y sus agentes. Tanto protestantes y judíos (así como un
número muy grande de herejías de la época) encontraron en la adoración a los
santos y reliquias un poderoso caballo de batalla por considerarla simple
idolatría. El concilio de Trento
también declaró legítimas las indulgencias, que como vimos líneas más arriba,
fue la excusa para desatar la reforma religiosa en Alemania.
De igual manera, el concilio trentino estableció la edad de ingreso a
los conventos y órdenes religiosas en 16 años para los varones y 12 para las
mujeres. Esto debido a la
indiscriminada captación de niños y jóvenes que hacían algunas órdenes
religiosas para poder llenar sus conventos, a cambio claro está, de importantes
dotes, ya que para algunas familias resultaba muy importante contar con
familiares en las órdenes que políticamente se estaban convirtiendo en centros
de poder.
El concilio también diseñó el sistema por el cual los sacerdotes y
curas debían mantenerse castos y célibes.
Hasta ese momento, algunas órdenes eran relativamente complacientes con
el matrimonio y concubinato de sus miembros, ya que aún no había sido
completamente normado el celibato eclesial.
Suponemos que esta medida estaba dirigida fundamentalmente a evitar la
dispersión de la propiedad de la iglesia.
A la muerte de los prelados, la heredera universal de los bienes sería
la misma iglesia y no tendría que compartirse con indeseables progenies. Los rabinos judíos y los ministros
protestantes estaban en la obligación de formar familia ya que, según estas
religiones, era la mejor forma de integrarse a la sociedad.
La medida más importante adoptada por la iglesia en el concilio
mencionado fue la de determinar que la iglesia universal estaba regida por el
papa romano. A partir de este momento,
se equipara el poder del sumo pontífice al poder de los reyes y señores
feudales europeos. Como este personaje
gozaba del principio de infalibilidad, sus mandatos debían ser obedecidos al
milímetro por todos los creyentes. Ante
esta demostración de poder, tanto reformistas como miembros de las demás
iglesias no cristianas, expresaron su rechazo, convirtiéndose de esta manera en
una discusión no sólo teológica o filosófica, sino también política.
LA INQUISICIÓN EN EL
VIRREINATO PERUANO
A partir de los primeros viajes de descubrimiento y conquista del nuevo
continente, se inicia la migración judía a América. Para poder controlar este proceso migratorio las autoridades
españolas impusieron una serie de prohibiciones claras para los que
pretendieran hacerse a la mar con destino a las colonias recién fundadas. Particularmente se les prohibía el viaje a
personas solteras, ya que la escasez de mujeres entre los españoles en América
hacía que estos asumieran conductas reprobables como el concubinato con
aborígenes. De igual manera se
estableció que los mendigos no podían viajar al nuevo continente así como
abogados, por el temor que su presencia hiciera aún más violenta la vida social
colonial. La prohibición más directa
fue la dictada contra herejes de toda laya, conversos, judíos, moros y
reconciliados. Esta prohibición estaba
dirigida no solo a personas en particular, sino a familias, ya que abarcaba
inclusive a nietos. Algunos
descendientes de judíos o conversos, lograron conseguir dispensa para poder
migrar a tierras americanas, pero aún así estaban expresamente prohibidos de
ejercer cargos públicos o concejiles.
El objetivo de la corona española al establecer prohibiciones
determinadas para el paso a América, estaba determinado por la intensión de
lograr una relativa hegemonía entre los migrantes para lograr una seguridad y
sobre todo una fidelidad dogmática alrededor de los principios católicos que no
pusiera en riesgo la dominación española en el continente. Este control establecía no solo pautas
cualitativas entre los migrantes, sino también cuantitativas.
A pesar de estos controles, la población europea en América tenía
graves desproporciones. Llegaron muchos
hidalgos que no estaban en la disposición de trabajar la tierra o de conocer
algún oficio, más bien sí de pretender encomiendas a cambio de favores
políticos o por su participación en las pacificaciones. Llegaron muy pocos campesinos con la idea de
producir, de igual manera, tampoco se embarcaron nobles, sólo aquellos que
tenían algún cargo político de gobierno.
Esto explica de alguna manera, la psicología que acompañó a los
colonizadores que convirtieron la colonización en un proceso bélico de exacción
y violencia, condenando a miles de indígenas a una servidumbre rayana en
esclavitud.
Así como la corona no pudo controlar la calidad de los colonizadores,
tampoco pudo garantizar que judíos y conversos llegaran al nuevo
continente. Estos arriban a las
colonias hispanas en gran número a través del Portugal y el Brasil, aunque
muchos aprovecharon las debilidades de los controles españoles y se embarcaron
directamente desde la península. Su
presencia fue rápidamente detectada en las flamantes ciudades españolas
americanas, pero como los judíos y conversos llegaban con oficios o se
dedicaban principalmente al comercio, fueron aceptados y hasta en algunos casos
pudieron realizar sus actividades sin ninguna interferencia por parte del
poder.
