Capítulo
I
Hegel dice en alguna parte
que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen,
como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar:
una vez como tragedia y la otra como farsa. Caussidière por Dantón,
Luis Blanc por Robespierre, la Montaña de 1848 a 1851 por la Montaña
de 1793 a 1795, el sobrino por el tío. ¡Y a la misma caricatura
en las circunstancias que acompañan a la segunda edición
del Dieciocho Brumario!
Los hombres hacen su propia
historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas
por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran
directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición
de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro
de los vivos. Y cuando éstos aparentan dedicarse precisamente a
transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas
épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran
temerosos en su exilio los espíritus del pasado, toman prestados
sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz
de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena
de la historia universal. Así, Lutero se disfrazó de apóstol
Pablo, la revolución de 1789-1814 se vistió alternativamente
con el ropaje de la República romana y del Imperio romano, y la
revolución de 1848 no supo hacer nada mejor que parodiar aquí
al 1789 y allá la tradición revolucionaria de 1793 a 1795.
Es como el principiante que ha aprendido un idioma nuevo: lo traduce siempre
a su idioma nativo, pero sólo se asimila el espíritu del
nuevo idioma y sólo es capaz de expresarse libremente en él
cuando se mueve dentro de él sin reminiscencias y olvida en él
su lenguaje natal.
Si examinamos esas conjuraciones
de los muertos en la historia universal, observaremos en seguida una diferencia
que salta a la vista. Camilo Desmoulins, Dantón, Robespierre, Saint-Just,
Napoleón, los héroes, lo mismo que los partidos y la masa
de la antigua revolución francesa, cumplieron, bajo el ropaje romano
y con frases romanas, la misión de su tiempo: librar de las cadenas
e instaurar la sociedad burguesa moderna. Los unos hicieron añicos
las instituciones feudales y segaron las cabezas feudales que habían
brotado en él. El otro creó en el interior de Francia las
condiciones bajo las cuales ya podía desarrollarse la libre concurrencia,
explotarse la propiedad territorial parcelada, aplicarse las fuerzas productivas
industriales de la nación, que habían sido liberadas; y del
otro lado de las fronteras francesas barrió por todas partes las
formaciones feudales, en el grado en que esto era necesario para rodear
a la sociedad burguesa de Francia en el continente europeo de un ambiente
adecuado, acomodado a los tiempos. Una vez instaurada la nueva formación
social, desaparecieron los colosos antediluvianos, y con ellos el romanismo
resucitado: los Brutos, los Gracos, los Publícolas, los tribunos,
los senadores y hasta el mismo Cesar. Con su sobrio practicismo, la sociedad
burguesa se había creado sus verdaderos intérpretes y portavoces
en los Say, los Cousin, los Royer-Collard, los Benjamín Constant
y los Guizot; sus verdaderos caudillos estaban en las oficinas comerciales,
y la cabeza atocinada de Luis XVIII era su cabeza política. Completamente
absorbida pro la producción de la riqueza y por la lucha pacífica
de la concurrencia, ya no se daba cuenta de que los espectros del tiempo
de los romanos habían velado su cuna. Pero, por muy poco heroica
que la sociedad burguesa sea, para traerla al mundo habían sido
necesarios, sin embargo, el heroísmo, la abnegación, el terror,
la guerra civil y las batallas de los pueblos. Y sus gladiadores encontraron
en las tradiciones clásicamente severas de la República romana
los ideales y las formas artísticas, las ilusiones que necesitaban
para ocultarse a sí mismos el contenido burguesamente limitado de
sus luchas y mantener su pasión a la altura de la gran tragedia
histórica. Así, en otra fase de desarrollo, un siglo antes,
Cromwell y el pueblo inglés habían ido a buscar en el Antiguo
Testamento el lenguaje, las pasiones y las ilusiones para su revolución
burguesa. Alcanzada la verdadera meta, realizada la transformación
burguesa de la sociedad inglesa, Locke desplazó a Habacuc.
En esas revoluciones, la
resurrección de los muertos servía, pues, para glorificar
las nuevas luchas y no para parodiar las antiguas, para exagerar en la
fantasía la misión trazada y no para retroceder ante su cumplimiento
en la realidad, para encontrar de nuevo el espíritu de la revolución
y no para hacer vagar otra vez a su espectro.
En 1848-1851, no hizo más
que dar vueltas el espectro de la antigua revolución, desde Marrast,
le républicain en gants jaunes, que se disfrazó de
viejo Bailly, hasta el aventurero que esconde sus vulgares y repugnantes
rasgos bajo la férrea mascarilla de muerte de Napoleón. Todo
un pueblo que creía haberse dado un impulso acelerado por medio
de una revolución, se encuentra de pronto retrotraído a una
época fenecida, y para que no pueda haber engaño sobre la
recaída, hacen aparecer las viejas fechas, el viejo calendario,
los viejos nombres, los viejos edictos (entregados ya, desde hace largo
tiempo, a la erudición de los anticuarios) y los viejos esbirros,
que parecían haberse podrido desde hace mucho tiempo. La nación
se parece a aquel inglés loco de Bedlam que creía vivir en
tiempo de los viejos faraones y se lamentaba diariamente de las duras faenas
que tenía que ejecutar como cavador de oro en las minas de Etiopía,
emparedado en aquella cárcel subterránea, con una lámpara
de luz mortecina sujeta en la cabeza, detrás el guardián
de los esclavos con su largo látigo y en las salidas una turbamulta
de mercenarios bárbaros, incapaces de comprender a los forzados
ni de entenderse entre sí porque no hablaban el mismo idioma. «¡Y
todo esto -suspira el loco- me lo han impuesto a mí, a un ciudadano
inglés libre, para sacar oro para los antiguos faraones!»
«¡Para pagar las deudas de la familia Bonaparte!», suspira
la nación francesa. El inglés, mientras estaba en uso de
su razón, no podía sobreponerse a la idea fija de obtener
oro. Los franceses, mientras estaban en revolución, no podían
sobreponerse al recuerdo napoleónico, como demostraron las elecciones
del 10 de diciembre. Ante los peligros de la revolución se sintieron
atraídos por el recuerdo de las ollas de Egipto, y la respuesta
fue el 2 de diciembre de 1851. No sólo obtuvieron la caricatura
del viejo Napoleón, sino al propio viejo Napoleón en caricatura,
tal como necesariamente tiene que aparecer a mediados del siglo XIX.
La revolución social
del siglo XIX no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente
del porvenir. No puede comenzar su propia tarea antes de despojarse de
toda veneración supersticiosa por el pasado. Las anteriores revoluciones
necesitaban remontarse a los recuerdos de la historia universal para aturdirse
acerca de su propio contenido. La revolución del siglo XIX debe
dejar que los muertos entierren a sus muertos, para cobrar conciencia de
su propio contenido. Allí, la frase desbordaba el contenido; aquí,
el contenido desborda la frase.
La revolución de febrero
cogió desprevenida, sorprendió a la vieja sociedad,
y el pueblo proclamó este golpe de mano inesperado como una
hazaña de la historia universal con la que se abría la nueva
época. El 2 de diciembre, la revolución de febrero es escamoteada
por la voltereta de un jugador tramposo, y lo que parece derribado no es
ya la monarquía, sino las concesiones liberales que le habían
sido arrancadas por seculares luchas. Lejos de ser la sociedad misma la
que se conquista un nuevo contenido, parece como si simplemente el Estado
volviese a su forma más antigua, a la dominación desvergonzadamente
simple del sable y la sotana. Así contesta al coup de main
de febrero de 1848 el coup de tête de diciembre de 1851. Por
donde se vino, se fue. Sin embargo, el intervalo no ha pasado en vano.
Durante los años de 1848 a 1851, la sociedad francesa asimiló,
y lo hizo mediante un método abreviado, por ser revolucionario,
las enseñanzas y las experiencias que en un desarrollo normal, lección
tras lección, por decirlo así, habrían debido preceder
a la revolución de febrero, para que ésta hubiese sido algo
más que un estremecimiento en la superficie. Hoy, la sociedad parece
haber retrocedido más allá de su punto de partida; en realidad,
lo que ocurre es que tiene que empezar por crearse el punto de partida
revolucionario, la situación, las relaciones, las condiciones, sin
las cuales no adquiere un carácter serio la revolución moderna.
Las revoluciones burguesas,
como la del siglo XVIII, avanzan arrolladoramente de éxito en éxito,
sus efectos dramáticos se atropellan, los hombres y las cosas parecen
iluminados por fuegos de artificio, el éxtasis es el espíritu
de cada día; pero estas revoluciones son de corta vida, llegan en
seguida a su apogeo y una larga depresión se apodera de la sociedad,
antes de haber aprendido a asimilarse serenamente los resultados de su
período impetuoso y agresivo. En cambio, las revoluciones proletarias
como las del siglo XIX, se critican constantemente a sí mismas,
se interrumpen continuamente en su propia marcha, vuelven sobre lo que
parecía terminado, para comenzarlo de nuevo, se burlan concienzuda
y cruelmente de las indecisiones, de los lados flojos y de la mezquindad
de sus primeros intentos, parece que sólo derriban a su adversario
para que éste saque de la tierra nuevas fuerzas y vuelva a levantarse
más gigantesco frente a ellas, retroceden constantemente aterradas
ante la vaga enormidad de sus propios fines, hasta que se crea una situación
que no permite volverse atrás y las circunstancias mismas gritan:
Hic Rhodus, hic salta!
¡Aquí está
la rosa, baila aquí!
Por lo demás, cualquier
observador mediano, aunque no hubiese seguido paso a paso la marcha de
los acontecimientos en Francia, tenía que presentir que esperaba
a la revolución una inaudita vergüenza. Bastaba con escuchar
los engreídos ladridos de triunfo con que los señores demócratas
se felicitan mutuamente por los efectos milagrosos que esperaban del segundo
domingo de mayo de 1852. El segundo domingo de mayo de 1852 habíase
convertido en sus cabezas en una idea fija, en un dogma, como en las cabezas
de los quiliastas el día en que había de reaparecer Cristo
y comenzar el reino milenario. La debilidad había ido a refugiarse,
como siempre, en la fe en el milagro: creía vencer al enemigo con
sólo descartarlo mágicamente con la fantasía, y perdía
toda la comprensión del presente ante la glorificación pasiva
del futuro que les esperaba y de las hazañas que guardaba in petto,
pero que aún no consideraba oportuno revelar. Esos héroes
que se esforzaban en refutar su probada incapacidad prestándose
mutua compasión y reuniéndose en un tropel, habían
atado su hatillo, se embolsaron sus coronas de laurel a crédito
y se disponían precisamente a descontar en el mercado de letras
de cambio las repúblicas in partibus para las que, en el secreto
de su ánimo poco exigente, tenían ya previsoramente preparado
el personal de gobierno. El 2 de diciembre cayó sobre ellos como
un rayo en cielo sereno, y los pueblos, que en épocas de malhumor
pusilánime gustaban de dejar que los voceadores más chillones
ahoguen su miedo interior, se habrán convencido quizá de
que han pasado ya los tiempos en que el graznido de los gansos podía
salvar el Capitolio.
La Constitución, la
Asamblea Nacional, los partidos dinásticos, los republicanos azules
y los rojos, los héroes de África, el trueno de la tribuna,
el relampagueo de la prensa diaria, toda la literatura, los nombres políticos
y los renombres intelectuales, la ley civil y el derecho penal, la liberté,
égalité, fraternité y el segundo domingo de mayo de
1852, todo ha desaparecido como una fantasmagoría al conjuro de
un hombre al que ni sus mismos enemigos reconocen como brujo. El sufragio
universal sólo pareció sobrevivir un instante para hacer
su testamento de puño y letra a los ojos del mundo entero y poder
declarar, en nombre del propio pueblo: "Todo lo que existe merece perecer".
No basta con decir, como
hacen los franceses, que su nación fue sorprendida. Ni a la nación
ni a la mujer se les perdona la hora de descuido en que cualquier aventurero
ha podido abusar de ellas por la fuerza. Con estas explicaciones no se
aclara el enigma; no se hace más que presentarlo de otro modo. Quedaría
por explicar cómo tres caballeros de industria pudieron sorprender
y reducir al cautiverio, sin resistencia, a una nación de 36 millones
de almas.
Recapitulemos, en sus rasgos
generales, las fases recorridas por la revolución francesa desde
el 24 de febrero de 1848 hasta el mes de diciembre de 1851.
Hay tres períodos
capitales que son inconfundibles: el período de febrero;
del 4 de mayo de 1848 al 28 de mayo de 1849, período de constitución
de la república o de la Asamblea Nacional Constituyente;
del 28 de mayo de 1849 al 2 de diciembre de 1851, período de
la república constitucional o de la Asamblea Nacional Legislativa.
El primer período,
desde el 24 de febrero, o desde la caída de Luis Felipe, hasta el
4 de mayo de 1848, fecha en que se reúne la Asamblea Constituyente,
el período de febrero, propiamente dicho, puede calificarse
como de prólogo de la revolución. Su carácter
se revela oficialmente en el hecho de que el Gobierno por él improvisado
se declarase a sí mismo provisional, y, como el Gobierno,
todo lo que este período sugirió, intentó o proclamó,
se presentaba también como algo puramente provisional. Nada
ni nadie se atrevía a reclamar para sí el derecho a existir
y a obrar de un modo real. Todos los elementos que habían preparado
o determinado la revolución, la oposición dinástica,
la burguesía republicana, la pequeña burguesía democrático-republicana
y los obreros socialdemócratas encontraron su puesto provisional
en el Gobierno de febrero.
No podía ser de otro
modo. Las jornadas de febrero proponíanse primitivamente como objetivo
una reforma electoral, que había de ensanchar el círculo
de los privilegiados políticos dentro de la misma clase poseedora
y derribar la dominación exclusiva de la aristocracia financiera.
pero cuando estalló el conflicto real y verdadero, el pueblo subió
a las barricadas, la Guardia Nacional se mantuvo en actitud pasiva, el
ejército no opuso una resistencia seria y la monarquía huyó,
la república pareció la evidencia por sí misma. Cada
partido interpretaba a su manera. Arrancada por el proletariado con las
armas en la mano, éste le imprimió su sello y la proclamó
república social. Con esto se indicaba el contenido general
de la moderna revolución, el cual se hallaba en la contradicción
más peregrina con todo lo que por el momento podía ponerse
en práctica directamente, con el material disponible, el grado de
desarrollo alcanzado por la masa y bajo las circunstancias y relaciones
dadas. De otra parte, las pretensiones de todos los demás elementos
que habían cooperado a la revolución de febrero fueron reconocidas
en la parte leonina que obtuvieron en el Gobierno. Por eso, en ningún
período nos encontramos con una mezcla más abigarrada de
frases altisonantes e inseguridad y desamparo efectivos, de aspiraciones
más entusiastas de innovación y de imperio más firme
de la vieja rutina, de más aparente armonía de toda la sociedad
y más profunda discordancia entre sus elementos. Mientras el proletariado
de París se deleitaba todavía en la visión de la gran
perspectiva que se había abierto ante él y se entregaba con
toda seriedad a discusiones sobre los problemas sociales, las viejas fuerzas
de la sociedad se habían agrupado, reunido, vuelto en sí
y encontrado un apoyo inesperado en la masa de la nación, en los
campesinos y los pequeños burgueses, que se precipitaron todos de
golpe a la escena política, después de caer las barreras
de la monarquía de Julio.
El segundo período,
desde el 4 de mayo de 1848 hasta fines de mayo de 1849, es el período
de la constitución, de la fundación de la república
burguesa. Inmediatamente después de las jornadas de febrero
no sólo se vio sorprendida la oposición dinástica
por los republicanos, y éstos por los socialistas, sino toda Francia
por París. La Asamblea Nacional, que se reunió el 4 de mayo
de 1848, salida de las elecciones nacionales, representaba a la nación.
Era una protesta viviente contra las pretensiones de las jornadas de febrero
y había de reducir al rasero burgués los resultados de la
revolución. En vano el proletariado de París, que comprendió
inmediatamente el carácter de esta Asamblea Nacional, intentó
el 15 de mayo, pocos días después de reunirse ésta,
destacar por fuerza su existencia, disolverla, descomponer de nuevo en
sus distintas partes integrantes la forma orgánica con que le amenazaba
el espíritu reaccionante de la nación. Como es sabido, el
único resultado del 15 de mayo fue alejar de la escena pública
durante todo el ciclo que examinamos a Blanqui y sus camaradas, es decir,
a los verdaderos jefes del partido proletario.
A la monarquía
burguesa de Luis Felipe sólo puede suceder la república
burguesa; es decir que si en nombre del rey, había dominado
una parte reducida de la burguesía, ahora dominará la totalidad
de la burguesía en nombre del pueblo. Las reivindicaciones del proletariado
de París son paparruchas utópicas, con las que hay que acabar.
El proletariado de París contestó a esta declaración
de la Asamblea Nacional Constituyente con la insurrección de
junio, el acontecimiento más gigantesco en la historia de las
guerras civiles europeas. Venció la república burguesa. A
su lado estaban la aristocracia financiera, la burguesía industrial,
la clase media, los pequeños burgueses, el ejército, el lumpemproletariado
organizado como Guardia Móvil, los intelectuales, los curas y la
población del campo. Al lado del proletariado de París no
estaba más que él solo. Más de 3.000 insurrectos fueron
pasados a cuchillo después de la victoria y 15.000 deportados sin
juicio. Con esta derrota, el proletariado pasa al fondo de la escena
revolucionaria. Tan pronto como el movimiento parece adquirir nuevos bríos,
intenta una vez y otra pasar nuevamente a primer plano, pero con un gasto
cada vez más débil de fuerzas y con resultados cada vez más
insignificantes. Tan pronto como una de las capas sociales superiores a
él experimenta cierta efervescencia revolucionaria, el proletariado
se enlaza a ella y así va compartiendo todas las derrotas que sufren
unos tras otros los diversos partidos. pero estos golpes sucesivos se atenúan
cada vez más cuanto más se reparten por toda la superficie
de la sociedad. Sus jefes más importantes en la Asamblea Nacional
y en la prensa van cayendo unos tras otros, víctimas de los tribunales,
y se ponen al frente de él figuras cada vez más equívocas.
