
Italo
Calvino
Las Ciudades Invisibles
Presentación
No
está dicho que Kublai Jan...
Las
ciudades y la memoria. 1
Las
ciudades y la memoria. 2
Las
ciudades y el deseo. 1
Las
ciudades y los signos. 1
Las
ciudades sutiles. 3
Las
ciudades y los trueques. 2
Las
ciudades y los ojos. 1
Las
ciudades escondidas. 1
Presentación
En Las ciudades invisibles no se encuentran ciudades
reconocibles. Son todas inventadas; he dado a cada una un nombre de mujer;
el libro consta de capítulos breves, cada uno de los cuales debería
servir de punto de partida de una reflexión válida para cualquier
ciudad o para la ciudad en general.
El libro nació lentamente, con intervalos
a veces largos, como poemas que fui escribiendo, según las más
diversas inspiraciones. Cuando escribo, procedo por series: tengo muchas
carpetas donde meto las páginas escritas, según las ideas
que me pasan por la cabeza, o apuntes de cosas que quisiera escribir. Tengo
una carpeta para los objetos, una carpeta para los animales, una para las
personas, una carpeta para los personajes históricos y otra para
los héroes de la mitología; tengo una carpeta sobre las cuatro
estaciones y una sobre los cinco sentidos; en una recojo páginas
sobre las ciudades y los paisajes de mi vida, y en otra, ciudades imaginarias,
fuera del espacio y del tiempo. Cuando una carpeta empieza a llenarse de
páginas, me pongo a pensar en el libro que puedo sacar de ellas.
Así en los últimos años llevé
conmigo este libro de las ciudades, escribiendo de vez en cuando, fragmentariamente,
pasando por fases diferentes. Durante un período se me ocurrían
sólo ciudades tristes, y en otro sólo ciudades alegres; hubo
un tiempo en que comparaba a la ciudad con el cielo estrellado, en cambio
en otro momento hablaba siempre de las basuras que se van extendiendo día
a día fuera de las ciudades. Se había convertido en una suerte
de diario que seguía mis humores y mis reflexiones; todo terminaba
por transformarse en imágenes de ciudades: los libros que leía,
las exposiciones de arte que visitaba, las discusiones con mis amigos.
Pero todas esas páginas no constituían
todavía un libro: un libro (creo yo) es algo con un principio y
un fin (aunque no sea una novela en sentido estricto), es un espacio donde
el lector ha de entrar, dar vueltas, quizá perderse, pero encontrando
en cierto momento una salida, o tal vez varias salidas, la posibilidad
de dar con un camino que lo saque fuera. Alguno de vosotros me dirá
que esta definición puede servir para una novela con una trama,
pero no para un libro como éste, que debe leerse como se leen los
libros de poemas o de ensayos, o cuando mucho de cuentos. Pues bien, quiero
decir justamente que también un libro así, para ser un libro,
debe tener una construcción, es decir, es preciso que se pueda descubrir
en él una trama, un itinerario, un desenlace.