Pero la preocupación de la corona de mantener un relativo control entre
los colonizadores determinó que enviara a los primeros inquisidores a Lima,
junto con el virrey Toledo en 1569.
Siempre se ha dicho que con la llegada de Toledo al Perú se inicia la
colonia española en el Perú. Debemos
añadir que con la llegada de este personaje se inicia el control religioso con
el poder del Santo Oficio. A pesar de que el tribunal no tuvo jurisdicción
sobre los indios, contaba con amplísimas atribuciones para perseguir y castigar
los delitos de blasfemia, poligamia, vana observancia de las reglas católicas,
sodomía, injurias a miembros del Santo Oficio y lectura de libros heréticos (lo
que incluía la posesión de ejemplares de la Biblia “en romance”).
Entre1578 y 1773, fecha del último auto de fe en Lima, tenemos los
siguientes procesos:
DELITO PROCESADOS
BIGAMIA |
297 |
JUDÍOS |
243 |
BRUJERÍA |
172 |
PROPOSICIONES |
140 |
SOLICITANTES EN CONFESIÓN |
109 |
BLASFEMIA |
97 |
PROTESTANTES |
65 |
SODOMÍA |
40 |
MOROS |
5 |
NO DIFERENCIADOS |
306 |
TOTAL |
1474 |
Fte. Toribio Medina. (1956)
elaboración propia.
Es necesario aclarar que este total puede elevarse al doble por la
cantidad de procesos iniciados y no resueltos por diversas componendas entre
los acusados y los miembros del tribunal.
Por su origen podemos distribuir a los acusados en las siguientes
categorías:
LAICOS |
1126 |
MUJERES |
180 |
CURAS: |
101 |
FRANCISCANOS |
40 |
MERCEDARIOS |
36 |
DOMINICOS |
34 |
AGUSTINOS |
26 |
JESUÍTAS |
12 |
Fte. Id.
Si hacemos cálculos, resultaría que en toda la colonia hubo un promedio
de 1 relajado cada siete años (Taibo 1997: 1), sin embargo esto no descarta de
ninguna manera la presión psicológica que implicaba la presencia del Tribunal
en las colonias americanas, especialmente en México y Lima. Al margen de la amenaza de proceso, el
Tribunal contaba con un poderosísimo instrumento de presión: la excomunión.
Amenazar a alguien excomunión mayor significaba convertir a este
personaje en un paria ante los ojos de sus coterráneos. Hubieron casos en que simplemente una
amenaza de caer en excomunión mato a alguna persona que no pudo sostener la
presión psicológica de saberse fuera de la iglesia y ante los ojos críticos del
temido Tribunal. Una excomunión mayor
implicaba la anulación social de una persona ya que se le prohibía todo trato
con el resto de fieles, inclusive el comercial. De este anatema no se podían librar ni siquiera migrando a otras
ciudades, ya que todos debían portar de una “carta de comunión” que implicaba
su derecho a poder participar del sacramento, y era otorgada por el obispo del
lugar de origen. El hecho de que un
forastero no contara con dicha carta, era sospechoso de haber sido excomulgado
en otro lugar de la colonia y por lo tanto infecto.
Esta arma fue ampliamente usada en las relaciones siempre tensas entre
el Santo Oficio y el poder secular.
Existen relatos documentados de los desplantes que se hacían ambos
contrincantes en su celosa lucha por fueros y jurisdicciones. Es necesario acotar que no siempre terminaba
con el triunfo del tribunal. Según
Teodoro Hampe, ensayando un estudio historiográfico
del tema, las últimas investigaciones aportan la sugerente idea del Tribunal
como un ente inactivo e ineficiente, desconectado de la celosa vigilancia en
materia de fe y orientado principalmente a promover los intereses comerciales y
financieros de sus miembros (Hampe 1995: 3).
Aparte de esto, resulta evidente la existencia de un fuerte
clientelismo en relación con los miembros del Tribunal como con la
Administración colonial. Esto podría
afirmarse también al analizar las consecuencias económicas que tuvieron los
grandes procesos, tanto en México de 1596 o el de Lima en 1630. Si bien pareciera que Boleslao Lewin exageró
estas consecuencias a nivel macro económico, el intercambio de bienes y
mercancías no se vio afectado en estos procesos, pero lo que si cambió al
parecer fueron los destinatarios de las riquezas. El prestigio y el alcance del Tribunal creció sobremanera con
estos procesos y particularmente en Lima, los bienes confiscados a los
encausados en la famosa “Gran Complicidad” sirvieron para consolidar el rol de
los miembros del Santo Oficio como agentes de crédito y comercio al eliminar la
competencia de los comerciantes judíos.