En parte, se entrega a experimentos doctrinarios, Bancos de cambio y
asociaciones obreras, es decir, a un movimiento en el que renuncia a transformar
el viejo mundo, con ayuda de todos los grandes recursos propios de este
mundo, e intenta, por el contrario, conseguir su redención a espaldas
de la sociedad, por la vía privada, dentro de sus limitadas condiciones
de existencia, y por tanto, forzosamente fracasa. Parece que no puede
descubrir nuevamente en sí mismo la grandeza revolucionaria, ni
sacar nuevas energías de los nuevos vínculos que se han creado,
mientras todas las clases con las que ha luchado en junio, no estén
tendidas, a todos lo largo a su lado mismo. Pero, por lo menos, sucumbe
con los honores de una gran lucha de alcance histórico-universal;
no sólo Francia, sino toda Europa tiembla ante el terremoto de junio,
mientras que las sucesivas derrotas de las clases más altas se consiguen
a tan poca costa, que sólo la insolente exageración del partido
vencedor puede hacerlas pasar por acontecimientos, y son tanto más
ignominiosas cuanto más lejos queda del proletariado el partido
que sucumbe.
Ciertamente, la derrota de
los insurrectos de junio había preparado, allanado, el terreno en
que podía cimentarse y erigirse la república burguesa; pero,
al mismo tiempo, había puesto de manifiesto que en Europa se ventilaban
otras cuestiones que la de «república o monarquía».
Había revelado que aquí república burguesa equivalía
a despotismo ilimitado de una clase sobre otras. Había demostrado
que en países de vieja civilización, con una formación
de clases desarrollada, con condiciones modernas y de producción
y con una conciencia intelectual, en la que todas las ideas tradicionales
se hallan disueltas por un trabajo secular, la república no significa
en general más que la forma política de la subversión
de la sociedad burguesa y no su forma conservadora de vida,
como, por ejemplo, en los Estados Unidos de América, donde si bien
existen ya clases, éstas no se han plasmado todavía, sino
que cambian constantemente y se ceden unas a otras sus partes integrantes,
en movimiento continuo; donde los medios modernos de producción,
en vez de coincidir con una superpoblación crónica, suplen
más bien la escasez relativa de cabezas y brazos, y donde, por último,
el movimiento febrilmente juvenil de la producción material, que
tiene un mundo nuevo que apropiarse, no ha dejado tiempo ni ocasión
para eliminar el viejo mundo fantasmal.
Durante las jornadas de junio,
todas las clases y todos los partidos se habían unido en un partido
del orden frente a la clase proletaria, como partido de la anarquía,
del socialismo, del comunismo. Habían «salvado» a la
sociedad de «los enemigos de la sociedad». Habían
dado a su ejército como santo y seña los tópicos de
la vieja sociedad: «Propiedad, familia, religión y orden»,
y gritado a la cruzada contrarrevolucionaria: «¡Bajo este signo
vencerás!» Desde este instante, tan pronto como uno cualquiera
de los numerosos partidos que se habían agrupado bajo aquel signo
contra los insurrectos de junio, intenta situarse en el palenque revolucionario
en su propio interés de clase, sucumbe al grito de «¡Propiedad,
familia, religión y orden!» La sociedad es salvada cuantas
veces se va restringiendo el círculo de sus dominadores y un interés
más exclusivo se impone al más amplio. Toda reivindicación,
aun de la más elemental reforma financiera burguesa, del liberalismo
más vulgar, del más formal republicanismo, de la más
trivial democracia, es castigada en el acto como un «atentado contra
la sociedad» y estigmatizada como «socialismo». Hasta
que, por último, los pontífices de «la religión
y el orden» se ven arrojados ellos mismos a puntapiés de sus
sillas píticas, sacados de la cama en medio de la noche y de la
niebla, empaquetados en coches celulares, metidos en la cárcel o
enviados al destierro; de su templo no queda piedra sobre piedra, sus bocas
son selladas, sus plumas rotas, su ley desgarrada, en nombre de la religión,
de la propiedad, de la familia y del orden. Burgueses fanáticos
del orden son tiroteados en sus balcones por la soldadesca embriagada,
la santidad del hogar es profanada y sus casas son bombardeadas como pasatiempo,
y en nombre de la propiedad, de la familia, de la religión y del
orden. La hez de la sociedad burguesa forma por fin la sagrada falange
del orden, y el héroe Krapülinski se instala en las Tullerías
como «salvador de la sociedad».
Capítulo II
Reanudamos el hilo de los acontecimientos.
La historia de la Asamblea
Nacional Constituyente desde las jornadas de junio es la historia
de la dominación y de la disgregación de la fracción
burguesa republicana, de aquella fracción que se conoce por
lo nombres de republicanos tricolores, republicanos puros, republicanos
políticos, republicanos formalistas, etc.
Bajo la monarquía
burguesa de Luis Felipe, esta fracción había formado la oposición
republicana oficial y era, por tanto, parte integrante reconocida
del mundo político de la época. Tenía sus representantes
en las Cámaras y un considerable campo de acción en la prensa.
Su órgano parisino, el National era considerado, a su modo,
un órgano tan respetable como el Journal des Débats;
a esta posición que ocupaba bajo la monarquía constitucional
correspondía su carácter. No se trata de una fracción
de la burguesía mantenida en cohesión por grandes intereses
comunes y deslindada por condiciones peculiares de producción, sino
de una pandilla de burgueses, escritores, abogados oficiales y funcionarios
de ideas republicanas, cuya influencia descansaba en las antipatías
personales del país contra Luis Felipe, en los recuerdos de la antigua
república, en la fe republicana de un cierto número de soñadores,
y sobre todo en el nacionalismo francés, cuyo odio contra
los Tratados de Viena y contra la alianza con Inglaterra atizaba constantemente
esta fracción. Una gran parte de los partidarios que tenía
el National bajo Luis Felipe los debía a este imperialismo
recatado, que más tarde, bajo la república, pudo enfrentarse,
por tanto, con él, como un competidor aplastante, en la persona
de Luis Bonaparte. Combatía a la aristocracia financiera, como lo
hacía todo el resto e la oposición burguesa. La polémica
contra el presupuesto, que en Francia se hallaba directamente relacionada
en la lucha contra la aristocracia financiera, brindaba una popularidad
demasiado barata y proporcionaba a los leading articles puritanos
materia demasiado abundante, para que no se la explotase. La burguesía
industrial le estaba agradecida por su defensa servil del sistema proteccionista
francés, que él, sin embargo, acogía por razones más
bien nacionales que nacional-económicas; la burguesía, en
conjunto, le estaba agradecida por sus odiosas denuncias contra el comunismo
y el socialismo. Por lo demás, el partido del National era
puramente republicano, exigía que el dominio de la burguesía
adoptase formas republicanas en vez de monárquicas, y exigía
sobre todo su parte de león en este dominio. Respecto a las condiciones
de esta transformación, no veía absolutamente nada claro.
Lo que, en cambio, vía claro como la luz del sol y lo que se declaraba
públicamente en los banquetes de la reforma en los últimos
tiempos del reinado de Luis Felipe, era su impopularidad entre los pequeños
burgueses demócratas y sobre todo entre el proletariado revolucionario.
Estos republicanos puros -los republicanos puros son así- estaban
completamente dispuestos a contentarse por el momento con una regencia
de la duquesa de Orleans, cuando estalló la revolución de
febrero y asignó a sus representantes más conocidos un puesto
en el Gobierno provisional. Poseían, de antemano, naturalmente,
la confianza de la burguesía ay la mayoría de la Asamblea
Nacional Constituyente. De la Comisión ejecutiva que se formó
en la Asamblea Nacional al reunirse ésta, fueron inmediatamente
excluidos los elementos socialistas del Gobierno provisional, y
el partido del National se aprovechó del estallido de la
insurrección desde junio para dar el pasaporte a la Comisión
ejecutiva, y desembarazarse así de sus rivales más afines,
los republicanos pequeñoburgueses o republicanos demócratas
(Ledru-Rollin, etc.). Cavaignac, el general del partido republicano burgués,
que había dirigido la batalla de junio, sustituyó a la Comisión
ejecutiva con una especie de poder dictatorial. Marrast, antiguo redactor
jefe del National, se convirtió en el presidente perpetuo de la
Asamblea Nacional Constituyente, y los ministerios y todos los demás
puestos importantes cayeron en manos de los republicanos puros.
La fracción burguesa
republicana, que había venido considerándose desde hacía
mucho tiempo como la legítima heredera de la monarquía de
Julio vio así superadas sus esperanzas más audaces, pero
no llegó al poder como soñara bajo Luis Felipe, por una revuelta
liberal de la burguesía contra el trono, sino por una insurrección
sofocada a cañonazos, del proletariado contra el capital. Lo que
ella se había imaginado como el acontecimiento más revolucionario
resultó ser, en realidad, el más contrarrevolucionario.
Le cayó el fruto en el regazo, pero no cayó del árbol
de la vida, sino del árbol de conocimiento.
La exclusiva dominación
de los republicanos burgueses sólo duró desde el 24 de
junio hasta el 10 de diciembre de 1848. Esta etapa se resume en la redacción
de una Constitución republicana, y en la proclamación
del estado de sitio en París.
La nueva Constitución
no era, en el fondo, más que una reedición republicanizada
de la Carta Constitucional, de 1830. El censo electoral restringido de
la monarquía de Julio, que excluía de la dominación
política incluso a una gran parte de la burguesía, era incompatible
con la existencia de la república burguesa. La revolución
de febrero había proclamado inmediatamente el sufragio universal
y directo para reemplazar el censo restringido. Los republicanos burgueses
no podían deshacer este hecho. Tuvieron que contentarse con añadir
la condición restrictiva de un domicilio mantenido durante seis
meses en el punto electoral. La antigua organización administrativa,
municipal, judicial, militar, etc., se mantuvo intacta, y allí donde
la Constitución la modificó, estas modificaciones afectaban
al índice y no al contenido; al nombre, no a la cosa.
El inevitable Estado Mayor
de las libertades de 1848, la libertad personal, de prensa, de palabra,
de asociación, de reunión, de enseñanza, de culto,
etc., recibió un uniforme constitucional, que hacía a éstas
invulnerables. En efecto, cada una de estas libertades era proclamada como
el derecho absoluto del ciudadano francés, pero con un comentario
adicional de que estas libertades son ilimitadas en tanto en cuanto no
son limitadas por los «derechos iguales de otros y por la seguridad
pública», o bien por «leyes» llamadas
a armonizar estas libertades individuales entre sí y con la seguridad
pública. Así, por ejemplo: «Los ciudadanos tienen derecho
a asociarse, a reunirse pacíficamente y sin armas, a formular peticiones
y a expresar sus opiniones por medio de la prensa o de otro modo. El
disfrute de estos derechos no tiene más límite que los derechos
iguales de otros y a la seguridad pública» (cap. II de
la Constitución francesa, art. 8). «La enseñanza es
libre. La libertad de enseñanza se ejercerá según
las condiciones que determina la ley y bajo control supremo del estado
(lugar cit. art. 9). «El domicilio de todo ciudadano es inviolable,
salvo en las condiciones previstas por la ley» (cap. II. art.
3), etc. Por tanto, la Constitución se remite constantemente a futuras
leyes orgánicas, que han de precisar y poner en práctica
aquellas reservas y regular el disfrute de estas libertades ilimitadas,
de modo que no choquen entre sí, ni con la seguridad pública.
Y esta leyes orgánicas fueron promulgadas más tarde por los
amigos del orden, y todas esas libertades reguladas de modo que la burguesía
no chocase en su disfrute con los derechos iguales de las otras clases.
Allí donde veda completamente «a los otros» estas libertades,
o consiente su disfrute bajo condiciones que son otras tantas celadas policíacas,
lo hace siempre, pura y exclusivamente, en interés de la «seguridad
pública», es decir, de la seguridad de la burguesía,
tal y como lo ordena la Constitución. En lo sucesivo, ambas partes
invocan, por tanto, con pleno derecho, la Constitución: los amigos
del orden al anular todas esas libertades, y los demócratas, al
reivindicarlas todas. Cada artículo de la Constitución contiene,
en efecto, su propia antítesis, su propia cámara alta y su
propia cámara baja. En la frase general, la libertad; en el comentario
adicional, la anulación de la libertad. Por tanto, mientras se respetase
el nombre de la libertad y sólo se impidiese su aplicación
real y efectiva -por la vía legal se entiende-, la existencia constitucional
de la libertad permanecía íntegra, intacta, por mucho que
se asesinase su existencia común y corriente.
Sin embargo, esta Constitución,
convertida en inviolable de un modo tan sutil, era como Aquiles, vulnerable
en un punto, no en el talón, sino en la cabeza, o mejor dicho en
las dos cabezas en que culminaba: la Asamblea Legislativa, de una
parte, y, de otra, el presidente. Si se repasa la Constitución,
se verá que los únicos artículos absolutos, positivos,
indiscutibles y sin tergiversación posible, son los que determinan
las relaciones entre el presidente y la Asamblea Legislativa. En efecto,
aquí se trataba, para los republicanos burgueses, de asegurar su
propia posición. Los artículos 45-70 de la Constitución
están redactados de tal forma, que la Asamblea Nacional puede eliminar
el presidente de un modo constitucional, mientras que el presidente sólo
puede eliminar a la Asamblea Nacional inconstitucionalmente, desechando
la Constitución misma. Aquí, ella misma provoca, pues, su
violenta supresión. No sólo consagra la división de
poderes, como la Carta Constitucional de 1830, sino que la extiende hasta
una contradicción insostenible. El juego de los poderes constitucionales,
como Guizot llamaba a las camorras parlamentarias entre el poder legislativo
y el ejecutivo, juega en la Constitución de 1848 constantemente
va banque. De un lado, 750 representantes del pueblo, elegidos por
sufragio universal y reelegibles, que forman una Asamblea Nacional que
goza de omnipotencia legislativa, que decide en última instancia
acerca de la guerra, de la paz y de los tratados comerciales, la única
que tiene el derecho de amnistía y que con su permanencia ocupa
constantemente el primer plano de la escena. De otro lado, el presidente,
con todos los atributos del poder regio, con facultades para nombrar y
separar a sus ministros, independientemente de la Asamblea Nacional, con
todos los medios del poder ejecutivo en sus manos, siendo el que distribuye
todos los puestos y el que, por tanto, decide en Francia la suerte de más
de millón y medio de existencias, que dependen de los 500.000 funcionarios
y oficiales de todos los grados. Tiene bajo su mando todo el poder armado.
Goza del privilegio de indultar a los delincuentes individuales, de dejar
en suspenso a los guardias nacionales, de destituir, de acuerdo con el
Consejo de Estado, los consejos generales y cantonales y los ayuntamientos
elegidos por los mismos ciudadanos. La iniciativa y la dirección
de todos los tratados con el extranjero son facultades reservadas a él.
Mientras que la Asamblea Nacional actúa constantemente sobre las
tablas, expuesta a la luz del día y a la crítica pública,
el presidente lleva una vida oculta en los Campos Elíseos y, además,
teniendo siempre clavado en los ojos y en el corazón el artículo
45 de la Constitución, que le grita un día tras otro: «frère,
il faut mourir!» ¡Tu poder acaba el segundo domingo del
hermoso mes de mayo del cuarto año de tu elección! ¡Y
entonces, todo este esplendor se ha acabado y la función no puede
repetirse, y si tienes deudas mira a tiempo cómo te las arreglas
para saldarlas con los 600.000 francos que te asigna la Constitución,
si es que acaso no prefieres dar con tus huesos en Clichy al segundo lunes
del hermoso mes de mayo! A la par que asigna al presidente el poder efectivo,
la Constitución procura asegurar a la Asamblea Nacional el poder
moral. Aparte de que es imposible atribuir un poder moral mediante los
artículos de una ley, la Constitución aquí vuelve
a anularse a sí misma, al disponer que el presidente será
elegido por todos los franceses mediante sufragio universal y directo.
Mientras que los votos de Francia se dispersan entre los 750 diputados
de la Asamblea Nacional, aquí se concentran, por el contrario en
un solo individuo. Mientras que cada uno de los representantes del
pueblo sólo representan a este o a aquel partido, a esta o aquella
ciudad, a esta o aquella cabeza de puente o incluso a la mera necesidad
de elegir a uno cualquiera que haga el número de los 750, sin parar
mientes minuciosamente en la cosa ni en el nombre, él es
el elegido de la nación, y el acto de su elección es el gran
triunfo que se juega una vez cada cuatro años el pueblo soberano.
La Asamblea Nacional elegida está en una relación metafísica
con la nación, mientras que el presidente elegido está en
una relación personal. La Asamblea Nacional representa, sin duda,
en sus distintos diputados, las múltiples facetas del espíritu
nacional, pero en el presidente se encarna este espíritu. El presidente
posee frente a ella una especie de derecho divino, es presidente por la
Gracia del Pueblo.
Tetis, la diosa del mar,
había profetizado a Aquiles que moriría en la flor de la
juventud. La Constitución, que tiene su punto vulnerable, como Aquiles,
tenía también como éste el presentimiento de que moriría
de muerte prematura. A los republicanos puros constituyentes les bastaba
con echar desde el reino de nubes de su república ideal una mirada
al mundo profano para darse cuenta de cómo a medida que se iban
acercando a la consumación de su gran obra de arte legislativo,
crecía por días la insolencia de los monárquicos,
de los bonapartistas, de los demócratas, de los comunistas, y su
propio descrédito, sin que, por tanto, Tetis necesitase abandonar
el mar y confiarles el secreto. Intentaron salir astutamente al paso de
la fatalidad con un ardid constitucional, mediante el artículo 111
de la Constitución, según el cual toda propuesta de revisión
constitucional ha de votarse en tres debates sucesivos, con un intervalo
de un mes entero entre cada debate, por las tres cuartas partes de votantes,
por lo menos, y siempre y cuando que, además, voten no menos de
500 diputados del a Asamblea Nacional. Con esto no hacían más
que el pobre intento de ejercer como minoría -porque ya se veían
proféticamente como tal- un poder que en aquel momento, en que disponía
de la mayoría parlamentaria y de todos los resortes del poder del
Gobierno, se les iba escapando por días de las débiles manos.