Nunca he escrito libros de poesía, pero
sí muchos libros de cuentos, y me he encontrado frente al problema
de dar un orden a cada uno de los textos, problema que puede llegar a ser
angustioso. Esta vez, desde el principio, había encabezado cada
página con el título de una serie: Las ciudades y la memoria,
Las ciudades y el deseo, Las ciudades y los signos; pero llamé Las
ciudades y la forma a una cuarta serie, título que resultó
ser demasiado genérico y la serie terminó por distribuirse
entre otras categorías. Durante un tiempo, mientras seguía
escribiendo ciudades, no sabía si multiplicar las series, o si limitarlas
a unas pocas (las dos primeras eran fundamentales), o si hacerlas desaparecer
todas. Había muchos textos que no sabía cómo clasificar
y entonces buscaba definiciones nuevas. Podía hacer un grupo con
las ciudades un poco abstractas, aéreas, que terminé por
llamar Las ciudades sutiles. Algunas podía definirlas como Las ciudades
dobles, pero después me resultó mejor distribuirlas en otros
grupos. Hubo otras series que no preví de entrada; aparecieron al
final, redistribuyendo textos que había clasificado de otra manera,
sobre todo como «memoria» y «deseo», por ejemplo
Las ciudades y los ojos (caracterizadas por propiedades visuales) y Las
ciudades y los trueques, caracterizadas por intercambios: de recuerdos,
de deseos, de recorridos, de destinos. Las continuas y las escondidas,
en cambio, son dos series que escribí adrede, es decir con una intención
precisa, cuando ya había empezado a entender la forma y el sentido
que debía dar al libro. A partir del material que había acumulado
fue como estudié la estructura más adecuada, porque quería
que estas series se alternaran, se entretejieran, y al mismo tiempo no
quería que el recorrido del libro se apartase demasiado del orden
cronológico en que se habían escrito los textos. Al final
decidí que habría 11 series de 5 textos cada una, reagrupados
en capítulos formados por fragmentos de series diferentes que tuvieran
cierto clima común. El sistema con arreglo al cual se alternan las
series es de lo más simple, aunque hay quien lo ha estudiado mucho
para explicarlo.
Todavía no he dicho lo primero que debería
haber aclarado: Las ciudades invisibles se presentan como una serie de
relatos de viaje que Marco Polo hace a Kublai Jan, emperador de los tártaros.
(En la realidad histórica, Kublai, descendiente de Gengis Jan, era
emperador de los mongoles, pero en su libro Marco Polo lo llama Gran Jan
de los Tártaros y así quedó en la tradición
literaria.) No es que me haya propuesto seguir los itinerarios del afortunado
mercader veneciano que en el siglo trece había llegado a la China
desde donde partió para visitar, como embajador del Gran Jan, buena
parte del Lejano Oriente. Hoy el Oriente es un tema reservado a los especialistas
y yo no lo soy. Pero en todos los tiempos ha habido poetas y escritores
que se inspiraron en El Millón como en una escenografía fantástica
y exótica: Coleridge en un famoso poema, Kafka en El mensaje del
emperador, Buzzati en El desierto de los tártaros. Sólo Las
mil y una noches pueden jactarse de una suerte parecida: libros que se
convierten en continentes imaginarios en los que encontrarán su
espacio otras obras literarias; continentes del «allende»,
hoy en que del «allende» se puede decir que ya no existe y
que todo el mundo tiende a uniformarse.
A este emperador melancólico que ha comprendido
que su ilimitado poder poco cuenta en un mundo que marcha hacia la ruina,
un viajero imaginario le habla de ciudades imposibles, por ejemplo una
ciudad microscópica que va ensanchándose y termina formada
por muchas ciudades concéntricas en expansión, una ciudad
telaraña suspendida sobre un abismo, o una ciudad bidimensional
como Moriana.
Cada capítulo del libro va precedido y
seguido por un texto en cursiva en el que Marco Polo y Kublai Jan reflexionan
y comentan. El primero de ellos fue el primero que escribí y sólo
más adelante, habiendo seguido con las ciudades, pensé en
escribir otros. Mejor dicho, el primer texto lo trabajé mucho, me
había sobrado mucho material, y en cierto momento seguí con
diversas variantes de esos elementos restantes (las lenguas de los embajadores,
la gesticulación de Marco) de los que resultaron textos diversos.
Pero a medida que escribía ciudades, iba desarrollando reflexiones
sobre mi trabajo, como comentarios de Marco Polo y del Jan, y estas reflexiones
tomaban cada una por su lado y yo trataba de que cada una avanzara por
cuenta propia. Así es como llegué a tener otro conjunto de
textos y traté de que fueran paralelos al resto, haciendo un poco
de montaje en el sentido de que ciertos diálogos se interrumpen
y después se reanudan; en una palabra, el libro se discute y se
interroga a medida que se va haciendo.
