por E. García
El pueblo de Dios camina
por un inmenso desierto;
de día lo quema el sol;
de noche lo azota el viento;
penas, incomodidades
inherentes al destierro.
Ser peregrino es llevar
dentro del alma un lucero,
una visión de esperanza
de arribar al feliz puerto.
El término de la vida
en realidad no es un término;
porque si de Dios venimos,
otra vez a Dios volvemos.
La parábola del río
que va cruzando, sereno,
entre flores y entre espinas;
en verano y en invierno;
disimulando su paso,
dando vueltas y rodeos.
Sabe que ha de llegar;
y está fijado su tiempo.
Problemas en el camino:
malpasos, espantos, miedos;
alegrías, ilusiones;
irse siempre despidiendo,
piedras que hieren los pies;
penas que ahuitan el pecho;
salpicaduras de lágrimas;
gemidos de sentimientos.
Pero ir siempre hacia adelante;
irse siempre despidiendo.
Y cuando la vida cansa,
y el hombre ha llegado a viejo,
ve que el río se detiene
formando un bruñido espejo.
El río ha llegado al mar
y el hombre ha llegado al cielo.