Finalmente, en un artículo
melodramático, la Constitución se confía «a
la vigilancia y al patriotismo de todo el pueblo francés y de cada
francés por separado», después que en otro artículo
anterior había entregado ya los «vigilantes» y «patriotas»
a los tiernos y criminalísimos cuidados del Tribunal Supremo, Haute
Cour, creado expresamente por ella.
Tal era la Constitución
de 1848, que no fue derribada el 2 de diciembre de 1851 por una cabeza,
sino que se vino a tierra al contacto de un simple sombrero; cierto es
que este sombrero era el tricornio napoleónico.
Mientras los republicanos
burgueses de la Asamblea se ocupaban en cavilar, discutir y votar esta
Constitución, Cavaignac mantenía, fuera de la Asamblea, el
estado de sitio en París. El estado de sitio en París
fue el comadrón de la Constituyente en sus dolores republicanos
del parto. Si más tarde la Constitución fue muerta por las
bayonetas, no hay que olvidar que también había sido guardada
en el vientre materno y traída al mundo por las bayonetas, por bayonetas
vueltas contra el pueblo. Los antepasados de los «republicanos honestos»
habían hecho dar a su símbolo, la bandera tricolor, la vuelta
por Europa. Ellos, a su vez, hicieron también un invento que se
abrió por sí mismo paso por todo el continente, pero retornando
a Francia con amor siempre renovado, hasta que acabó adquiriendo
carta de ciudadanía en la mitad de sus departamentos: el estado
de sitio. ¡Magnífico invento, aplicado periódicamente
en cada una de las crisis sucesivas en el curso de la revolución
francesa! Y el cuartel y el vivac, puestos así, periódicamente,
por encima de la sociedad francesa para aplastarle el cerebro y convertirla
en un ser tranquilo; el sable y el mosquetón, que periódicamente
regentaban la justicia y la administración, ejercían tutela
y censura, hacían funciones de policía y oficio de serenos,
el bigote y la guerrera, que se preconizaban periódicamente como
la sabiduría suprema y como los rectores de la sociedad, ¿no
tenían necesariamente el cuartel y el vivac, el sable y el mosquetón,
el bigote y la guerrea, que dar por último en la ocurrencia de que
era mejor salvar a la sociedad de una vez para siempre, proclamando su
propio régimen como el más alto de todos y descargando por
completo a la sociedad burguesa del cuidado de gobernarse por sí
misma? El cuartel y el vivac, el sable y el mosquetón, el bigote
y la guerra tenían necesariamente que dar en esta ocurrencia, con
tanta mayor razón cuanto que de este modo podían esperar
también una mejor recompensa por sus altos servicios, mientras que
limitándose a decretar periódicamente el estado de sitio
y a salvar transitoriamente a la sociedad por encargo de esta o aquella
fracción de la burguesía, se conseguía poco de sólido,
fuera de algunos muertos y heridos y de algunas muecas amistosas de los
burgueses. ¿Por qué el elemento militar no podía jugar
por fin de una vez el estado de sitio en su propio interés y para
su propio beneficio, sitiando al mismo tiempo las bolsas burguesas? Por
lo demás, no olvidemos, digámoslo de pasada, que el coronel
Bernard, aquel mismo presidente de la Comisión militar que bajo
Cavaignac ayudó a mandar a la deportación sin juicio, a 15.000
insurrectos, vuelve a hallarse en este momento a la cabeza de las Comisiones
militares que actúan en París.
Si los republicanos honestos,
los republicanos puros, plantaron con el estado de sitio de París
el vivero en que habían de criarse los pretorianos del 2 de diciembre
de 1851 merecen en cambio que se ensalce en ellos el que, lejos de exagerar
el sentimiento nacional como habían hecho bajo Luis Felipe, ahora
cuando disponen del poder de la nación, se arrastran a los pies
del extranjero, y en vez de liberar a Italia, hacen que vuelvan a ocuparla
los austríacos y los napolitanos. La elección de Luis Bonaparte
como presidente, el 10 de diciembre de 1848, puso fin a la dictadura de
Cavaignac y a la Constituyente.
En el artículo 44
de la Constitución se dice: «El presidente de la República
francesa no deberá haber perdido nunca la ciudadanía francesa».
El primer presidente de la República francesa, L.N. Bonaparte, no
sólo había perdido la ciudadanía francesa, no sólo
había sido agente especial de la policía inglesa, sino que
era incluso un suizo naturalizado.
Ya he puesto en otro lugar
la significación de las elecciones del 10 de diciembre. No he de
volver aquí sobre esto. Baste observar que fue una reacción
de los campesinos, que habían tenido que pagar el coste de la
revolución de febrero, contra las demás clases de la nación,
una reacción del campo contra la ciudad. Esta reacción
encontró gran eco en el ejército, al que los republicanos
del National no habían dado fama ni aumento de sueldo; entre
la gran burguesía, que saludó en Bonaparte el puente hacia
la monarquía; entre los proletarios y los pequeños burgueses,
que le saludaron como un azote para Cavaignac. Más adelante he de
tener ocasión de examinar más en detalle el papel de los
campesinos en la revolución francesa.
La época que va desde
el 20 de diciembre de 1848 hasta la disolución de la Constituyente
en mayo de 1849, abarca la historia del ocaso de los republicanos burgueses.
Después de haber creado una república para la burguesía,
de haber expulsado del campo de lucha al proletariado revolucionario y
de reducir provisionalmente al silencio, a la pequeña burguesía
democrática, se ven ellos mismos puestos al margen por la masa de
la burguesía, que con justo derecho embarga a esta república
como cosa de su propiedad. Pero esta masa burguesa era realista.
Una parte de ella, los grandes propietarios de tierras, había dominado
bajo la Restauración y era, por tanto, legitimista.
La otra parte, los aristócratas financieros y los grandes industriales,
había dominado bajo la monarquía de Julio, y era, por consiguiente
orleanista. Los altos dignatarios del Ejército, de la Universidad,
de la Iglesia, del Foro, de la Academia y de la Prensa se repartían
entre ambos campos, aunque en distinta proporción. Aquí,
en la república burguesa, que no ostentaba el nombre de Borbón
ni el nombre de Orléans, sino el nombre de Capital, habiendo
encontrado la forma de gobierno bajo la cual podían dominar conjuntamente.
Ya la insurrección de junio los había unido en las filas
del «partido del orden». Ahora, se trataba ante todo de eliminar
a la pandilla de los republicanos burgueses que ocupaban todavía
los escaños de la Asamblea Nacional. Y todo lo que estos republicanos
puros habían tenido de brutales para abusar de la fuerza física
contra el pueblo, lo tuvieron ahora de cobardes, de pusilánimes,
de tímidos, de alicaídos, de incapaces de luchar para mantener
su republicanismo y su derecho de legisladores frente al poder ejecutivo
y a los realistas. No tengo por qué relatar aquí la historia
ignominiosa de su desintegración. No cayeron, se acabaron. Su historia
ha terminado para siempre, y en el período siguiente ya sólo
figuran, lo mismo dentro que fuera de la Asamblea, como recuerdos, que
parecen revivir de nuevo tan pronto como se trata del mero nombre de República
y cuantas veces el conflicto revolucionario amenaza con descender hasta
el nivel más bajo. Diré de pasada que el periódico
que dio su nombre a este partido, el National, se pasó en
el período siguiente al socialismo.
Antes de terminar con este
período, tenemos que echar todavía una ojeada retrospectiva
a los dos poderes, uno de los cuales anuló al otro el 2 de diciembre
de 1851, mientras que desde el 20 de diciembre de 1848 hasta la disolución
de la Constituyente vivieron en relaciones maritales. Nos referimos, de
un lado, a Luis Bonaparte y, de otro lado, al partido de los realistas
colegiados, al partido del orden, al partido de la gran burguesía.
Al tomar posesión de la presidencia, Bonaparte formó inmediatamente
un ministerio del partido del orden, al frente del cual puso a Odilon Barrot,
que era, nótese bien, el antiguo dirigente de la fracción
más liberal de la burguesía parlamentaria. Por fin, el señor
Barrot había cazado la cartera de ministro cuyo espectro le perseguía
desde 1830, y más aún, la presidencia del ministerio; pero
no como lo había soñado bajo Luis Felipe, como el jefe más
avanzado de la oposición parlamentaria, sino con la misión
de matar un parlamento y como aliado de todos sus peores enemigos, los
jesuitas y los legitimistas. Por fin, pudo casarse con la novia, pero sólo
después de que ésta había sido ya prostituida. En
cuanto a Bonaparte, se eclipsó en apariencia totalmente. Ese partido
actuaba por él.
Ya en el primer consejo de
ministros se acordó la expedición a Roma, que se convino
en realizar a espaldas de la Asamblea Nacional y arrancándole a
ésta los medios financieros bajo un pretexto falso. Así comenzó
la cosa, estafando a la Asamblea Nacional y con una conspiración
secreta con las potencias absolutistas extranjeras contra la república
revolucionaria romana. Del mismo modo y con la misma maniobra, Bonaparte,
formaba el 2 de diciembre de 1852 la mayoría de la Asamblea Nacional
Legislativa.
La Constituyente había
acordado en agosto no disolverse hasta después de elaborar y promulgar
toda una serie de leyes orgánicas complementarias de la Constitución.
El partido del orden le propuso el 6 de enero de 1849, por medio del diputado
Rateau, no tocar las leyes orgánicas y acordar más bien su
propia disolución. No sólo el ministerio, con el señor
Odilon Barrot a la cabeza, sino todos los diputados realistas de la Asamblea
Nacional le hicieron saber en este momento, en tono imperativo, que su
disolución era necesaria para restablecer el crédito, para
consolidar el orden, para poner fin a aquella indefinida situación
profesional y crear un estado de cosas definitivo; se le dijo que entorpecía
la actividad del nuevo Gobierno y sólo procuraba alargar su vida
por rencor, que el país estaba cansado de ella. Bonaparte tomó
nota de todas estas invectivas contra el poder legislativo, se las aprendió
de memoria y, el 2 de diciembre de 1851, demostró a los lealistas
parlamentarios que había aprovechado sus lecciones. Repitió
contra ellos su propios tópicos.
El ministerio Barrot y el
partido del orden fueron más allá. Hicieron que de toda Francia
se dirigiesen solicitudes a la Asamblea Nacional pidiendo a ésta
muy amablemente que se retirase. De este modo, lanzaron a la batalla contra
la Asamblea Nacional, expresión constitucionalmente organizada del
pueblo, sus masas no organizadas. Enseñaron a Bonaparte a apelar
ante el pueblo contra las asambleas parlamentarias. Por fin, el 29 de enero
de 1849 llegó el día en que la Constituyente había
de resolver el problema de su propia disolución. La Asamblea Nacional
se encontró con el edificio en que se celebraban sus sesiones ocupado
militarmente; Changarnier, el general del partido del orden, en cuyas manos
se concentraba el mando supremo sobre la Guardia Nacional y las tropas
de línea, celebró en París una gran revista de tropas,
como en vísperas de una batalla, y los colegiados declararon conminatoriamente
a la Constituyente, que si no se mostraba sumisa, se emplearía la
fuerza. Se mostró sumisa y regateó únicamente un plazo
brevísimo de vida. ¿Qué fue el 29 de enero sino el
golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851, sólo que ejecutado por
los realistas juntamente con Bonaparte contra la Asamblea Nacional republicana?
Esos señores no advirtieron o no quisieron advertir que Bonaparte
se valió del 29 de enero de 1849 para hacer que desfilase ante él,
por las Tullerías, una parte de las tropas y se agarró ávidamente
a esta primera demostración pública del poder militar contra
el poder parlamentario, para hacer alusión a Calígula. Claro
está que ellos no veían más que a su Changarnier.
El motivo que llevó
especialmente al partido del orden a acortar violentamente la vida de la
Constituyente fueron las leyes orgánicas complementarias
de la Constitución, como la ley de enseñanza, la ley de cultos,
etc. A los realistas coligados les interesaba en extremo hacer ellos mismos
estas leyes y no dejar que las hiciesen los republicanos ya recelosos.
Entre esas leyes orgánicas figuraba también, sin embargo,
una ley sobre la responsabilidad del presidente de la república.
En 1851, la Asamblea Legislativa se ocupaba precisamente de la redacción
de esta ley, cuando Bonaparte paró este golpe con el golpe del 2
de diciembre. ¡Qué no hubieran dado los realistas coligados,
en su campaña parlamentaria del invierno de 1851, por haberse encontrado
ya hecha la ley sobre la responsabilidad presidencial! ¡Y hecha,
además, por una Asamblea desconfiada, rencorosa, republicana!
Después de que la
misma Constituyente había roto el 29 de enero de 1849 su última
arma, el ministerio Barrot y los amigos del orden la acosaron a muerte,
no dejaron por hacer nada que pudiera humillarla y arrancaron a su debilidad
y a su falta de confianza en sí misma leyes que le costaron el último
residuo de respeto de que aún gozaba entre el público. Bonaparte,
con su idea fija napoleónica, fue los suficientemente audaz para
explotar públicamente esta degradación del poder parlamentario.
En efecto, cuando el 8 de mayo de 1849 la Asamblea Nacional da un voto
de censura al Gobierno pro la ocupación de Civitavecchia por Oudinot
y ordena que se reduzca la expedición romana a su supuesta finalidad,
Bonaparte publica en el Moniteur, en la tarde del mismo día,
una carta a Oudinot en la que le felicita por sus heroicas hazañas,
y se presenta ya, por oposición a los escritorcillos parlamentarios,
como el generoso protector del ejército. Los realistas, al ver esto,
se sonrieron, creyendo sencillamente que habían logrado embaucarle.
Por fin, cuando Marrast, presidente de la Constituyente, creyó en
peligro por un momento la seguridad de la Asamblea Nacional y, apoyándose
en la Constitución, requirió a un coronel con su regimiento,
el coronel se negó a obedecer, invocó la disciplina y remitió
Marrast a Changarnier, quien le despidió sardónicamente diciéndole
que no le gustaban las baïonettes intelligentes. En noviembre
de 1851, cuando los realistas coligados quisieron comenzar la lucha decisiva
contra Bonaparte, intentaron, con su célebre proyecto de ley
sobre los cuestores, lograr que se adoptar el principio de la requisición
directa de las tropas por el presidente de la Asamblea Nacional. Uno de
sus generales, Le Flô, había suscrito el proyecto de ley.
Fue inútil que Changarnier votase en favor de la propuesta y que
Thiers rindiese homenaje a la circunspecta sabiduría de la antigua
Constituyente. El ministro de la Guerra, St. Arnaud, le contestó
como Changarnier había contestado a Marrast, ¡y entre los
gritos de aplausos de la Montaña!
Así fue cómo
el mismo partido del orden, cuando todavía no era una Asamblea
Nacional, cuando sólo era ministerio, estigmatizó el régimen
parlamentario. ¡Y pone el grito en el cielo, cuando, el 2 de
diciembre de 1851, este régimen es desterrado de Francia!
Capítulo III
El 28 de mayo de 1849 se
reunió al Asamblea Nacional Legislativa. El 2 de diciembre de 1851
fue disuelta por la fuerza. Este período abarca la vida de la
república constitucional o parlamentaria.
En la primera revolución
francesa, a la dominación de los constitucionales le sigue
la dominación de los girondinos, y a la dominación
de los girondinos, la de los jacobinos. Cada uno de estos
partidos se apoya en el que se halla delante. Tan pronto como ha impulsado
la revolución lo suficiente para no poder seguirla, y mucho menos
poder encabezarla, es desplazado y enviado a la guillotina por el aliado,
más intrépido, que está detrás de él.
La revolución se mueve de este modo en un sentido ascensional.
En la revolución de
1848 es al revés. El partido proletario aparece como apéndice
del pequeñoburgués-democrático. Éste le traiciona
y contribuye a su derrota el 16 de abril, el 15 de mayo y en las jornadas
de junio. A su vez, el partido democrático se apoya sobre los hombros
del republicano-burgués. Apenas se consideran seguros, los republicanos
burgueses se sacuden el molesto camarada y se apoyan, a su vez, sobre los
hombros del partido del orden. El partido del orden levanta sus hombros,
deja caer a los republicanos burgueses dando volteretas y salta, a su vez,
a los hombros del poder armado. Y cuando cree que está todavía
sentado sobre esos hombros, una buena mañana se encuentra con que
los hombros se han convertido en bayonetas. Cada partido da coces al que
empuja hacia adelante y se apoya por delante en el partido que impulsa
para atrás. No es extraño que, en esta ridícula postura,
pierda el equilibrio y se venga a tierra entre extrañas cabriolas,
después de hacer las muecas inevitables. De este modo, la revolución
se mueve en sentido descendente. En este movimiento de retroceso se encuentra
todavía antes de desmontarse la última barricada de febrero
y de constituirse el primer órgano de autoridad revolucionaria.
El período que tenemos
ante nosotros abarca la mezcolanza más abigarrada de clamorosas
contradicciones constitucionales que conspiran abiertamente contra la Constitución,
revolucionarios que confiesan abiertamente ser constitucionales, una Asamblea
Nacional que quiere ser omnipotente y no deja de ser ni un solo momento
parlamentaria; una Montaña que encuentra su misión en la
resignación y para los golpes de sus derrotas presentes con la profecía
de sus victorias futuras; realistas que son los patres conscripti de
la república y se ven obligados por la situación a mantener
en el extranjero las dinastías reales en pugna, de que son partidarios,
y sostener en Francia la república, a la que odian; un poder ejecutivo
que se encuentra en su misma debilidad su fuerza, y su respetabilidad en
el desprecio que inspira; una república que no es más que
la infamia combinada de dos monarquías, la de la Restauración
y la de Julio, con una etiqueta imperial, alianzas cuya primera cláusula
es la separación; luchas cuya primera ley es la indecisión;
en nombre de la calma una agitación desenfrenada y vacua; en nombre
de la revolución los más solemnes sermones en favor de la
tranquilidad; pasiones sin verdad; verdades sin pasión; héroes
sin hazañas heroicas; historia sin acontecimientos, un proceso cuya
única fuerza propulsora parece ser el calendario, fatigoso por la
sempiterna repetición de tensiones y relajamientos; antagonismos
que sólo parecen exaltarse periódicamente para embotarse
y decaer, sin poder resolverse; esfuerzos pretenciosamente ostentados y
espantosos burgueses ante el peligro del fin del mundo y al mismo tiempo
los salvadores de éste tejiendo las más mezquinas intrigas
y comedias palaciegas, que en su laisser aller recuerdan más
que el Juicio Final los tiempos de la Fronda; el genio colectivo oficial
de Francia ultrajado por la estupidez ladina de un solo individuo; la voluntad
colectiva de la nación, cuantas veces habla en el sufragio universal,
busca su expresión adecuada en los enemigos empedernidos de los
intereses de las masas, hasta que, por último, la encuentra en la
voluntad obstinada de un filibustero. Si hay pasaje de la historia pintado
en gris sobre fondo gris, es éste. Hombres y acontecimientos aparecen
como un Schlemihl a la inversa, como sombras que han perdido sus cuerpos.