Creo que lo que el libro evoca no es sólo
una idea intemporal de la ciudad, sino que desarrolla, de manera unas veces
implícita y otras explícita, una discusión sobre la
ciudad moderna. A juzgar por lo que me dicen algunos amigos urbanistas,
el libro toca sus problemáticas en varios puntos y esto no es casualidad
porque el trasfondo es el mismo. Y la metrópoli de los pig numbers
no aparece sólo al final de mi libro; incluso lo que parece evocación
de una ciudad arcaica sólo tiene sentido en la medida en que está
pensado y escrito con la ciudad de hoy delante de los ojos.
¿Qué es hoy la ciudad para nosotros?
Creo haber escrito algo como un último poema de amor a las ciudades,
cuando es cada vez más difícil vivirlas como ciudades. Tal
vez estamos acercándonos a un momento de crisis de la vida urbana
y Las ciudades invisibles son un sueño que nace del corazón
de las ciudades invivibles. Se habla hoy con la misma insistencia tanto
de la destrucción del ambiente natural como de la fragilidad de
los grandes sistemas tecnológicos que pueden producir perjuicios
en cadena, paralizando metrópolis enteras. La crisis de la ciudad
demasiado grande es la otra cara de la crisis de la naturaleza. La imagen
de la «megalópolis», la ciudad continua, uniforme, que
va cubriendo el mundo, domina también mi libro. Pero libros que
profetizan catástrofes y apocalipsis hay muchos; escribir otro sería
pleonástico, y sobre todo, no se aviene a mi temperamento. Lo que
le importa a mi Marco Polo es descubrir las razones secretas que han llevado
a los hombres a vivir en las ciudades, razones que puedan valer más
allá de todas las crisis. Las ciudades son un conjunto de muchas
cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque,
como explican todos los libros de historia de la economía, pero
estos trueques no lo son sólo de mercancías, son también
trueques de palabras, de deseos, de recuerdos. Mi libro se abre y se cierra
con las imágenes de ciudades felices que cobran forma y se desvanecen
continuamente, escondidas en las ciudades infelices...
Casi todos los críticos se han detenido
en la frase final del libro: «buscar y saber quién y qué,
en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio».
Como son las últimas líneas, todos han considerado que es
la conclusión, la «moral de la fábula». Pero
este libro es poliédrico y en cierto modo está lleno de conclusiones,
escritas siguiendo todas sus aristas, e incluso no menos epigramáticas
y epigráficas que esta última. Es cierto que si esta frase
se ubica al final del libro no es por casualidad, pero empecemos por decir
que el final del último capítulo tiene una conclusión
doble, cuyos elementos son necesarios: sobre la ciudad utópica (que
aunque no la descubramos no podemos dejar de buscar) y sobre la ciudad
infernal. Y aún más: ésta es sólo la última
parte del texto en cursiva sobre los atlas del Gran Jan, por lo demás
bastante descuidado por los críticos, y que desde el principio hasta
el final no hace sino proponer varias «conclusiones» posibles
de todo el libro. Pero está también la otra vertiente, la
que sostiene que el sentido de un libro simétrico debe buscarse
en el medio: hay críticos psicoanalistas que han encontrado las
raíces profundas del libro en las evocaciones venecianas de Marco
Polo, como un retorno a los primeros arquetipos de la memoria, mientras
estudiosos de semiología estructural dicen que donde hay que buscar
es en el punto exactamente central del libro, y han encontrado una imagen
de ausencia, la ciudad llamada Baucis. Es aquí evidente que el parecer
del autor está de más: el libro, como he explicado, se fue
haciendo un poco por sí solo, y únicamente el texto tal como
es autorizará o excluirá esta lectura o aquélla. Como
un lector más, puedo decir que en el capítulo quinto, que
desarrolla en el corazón del libro un tema de levedad extrañamente
asociado al tema ciudad, hay algunos de los textos que considero mejores
por su evidencia visionaria, y tal vez esas figuras más filiformes
(«ciudades sutiles» u otras) son la zona más luminosa
del libro. Esto es todo lo que puedo decir.