Consideramos exagerado afirmar
que sólo los objetivos económicos movieron al Santo Oficio en su lucha contra
los judíos y otros encausados. También
se cumplía con el objetivo psicosocial de mantener una presencia intimidante a
todo nivel, sobre todo al interior de las clases populares. Cuando la situación social se complicaba en
la colonia, se encontraba un chivo expiatorio a través del ajusticiamiento
público de algún cura inmoral o de alguna hechicera. Al parecer, Santa Rosa de Lima murió lo suficientemente joven
como para no caer en las miras del Tribunal, que perseguía con especial saña a
los “iluminados” (como si cayó en las mazmorras de la Inquisición Rosa de Santa
María, una de las beatas más cercanas a la santa limeña).
LA OBRA DE MARCOS AGUINIS
Uno de los momentos más importantes de la historia del Tribunal de la
Santa Inquisición en Lima lo constituye la llamada “Gran Complicidad” de
1639. Precisamente el libro de Marcos
Aguinis gira alrededor de la vida de uno de los más importantes ajusticiados de
ese auto: Francisco Maldonado da Silva, bachiller en medicina, nacido en
Tucumán de padre portugués y madre “cristiana vieja” es decir de raigambre
española y sangre no contaminada.
Aguinis hace un relato fresco acerca de los primeros años del personaje
en cuestión, evidentemente hablamos de una obra importante en el espectro
literario latinoamericano contemporáneo.
Sin embargo, el hecho de que el autor haya realizado una investigación
previa, basada en una búsqueda seria y sistemática (asesorado por conocidos
investigadores, como Franklin Pease) de documentación al respecto, la obra toma
las características de novela histórica.
Existen, entre algunos científicos sociales, reticencias a la hora de
darle importancia a la literatura histórica, sin embargo consideramos que,
particularmente en este caso, el autor hace un importante alcance para el
entendimiento no sólo de la problemática inquisitorial en los marcos
coloniales, sino para entender y acercar la cultura judía al lector.
Por otra parte al tomar el tema de la vida de un personaje histórico
zambulléndose en la documentación de la época para la reconstrucción de los
hechos y los paisajes por los que la vida del protagonista pasan, nos hace un
gran servicio al lograr lo que para muchos candidatos a investigadores en
historia es difícil, la empatía histórica.
Decíamos al principio que para muchos investigadores era más fácil
buscar elementos de las “herejías libertarias” entre los acusados por el Santo
Oficio, relatando de manera prolija los métodos sanctos y non sanctos de lograr
sus propósitos. Mencionan los casos de
intervención eclesiástica en las extirpación de idolatrías, la presión a la
cultura andina, la imposición de una fe nueva que contribuyó al llamado proceso
de desestructuración. Pero caemos en el
mismo error de los historiadores tradicionales españoles que anulan de su
memoria la gran herencia árabe y judía.
(Manrique 1993)
Como hemos visto en el primer cuadro, los judíos fueron protagonistas
principales de la persecución inquisitorial.
Pero aparte de la investigación de Boleslao Lewin El Santo Oficio en Lima y el más grande proceso inquisitorial en el
Perú, (Sociedad Hebraica Argentina, Santiago de Chile 1950) no hemos
encontrado ningún trabajo referente a la visión específicamente judía del
tema. Es cierto que Hampe menciona
muchos trabajos en el artículo referido en la bibliografía, sin embargo estos
han sido editados en revistas de escasa circulación y para círculos de
especialistas muy bien definidos. La
idea es que los estudiantes de las ciencias sociales tengan acceso irrestricto
a estos documentos. Particularmente en Internet
hemos hallado una serie de documentos de gran importancia acerca del tema,
particularmente trabajos provenientes de México.
Por los aportes de la cultura judía a nuestra propia cultura,
consideramos que este tema no ha sido lo suficientemente estudiado lo que es
imperdonable en la búsqueda de objetividad histórica. Si bien la novela histórica no puede ser tomada como fuente,
consideramos que el esfuerzo de Marcos de Aguinis es loable desde el punto de
vista que trata de acercar un momento importante en nuestra propia
historia.
El personaje de la novela estudia medicina en la Universidad Mayor de
San Marcos de Lima, acompaña a su padre, sentenciado también por el Tribunal a
portar de por vida el sambenito de los condenados y a servir de mozo en el
hospital de pobres del Callao. Cuando
se descubre (por delación de su propia hermana) que Francisco Maldonado
practicaba fervientemente los ritos de la religión mosaica, es arrestado y
trasladado a Lima para ser encerrado en los calabozos del Santo Oficio para,
varios años después, salir de la cárcel en dirección al quemadero, donde fueron
relajados con él una gran cantidad de judíos que habían organizado toda una
comunidad hebrea en Lima. Muchos de ellos fueron acusados de tener intereses
económicos comunes con judíos holandeses y eso significaba un terrible pecado
para la administración colonial.