La misma revolución paraliza a sus propios portadores y sólo
dota de violencia pasional a sus adversarios. Y cuando, por fin, aparece
el «espectro rojo», constantemente evocado y conjurado por
los contrarrevolucionarios, no aparece tocado con el gorro frigio de la
anarquía, sino vistiendo el uniforme del orden, con zaragüelles
rojos.
Veíamos que el ministerio
nombrado por Bonaparte el 20 de diciembre de 1848, el día de su
ascensión, era un ministerio del partido del orden, de la coalición
legitimista y orleanista. Este ministerio, Barrot-Falloux, había
sobrevivido a la Constituyente republicana, cuya vida había acortado
de un modo más o menos violento, y empuñaba todavía
el timón. Changarnier, el general de los realistas coligados, seguía
concentrando en su persona el alto mando de la primera división
militar y de la Guardia Nacional de París. Finalmente, las elecciones
generales habían asegurado al partido del orden la gran mayoría
en la Asamblea Nacional. Aquí, los diputados y los pares de Luis
Felipe se encontraron con un santo tropel de legitimistas para quienes
numerosas papeletas electorales de la nación se habían trocado
en las entradas para la escena política. Los diputados bonapartistas
eran demasiados contados para poder formar un partido parlamentario independiente.
Sólo aparecían como una mauvaise queue del partido
del orden. Como vemos, el partido del orden tenía en sus manos el
poder del Gobierno, el ejército y el cuerpo legislativo, en una
palabra, todos los poderes del Estado, y hallábase fortalecido moralmente
por las elecciones generales que hacían aparecer su dominación
como voluntad del pueblo, y por la victoria simultánea de la contrarrevolución
en todo el continente europeo.
Jamás un partido abrió
la campaña con medios más abundantes ni bajo mejores auspicios.
Los republicanos puros
naufragados se vieron reducidos en la Asamblea Nacional Legislativa
a una pandilla de unos 50 hombres, y a su frente los generales africanos
Cavaignac, Lamoricière y Bedeau. Pero el gran partido de oposición
lo formaba la Montaña. Con este nombre parlamentario se había
bautizado el partido socialdemócrata. Disponía de
más de 200 de los 750 votos de la Asamblea Nacional y era, por lo
menos, tan fuerte como cualquiera de las tres fracciones del partido del
orden por separado. Su minoría relativa frente a toda la coalición
realista parecía estar compensada por circunstancias especiales.
No sólo porque las elecciones departamentales pusieron de manifiesto
que este partido había ganado simpatías considerables entre
la población del campo. Contaba además en sus filas con casi
todos los diputados de París, el ejército había hecho
una confesión de fe democrática mediante la elección
de tres suboficiales, y el jefe de la Montaña, Ledru-Rollin, a diferencia
de todos los representantes del partido del orden, fue elevado al rango
de la nobleza parlamentaria por cinco departamentos que habían concentrado
sus votos en él. Por tanto, el 28 de mayo de 1849, dados los inevitables
choques intestinos de los realistas y los de todo el partido del orden
con Bonaparte, la Montaña parecía contar con todas las probabilidades
del éxito. Catorce días después lo había perdido
todo, hasta el honor.
Antes de proseguir con la
historia parlamentaria, son indispensables algunas observaciones, para
evitar los errores corrientes acerca del carácter local de la época
que nos ocupa. Según la manera de ver de los demócratas,
durante el período de la Asamblea Nacional Legislativa el problema
es el mismo que el del período de la Constituyente: la simple lucha
entre republicanos y realistas. En cuanto al movimiento mismo lo encierran
en un tópico: «reacción», la noche, en
la que todos los gatos son pardos y que les permite salmodiar todos los
habituales lugares comunes, dignos de su papel de sereno. Y, ciertamente,
a primera vista el partido del orden parece un ovillo de diversas fracciones
realistas, que no sólo intrigan unas contra otras para elevar cada
cual al trono a su propio pretendiente y eliminar al del bando contrario,
sino que, además, se unen todas en el odio común y en los
ataques comunes contra la «república». Por su parte,
la Montaña aparece como la representante de la «república»
frente a esta conspiración realista. El partido del orden aparece
constantemente ocupado en una «reacción» que, ni más
ni menos que en Prusia, va contra la prensa, contra la asociación,
etc., y se traduce, al igual que en Prusia, en brutales injerencias policíacas
de la burocracia, de la gendarmería y de los tribunales. A su vez,
la Montaña está constantemente ocupada con no menos celo
en repeler estos ataques, defendiendo así «eternos derechos
humanos», como todo partido sedicente popular lo viene haciendo más
o menos desde hace siglo y medio. Sin embargo, examinando más de
cerca la situación y los partidos, se esfuma esta apariencia superficial,
que veía la lucha de clases y la peculiar fisonomía
de este período.
Legitimistas y orleanistas
formaban, como queda dicho, las dos grandes fracciones del partido del
orden. ¿Qué era lo que hacía que estas fracciones
se aferrasen a sus pretendientes y las mantenía mutuamente separadas?
¿Serían tan sólo las flores de lis y la bandera tricolor,
la Casa de Borbón y la Casa de Orleans, diferentes matices del realismo
o, en general, su profesión de fe realista? Bajo los Borbones había
gobernado la gran propiedad territorial, con sus curas y sus lacayos;
bajo los Orleans, la alta finanza, la gran industria, el gran comercio,
es decir, el capital, con todo su séquito de abogados, profesores
y retóricos. La monarquía legítima no era más
que la expresión política de la dominación heredada
de los señores de la tierra, del mismo modo que la monarquía
de Julio no era más que la expresión política de la
dominación usurpada de los advenedizos burgueses. Lo que, por tanto,
separaba a estas fracciones no era eso que llaman principios, eran sus
condiciones materiales de vida, dos especies distintas de propiedad; era
el viejo antagonismo entre la ciudad y el campo, la rivalidad entre el
capital y la propiedad del suelo. Que, al mismo tiempo, había viejos
recuerdos, enemistades personales, temores y esperanzas, prejuicios e ilusiones,
simpatías y antipatías, convicciones, artículos de
fe y principios que los mantenían unidos a una u otra dinastía,
¿quién lo niega? Sobre las diversas formas de propiedad y
sobre las condiciones sociales de existencia se levanta toda una superestructura
de sentimientos, ilusiones, modos de pensar y concepciones de vida diversos
y plasmados de un modo peculiar. La clase entera los crea y los forma derivándolos
de sus bases materiales y de las relaciones sociales correspondientes.
El individuo suelto, al que se le imbuye la tradición y la educación
podrá creer que son los verdaderos móviles y el punto de
partida de su conducta. Aunque los orleanistas y los legitimistas, aunque
cada fracción se esforzase pro convencerse a sí misma y por
convencer a la otra de que lo que las separaba era la lealtad a sus dos
dinastías, los hechos demostraron más tarde que eran más
bien sus intereses divididos lo que impedía que las dos dinastías
se uniesen. Y así como en la vida privada se distingue entre lo
que un hombre piensa y dice de sí mismo y lo que realmente es y
hace, en las luchas históricas hay que distinguir todavía
más entre las frases y las figuraciones de los partidos y su organismo
efectivo y sus intereses efectivos, entre lo que se imaginan ser y lo que
en realidad son. Orleanistas y legitimistas se encontraron en la república
los unos junto a los otros y con idénticas pretensiones. Si cada
parte quería imponer frente a la otra la restauración
de su propia dinastía, esto sólo significaba una
cosa: que cada uno de los dos grandes intereses en que se divide la burguesía
-la propiedad del suelo y el capital- aspiraba a restaurar su propia
supremacía y la subordinación del otro. Hablamos de dos intereses
de la burguesía, pues la gran propiedad del suelo, pese a su coquetería
feudal y a su orgullo de casta, estaba completamente aburguesada por el
desarrollo de la sociedad moderna. También los tories en
Inglaterra se hicieron durante mucho tiempo la ilusión de creer
que se entusiasmaban con la monarquía, la Iglesia y las bellezas
de la vieja Constitución inglesa, hasta que llegó el día
del peligro y les arrancó la confesión de que sólo
se entusiasmaban con la renta del suelo.
Los realistas coligados integraban
unos contra otros en la prensa, en Ems, en Claremont fuera del parlamento.
Entre bastidores, volvían a vestir sus viejas libreas orleanistas
y legitimistas y reanudaban sus viejos torneos. Pero en la escena pública,
en sus grandes representaciones cívicas, como gran partido parlamentario
despachaban a sus respectivas dinastías con simples reverencias
y aplazaban la restauración de la monarquía in infinitum.
Cumplían con su verdadero oficio como partido del orden,
es decir, bajo un título social y no bajo un título
político, como representantes del régimen social burgués
y no como caballeros de ninguna princesa peregrinante, como clase burguesa
frente a otras clases y no como realistas frente a republicanos. Y, como
partido del orden, ejerciendo una dominación más ilimitada
y más dura sobre las demás clases de la sociedad que la que
habían ejercido nunca bajo la Restauración o bajo la monarquía
de Julio, como sólo era posible ejercerla bajo la forma de la república
parlamentaria, pues sólo bajo esta forma podían unirse los
dos grandes sectores de la burguesía francesa, y por tanto poner
a la orden del día la dominación de su clase en vez del régimen
de un sector privilegiado de ella. Si, a pesar de esto y también
como partido del orden, insultaban a la república y manifestaban
la repugnancia que sentían por ella, no era sólo por apego
a sus recuerdos realistas. El instinto les enseñaba que, aunque
la república había coronado su dominación política,
al mismo tiempo socavaba su base social, ya que ahora se enfrentaban con
las clases sojuzgadas y tenían que luchar con ellas sin ningún
género de mediación, sin poder ocultarse detrás de
la corona, sin poder desviar el interés de la nación mediante
sus luchas subalternas intestinas y con la monarquía. Era un sentimiento
de debilidad el que las hacía retroceder temblando ante las condiciones
puras de su dominación de clase y suspirar por las formas más
incompletas, menos desarrolladas y precisamente por ello menos peligrosas
de su dominación. En cambio, cuantas veces los realistas coligados
chocan con el pretendiente que tienen en frente, con Bonaparte, cuantas
veces creen que el poder ejecutivo hace peligrar su omnipotencia parlamentaria,
cuantas veces tienen que exhibir, por tanto, el título político
de su dominación, actúan como republicanos y no como
realistas. Desde el orleanista Thiers, quien advierte a la Asamblea Nacional
que la república es lo que menos los separa, hasta el legitimista
Berryer, que el 2 de diciembre d 1851, ceñido con la banda tricolor,
arenga como tribuno, en nombre de la república, al pueblo congregado
delante del edificio de la alcaldía del décimo arrondissement.
Claro está que el eco burlón le contestaba con este grito:
¡Enrique V, Enrique V!
Frente a la burguesía
coligada se había formado una coalición de pequeños
burgueses y obreros, el llamado partido socialdemócrata.
Los pequeños burgueses viéronse mal recompensados después
de las jornadas de junio de 1848, vieron en peligro sus intereses materiales
y puestas en tela de juicio por la contrarrevolución las garantías
democráticas que habían de asegurarles la posibilidad de
hacer valer esos intereses. Se acercaron, por tanto, a los obreros. De
otra parte, su representación parlamentaria, la Montaña,
puesta al margen durante la dictadura de los republicanos burgueses, había
reconquistado durante la última mitad de la vida de la Constituyente
su perdida popularidad con la lucha contra Bonaparte y los ministros realistas.
Había concertado una alianza con los jefes socialistas. En febrero
de 1849 se festejó con banquetes la reconciliación. Se esbozó
un programa común, se crearon comités electorales comunes
y se proclamaron candidatos comunes. A las reivindicaciones sociales del
proletario se les limó la punta revolucionaria y se les dio un giro
democrático; a las exigencias democráticas de la pequeña
burguesía se les despojó de la forma meramente política
y se afiló su punta socialista. Así nació la socialdemocracia.
La nueva Montaña, fruto de esta combinación, contenía,
prescindiendo de algunos figurantes de la clase obrera y de algunos sectarios
socialistas, los mismos elementos que la vieja, sólo que más
fuertes en número. Pero, en el transcurso del proceso, había
cambiado, con la clase que representaba. El carácter peculiar de
la socialdemocracia consiste en exigir instituciones democrático-republicanas,
no para abolir a la par los dos extremos, capital y trabajo asalariado,
sino para atenuar su antítesis y convertirla en armonía.
Por mucho que difieran las medidas propuestas para alcanzar este fin, por
mucho que se adorne con concepciones más o menos revolucionarias,
el contenido es siempre el mismo. Este contenido es la transformación
de la sociedad por la vía democrática, pero una transformación
dentro del marco de la pequeña burguesía. No vaya nadie a
formarse la idea limitada de que la pequeña burguesía quiere
imponer, por principio, un interés egoísta de clase. Ella
cree, por el contrario, que las condiciones especiales de su emancipación
son las condiciones generales fuera de las cuales no puede ser salvada
la sociedad moderna y evitarse la lucha de clases. Tampoco debe creerse
que los representantes democráticos son todos shopkeepers o
gentes que se entusiasman con ellos. Pueden estar a un mundo de distancia
de ellos, por su cultura y su situación individual. Lo que les hace
representantes de la pequeña burguesía es que no van más
allá, en cuanto a mentalidad, de donde van los pequeños burgueses
en modo de vida; que, por tanto, se ven teóricamente impulsados
a los mismos problemas y a las mismas soluciones a que impulsan a aquéllos
prácticamente, el interés material y la situación
social. Tal es, en general, la relación que existe entre los representantes
políticos y literarios de una clase y la clase por ellos representada.
Por todo lo expuesto se comprende
de por sí que aunque la Montaña luchase constantemente con
el partido del orden en torno a la república y a los llamados derechos
del hombre, ni la república ni los derechos del hombre eran su fin
último, del mismo modo que un ejército al que se quiere despojar
de sus armas y que se apresta a la defensa, no se lanza al terreno de la
lucha solamente para quedar en posesión de sus armas.
Inmediatamente después
de reunirse la Asamblea Nacional, el partido del orden provocó a
la Montaña. La burguesía sentía ahora la necesidad
de acabar con los demócratas pequeñoburgueses, lo mismo que
un año antes había comprendido la necesidad de acabar con
el proletariado revolucionario. Pero la situación del adversario
era distinta. La fuerza del partido proletario estaba en la calle, y la
de los pequeños burgueses en la misma Asamblea Nacional. Tratábase,
pues, de sacarlos de la Asamblea Nacional a la calle y hacer que ellos
mismos destrozasen su fuerza parlamentaria antes de que tuviesen tiempo
y ocasión para consolidarla. La Montaña corrió hacia
la trampa a rienda suelta.
El cebo que le echaron fue
el bombardeo de Roma por las tropas francesas. Este bombardeo infringía
el artículo V de la Constitución, que prohibe a la República
francesa emplear sus fuerzas armadas contra las libertades de otro pueblo.
Además, el artículo 54 prohibía toda declaración
de guerra por el poder ejecutivo sin la aprobación de la Asamblea
Nacional, y la Constituyente había desautorizado la expedición
a Roma, con su acuerdo de 8 de mayo. Basándose en estas razones,
Ledru-Rollin presentó el 11 de junio de 1849 un acta de acusación
contra Bonaparte y sus ministros. Azuzado por las picadas de avispa de
Thiers, se dejó arrastrar incluso a la amenaza de que estaban dispuestos
a defender la Constitución por todos los medios, hasta con las armas
en la mano. La Montaña se levantó como un solo hombre
y repitió este llamamiento a las armas. El 12 de junio, la Asamblea
Nacional desechó el acta de acusación, y la Montaña
abandonó el parlamento. Los acontecimientos del 13 de junio son
conocidos: la proclama de una parte de la Montaña declarando «fuera
de la Constitución» a Bonaparte y sus ministros; la procesión
callejera de los guardias nacionales democráticos, que, desarmados
como iban, se dispersaron a escape al encontrarse con las tropas de Changarnier,
etc. Una parte de la Montaña huyó al extranjero, otra parte
fue entregada al Tribunal Supremo de Bourges, y un reglamento parlamentario
sometió al resto a la vigilancia del maestro de escuela del presidente
de la Asamblea nacional. En París se declaró nuevamente el
estado de sitio, y la parte democrática de su Guardia Nacional fue
disuelta. Así se destrozaba la influencia de la Montaña en
el parlamento y la fuerza de los pequeños burgueses de París.
En Lyon, donde el 13 de junio
había dado señal para un sangriento levantamiento obrero,
se declaró también el estado de sitio, que se hizo extensivo
a los cinco departamentos circundantes, situación que dura hasta
el momento actual.
El grueso de la Montaña
dejó en la estacada su vanguardia, negándose a firmar la
proclama de ésta. La prensa desertó, y sólo dos periódicos
se atrevieron a publicar el pronunciamiento. Los pequeños burgueses
traicionaron a sus representantes: los guardias nacionales no aparecieron,
y donde aparecieron fue para impedir que se levantasen barricadas. Los
representantes habían engañado a los pequeños burgueses,
ya que a los pretendidos aliados del ejército no se les vio por
ninguna parte. Finalmente, en vez de obtener un refuerzo de él,
el partido democrático contagió al proletariado su propia
debilidad, y, como suele ocurrir con las hazañas democráticas,
los jefes tuvieron la satisfacción de poder acusar a su «pueblo»
de deserción, y el pueblo la de poder acusar de engaño a
sus jefes.