(Conferencia pronunciada por Calvino en inglés,
el 29 de marzo de 1983, para los estudiantes de la Graduate Writing Divison
de la Columbia University de Nueva York.)
No
está dicho que Kublai Jan crea en todo lo que dice Marco Polo cuando
le describe las ciudades que ha visitado en sus misiones, pero lo cierto
es que el emperador de los tártaros sigue escuchando al joven veneciano
con más curiosidad y atención que a ningún otro de
sus mensajeros o exploradores. En la vida de los emperadores hay un momento
que sucede al orgullo por la amplitud inconmensurable de los territorios
que hemos conquistado, a la melancolía y al alivio de saber que
pronto renunciaremos a conocerlos y a comprenderlos, una sensación
como de vacío que nos asalta una noche junto con el olor de los
elefantes después de la lluvia y de la ceniza de sándalo
que se enfría en los braseros, un vértigo que hace temblar
los ríos y las montañas historiados en la leonada grupa de
los planisferios, enrolla uno sobre otro los despachos que anuncian el
derrumbe, de derrota en derrota, de los últimos ejércitos
enemigos y resquebraja el lacre de los sellos de reyes que jamás
oímos nombrar, que imploran la protección de nuestras huestes
triunfantes a cambio de tributos anuales en metales preciosos, pieles curtidas
y caparazones de tortuga; es el momento desesperado en que se descubre
que ese imperio que nos había parecido la suma de todas las maravillas
es un desmoronarse sin fin ni forma, que la gangrena de su corrupción
está demasiado avanzada para que nuestro cetro pueda ponerle remedio,
que el triunfo sobre los soberanos enemigos nos ha hecho herederos de su
larga ruina. Sólo en los informes de Marco Polo, Kublai Jan conseguía
discernir, a través de las murallas y las torres destinadas a derrumbarse,
la filigrana de un diseño tan fino que escapaba a la voracidad de
las termitas.
Las
ciudades y la memoria. 1
Partiendo de allá y andando
tres jornadas hacia levante, el hombre se encuentra en Diomira, ciudad
con sesenta cúpulas de plata, estatuas de bronce de todos los dioses,
calles pavimentadas de estaño, un teatro de cristal, un gallo de
oro que canta todas las mañanas en lo alto de una torre. Todas estas
bellezas el viajero ya las conoce por haberlas visto también en
otras ciudades. Pero es propio de ésta que quien llega una noche
de septiembre, cuando los días se acortan y las lámparas
multicolores se encienden todas a la vez sobre las puertas de las freidurías,
y desde una terraza una voz de mujer grita: ¡uh!, se pone a envidiar
a los que ahora creen haber vivido ya una noche igual a ésta y haber
sido aquella vez felices.
Las
ciudades y la memoria. 2
Al hombre que cabalga largamente
por tierras agrestes le asalta el deseo de una ciudad. Finalmente llega
a Isidora, ciudad donde los palacios tienen escaleras de caracol incrustadas
de caracolas marinas, donde se fabrican con todas las reglas del arte largavistas
y violines, donde cuando el forastero está indeciso entre dos mujeres
siempre encuentra una tercera, donde las riñas de gallos degeneran
en peleas sangrientas entre los que apuestan. En todas estas cosas pensaba
el hombre cuando deseaba una ciudad. Isidora es, pues, la ciudad de sus
sueños; con una diferencia. La ciudad soñada lo contenía
joven; a Isidora llega a edad avanzada. En la plaza hay un murete desde
donde los viejos miran pasar a la juventud: el hombre está sentado
en fila con ellos. Los deseos ya son recuerdos.
