
Alejo Carpentier
LOS PASOS PERDIDOS
(Fragmentos)
Capítulo primero
Capítulo segundo
Capítulo tercero
Capítulo cuarto
Capítulo quinto
Capítulo sexto
Capítulo primero
I
Había grandes lagunas de semanas y semanas
en la crónica de mi propio existir; temporadas que no me dejaban
un recuerdo válido, la huella de una sensación excepcional,
una emoción duradera; días en que todo gesto me producía
la obsesionante impresión de haberlo hecho antes en circunstancias
idénticas -de haberme sentado en el mismo rincón, de haber
contado la misma historia, mirando al velero preso en el cristal de un
pisapapel. Cuando se festejaba mi cumpleaños en medio de las mismas
caras, en los mismos lugares, con la misma canción repetida en coro,
me asaltaba invariablemente la idea de que esto sólo difería
del cumpleaños anterior en la aparición de una vela más
sobre un pastel cuyo saber era idénticos al de la vez pasada.Subiendo
y bajando la cuesta de los días, con la misma piedra en el hombro,
me sostenía por obra de un impulso adquirido a fuerza de paroxismos
-impulso que cedería tarde o temprano, en una fecha que acaso figuraba
en el calendario del año en curso-. Pero evadirse de esto, en el
mundo que me hubiera tocado en suerte, era tan imposible como tratar de
revivir, en estos tiempos, ciertas gestas de heroísmo o de santidad.
Habíamos caído en la era del Hombre-Avispa, del Hombre-Ninguno,
en que las almas no se vendían al Diablo, sino al Contable o al
Cómitre.
(...)
Roto el desaforado ritmo de mis días, liberado por tres semanas,
de la empresa nutricia que me había comprado ya varios años
de vida, no sabía como aprovechar el ocio. Estaba como enfermo de
súbito descanso, desorientado en calles conocidas, indeciso ante
deseos que no acababan de serlo.
(...)
Encuentro trivial, en cierto modo, como son, aparentemente todos los encuentros
cuyo verdadero significado sólo se revelará más tarde,
en el tejido de sus implicaciones... Debemos buscar el comienzo de todo,
de seguro, en la nube que reventó en lluvia aquella tarde, con tan
inesperada violencia que sus truenos parecían truenos de otra latitud.
II
Siempre que yo veía colocarse los instrumentos de una orquesta
sinfónica tras de sus atriles, sentía una aguda expectación
del instante en que el tiempo dejara de acarrear sonidos incoherentes para
verse encuadrado, organizado, sometido a una previa voluntad humana, que
hablaba por los gestos del Medidor de su Transcurso. Este último
obedecía, a menudo, a disposiciones tomadas de un siglo, dos siglos
antes. Pero bajo las carátulas de las particellas se estampaban
en signos los mandatos de hombres que aún muertos, yacentes bajo
mausoleos pomposos o de huesos perdidos en el sórdido desorden de
la fosa común, conservaban derechos de propiedad sobre el tiempo,
imponiendo lapsos de atención o de fervor a los hombres del futuro.
Capítulo segundo
VI
Era como si estuviera cumpliendo la atroz condena de andar por una
eternidad entre cifras, tablas de un gran calendario empotradas en las
paredes -cronología de laberinto, que podía ser la de mi
existencia, con su perenne obsesión de la hora, dentro de una prisa
que sólo servía para devolverme cada mañana, al punto
de partida de la víspera.
Capítulo tercero
XI
Silencio es palabra de mi vocabulario.
Habiendo trabajado la música, la he usado más que los hombres
de otros oficios. Sé cómo puede especularse con el silencio;
cómo se le mide y encuadra. Pero ahora, sentado en esta piedra,
vivo el silencio; un silencio venido de tan lejos, espeso de tantos silencios,
que en él cobraría la palabra un fragor de creación.
Si yo dijera algo, si yo hablara a solas, como a menudo hago, me asustaría
a mí mismo.
Capítulo cuarto
XIX
Con el transtorno de las apariencias, en esta
sucesión de pequeños espejismos al alcance de la mano, crecía
en mí una sensación de desconcierto, de extravío total,
que resulta indeciblemente angustiosa. Era como si me hicieran dar vueltas
sobre mí mismo, para atolondrarme, antes de situarme en los umbrales
de una morada secreta.(...)
Empezaba a tener miedo. nada me amenazaba. Todos parecían
tranquilos en torno mío; pero un miedo indefinible, sacado de los
tramundos del instinto, me hacía respirar a lo hondo, sin hallar
nunca el aire suficiente.
Capítulo quinto
XXVIII
Llego a preguntarme a veces si las formas superiores de la emoción
estética no consistirán, simplemente, en un supremo entendimiento
de lo creado. Un día, los hombres descubrirán un alfabeto
en los ojos de las calcedonias, en los pardos terciopelos de la falena,
y entonces se sabrá con asombro que cada caracol manchado era, desde
siempre, un poema.
Capítulo sexto
XXXIX
... Porque la única raza que está impedida de desligarse
de las fechas es la raza de quienes hacen arte, y no sólo tienen
que adelantarse a un ayer inmediato, representado en testimonios tangibles,
sino que se anticipan al canto y forma de otros que vendrán después,
creando nuevos testimonios tangibles en plena conciencia de lo hecho hasta
hoy.