Rara vez se había
anunciado una acción con más estrépito que la campaña
inminente de la Montaña, rara vez se había trompeteado un
acontecimiento con más seguridad ni con más anticipación
que la victoria inevitable de la democracia. Indudablemente, los demócratas
creen en las trompetas, cuyos toques habían derribado las murallas
de Jericó. Y cuantas veces se enfrentan con las murallas del despotismo,
intenta repetir el milagro. Si la Montaña quería vencer en
el parlamento, no debió llamar a las armas. Y si llamaba a las armas
en el parlamento, no debía comportarse en la calle parlamentariamente.
Si la manifestación pacífica era un propósito serio,
era necio no prever que se la habría de recibir belicosamente. Y
si se pensaba en una lucha efectiva, era peregrino deponer las armas con
las que esa lucha había de librarse. Pero las amenazas revolucionarias
de los pequeños burgueses y de sus representantes democráticos
no son más que intentos de intimidar al adversario. Y cuando se
ven metidos en un atolladero, cuando se han comprometido ya lo bastante
para verse obligados a ejecutar sus amenazas, lo hacen de un modo equívoco,
evitando, sobre todo, los medios que llevan al fin propuesto y acechan
todos los pretextos par sucumbir. Tan pronto como hay que romper el fuego,
la estrepitosa obertura que anunció la lucha se pierde en un pusilánime
refunfuñar, los actores dejan de tomar su papel au sérieux
y la acción se derrumba lamentablemente, como un balón
lleno de aire al que se le pincha con una aguja.
Ningún partido exagera
más ante él mismo sus medios que el democrático, ninguno
se engaña con más ligereza acerca de la situación.
Porque una parte del ejército hubiese votado a su favor, la Montaña
estaba ya convencida de que el ejército se sublevaría por
ella. ¿Y con qué motivo? Con un motivo que, desde el punto
de vista de las tropas, no tenía otro sentido que el que los revolucionarios
se ponían al lado de los soldados romanos y en contra de los soldados
franceses. De otra parte, estaba todavía demasiado fresco el recuerdo
del mes de junio de 1848, para que el proletariado no sintiese una profunda
repugnancia contra la Guardia Nacional, y los jefes de las sociedades secretas
una desconfianza completa hacia los jefes democráticos. Para superar
estas diferencias, harían falta grandes intereses comunes que estuviesen
en juego. La infracción de un artículo constitucional abstracto
no podía representar un tal interés. ¿Acaso no se
había violado ya repetidas veces la Constitución, según
aseguraban los propios demócratas? ¿Y acaso los periódicos
más populares no habían estigmatizado esta Constitución
como un amaño contrarrevolucionario? Pero el demócrata, como
representa a la pequeña burguesía, es decir, a una clase
de transición, en la que los intereses de dos clases se embotan
el uno contra el otro, cree estar por encima del antagonismo de clases
en general. Los demócratas reconocen que tienen que enfrente a una
clase privilegiada, pero ello, con todo el resto de la nación que
los circunda, forman el pueblo. Lo que ellos representan es el interés
del pueblo. Por eso, cuando se prepara una lucha, no necesitan examinar
los intereses y las oposiciones de las distintas clases. No necesitan ponderar
con demasiada escrupulosidad sus propios medios. No tienen más que
dar la señal, para que el pueblo, con todos sus recursos
inagotables, caiga sobre los opresores. Y si, al poner en práctica
la cosa, sus intereses resultan no interesar y su poder ser impotencia,
la culpa la tienen los sofistas perniciosos, que escinden al pueblo
indivisible en varios campos enemigos, o el ejército, demasiado
embrutecido y cegado para ver en los fines puros de la democracia lo mejor
para él, o bien ha fracasado por un detalle de ejecución,
o ha surgido una casualidad imprevista que ha malogrado la partida por
esta vez. En todo caso, el demócrata sale de la derrota más
ignominiosa tan inmaculado como inocente entró en ella, con la convicción
readquirida de que tiene necesariamente que vencer, no de que él
mismo y su partido tienen que abandonar la vieja posición, sino
de que, por el contrario, son las condiciones las que tienen que madurar
para ponerse a tono con él.
Por eso no debemos formarnos
una idea demasiado trágica de la Montaña diezmada, destrozada
y humillada por el nuevo reglamento parlamentario. Si el 13 de junio eliminó
a sus jefes, por otra parte abrió paso a capacidades de segundo
rango, a quienes esta nueva posición halagaba. Si su impotencia
en el parlamento ya no dejaba lugar a dudas, esto les daba ahora también
derecho a limitar sus actos a estallidos de indignación moral y
a estrepitosas declamaciones. Si el partido del orden aparentaba ver encarnados
en ellos, como últimos representantes oficiales de la revolución,
todos los horrores de la anarquía, esto les permitía comportarse
en la práctica con tanta mayor trivialidad y humildad. Y del 13
de junio se consolaban con este giro profundo: «Pero, si se osa tocar
el sufragio universal, ¡ah, entonces! ¡Entonces verán
quienes somos nosotros!» Nous verrons!
Por lo que se refiere a los
«montañeses» huidos al extranjero, basta observar que
Ledru-Rollin, en vista de que había conseguido arruinar irremisiblemente
en menos de dos semanas el potente partido a cuyo frente estaba, se creyó
llamado a formar un gobierno francés in partibus; que a lo
lejos, desgajada del campo de acción, su figura parecía ganar
en talla a medida que bajaba el nivel de la revolución y las magnitudes
oficiales de la Francia oficial iban haciéndose enanas; que pudo
figurar como pretendiente republicano para 1852; que dirigía circulares
periódicas a los valacos y a otros pueblos, en las que se amenazaba
a los déspotas del continente con sus hazañas y a las de
sus aliados. ¿Acaso les faltaba por completo la razón a Proudhon
cuando gritó a estos señores: Vous n'êtes que des
blagueurs?
El 13 de junio, el partido
del orden no sólo había quebrantado la fuerza de la Montaña,
sino que había impuesto el sometimiento de la Constitución
a los acuerdos de la mayoría de la Asamblea Nacional. Y así
entendía él la república, como el régimen en
el que la burguesía dominaba bajo formas parlamentarias, sin encontrar
un valladar como bajo la monarquía; en el veto del poder ejecutivo
o en el derecho de disolver el parlamento. Esto era la república
parlamentaria, como la llamaba Thiers. Pero, si el 13 de junio la burguesía
aseguró su omnipotencia en el seno del parlamento, ¿no condenaba
a éste a una debilidad incurable frente al poder ejecutivo y al
pueblo, al repudiar a la parte más popular de la Asamblea? Al entregar
a numerosos diputados, sin más ceremonias, a la requisición
de los tribunales, anulaba su propia inmunidad parlamentaria. El reglamento
humillante que impuso a la Montaña, elevaba el rango del presidente
de la república en la misma proporción en que rebajaba el
de cada uno de los representantes del pueblo. Al estigmatizar la insurrección
en defensa del régimen constitucional, como anárquica, como
un movimiento encaminado a subvertir la sociedad, la burguesía se
cerraba a sí misma el camino del llamamiento a la insurrección,
tan pronto como el poder ejecutivo violase la Constitución en contra
de ella. Y la ironía de la historia quiso que el 2 de diciembre
de 1851, el general que bombardeó Roma por orden de Bonaparte, dando
así el motivo inmediato para el motín constitucional del
13 de junio, Oudinot, hubiera de ser propuesto al pueblo, en tono
implorante y en vano, por el partido del orden, como el general de la Constitución
frente a Bonaparte. Otro héroe del 13 de junio, Vieyra, que
desde la tribuna de la Asamblea Nacional cosechó elogios por las
brutalidades cometidas por él en los locales de los periódicos
democráticos, al frente de una banda de guardias nacionales pertenecientes
a la alta finanza, este mismo Vieyra estaba en el secreto de la conspiración
de Bonaparte y contribuyó esencialmente a cortar a la Asamblea Nacional,
en sus horas de agonía, todo apoyo por parte de la Guardia Nacional.
El 13 de junio tenía,
además, otra significación. La Montaña había
querido arrancar el que se entregase a Bonaparte a los tribunales. Por
tanto, su derrota era una victoria directa para Bonaparte, el triunfo personal
de éste sobre sus enemigos democráticos. El partido del orden
había conseguido la victoria y Bonaparte no tenía que hacer
más que embolsársela. Así lo hizo. El 14 de junio
pudo leerse en los muros de París una proclama en la que el presidente,
como sin participación suya, resistiéndose, obligado simplemente
por la fuerza de los acontecimientos, sale de su recato claustral, se queja,
como la virtud ofendida, de las calumnias de sus adversarios, y mientras
parece identificar a su persona con la causa del orden, identifica la causa
del orden con su persona. Además, la Asamblea Nacional había
aprobado, aunque después de realizada, la expedición contra
Roma, habiendo la iniciativa de la misma corrido a cargo de Bonaparte.
Después de restituir en el Vaticano al pontífice Samuel,
podía esperar entrar en las Tullerías como rey David. Se
había ganado a los curas.
El motín del 13 de
junio se limitó, como hemos visto, a una pacífica procesión
callejera. Contra él no se podían, por tanto, ganar laureles
guerreros. No obstante, en una época tan pobre en héroes
y en acontecimientos, el partido del orden convirtió esta batalla
incruenta en un segundo Austerlitz. La tribuna y la prensa ensalzaron el
ejército, como poder del orden, en contraposición a las masas
del pueblo, como la impotencia de la anarquía, y glorificaron a
Changarnier, como el «baluarte de la sociedad». Un engaño
en el que acabó creyendo hasta él mismo. Pero por debajo
de cuerda, fueron desplazados de París los cuerpos que parecían
dudosos, los regimientos en que las elecciones habían dado resultados
más democráticos fueron desterrados de Francia a Argelia,
las cabezas inquietas que había entre las tropas, enviadas a secciones
de castigo, y, por último, sistemáticamente llevado a cabo
el acordonamiento del cuartel contra la prensa y su aislamiento de la sociedad
civil.
Llegamos aquí al viraje
decisivo en la historia de la Guardia Nacional francesa. En 1830 había
decidido la caída de la Restauración. Bajo Luis Felipe fracasaron
todos los motines en que la Guardia Nacional estaba al lado de las tropas.
Cuando en las jornadas de febrero de 1848, se mantuvo en actitud pasiva
frente a la insurrección y equívoca frente a Luis Felipe,
éste se dio por perdido, y lo estaba. Así fue arraigando
la convicción de que la revolución no podía vencer
sin la Guardia Nacional, ni el ejército podía vencer
contra ella. Era la fe supersticiosa del ejército en la omnipotencia
civil. Las jornadas de junio de 1848, en que toda la Guardia nacional,
unida a las tropas de línea, sofocó al insurrección,
habían reforzado esta fe supersticiosa. Después de haber
subido Bonaparte a la presidencia, la posición de la Guardia Nacional
descendió en cierto modo, por la fusión anticonstitucional
de su mando con el mando de la primera división militar en la persona
de Changarnier.
Como el mando sobre la Guardia
Nacional aparecía aquí como un atributo del alto mando militar,
la Guardia Nacional parecía quedar reducida a un apéndice
de las tropas de línea. Por fin, el 13 de junio fue destrozada.
Y no sólo por su disolución parcial, que desde aquel momento
se repitió periódicamente en todos los puntos de Francia
y sólo dejó en pie las ruinas de la Guardia Nacional. La
manifestación del 13 de junio fue, sobre todo, una manifestación
de los guardias nacionales democráticos. Es cierto que no opusieron
al ejército sus armas, sino sólo sus uniformes, pero en este
uniforme estaba precisamente el talismán. El ejército se
convenció de que el tal uniforme era un trapo de lana como cualquiera.
El encanto quedó roto. En las jornadas de junio de 1848, la burguesía,
en calidad de Guardia Nacional, estuvieron unidas con el ejército
contra el proletariado; el 13 de junio de 1849, la burguesía hizo
que el ejército dispersase a la Guardia Nacional pequeñoburguesa;
el 2 de diciembre de 1851, había desaparecido la Guardia Nacional
de la propia burguesía, y Bonaparte se limitó a registrar
este hecho al firmar, después de producido, el decreto de su disolución.
Así fue cómo la burguesía rompió ella misma
su última arma contra el ejército, pero no tenía más
remedio que romperla desde el momento en que la pequeña burguesía
no estaba ya detrás de ella como vasallo, sino delante de ella como
rebelde, del mismo modo que tenía necesariamente que destruir en
general, con sus propias manos, a partir del instante en que se hizo ella
misma absolutista, todos sus medios de defensa contra el absolutismo.
Entretanto, el partido del
orden festejaba la reconquista de un poder que en 1848 sólo parecía
haber perdido para volver a encontrarlo libre de sus trabas en 1849, con
invectivas contra la república y la Constitución, maldiciendo
todas las revoluciones futuras, presentes y pasadas, incluyendo las hechas
por los dirigentes de su mismo partido, y por medio de leyes que amordazaban
a la prensa, destruían el derecho de asociación y sancionaban
el estado de sitio como institución orgánica. Luego, la Asamblea
Nacional suspendió sus sesiones desde mediados de agosto hasta mediados
de octubre, después de haber nombrado una comisión permanente
para el tiempo que durase su ausencia. Durante estas vacaciones, los legitimistas
intrigaron con Ems, los orleanistas con Claremont, Bonaparte mediante tournées
principescas, y los consejos departamentales en cabildeos sobre la revisión
constitucional, casos que se repitiesen con regularidad durante las vacaciones
periódicas de la Asamblea Nacional y en los que entraré tan
pronto como se conviertan en acontecimientos. Aquí advertimos tan
sólo que la Asamblea Nacional obró impolíticamente
al desaparecer de la escena durante tan largo intervalo, dejando que sólo
apareciese al frente de la república una figura, aunque lamentablemente:
la de Luis Bonaparte, mientras el partido del orden, para escándalo
del público, se descomponía en sus partes integrantes realistas
y se dejaba llevar por sus apetitos de restauración en pugna. Tan
pronto como enmudecía, durante estas vacaciones, el ruido ensordecedor
del parlamento y su cuerpo se disolvía en la nación,
nadie podía dejar de ver que sólo faltaba una cosa para
consumar la verdadera faz de esta república: hacer permanentes las
vacaciones parlamentarias y sustituir su lema de Liberté,
égalité, fraternité, por estas palabras inequívocas:
¡Infantería, caballería, artillería!
Capítulo IV
A mediados de octubre de
1849 reanudó sus sesiones la Asamblea Nacional. El 1 de noviembre,
Bonaparte la sorprendió con un mensaje en el que le anunciaba la
destitución del ministerio Barrot-Falloux y la formación
de un nuevo ministerio. Jamás e ha arrojado a lacayos de su puesto
con menos cumplidos que Bonaparte a sus ministros. Los puntapiés
destinados a la Asamblea Nacional los recibían, por el momento,
Barrot y Compañía.
El ministerio Barrot estaba
compuesto, como hemos visto, por legitimistas y orleanistas, era un ministerio
del partido del orden. Bonaparte había necesitado de él para
disolver la Constituyente republicana, poner por obra la expedición
contra Roma y destrozar el partido democrático. Él se había
eclipsado aparentemente detrás de este ministerio, entregando el
poder del Gobierno en manos del mismo partido del orden y poniéndose
la careta de modestia que bajo Luis Felipe llevaba el gerente responsable
de los periódicos, la careta del homme de paille. Ahora se
quitó la máscara, que no era ya velo sutil detrás
del que podía ocultar su fisonomía, sino la máscara
de hierro que le impedía mostrar una fisonomía propia. Había
constituido el ministerio Barrot para hacer saltar, en nombre del partido
del orden, la Asamblea Nacional republicana, y lo destituyó para
declarar a su propio nombre independiente de la Asamblea Nacional del partido
del orden.
Pretextos plausibles para
esta destitución no faltaban. El ministerio Barrot descuidaba incluso
las formas de decoro que habrían hecho aparecer al presidente de
la república como un poder al lado de la Asamblea Nacional. Durante
las vacaciones parlamentarias Bonaparte publicó una carta dirigida
a Edgar Ney en la que parecía desaprobar la actuación liberal
del Papa del mismo modo que había publicado, en oposición
a la Constituyente, otra carta en la que elogiaba a Oudinot por su ataque
contra la República de Roma. Al votarse en la Asamblea Nacional
el presupuesto de la expedición romana, Víctor Hugo, por
un supuesto liberalismo, puso a discusión esa carta. El partido
del orden ahogó entre exclamaciones despectivamente incrédulas
la ocurrencia de que las ocurrencias de Bonaparte pudieran tener la menor
importancia política. Ninguno de los ministros recogió el
guante en su favor. En otra ocasión, Barrot, con su conocido patetismo
vacuo, dejó escapar desde la tribuna palabras de indignación
contra los «manejos abominables» en que, según su testimonio,
andaban las personas más cercanas al presidente. Por último,
el ministerio, a la par que hacía aprobar por la Asamblea Nacional
una pensión de viudedad para la duquesa de Orleans, rechazaba todas
las propuestas para aumentar la lista civil de la presidencia. Y en Bonaparte,
el pretendiente imperial se fundía tan íntimamente con el
caballero de industria arruinado, que una gran idea, la de su misión
de restaurador del imperio, se complementaba siempre con otra: la de que
el pueblo francés tenía la misión de saldar sus deudas.
El ministerio Barrot-Falloux
fue el primero y el último ministerio parlamentario nombrado por
Bonaparte. Por eso su destitución señala un viraje decisivo.