Las
ciudades y el deseo. 1
De la ciudad de Dorotea se puede
hablar de dos maneras: decir que cuatro torres de aluminio se elevan en
sus murallas flanqueando siete puertas del puente levadizo de resorte que
franquea el foso cuyas aguas alimentan cuatro verdes canales que atraviesan
la ciudad y la dividen en nueve barrios, cada uno de trescientas casas
y setecientas chimeneas; y teniendo en cuenta que las muchachas casaderas
de cada barrio se casan con jóvenes de otros barrios y sus familias
intercambian las mercancías de las que cada una tiene la exclusividad:
bergamotas, huevas de esturión, astrolabios, amatistas, hacer cálculos
a base de estos datos hasta saber todo lo que se quiera de la ciudad en
el pasado el presente el futuro; o bien decir como el camellero que allí
me condujo: «Llegué en la primera juventud, una mañana,
mucha gente iba rápida por las calles rumbo al mercado, las mujeres
tenían hermosos dientes y miraban derecho a los ojos, tres soldados
tocaban el clarín en una tarima, todo alrededor giraban ruedas y
ondulaban carteles de colores. Hasta entonces yo sólo había
conocido el desierto y las rutas de las caravanas. Aquella mañana
en Dorotea sentí que no había bien que no pudiera esperar
de la vida. En los años siguientes mis ojos volvieron a contemplar
las extensiones del desierto y las rutas de las caravanas; pero ahora sé
que éste es sólo uno de los tantos caminos que se me abrían
aquella mañana en Dorotea».
Las
ciudades y los signos. 1
El hombre camina días enteros
entre los árboles y las piedras. Rara vez el ojo se detiene en una
cosa, y es cuando la ha reconocido como el signo de otra: una huella en
la arena indica el paso del tigre, un pantano anuncia una vena de agua,
la flor del hibisco el fin del invierno. Todo el resto es mudo e intercambiable;
árboles y piedras son solamente lo que son.
Finalmente el viaje conduce a la ciudad
de Tamara. Uno se adentra en ella por calles llenas de enseñas que
sobresalen de las paredes. El ojo no ve cosas sino figuras de cosas que
significan otras cosas: las tenazas indican la casa del sacamuelas, el
jarro la taberna, las alabardas el cuerpo de guardia, la balanza el herborista.
Estatuas y escudos representan leones delfines torres estrellas: signo
de que algo —quién sabe qué— tiene por signo un león
o delfín o torre o estrella. Otras señales indican lo que
está prohibido en un lugar —entrar en el callejón con las
carretillas, orinar detrás del quiosco, pescar con caña desde
el puente— y lo que es lícito —dar de beber a las cebras, jugar
a las bochas, quemar los cadáveres de los parientes—. Desde las
puertas de los templos se ven las estatuas de los dioses representados
cada uno con sus atributos: la cornucopia, la clepsidra, la medusa, por
los cuales el fiel puede reconocerlos y dirigirles las plegarias justas.
Si un edificio no tiene ninguna enseña o figura, su forma misma
y el lugar que ocupa en el orden de la ciudad bastan para indicar su función:
el palacio real, la prisión, la casa de moneda, la escuela pitagórica,
el burdel. Incluso las mercancías que los comerciantes exhiben en
los mostradores valen no por sí mismas sino como signo de otras
cosas: la banda bordada para la frente quiere decir elegancia, el palanquín
dorado poder, los volúmenes de Averroes sapiencia, la ajorca para
el tobillo voluptuosidad. La mirada recorre las calles como páginas
escritas: la ciudad dice todo lo que debes pensar, te hace repetir su discurso,
y mientras crees que visitas Tamara, no haces sino registrar los nombres
con los cuales se define a sí misma y a todas sus partes.
Cómo es verdaderamente la
ciudad bajo esta apretada envoltura de signos, qué contiene o esconde,
el hombre sale de Tamara sin haberlo sabido. Fuera se extiende la tierra
vacía hasta el horizonte, se abre el cielo donde corren las nubes.