En las paredes del remozado museo de la inquisición de Lima, lugar
donde funcionó durante varios años el tribunal se podía leer hasta hace muy
poco una inscripción grabada a punzón:
“Mandamos los señores
inquisidores a la pena de excomunión y multa de cien pesos, que ninguna persona
debe andar de noche, ni a caballo por las calles por donde pasan los
ajusticiados a los de fe que se celebrarán el 23 de este mes a horas tres de la
tarde a cinco de la tarde, que ninguno tire a los penitentes con lodo o piedra
u otros objetos, pena para los españoles con destierro a Chile, y cien azotes
para los mulatos, negros, mestizos, mandamos a pregonar el edicto el 23 de
enero de 1639” (En Triveños 1986: 101)
Esta inscripción nos retrotrae al clima que vivía la ciudad antes de
cada auto de fe, cuando las pasiones alimentadas por fanatismos eclesiales se
ponían en grado superior y la ciudad esperaba con ansias la realización de los
relajamientos en acto público.
Precisamente en este auto de fe es quemado en la hoguera el personaje de
la novela referida. Así como en México
sucedió un “Auto Grande”, el de 1639 es el auto de fe más importante de la
historia del Santo Oficio en el Perú.
En 1635 se hicieron un ciento de arrestos entre las personas más
acaudaladas del comercio de Lima. Estas
personas fueron interrogadas durante más de tres años hasta que en 1639 se
procedió al auto de fe más ceremonioso y numerosa de la colonia. Al lado de Francisco Maldonado fueron
relajados más de ochenta reos, la mayoría acusados de judaísmo.
El caso más notorio fue el de Manuel Bautista Pérez, llamado Capitán Grande y que murió en la hoguera
declarándose judío con orgullo. Se
calcula que poseía una de las fortunas más grandes de su tiempo y su casa
(hasta hoy conocida como la casa de
Pilatos) pasó a formar parte del patrimonio del Santo Oficio.
Aguinis relata con sobriedad el interrogatorio aplicado a Maldonado da
Silva y aporta muchas luces acerca de los principios religiosos judíos a través
de la docta defensa del condenado ante
los jueces de la inquisición. No
debemos olvidar que Marcos de Aguinis es un prominente hombre de la cultura
Argentina (fue Secretario de Cultura durante la presidencia de Raúl Alfonsín) y
destacado personaje de la comunidad hebrea de su país, por lo tanto conoce
perfectamente los entretelones de la persecución religiosa judía en
América. Por otra parte, es distingible
en la obra de Aguinis el profundo sesgo profesional del autor, siendo
psicoanalista de profesión, los rasgos del personaje, (rechazado por una
sociedad intolerante, obligado a ejercer su identidad en una total
clandestinidad, y presionado a aceptar valores que no son los suyos) tienen
mucho que ver con nuestro propio desarraigo y falta de referentes.
No quiero hablar aquí del manido y desgastado tema de la identidad. Todos estamos de acuerdo con la descripción
de Arguedas del Perú como el país de todas
las sangres, sin embargo somos conscientes de que el nuestro no es el país
de todas las memorias. Tenemos una
memoria selectiva y complaciente, criolla y costeña. Y así como los españoles que nos conquistaron eran en realidad el
producto de muchos años de mezcla cultural árabe, judía y visigótica, nuestra
cultura es a su vez muestra de muchas corrientes, la española - con su carga de
olvido y desarraigo - la andina cuando nos conviene y hemos olvidado la
herencia africana y sobre todo la judía.
Esperemos que el presente artículo cause alguna polémica, sólo nos
mueve la intención de comprender mejor a nuestras raíces y a nuestros vecinos y
co-pasajeros del planeta y de la historia.
Como el mismo Aguinis refiere en una entrevista al diario “La Nación de
Buenos Aires”:
“Yo nací en la Argentina y
desde mi mocedad estoy imbuido en la pugna por el pluralismo. Mis padres vinieron a la Argentina de Europa
trayendo con ellos treinticinco siglos de memoria judía que ellos unieron a los
cuatro siglos de historia argentina”
Para poder entendernos mejor, es necesario que todos estemos
conscientes de nuestras herencias múltiples, sin ambages ni disimulos. Es el único pasaporte de curso legal para
poder transcurrir en la historia.
Arequipa, julio 1997.
Jorge Bedregal La Vera
e-mail: jorpa@unsa.edu.pe
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