Con él, el partido del orden perdió, para no recuperarlo
jamás, un puesto indispensable para afirmar el régimen parlamentario,
el asidero del poder ejecutivo. Se comprende inmediatamente que en un país
como Francia, donde el poder ejecutivo dispone de un ejército de
funcionarios de más de medio millón de individuos y tiene
por tanto constantemente bajo su dependencia más incondicional a
una masa inmensa de intereses y exigencia, donde el Estado tiene atada,
fiscalizada, regulada, vigilada y tutelada a la sociedad civil, desde sus
manifestaciones más amplias de vida hasta sus vibraciones más
insignificantes, desde sus modalidades más generales de existencia
hasta la existencia privada de los individuos, donde este cuerpo parasitario
adquiere, por medio de una centralización extraordinaria, una ubicuidad,
una omniscencia, una capacidad acelerada de movimientos y una elasticidad
que sólo encuentran correspondencia en la dependencia desamparada,
en el carácter caóticamente informe del auténtico
cuerpo social, se comprende que en un país semejante, al perder
la posibilidad de disponer de los puestos ministeriales, la Asamblea Nacional
perdía toda influenciaefectiva, si al mismo tiempo no simplificaba
la administración del Estado, no reducía todo lo posible
el ejército de funcionarios y finalmente no dejaba a la sociedad
civil y a la opinión pública crearse sus órganos propios,
independientes del poder del Gobierno. Pero, el interés material
de la burguesía francesa está precisamente entretejido del
modo más íntimo con la conservación de esta extensa
y ramificadísima maquinaria del Estado. Coloca aquí a su
población sobrante y completa en forma de sueldos del Estado lo
que no puede embolsarse en forma de beneficios, intereses, rentas y honorarios.
De otra parte, su interés político la obligaba a aumentar
diariamente la represión, y por tanto los recursos y el personal
del poder del Estado, a la par que se veía obligada a sostener una
guerra ininterrumpida contra la opinión pública y mutilar
y paralizar recelosamente los órganos independientes de movimiento
de la sociedad, allí donde no conseguía amputarlos por completo.
De este modo, la burguesía francesa veíase forzada, por su
situación de clase, de una parte, a destruir las condiciones de
vida de todo poder parlamentario, incluyendo, por tanto, el suyo propio,
y, de otra, a hacer irresistible el poder ejecutivo hostil a ella.
El nuevo ministerio llamábase
el ministerio d'Hautpoul. No porque el general d'Hautpoul hubiese obtenido
el rango de presidente del Consejo. Con Barrot, Bonaparte había
suprimido prácticamente esta dignidad, que condenaba el presidente
de la república, ciertamente, a la nulidad legal de un rey constitucional,
pero de un rey constitucional sin trono y sin corona, sin cetro y sin espada,
sin atributo de la irresponsabilidad, sin la posesión imprescriptible
de la suprema dignidad del Estado y, lo más fatal de todo, sin lista
civil. En el ministerio d'Hautpoul no había más que un hombre
de fama parlamentaria, el prestamista Fould, uno de los miembros de peor
reputación de la alta finanza. Le tocó en suerte la cartera
de Hacienda. Consúltense las cotizaciones de la Bolsa de París
y se verá que, desde el 1 de noviembre de 1849, los fondos franceses
suben y bajan con las subidas y bajadas de las acciones bonapartistas.
Habiendo encontrado así su aliado en la Bolsa, Bonaparte se adueñó,
al mismo tiempo, de la policía mediante el nombramiento de Carlier
para prefecto de policía de París.
Sin embargo, las consecuencias
del cambio de ministerio sólo podían revelarse conforme fuesen
desarrollándose las cosas. Por el momento, Bonaparte sólo
había dado un paso adelante para luego verse empujado hacia atrás
de un modo tanto más visible. A su agrio mensaje, siguió
la declaración más servil de sumisión a la Asamblea
Nacional. Cuantas veces los ministros hacían el tímido intento
de presentar como proyectos de ley sus caprichos personales, ellos mismos
parecían cumplir a regañadientes un mandato grotesco, obligados
tan sólo por su posición y convencidos de antemano de la
falta de éxito. Cuantas veces Bonaparte, a espaldas de sus ministros,
se iba de la lengua hablando de sus intenciones y jugando con sus idées
napoléoniennes, sus mismos ministros le desautorizan desde lo alto
de la tribuna de la Asamblea Nacional. Parecía como si sus apetitos
usurpadores sólo se exteriorizasen para que no se acallasen las
risas malignas de sus adversarios. Se comportaba como un genio ignorado,
considerado por el mundo entero como un bobo. Jamás fue objeto del
desprecio de todas las clases de un modo más completo que durante
este período. Jamás la burguesía dominó de
un modo más incondicional, jamás hizo una ostentación
más jactanciosa de las insignias de su dominación.
No me propongo escribir aquí
la historia de sus actividades legislativas, que se resume, durante este
período, en dos leyes: la ley restableciendo el impuesto sobre el
vino y la ley de enseñanza, que suprime la incredulidad religiosa.
Si a los franceses se les ponían obstáculos para beber vino,
en cambio se les servía con tanta mayor abundancia el agua de la
vida justa. Si en la ley sobre el impuesto del vino la burguesía
declaraba intangible el antiguo odioso sistema fiscal francés, con
la ley de enseñanza intentaba asegurar el antiguo estado de ánimo
de las masas, que lo hacía soportar. Se asombra uno de ver a los
orleanistas, a los burgueses liberales, estos viejos apóstoles del
volterianismo y de la filosofía ecléctica, confiar a sus
enemigos hereditarios, los jesuitas, la administración del espíritu
francés. Pero, orleanistas y legitimistas, aunque discrepasen en
lo que se refería al pretendiente a la corona, comprendían
que su dominación colegiada exigía unir los medios de opresión
de dos épocas, que los medios de sojuzgamiento de la monarquía
de Julio debían completarse y fortalecerse con los medios de sojuzgamiento
de la Restauración.
Los campesinos, defraudados
en todas sus esperanzas, oprimidos más que nunca, de una parte,
por el bajo nivel de los precios de los cereales y, de otra parte, por
la carga de las contribuciones y por el endeudamiento hipotecario, cada
vez mayores, comenzaron a agitarse en los departamentos. Se les contestó
con una batida furiosa contra los maestros de escuela, que fueron sometidos
al prefecto, y con un sistema de espionaje, al que quedaron sometidos todos.
En París y en las grandes ciudades, la reacción misma presenta
la fisonomía de su época y provoca más de lo que reprime.
En el campo, se hace baja, vulgar, mezquina, agobiante, vejatoria; en una
palabra, el gendarme. Se comprende hasta qué punto tres años
de régimen del gendarme, bendecido por el régimen del cura,
tenía que desmoralizar a las masas incultas.
Por grande que fuese la suma
de pasión y declamación que el partido del orden derrochase
desde lo alto de la tribuna de la Asamblea Nacional contra la minoría,
sus discursos eran monosilábicos, como los del cristiano, que ha
de decir: sí, sí; no, no. Monosilábicos en la tribuna
y monosilábicos en la prensa. Insulsos como los acertijos cuya solución
se sabe de antemano. Ya se trate del derecho de petición o del impuesto
sobre el vino, de la libertad de prensa o de la libertad del comercio,
de los clubes o del reglamento municipal, de la protección de la
libertad personal o de la regulación del presupuesto del Estado,
la consigna se repite siempre, el tema es siempre el mismo, el fallo está
siempre preparado y reza invariablemente: «¡Socialismo»
Se presenta como socialista hasta el liberalismo burgués, como socialista
la ilustración burguesa, como socialista la reforma financiera
burguesa. Era socialista construir un ferrocarril donde había ya
un canal y socialista defenderse con el palo cuando le atacaban a uno con
la espada.
Y esto no era mera retórica,
moda, táctica de partido. La burguesía tenía la conciencia
exacta de que todas las armas forjadas por ella contra el feudalismo se
volvían contra ella misma, de que todos los medios de cultura alumbrados
por ella se rebelaban contra su propia civilización, de que todos
los dioses que había creado la abandonaban. Comprendía que
todas las llamadas libertades civiles y los organismos de progreso atacaban
y amenazaban, al mismo tiempo, en la base social y en la cúspide
política a su dominación de clase, y por tanto se
habían convertido en «socialistas». En esta amenaza
y en este ataque veía con razón el secreto del socialismo,
cuyo sentido y cuya tendencia juzgaba ella más exactamente que se
sabe juzgar a sí mismo el llamado socialismo, el cual no puede comprender
por ello cómo la burguesía se cierra a cal y canto contra
él, ya gima sentimentalmente sobre los dolores de la humanidad,
ya anuncie cristianamente el reino milenario y la fraternidad universal,
ya chochee humanísticamente hablando de ingenio, cultura, libertad
o cavile doctrinalmente un sistema de conciliación y bienestar de
todas las clases sociales. Lo que no comprendía la burguesía
era la consecuencia de que su mismo régimen parlamentario,
de que dominación política en general tenía
que caer también bajo la condenación general, como socialista.
Mientras la dominación de la clase burguesa no se hubiese organizado
íntegramente, no hubiese adquirido su verdadera expresión
política, no podía destacarse tampoco de un modo puro el
antagonismo de las otras clases, ni podía, allí donde se
destacaba, tomar el giro peligroso que convierte toda lucha contra el poder
del Estado en una lucha contra el capital. Cuando en cada manifestación
de vida de la sociedad veía un peligro para la «tranquilidad»,
¿cómo podía empeñarse en mantener a la cabeza
de la sociedad el régimen de la intranquilidad, su propio
régimen, el régimen parlamentario, este régimen
que, según la expresión de uno de sus oradores, vive en la
lucha y merced a la lucha? El régimen parlamentario vive de la discusión,
¿cómo, pues, va a prohibir que se discuta? Todo interés,
toda institución social se convierten aquí en ideas generales,
se ventilan bajo forma de ideas; ¿cómo, pues, algún
interés, alguna institución van a situarse por encima del
pensamiento e imponerse como artículo de fe? La lucha de los oradores
en la tribuna provoca la lucha de los plumíferos de la prensa, el
club de debates del parlamento se complementa necesariamente con los clubes
de debates de los salones y de las tabernas, los representantes que apelan
continuamente a la opinión del pueblo autorizan a la opinión
del pueblo para expresar en peticiones su verdadera opinión. El
régimen parlamentario lo deja todo a la decisión de las mayorías;
¿cómo, pues, no van a querer decidir las grandes mayorías
fuera del parlamento? Si los que están en las cimas del Estado tocan
el violín, ¿qué cosa más natural sino que los
que están abajo bailen?
Por tanto, cuando la burguesía
excomulga como «socialista» lo que antes ensalzaba como «liberal»,
confiesa que su propio interés le ordena esquivar el peligro de
su Gobierno propio, que para poder imponer la tranquilidad en el
país tiene que imponérsela ante todo a su parlamento burgués,
que para mantener intacto su poder social tiene que quebrantar su poder
político; que los individuos burgueses sólo pueden seguir
explotando a otras clases y disfrutando apaciblemente de la propiedad,
la familia, la religión y el orden bajo la condición de que
su clase sea condenada con las otras clases a la misma nulidad política;
que, para salvar la bolsa, hay que renunciar a la corona, y que la espada
que había de protegerla tiene que pender al mismo tiempo sobre su
propia cabeza como la espada de Damocles.
En el campo de los intereses
cívicos generales, la Asamblea Nacional se mostró tan improductiva,
que, por ejemplo, los debates sobre el ferrocarril París-Aviñón,
comenzados en el invierno de 1850, no habían terminado todavía
el 2 de diciembre de 1851. Donde no se trataba de oprimir, de actuar reaccionariamente,
estaba condenada a una esterilidad incurable.
Mientras el ministerio de
Bonaparte tomaba en parte la iniciativa de leyes en el espíritu
del partido del orden, y en parte exageraba todavía más su
severidad en la ejecución y manejo de las mismas, el propio Bonaparte
intentaba, mediante propuestas puerilmente necias, ganar popularidad, poner
de manifiesto su antagonismo con la Asamblea Nacional y apuntar al designio
secreto de abrir al pueblo francés sus tesoros ocultos, designio
cuya ejecución sólo impedían provisionalmente las
circunstancias. Así, la proposición de decretar un aumento
de cuatro sous diarios para los sueldos de los suboficiales. Así
la proposición de crear un Banco para conceder créditos de
honro a los obreros. Obtener dinero regalado y prestado: he aquí
la perspectiva con que esperaba que las masas picasen el anzuelo. Regalar
y recibir prestado: a eso se limita la ciencia financiera del lumpemproletariado,
lo mismo del distinguido que del vulgar. A esto se limitaban los resortes
que Bonaparte sabía poner en movimiento. Jamás un pretendiente
ha especulado más simplemente sobre la simpleza de las masas.
La Asamblea Nacional montó
repetidas veces en cólera ante estos intentos innegables de ganar
popularidad a costa suya, ante el peligro creciente de que este aventurero,
al que espoleaban las deudas y al que no contenía el temor de perder
reputación adquirida, osase un golpe desesperado. La desarmonía
entre el partido del orden y el presidente había adoptado ya un
carácter amenazador, cuando un acontecimiento inesperado volvió
a echarse a éste, arrepentido, en brazos de aquél. Nos referimos
a las elecciones parciales del 10 de marzo de 1850. Estas elecciones
se celebraron para cubrir los puestos de diputados que la prisión
o el destierro habían dejado vacantes después del 13 de junio.
París sólo eligió a candidatos socialdemócratas.
Concentró incluso la mayoría de los votos en un insurrecto
junio de 1848, en De Flotte. La pequeña burguesía de París,
aliada al proletariado, se vengaba así de su derrota del 13 de junio
de 1849. Parecía como si sólo se hubiese retirado del campo
de batalla en el momento de peligro para volver a pisarlo, con un amasa
mayor de fuerzas combativas y con una consigna de guerra más audaz,
al presentarse la ocasión propicia. Una circunstancia parecía
aumentar el peligro de esta victoria electoral. El ejército votó
en París por el insurrecto de junio, contra La Hitte, un ministro
de Bonaparte, y en los departamentos votó en gran parte por los
«montañeses», que también aquí, aunque
no de un modo tan decisivo como en París, afirmaron la supremacía
sobre sus adversarios.
Bonaparte viose, de pronto,
colocado otra vez frente a la revolución. Lo mismo que el 29 de
enero de 1849, lo mismo que el 13 de junio de 1849, el 10 de marzo de 1850
desapareció detrás del partido del orden. Se inclinó
pidió pusilánimemente perdón, se brindó a nombrar
cualquier ministerio que la mayoría parlamentaria ordenase, suplicó
incluso a los jefes de partido, orleanistas y legitimistas, a los Thiers,
a los Berryer, a los Broglie, a los Molé, en una palabra, a los
llamados «burgraves» a que empuñasen ellos mismos el
timón del Estado. El partido del orden no supo aprovechar este momento
único. En vez de tomar audazmente el poder que le ofrecían
no obligó siquiera a Bonaparte a reponer el ministerio destituido
el 1 de noviembre; se contentó con humillarle mediante le perdón
y con incorporar al ministerio d'Hautpoul al señor Baroche.
Este Baroche había vomitado furia como acusador público,
una vez contra los revolucionarios del 15 de mayo y otra contra los demócratas
del 13 de junio, ante el Tribunal Supremo del Bourges, ambas veces por
atentado contra la Asamblea Nacional. Ninguno de los ministros de Bonaparte
había de contribuir más a desprestigiar a la Asamblea Nacional,
y después del 2 de diciembre de 1851 le volvemos a encontrar, bien
instalado y espléndidamente retribuido, de vicepresidente del Senado.
Había escupido en la sopa de los revolucionarios, para que luego
se la comiese Bonaparte.
Por su parte, el Partido
Socialdemócrata sólo parecía acechar pretextos para
poner de nuevo en tela de juicio su propia victoria y mellarla. Vidal,
uno de los diputados recién elegidos en París, había
salido elegido también por Estrasburgo. Le convencieron de que rechazase
el acta de París y optase por la de Estrasburgo. Por tanto, en vez
de dar a su victoria en el terreno electoral un carácter definitivo,
obligando con ello al partido del orden a discutírsela inmediatamente
en el parlamento; en vez de empujar así al adversario a la lucha
en el momento de entusiasmo popular y aprovechando el estado de espíritu
favorable del ejército, el partido democrático aburrió
a París durante los meses de marzo y abril con una nueva campaña
de agitación electoral, dejó que las pasiones populares excitadas
se extenuasen en este nuevo juego de escrutinio provisional, que la energía
revolucionaria se saciase con éxitos constitucionales, se gastase
en pequeñas intrigas, hueras declamaciones y movimientos aparentes,
que la burguesía se concentrase y tomase sus medidas, y, finalmente,
que la significación de las elecciones de marzo encontrase, en la
votación parcial de abril, con la elección de Eugenio Sue,
un comentario sentimental suavizador. En una palabra, le hizo el 10 de
marzo una broma de 1 de abril.
La mayoría parlamentaria
comprendió la debilidad de su adversario. Sus diecisiete burgraves
-pues Bonaparte les había entregado la dirección y la responsabilidad
del ataque- elaboraron una nueva ley electoral, cuyo proyecto se confió
al señor Faucher, quien recabó para sí este honor.
La ley fue presentada por él el 8 de mayo,; en ella, se abolía
el sufragio universal, se imponía como condición que el elector
llevase tres años domiciliado en el punto electoral, y finalmente,
a los obreros se les condicionaba la prueba de este domicilio al testimonio
de su patrono.
Toda la excitación
y toda la furia revolucionaria de los demócratas durante la lucha
constitucional de las elecciones se convirtieron en prédicas constitucionales,
recomendando, ahora que se trataba de probar con las armas en la mano que
aquellos triunfos electorales habían ido en serio: orden, calma
mayestática (calme majestueux), actitud legal, es decir,
sumisión ciega a la voluntad de la contrarrevolución, que
se imponía insolentemente como ley. Durante el debate, la Montaña
avergonzó al partido del orden, haciendo valer contra su pasión
revolucionaria la actitud desapasionada del hombre de bien que no se sale
del terreno legal y fulminándole con el espantoso reproche de que
se comportaba revolucionariamente. Hasta los diputados recién elegidos
se esforzaron en demostrar, con su actitud correcta y reflexiva, cuán
ignorantes eran quienes los denigraban como anarquistas e interpretaban
su elección como una victoria revolucionaria. El 31 de mayo fue
aprobada la nueva ley electoral. La Montaña se contentó con
meter de contrabando una protesta en el bolsillo del presidente. A la ley
electoral le siguió una nueva ley de prensa, con la que quedaba
suprimida de raíz toda la prensa diaria revolucionaria. Era la suerte
que se había merecido. El National y La Presse -dos
órganos burgueses-, quedaron después de este diluvio como
la avanzada más extrema de la revolución.