En la forma que el azar y el viento dan a las nubes el hombre se empeña
en reconocer figuras: un velero, una mano, un elefante...
Las
ciudades sutiles. 3
Si Armilla es así por incompleta
o por haber sido demolida, si hay detrás un hechizo o sólo
un capricho, lo ignoro. El hecho es que no tiene paredes, ni techos, ni
pavimentos; no tiene nada que la haga parecer una ciudad, excepto las tuberías
del agua que suben verticales donde deberían estar las casas y se
ramifican donde deberían estar los pisos: una selva de tubos que
terminan en grifos, duchas, sifones, rebosaderos. Se destaca contra el
cielo la blancura de algún lavabo o bañera u otro artefacto,
como frutos tardíos que han quedado colgados de las ramas. Se diría
que los fontaneros terminaron su trabajo y se fueron antes de que llegaran
los albañiles; o bien que sus instalaciones indestructibles han
resistido a una catástrofe, terremoto o corrosión de termitas.
Abandonada antes o después de
haber sido habitada, no se puede decir que Armilla esté desierta.
A cualquier hora, alzando los ojos entre las tuberías, no es raro
entrever una o varias mujeres jóvenes, espigadas, de no mucha estatura,
que retozan en las bañeras, se arquean bajo las duchas suspendidas
sobre el vacío, hacen abluciones, o se secan, o se perfuman, o se
peinan los largos cabellos delante del espejo. En el sol brillan los hilos
de agua que se proyectan en abanico desde las duchas, los chorros de los
grifos, los surtidores, las salpicaduras, la espuma de las esponjas.
La explicación a que he
llegado es ésta: ninfas y náyades han quedado dueñas
de los cursos de agua canalizados en las tuberías de Armilla. Habituadas
a remontar las venas subterráneas, les ha sido fácil avanzar
en su nuevo reino acuático, manar de fuentes multiplicadas, encontrar
nuevos espejos, nuevos juegos, nuevos modos de gozar del agua. Puede ser
que su invasión haya expulsado a los hombres, o puede ser que Armilla
haya sido construida por los hombres como un presente votivo para congraciarse
con las ninfas ofendidas por la manumisión de las aguas. En todo
caso, esas mujercitas parecen contentas: por la mañana se las oye
cantar.
Las
ciudades y los trueques. 2
En Cloe, gran ciudad, las personas
que pasan por las calles no se conocen. Al verse imaginan mil cosas las
unas de las otras, los encuentros que podrían ocurrir entre ellas,
las conversaciones, las sorpresas, las caricias, los mordiscos. Pero nadie
saluda a nadie, las miradas se cruzan un segundo y después huyen,
buscan otras miradas, no se detienen.
Pasa una muchacha que hace girar una
sombrilla apoyada en su hombro, y también un poco la redondez de
las caderas. Pasa una mujer vestida de negro que representa todos los años
que tiene, los ojos inquietos bajo el velo y los labios trémulos.
Pasa un gigante tatuado; un hombre
joven con el pelo blanco; una enana; dos mellizas vestidas de coral. Algo
corre entre ellos, un intercambio de miradas como líneas que unen
una figura con otra y dibujan flechas, estrellas, triángulos, hasta
que en un instante todas las combinaciones se agotan y otros personajes
entran en escena: un ciego con un guepardo sujeto por una cadena, una cortesana
con abanico de plumas de avestruz, un efebo, una jamona. Así entre
quienes por casualidad se juntan bajo un soportal para guarecerse de la
lluvia, o se apiñan debajo del toldo del bazar, o se detienen a
escuchar la banda en la plaza, se consuman encuentros, seducciones, copulaciones,
orgías, sin cambiar una palabra, sin rozarse con un dedo, casi sin
alzar los ojos.
Una vibración lujuriosa mueve continuamente a
Cloe, la más casta de las ciudades. Si hombres y mujeres empezaran
a vivir sus efímeros sueños, cada fantasma se convertiría
en una persona con quien comenzar una historia de persecuciones, simulaciones,
malentendidos, choques, opresiones, y el carrusel de las fantasías
se detendría.
