Javier
García. (Julio 97).
Cada
período histórico construye necesariamente su propio código
de señales ideológicas, su propio lenguaje filosófico-político,
asumiendo el empleo de términos que resultan claves para entender
el desarrollo de los procesos sociales y los nuevos fenómenos que
los acompañan.
En
los '80 el concepto mágico del postmodernismo inundó con
bastante éxito las cátedras universitarias y las redacciones
de los medios de comunicación de masas. Aunque su aparición
como fenómeno cultural fue anterior a los '80, el postmodernismo
alcanzó su cota de mayor aceptación social en la pasada década,
revolucionando el mundo del pensamiento, el arte y la literatura.
Filosóficamente,
el postmodernismo es el paradigma del 'pensamiento débil', de la
ruptura con los llamados pensamientos fuertes que, como el marxismo, constituyen
sistemas de ideas que intentan abarcan la globalidad de la existencia social
y humana.
Los
así llamados pensamientos débiles representan un moderno
escepticismo frente a las alternativas globales, reflejando la preocupación
por el ámbito más individualizado, más egoísta,
si se prefiere, del ser humano.
Un
ser humano que, aunque consciente de las maldades e injusticias que acompañan
nuestro mundo, se ve abocado al triste papel de espectador ante la imposibilidad
de intervenir con garantías reales de que su acción en la
sociedad humana no obtenga un resultado peor incluso del que se pretende
combatir. Es el planteamiento de Octavio Paz que en alguna ocasión
llegó a decir que este siglo que ahora termina ha sido el tiempo
de las grandes utopías que han acabado en campos de concentración.
La
revolución conservadora de Reagan y Tatcher se alimentó de
estas ideas reaccionarias y pesimistas para implementar una salvaje política
de hostilidad contra el estado del bienestar. Sin embargo, bajo la apariencia
de una política estrictamente neoliberal, la reaganomics utilizó
políticas keynesianas para la producción de armamentos que
contribuyeron decisivamente al mini-boom de los '80.
Tras
la quiebra del sistema estalinista, el postmodernismo se transformó
en pensamiento único, afianzándose como la nueva filosofía
política contemporánea, realzando las delicias del mercado
y convirtiéndose así en el principal soporte idelógico
del neoliberalismo.
El
pensamiento único puede y debe presentarse como sucesor umbilical
del postmodernismo político. La diferencia sustancial es que el
pensamiento único es una ideología cerrada y totalizadora,
que se autoafirma presentándose con la autoridad de lo indiscutible.
Caído el muro, no hay otra alternativa que el capitalismo realmente
existente.
Pero,
la realidad es bien distinta. El nuevo orden prometido no tardó
en convertirse en un colosal desorden. La globalización económica,
es decir, la internacionalización de los mercados financieros y
la producción manufacturera combinado con la incesante revolución
tecnológica del fin de siglo, devora todo lo social, empequeñece
el papel del estado, robando paulatinamente la soberanía nacional
de cada burguesía e instaurando la gran dictadura mundial de los
mercados.
La
democracia burguesa, es decir, la dictadura con rostro humano del gran
capital de cada estado nacional, se ha convertido en una plutocracia aristocrática
de unos mercados que fluctúan sin control arrasando a su paso, cual
plaga de langostas, las bolsas, monedas y reservas de divisas de los más
débiles.
Este
nuevo darwinismo macroeconómico impone la selección natural
de las economías más fuertes y estables excluyendo grandes
áreas geopolíticas, como África, que no han sido ni
siquiera invitadas al gran juego de la globalización.
La
quimera estalinista del socialismo en un sólo país fue enviada
definitivamente al estercolero de la historia por el desarrollo de los
grandes eventos revolucionarios que sacudieron el 'mundo socialista' al
final de los '80. Hoy, asistimos, a la anunciada muerte del capitalismo
nacional. Ni tan siquiera la poderosa economía norteamericana es
capaz de autoabestecerse y vivir independientemente del resto del mercado
global.
El
capitalismo maduro necesita traspasar las fronteras nacionales que le suponen
una insoportable asfixia a su desarrollo. La globalización confirma
agudamente las previsiones marxistas. No vamos a ser nosotros los que entonemos
el llanto mortuorio por el óbito del estado nacional. La mundialización
económica es un pre-requisito para la construcción del socialismo,
que es internacional o no será como la historia se ha encargado
de demostrar.
La
dictadura de los mercados concentra el capital cada vez en menos manos
como pronosticó Marx con gran acierto hace ahora siglo y medio.
Pero el fenómeno de la concentración oligárquica de
la riqueza conlleva necesariamente la depauperación económica
de amplias capas de la sociedad, lo que a la larga llevará a situaciones
insostenibles de inestabilidad política que traerán consigo
grandes conmociones sociales que pondrán encima de la mesa la cuestión
del poder.
Como
en todo proceso de revolución y contrarrevolución, la humanidad
se enfrentará a una crisis de civilización a escala planetaria
que con diferentes ritmos dependiendo de cada país planteará
dos únicas alternativas globales: o la clase trabajadora rompe el
dominio del capital en un país clave abriendo de nuevo la posibilidad
de la construcción revolucionaria del socialismo a nivel mundial,
o la burguesía desesperada pondrá su futuro en manos de nuevos
Pinochets, incluso en los civilizados países avanzados de Occidente.
El
marxismo no tiene nada que ver con el fatalismo. Reivindicamos nuestro
derecho al optimismo revolucionario. Pero, si no somos capaces de aprovechar
los próximos diez años en educar cuadros revolucionarios
y extender las ideas del marxismo, nos enfrentaremos a esos procesos con
una debilidad innecesaria que puede facilitar la derrota sangrienta del
proletariado y la aparición de dictaduras sangrientas en nuestros
civilizados países del primer mundo. |