Vimos que los jefes democráticos
hicieron, durante los meses de marzo y abril, todo lo posible por embrollar
al pueblo de París en una lucha ficticia y que después del
8 de mayo hicieron todo lo posible por contenerlo de la lucha real. No
debemos , además olvidar que el año 1850 fue uno de los años
más brillantes de prosperidad industrial y comercial, y que, por
tanto, el proletariado de París tenía trabajo en su totalidad.
Pero la ley electoral del 31 de mayo de 1850 le apartaba de toda intervención
en el poder político. Lo aislaba hasta del propio campo de la lucha.
Volvía a precipitar a los obreros a la situación de parias
en que vivían antes de la revolución de febrero. Al dejarse
guiar por los demócratas frente a este acontecimiento y al olvidar
el interés revolucionario de su clase ante un bienestar momentáneo,
renunciaron al honor de ser una potencia conquistadora, se sometieron a
su suerte, demostraron que la derrota de junio de 1848 los había
incapacitado para luchar durante muchos años y que, por el momento,
el proceso histórico tenía que pasar de nuevo sobre sus cabezas.
En cuanto a la democracia pequeñoburguesa, que el 13 de junio había
gritado: «¡Ah, pero si tocan al sufragio universal, ah, entonces!»,
se consolaba ahora pensando que el golpe contrarrevolucionario que se había
descargado sobre ella no era tal golpe y que la ley del 31 de mayo no era
tal ley. El segundo domingo de mayo de 1852, todo francés comparecerá
en el palenque electoral, empuñando en una mano la papeleta de voto
y en la otra la espada. Esta profecía le servía de satisfacción.
Finalmente, el ejército volvió a ser castigado pro sus superiores
por las elecciones de marzo y abril de 1850, como lo había sido
por las del 28 de mayo de 1849. Pero esta vez se dijo resueltamente: «¡La
revolución no nos engañará por tercera vez!»
La ley del 31 de mayo de
1850 era el coup d'état de la burguesía. Todas sus
victorias anteriores sobre la revolución tenían un carácter
meramente provisional. Tan pronto como la Asamblea Nacional en funciones
se retiraba de la escena, comenzaban a ser dudosas. Dependían del
azar de unas nuevas elecciones generales, y la historia de las elecciones
desde 1848 probaba irrefutablemente que en la misma proporción en
que se desarrollaba el poder efectivo de la burguesía, ésta
iba perdiendo su poder moral sobre las masas del pueblo. El 10 de marzo,
el sufragio universal se pronunció directamente en contra de la
dominación de la burguesía; la burguesía contestó
proscribiendo el sufragio universal. La ley del 31 de mayo era, pues, una
de las necesidades impuestas por la lucha de clases. Por otra parte, la
Constitución exigía, para que la elección del presidente
de la República fuese válida, un mínimo de dos millones
de votos. Si ninguno de los candidatos a la presidencia obtenía
esta votación mínima, la Asamblea Nacional debería
elegir al presidente entre los tres candidatos que obtuviesen más
votos. Cuando la Constituyente dictó esta ley, había en el
censo electoral diez millones de electores. Es decir, que a juicio de ella
bastaba con los votos de una quinta parte del censo para que la elección
del presidente fuese válida. La ley del 31 de mayo suprimió
del censo electoral, por lo menos, tres millones de electores, redujo el
número de éstos a siete millones y mantuvo, no obstante,
la cifra mínima de dos millones para la elección del presidente.
Por tanto, elevó el mínimo legal de una quinta parte a casi
un tercio del censo; es decir, hizo todo lo posible por escamotear la elección
del presidente de manos del pueblo, entregándola a manos de la Asamblea
Nacional. Por donde el partido del orden parecía haber consolidado
doblemente su dominación con la ley de 31 de mayo, al entregar la
elección de la Asamblea Nacional y la del presidente de la República
al arbitrio de la parte más estacionaria de la sociedad.
Capítulo V
Después de superarse
la crisis revolucionaria y abolirse el sufragio universal, estalló
inmediatamente una nueva lucha entre la Asamblea Nacional y Bonaparte.
La Constitución había
fijado el sueldo de Bonaparte en 600.000 francos. No había pasado
medio año desde su instalación, cuando consiguió elevar
esta suma al doble. Odilon Barrot arrancó a la Asamblea Constituyente
un suplemento anual de 600.000 francos para los llamados gastos de representación.
Después del 13 de junio. Bonaparte había expresado otra demanda
igual, sin que esta vez Barrot le escuchase. Ahora, después del
31 de mayo, se aprovechó inmediatamente del momento favorable e
hizo que sus ministros propusiesen a la Asamblea Nacional una lista civil
de tres millones. Una larga y aventurera vida de vagabundo les había
dotado de los tentáculos más perfectos para tantear los momentos
de la debilidad en que podía sacar dinero a sus burgueses. Era un
chantaje en toda regla. La Asamblea Nacional había deshonrado la
soberanía del pueblo con su ayuda y su connivencia. La amenazó
con denunciar su delito ante el tribunal del pueblo si no aflojaba la bolsa
y compraba su silencio con tres millones al año. La Asamblea Nacional
había robado el voto a tres millones de franceses. Bonaparte exigía
por cada francés políticamente desvalorizado un franco en
moneda circulante, lo que hacía un total exacto de tres millones
de francos. El elegido por seis millones de electores reclama una indemnización
por los votos que le han estafado de su elección. La comisión
de la Asamblea Nacional rechazó al importuno. La prensa bonapartista
amenazó. ¿Podía la Asamblea Nacional romper con el
presidente de la República, en un momento en que había roto
fundamental y definitivamente con la masa de la nación? Por eso,
aun denegando la lista civil anual, concedió por una sola vez un
suplemento de 2.160.000 francos. Con ello, hacíase reo de una doble
debilidad: la de conceder el dinero y la de revelar al mismo tiempo, con
su irritación, que le concedía de mala gana. Más adelante
veremos para qué necesitaba Bonaparte este dinero. Tras este molesto
epílogo que siguió a la supresión del sufragio universal,
pisándole los talones, y en el que Bonaparte cambió la humilde
actitud que adoptara durante la crisis de marzo y abril por un retador
cinismo frente al parlamento usurpador, la Asamblea Nacional suspendió
sus sesiones por tres meses, desde el 11 de agosto hasta el 11 de noviembre.
Dejó en su lugar una comisión permanente de 28 miembros,
en la que no entraba ningún bonapartista, pero sí en cambio
algunos republicanos moderados. En la comisión permanente de 1849
no había más que hombres de orden y bonapartistas. Pero entonces
el partido del orden se declaraba permanentemente en contra de la revolución.
Ahora, la república parlamentaria se declaraba permanentemente en
contra del presidente. Después de la ley del 31 de mayo, el partido
del orden ya no tenía enfrente más que este rival.
Cuando la Asamblea Nacional
volvió a reunirse en noviembre de 1850, parecía inevitable
que estallase, en vez de sus escaramuzas anteriores con el presidente,
una gran lucha implacable, una lucha a vida o muerte entre dos poderes.
Lo mismo que en 1849, durante
las vacaciones parlamentarias de este año, el partido del orden
se había dispersado en sus distintas fracciones, cada cual ocupada
con sus propias intrigas restauradoras, a los que la muerte de Luis Felipe
daba nuevo pábulo. El rey de los legitimistas, Enrique V, había
llegado incluso a nombrar un ministerio formal, que residía en París
y del que formaban parte miembros de la comisión permanente, Bonaparte
quedaba, pues, autorizado para emprender a su vez giras por los departamentos
franceses y dejar escapar, recatada o abiertamente, según el estado
de ánimo de la ciudad a la que regalaba con su presencia, sus propios
planes de restauración, reclutando votos para sí. En estas
giras, que el gran Moniteur oficial y los pequeños «monitores»
privados de Bonaparte, tenían, naturalmente, que celebrar como cruzadas
triunfales, le acompañaban constantemente afiliados de la Sociedad
del 10 de Diciembre. Esta sociedad data del año 1849. Bajo el
pretexto de crear una sociedad de beneficencia, se organizó al lumpemproletariado
de París en secciones secretas, cada una de ellas dirigida por agentes
bonapartistas y en general bonapartista a la cabeza de todas. Junto a roués
arruinados, con equívocos medios de vida y de equívoca procedencia,
junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía,
vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras,
timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores,
alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos,
organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos, en una palabra,
toda es masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème:
con estos elementos, tan afines a él, formó Bonaparte la
solera de la Sociedad del 10 de Diciembre, «Sociedad de beneficencia»
en cuanto que todos sus componentes sentían, al igual que Bonaparte,
la necesidad de beneficiarse a costa de la nación trabajadora. Este
Bonaparte, que se erige en jefe del lumpemproletariado, que sólo
en éste encuentra reproducidos en masa los intereses, que él
personalmente persigue, que reconoce en esta hez, desecho y escoria de
todas las clases, la única clase en la que puede apoyarse sin reservas,
es el auténtico Bonaparte, el Bonaparte sans phrase. Viejo
roué ladino, concibe la vida histórica de los pueblos
y los grandes actos de Gobierno y de Estado como una comedia, en el sentido
más vulgar de la palabra, como una mascarada, en que los grandes
disfraces y los frases y gestos no son más que la careta para ocultar
lo más mezquino y miserable. Así, en su expedición
a Estrasburgo, el buitre suizo amaestrado desempeñó el papel
de águila napoleónica. Para su incursión en Boulogne,
embute a unos cuantos lacayos de Londres en uniformes franceses. Ellos
representan el ejército. En su Sociedad del 10 de Diciembre, reunió
a 10.000 miserables del lumpen, que habían de representar al pueblo,
como Nick Bottom representaba el león. En un momento en que la misma
burguesía representaba la comedia más completa, pero con
la mayor seriedad del mundo, sin faltar a ninguna de las pedantescas condiciones
de la etiqueta dramática francesa, y ella misma obraba a medias
engañada y a medias convencida de la solemnidad de sus acciones
y representaciones dramáticas, tenía que vencer por fuerza
el aventurero que tomase lisa y llanamente la comedia como tal comedia.
Sólo después de eliminar a su solemne adversario, cuando
él mismo toma en serio su papel imperial y cree representar, con
su careta napoleónica, al auténtico Napoleón, sólo
entonces es víctima de su propia concepción del mundo, el
payaso serio que ya no toma a la historia universal por una comedia, sino
su comedia por la historia universal. Lo que para los obreros socialistas
habían sido los talleres nacionales y para los republicanos burgueses
los gardes mobiles, era para Bonaparte la Sociedad del 10 de Diciembre:
la fuerza combativa de partido propia de él. Las secciones de esa
sociedad, enviadas por grupos a las estaciones debían improvisarle
en sus viajes un público, representar el entusiasmo popular, gritar
Vive l'Empereur!, insultar y apalear a los republicanos, naturalmente
bajo la protección de la policía. En sus viajes de regreso
a París, debían formar la vanguardia, adelantarse a las contramanifestaciones
o dispersarlas. La Sociedad del 10 de Diciembre le pertenecía a
él, era su obra, su idea más primitiva. Todo lo demás
de que se apropia se lo da la fuerza de las circunstancias, en todos sus
hechos actúan por él las circunstancias o se limita a copiarlo
de los hechos de otros; pero Bonaparte que se presenta en público,
ante los ciudadanos, con las frases oficiales del orden, la religión,
la familia, la propiedad, y detrás de él la sociedad secreta
de los Schuftele y los Spielberg, la sociedad del desorden, la prostitución
y el robo, es el propio Bonaparte como autor original, y la historia de
la Sociedad del 10 de Diciembre es su propia historia. Se había
dado el caso de que representantes del pueblo pertenecientes al partido
del orden habían sido apaleados por los decembristas. Más
aún. El comisario de policía, Yon, adscrito a la Asamblea
Nacional y encargado de la vigilancia de su seguridad, denunció
a la comisión permanente, basándose en el testimonio de un
tal Alais, que una sección de decembristas había acordado
asesinar al general Changarnier y a Dupin, presidente de la Asamblea Nacional,
estando ya elegidos los individuos encargados de ejecutar este acuerdo.
Se comprenderá el terror del señor Dupin. Parecía
inevitable una investigación parlamentaria sobre la Sociedad del
10 de Diciembre, es decir, la profanación del mundo secreto bonapartista.
Por eso, precisamente, Bonaparte disolvió prudentemente su sociedad,
claro está que sólo sobre el papel, pues todavía a
fines de 1851, el prefecto de policía Carlier, en una extensa memoria,
intentaba en vano moverle a disolver realmente a los decembristas.
La Sociedad del 10 de Diciembre
había de seguir siendo el ejército privado de Bonaparte mientras
éste no consigue convertir el ejército público en
una Sociedad del 10 de Diciembre. Bonaparte hizo la primera tentativa encaminada
a esto poco después de suspenderse las sesiones de la Asamblea Nacional,
y la hizo con el dinero que acababa de arrancarle a ésta. Como fatalista
que es, abriga la convicción de que hay ciertos poderes superiores,
a los que el hombre y sobre todo el soldado no se puede resistir. Entre
estos poderes incluye, en primer término, los cigarros y el champagne,
las aves frías y el salchichón adobado con ajo. Por eso,
en los salones del Elíseo, empieza obsequiando a los oficiales y
suboficiales con cigarros y champagne, aves frías y salchichón
adobado con ajo. El 3 de octubre repite esta maniobra con las masas de
tropa en la revista de St. Maur, y el 10 de octubre vuelve a repetirla
en una escala todavía mayor en la revista militar de Story. El tío
se acordaba de las campañas de Alejandro en Asia, el sobrino se
acuerda de las cruzadas triunfales de Baco en las mismas tierras. Alejandro
era, ciertamente, un semidiós, pero Baco un dios completo. Y, además,
el dios tutelar de la Sociedad del 10 de Diciembre.
Después de la revista
del 3 de octubre, la comisión permanente llamó a comparecer
ante ella al ministro de la Guerra d'Hautpoul. Éste prometió
que no volverían a repetirse aquellas infracciones de la disciplina.
Sabido es cómo Bonaparte cumplió el 10 de octubre la palabra
dada por d'Hautpoul. En ambas revistas había llevado el mando Changarnier,
como comandante en jefe del ejército de París. Changarnier,
que era a la vez miembro de la comisión permanente, jefe de la Guardia
Nacional, el «salvador» del 29 de enero y del 13 de junio,
el «baluarte de la sociedad», candidato del partido del orden
para la dignidad presidencial, el presunto Monk de dos monarquías,
no se había reconocido jamás hasta entonces subordinado al
ministro de la Guerra., se había burlado siempre abiertamente de
la Constitución republicana y había perseguido a Bonaparte
con una arrogante protección equívoca. Ahora, se desvivía
pro la disciplina contra el ministro de la Guerra y por la Constitución
contra Bonaparte. Mientras que el 10 de octubre una parte de la caballería
dejó oír el grito de Vive Napoléon! Vivent les
saucissons! Changarnier hizo que por lo menos la infantería,
que desfilaba al mando de su amigo Neumayer, guardase un silencio glacial.
Como castigo, el ministro de la Guerra, acuciado por Bonaparte, relevó
al general Neumayer de su puesto en París con el pretexto de entregarle
el alto mando de la 14ª y la 15ª divisiones. Neumayer rehusó
este cambio de destino y viose obligado así a pedir el retiro. Por
su parte, Changarnier publicó el 2 de noviembre una orden de plaza
en la que prohibía alas tropas gritos ni ninguna clase de manifestaciones
políticas estando bajo las armas. Los periódicos elíseos
atacaron a Changarnier; los periódicos del partido del orden, a
Bonaparte; la comisión permanente celebraba una sesión secreta
tras otra, en las que se presentaba reiteradamente la proposición
de declarar a la patria en peligro; el ejército parecía estar
dividido en dos campos enemigos, con dos Estados Mayores enemigos, uno
en el Elíseo, donde moraba Bonaparte, y otro en las Tullerías,
donde moraba Changarnier. Sólo parecía faltar la reanudación
de las sesiones de la Asamblea Nacional para que sonase la señal
de la lucha. Al público francés la reanudación de
las sesiones de la Asamblea Nacional para que sonase la señal de
la lucha. Al público francés estos razonamientos entre Bonaparte
y Changarnier le merecían el mismo juicio que aquel periodista inglés
que los caracterizó en las siguientes palabras:
«Las criadas políticas
de Francia barren la ardiente lava de la revolución con las viejas
escobas, y se tiran del moño mientras ejecutan su faena.»
Entretanto, Bonaparte se
apresuró a destituir al ministro de la Guerra, d'Hautpoul, expidiéndolo
precipitadamente a Argelia y nombrando para sustituirle en la cartera de
ministro de la Guerra al general Schramm. El 12 de noviembre mandó
a la Asamblea Nacional un mensaje de prolijidad norteamericana, recargado
de detalles, oliendo a orden, ávido de reconciliación, lleno
de resignación constitucional, en el que se trataba de todo lo divino
y lo humano menos de las questions brûlantes del momento.
Como de pasada, dejaba caer las palabras que, con arreglo a las normas
expresas de la Constitución, el presidente disponía por sí
solo del ejército. El mensaje terminaba con estas palabras altisonantes:
«Francia exige ante
todo tranquilidad... Soy el único ligado por un juramento, y me
mantendré dentro de los estrictos límites que me traza...