Las
ciudades y los ojos. 1
Los antiguos construyeron Valdrada
a orillas de un lago, con casas todas de galerías una sobre otra
y calles altas que asoman al agua parapetos de balaustres. De modo que
al llegar el viajero ve dos ciudades: una directa sobre el lago y una de
reflejo, invertida. No existe o sucede algo en una Valdrada que la otra
Valdrada no repita, porque la ciudad fue construida de manera que cada
uno de sus puntos se reflejara en su espejo, y la Valdrada del agua, abajo,
contiene no sólo todas las canaladuras y relieves de las fachadas
que se elevan sobre el lago, sino también el interior de las habitaciones
con sus cielos rasos y sus pavimentos, las perspectivas de sus corredores,
los espejos de sus armarios.
Los habitantes de Valdrada saben que
todos sus actos son a la vez ese acto y su imagen especular que posee la
especial dignidad de las imágenes, y esta conciencia les prohibe
abandonarse ni un solo instante al azar y al olvido. Cuando los amantes
mudan de posición los cuerpos desnudos piel contra piel buscando
cómo ponerse para sacar más placer el uno del otro, cuando
los asesinos empujan el cuchillo contra las venas negras del cuello y cuanta
más sangre grumosa sale a borbotones, más hunden el filo
que resbala entre los tendones, incluso entonces no es tanto el acoplarse
o matarse lo que importa como el acoplarse o matarse de las imágenes
límpidas y frías en el espejo.
El espejo acrecienta unas veces
el valor de las cosas, otras lo niega. No todo lo que parece valer fuera
del espejo resiste cuando se refleja. Las dos ciudades gemelas no son iguales,
porque nada de lo que existe o sucede en Valdrada es simétrico:
a cada rostro y gesto responden desde el espejo un rostro o gesto invertido
punto por punto. Las dos Valdradas viven la una para la otra, mirándose
constantemente a los ojos, pero no se aman.
Las
ciudades escondidas. 1
En Olinda, el que lleva una lupa
y busca con atención puede encontrar en alguna parte un punto no
más grande que la cabeza de un alfiler donde, mirando con un poco
de aumento, se ven dentro los techos las antenas las claraboyas los jardines
los tazones de las fuentes, las franjas rayadas que cruzan las calles,
los quioscos de las plazas, la pista de las carreras de caballos. Ese punto
no se queda ahí: al cabo de un año se lo encuentra grande
como medio limón, después como una gran seta, después
como un plato sopero. Y hete aquí que se convierte en una ciudad
de tamaño natural, encerrada dentro de la ciudad de antes: una nueva
ciudad que se abre paso en medio de la ciudad de antes y la empuja hacia
afuera.
Olinda no es, desde luego, la única
ciudad que crece en círculos concéntricos, como los troncos
de los árboles que cada año añaden una vuelta. Pero
a las otras ciudades les queda en el medio el viejo cerco de murallas,
bien apretado, del que brotan resecos los campaniles las torres los tejados
las cúpulas, mientras los barrios nuevos se desparraman alrededor
como saliendo de un cinturón que se desanuda. En Olinda no: las
viejas murallas se dilatan llevándose consigo los barrios antiguos
que crecen en los confines de la ciudad, manteniendo sus proporciones en
un horizonte más vasto; éstos circundan barrios un poco menos
viejos, aunque de mayor perímetro y menor espesor para dejar sitio
a los más recientes que empujan desde dentro; y así hasta
el corazón de la ciudad: una Olinda completamente nueva que en sus
dimensiones reducidas conserva los rasgos y el flujo de linfa de la primera
Olinda y de todas las Olindas que han ido brotando una de otra; y dentro
de ese círculo más interno ya brotan —pero es difícil
distinguirlas— la Olinda venidera y las que crecerán a continuación.