Por lo que a mí se refiere, elegido por el pueblo y no debiendo
más que a éste mi poder, me someteré siempre a su
voluntad legalmente expresada. Si en este período de sesiones acordáis
la revisión constitucional, una Asamblea Constituyente reglamentará
la posición del poder ejecutivo. En otro caso, el pueblo declarará
solemnemente su decisión en 1852. Pero, cualesquiera que sean las
soluciones del porvenir, lleguemos a una inteligencia, para que jamás
la pasión, la sorpresa o la violencia decidan la suerte de una gran
nación... Lo que sobre todo me preocupa no es saber quién
va a gobernar a Francia en 1852, sino emplear el tiempo de que dispongo
de modo que el período restante pase sin agitación y sin
perturbaciones. Os he abierto sinceramente mi corazón, contestad
vosotros a mi franqueza con vuestra confianza, a mi buen deseo con vuestra
colaboración, y Dios se encargará del resto.»
El lenguaje honesto, hipócritamente
moderado, virtuosamente lleno de lugares comunes de la burguesía,
descubre su más profundo sentido en labios del autócrata
de la Sociedad del 10 de Diciembre y del héroe de merienda de St.
Maur y Satory.
Los burgraves del partido
del orden no se dejaron engañar ni un solo instante en cuanto al
crédito que se podía dar a esa efusión cordial. Acerca
de los juramentos estaban ya desde hacía mucho tiempo al cabo de
la calle; entre ellos había veteranos, virtuosos del perjurio político,
y el pasaje delicado al ejército no se les pasó desapercibido.
Observaron con desagrado que, en la prolija e interminable enumeración
de las leyes recientemente promulgadas, el mensaje guardaba un silencio
afectado acerca de la más importante de todas, la ley electoral,
y más aún, que en caso de no revisión constitucional
se dejaba al arbitrio del pueblo, para 1852, la elección del presidente.
La ley electoral era el grillete atado a los pies del partido del orden,
que el impedía andar, y no digamos lanzarse al asalto. Además,
con la disolución de oficio de la Sociedad del 10 de Diciembre y
la destitución del ministro de la Guerra, d'Hautpoul, Bonaparte
había sacrificado por su propia mano en el altar de la patria a
las víctimas propiciatorias. Quitó la espina al choque que
se esperaba. Finalmente, el mismo partido del orden procuró rehuir,
atenuar, disimular temerosamente todo conflicto decisivo con el poder ejecutivo.
Por miedo a perder las conquistas hechas contra la revolución dejó
que su rival cosechase los frutos de ellas. «Francia exige ante todo
tranquilidad». Así le venía gritando desde febrero
el partido del orden a la revolución, así le gritaba al partido
del orden el mensaje de Bonaparte. «Francia exige ante todo tranquilidad.»
Bonaparte cometía actos encaminados a la usurpación, pero
el partido del orden provocaba «agitación» si armaba
ruido en torno a estos actos y los interpretaba de un modo hipocondriaco.
Los salchichones de Satory no despegaban los labios si nadie hablaba de
ellos. «Francia exige ante todo tranquilidad». Es decir, Bonaparte
exigía que se le dejase hacer tranquilamente lo que quería,
y el partido parlamentario sentíase paralizado por un doble temor;
por el temor de provocar la agitación revolucionaria y por el temor
de aparecer como el perturbador de la tranquilidad a los ojos de su propia
clase, a los ojos de la burguesía. Por tanto, Francia exigía
ante todo tranquilidad, el partido del orden no se atrevió, después
de que Bonaparte, en su mensaje, había hablado de «paz»,
a contestar con «guerra». El público, que ya se relamía
pensando en las grandes escenas de escándalo que se iban a producir
al reanudarse las sesiones de la Asamblea Nacional, viose defraudado en
sus esperanzas. Los diputados de la oposición que exigían
que se presentasen las actas de la comisión permanente acerca de
los acontecimientos de octubre fueron arrollados por los votos de la mayoría.
Se rehuyeron por principio todos los debates que pudieran excitar los ánimos.
Los trabajos de la Asamblea nacional durante los meses de noviembre y diciembre
de 1850 carecieron de interés.
Por último, hacia
fines de diciembre, comenzó una guerra de guerrillas en torno a
unas u otras prerrogativas del parlamento. El movimiento se sumió
en minucias alrededor de las prerrogativas de ambos poderes, después
que la burguesía, con la abolición del sufragio universal,
se hubo desembarazado por el momento de la lucha de clases.
Se había ejecutado
contra Mauguin, uno de los representantes de la nación, una sentencia
judicial por deudas. A instancia del presidente del Tribunal, el ministro
de Justicia, Rouher, declaró que podía citarse sin más
trámites mandado de arresto contra el deudor. Maugin fue recluido,
pues, en la cárcel de deudores. Al conocer el atentado, la Asamblea
Nacional montó en cólera. No sólo ordenó que
el preso fuese inmediatamente puesto en libertad, sino que aquella misma
tarde mandó a su greffier a que le sacase por la fuerza de
Clichy. Sin embargo, para testimoniar su fe en la santidad de la propiedad
privada y con la segunda intención de abrir, en caso de necesidad,
un asilo para «montañeses» molestos, declaró
valida la prisión por deudas de representantes del pueblo, previa
autorización de la Asamblea Nacional. Se olvidó de decretar
que también se podría meter en la cárcel por deudas
al presidente de la República. Destruyó la última
apariencia de inviolabilidad que rodeaba a los miembros de su propia corporación.
Recuérdese que el
comisario de policía, Yon, había denunciado, basándose
en el testimonio de un tal Alais, los planes de asesinato de Dupin y Changarnier,
por una sección de decembristas. Ya en la primera sesión
los cuestores presentaron en relación con esto la propuesta de crear
una policía parlamentaria propia, pagada del presupuesto privado
de la Asamblea Nacional e independiente en absoluto del prefecto de policía.
El ministro del Interior, Baroche, protestó contra esta injerencia
en sus atribuciones. En vista de esto se llegó a una mísera
transacción, según la cual el comisario de policía
de la Asamblea sería pagado de su presupuesto privado y nombrado
y destituido por sus cuestores, pero previo acuerdo con el ministro del
Interior. Entretanto, Alais había sido entregado por el Gobierno
a los tribunales, y no fue difícil presentar sus declaraciones como
falsas y proyectar, por boca del fiscal, un resplandor de ridículo
sobre Dupin, Changarnier, Yon y toda la Asamblea Nacional. Ahora, el 29
de diciembre, el ministro Baroche escribe una carta a Dupin exigiendo la
destitución de Yon. La Mesa de la Asamblea Nacional, asustada de
la violencia con que había procedido en el asunto Mauguin y acostumbrada
a que el poder ejecutivo le devolviera dos golpes pro cada uno que ella
le asestaba, no sanciona el acuerdo. Destituye a Yon en recompensa por
el celo con que le había servido y se despoja de una prerrogativa
parlamentaria inexcusable contra un hombre que no decide por la noche para
ejecutar por el día, sino que decide por el día y ejecuta
por la noche.
Hemos visto que la Asamblea
Nacional, durante los meses de noviembre y diciembre, rehuyó, ahogó,
en grandes y decisivas ocasiones, la lucha contra el poder ejecutivo. Ahora
la vemos obligada a aceptar esta lucha por los motivos más mezquinos.
En el asunto Mauguin, confirma en principio la prisión por deudas
de los representantes de la nación, pero se reserva la posibilidad
de aplicarla solamente a los representantes que no le sean gratos, y regatea
por este infame privilegio con el ministro de Justicia. En vez de aprovecharse
del supuesto plan de asesinato para abrir una investigación sobre
la Sociedad del 10 de Diciembre y desenmascarar irremisiblemente a Bonaparte
ante Francia y ante Europa, presentándolo en su verdadera faz, como
la cabeza del lumpemproletariado de París, deja que la colisión
descienda a un punto en que ya lo único que se ventila entre ella
y el ministro de Interior es quién tiene competencia para nombrar
y separar a un comisario de la policía. Así, vemos al partido
del orden, durante todo este período, obligado por su posición
equívoca, a convertir su lucha contra el poder ejecutivo en mezquinas
discordias de competencias, minucias, leguleyerías, litigios de
lindes, y a tomar como contenido de sus actividades las más insípidas
cuestiones de forma. No se atreve a afrontar el choque en el momento en
que éste tiene una significación de principio, en que el
poder ejecutivo se ha comprometido realmente y en que la causa de la Asamblea
Nacional sería la causa de toda la nación. Con ello daría
a la nación una orden de marcha, y nada teme tanto como el que la
nación se mueva. Por eso, en estas ocasiones, desecha las proposiciones
de la Montaña y pasa al orden del día. Después de
abandonarse así la cuestión litigiosa en sus grandes dimensiones,
el poder ejecutivo espera tranquilamente el momento en que pueda volver
a plantearla por motivos fútiles e insignificantes, allí
donde sólo ofrezca, por decirlo así, un interés parlamentario
puramente local. Y entonces estalla la ira contenida del partido del orden,
entonces rasga el telón que oculta los bastidores, entonces denuncia
al presidente, entonces declara a la república en peligro; pero
entonces su patetismo pierde también todos sabor y el motivo de
la lucha aparece como un pretexto hipócrita e indigno de ser tomado
en cuenta. La tempestad parlamentaria se convierte en una tempestad en
un vaso de agua, la lucha en intriga, el choque en escándalo. Mientras
la malignidad de las clases revolucionarias se ceba en la humillación
de la Asamblea Nacional, pues estas clases se entusiasman por las prerrogativas
parlamentarias de aquélla tanto como ella por las libertades públicas,
la burguesía fuera del parlamento no comprende cómo la burguesía
de dentro del parlamento puede derrochar el tiempo en tan mezquinas querellas
y comprometer la tranquilidad con tan míseras rivalidades con el
presidente. La mete en confusión una estrategia que sella la paz
en los momentos en que todo el mundo espera batallas y ataca en los momentos
en que todo el mundo cree que ha sellado la paz.
El 20 de diciembre, Pascal
Duprat interpeló al ministro del Interior sobre la lotería
de los lingotes de oro. Esta lotería era una «hija del Elíseo».
Bonaparte la había traído al mundo con sus leales, y el prefecto
de policía Carlier la había tomado bajo la protección
oficial, a pesar de que la ley en Francia prohibe toda clase de loterías,
fuera de los sorteos hechos para fines de beneficencia. Siete millones
de billetes por valor de un franco cada uno, y la ganancia destinada, al
parecer, a embarcar a vagabundos de París para California. De una
parte se quería que los sueños dorados desplazasen a los
sueños socialistas del proletariado parisino, la tentadora perspectiva
del premio gordo desplazase el derecho doctrinario al trabajo. Naturalmente,
los obreros de París no reconocieron en el brillo de los lingotes
de oro de California los opacos francos que les habían sacado del
bolsillo con engaños. Pero, en lo fundamental, tratábase
de una estafa directa. Los vagabundos que querían encontrar minas
de oro californianas sin moverse de París, eran el propio Bonaparte
y los caballeros comidos de deudas que formaban su Tabla redonda. Los tres
millones concedidos por la Asamblea Nacional se los habían gastado
ya alegremente, y había que volver a llenar la caja como fuese.
En vano había abierto Bonaparte una suscripción nacional
para construir las llamadas cités ouvrières, a cuya
cabeza figura él mismo, con una suma considerable. Los burgueses,
duros de corazón, aguardaron a que desembolsase el capital suscrito,
y como, naturalmente, el desembolso no se efectuó, la especulación
sobre aquellos castillos socialistas en el aire se vino chabacanamente
a tierra. Los lingotes de oro dieron mejor resultado. Bonaparte y consortes
no se contentaron con embolsarse una parte del remanente de los siete millones
que quedaba después de cubrir el valor de las barras sorteadas,
sino que fabricaron diez, quince y hasta veinte billetes falsos del mismo
número. ¡Operaciones financieras en el espíritu de
la Sociedad del 10 de Diciembre! Aquí la Asamblea Nacional no tenía
enfrente al ficticio presidente de la República, sino al Bonaparte
de carne y hueso. Aquí, podía coger in fraganti, transgrediendo
no ya la Constitución, sino el Code pénal. Si ante
la interpelación de Duprat la Asamblea pasó al orden del
día, no fue solamente porque la enmienda de Girardin de declararse
satisfait traía a la memoria del partido del orden su corrupción
sistemática. El burgués, y sobre todo el burgués hinchado
en estadista, completa su vileza práctica con su grandilocuencia
teórica. Como estadista, se convierte, al igual que el poder del
Estado que tiene enfrente, en un ser superior, al que sólo se le
puede combatir de un modo superior, solemne.
Bonaparte, que precisamente
como bohémien, como lumpemproletariado principesco, le llevaba
al truhán burgués la ventaja de que podía librar la
lucha con medios rastreros, vio ahora, después de que la propia
Asamblea le había ayudado a cruzar, llevándole de la mano,
el suelo resbaladizo de los banquetes militares, de las revistas, de la
Sociedad del 10 de Diciembre y, por último, del Code pénal,
llegado el momento en que podía pasar de la aparente defensiva a
la ofensiva. Las pequeñas derrotas del ministro de Marina, del ministro
de Hacienda, que se le atravesaban en el camino y con las que la Asamblea
Nacional hacía manifiesto su descontento gruñón, no
le molestaban gran cosa. No sólo impidió que los ministros
dimitiesen, reconociendo con ello la subordinación del poder ejecutivo
al parlamento, sino que ahora puedo llevar ya a efecto la obra que había
comenzado durante las vacaciones de la Asamblea Nacional; desgajar del
parlamento el poder militar, destituir a Changarnier.
Un periódico elíseo
publicó una orden de plaza, dirigida, durante el mes de mayo, al
parecer, a la primera división del ejército y procedente,
pro tanto, Changarnier, en la que se recomendaba a los oficiales, en caso
de sublevación, no dar cuartel a los traidores dentro de sus propias
filas, fusilarlos inmediatamente y rehusar a la Asamblea Nacional las tropas,
si ésta llegaba a requerirlas. El 3 de enero de 1851 se interpeló
al Gobierno acerca de esta orden de plaza. Para examinar este asunto pidieron
tres meses, luego una semana y por último sólo veinticuatro
horas de reflexión. La Asamblea insiste en que se dé una
explicación inmediata. Changarnier se levanta y aclara que aquella
orden de plaza jamás ha existido. Añade que se apresurará
en todo momento a atender los requerimientos de la Asamblea Nacional y
que, en caso de colisión, ésta podrá contar con él.
La Asamblea acoge su declaración con indescriptibles aplausos y
le concede un voto de confianza. La Asamblea Nacional resigna sus poderes,
decreta su propia impotencia y la omnipotencia del ejército, al
colocarse bajo la protección privada de un general; pero el general
se equivoca, poniendo a disposición de la Asamblea, contra Bonaparte,
un poder que sólo tienen en precario del propio Bonaparte y esperando,
a su vez, protección de este parlamento, de su protegido, necesitado
él mismo de protección. Pero Changarnier cree en el poder
misterioso de que la burguesía le ha dotado desde el 29 de enero
de 1849. Se considera como el tercer poder al lado de los otros dos poderes
del Estado. Comparte la suerte de los demás héroes, o, mejor
dicho, santos de esta época, cuya grandeza consiste precisamente
en la gran opinión interesada que sus partidos se forman de ellos
y que quedan reducidos a figuras mediocres tan pronto como las circunstancias
los invitan a hacer milagros. El descreimiento es siempre el enemigo mortal
de estos héroes supuestos y santos reales. De aquí su noble
indignación moral contra los bromistas y burlones carentes de entusiasmo.
Aquella misma noche fueron
llamados los ministros al Elíseo. Bonaparte acucia para que sea
destituido Changarnier, cinco ministros se niegan a firmar la destitución,
el Moniteur anuncia una crisis ministerial y la prensa del orden amenaza
con la formación de un ejército parlamentario bajo el mando
de Changarnier. El partido del orden tenía atribuciones constitucionales
para dar este paso. Le bastaba con nombrar a Changarnier presidente de
la Asamblea Nacional y requerir cualquier cantidad de tropas para velar
por su seguridad. Podía hacerlo con tanta más seguridad cuanto
que Changarnier se hallaba todavía realmente al frente del ejército
y de la Guardia nacional de París y sólo acechaba el momento
de ser requerido en unión del ejército. La prensa bonapartista
no se atrevía siquiera a poner en tela de juicio el derecho de la
Asamblea Nacional a requerir directamente las tropas, escrúpulo
jurídico que en aquellas circunstancias no auguraba ningún
éxito. Y, si se tiene en cuenta que Bonaparte tuvo que buscar en
todo París durante ocho días para encontrar por fin a dos
generales -Baraguay d'Hilliers y Saint-Jean d'Angely-, que se declararan
dispuestos a refrendar la destitución de Changarnier, parece lo
más verosímil que el ejército hubiese respondido a
la orden de la Asamblea Nacional. En cambio, es más que dudoso que
el partido que el partido del orden hubiera encontrado en sus propias filas
y en el parlamento el número de votos necesario para este acuerdo
si se advierte que ocho días después se separaron de él
286 votos y que la Montaña rechazó una propuesta semejante,
incluso en diciembre de 1851, en la hora final de la decisión.
No obstante, quizá,
los burgraves hubiesen conseguido todavía arrastrar a l amasa de
su partido a un heroísmo que consistía en sentirse seguros
detrás de un bosque de bayonetas y en aceptar los servicios de un
ejército que había desertado a su campo. En vez de hacer
esto, los señores burgraves se trasladaron al Elíseo en la
noche del 6 de enero para hacer desistir a Bonaparte, mediante giros y
reparos de ingeniosos estadistas, de la destitución de Changarnier.
Cuando se trata de convencer a alguien, es porque se le reconoce como el
dueño de la situación. Bonaparte, asegurado por este paso,
nombra el 12 de enero un nuevo ministro, en el que continúan los
jefes del antiguo, Fould y Baroche. Saint-Jean d'Angely es nombrado ministro
de la Guerra, el Moniteur publica el decreto de destitución de Changarnier,
y su mando se divide entre Baraguay d'Hilliers, al que se le asigna la
primera división, y Perrot, que se hace cargo de la Guardia Nacional.
Se le da el pasaporte al baluarte de la sociedad, y si ninguna piedra cae
de los tejados, suben en cambio las cotizaciones de la Bolsa.
El partido del orden, dando
una repulsa al ejército, que se pone a su disposición en
la persona de Changarnier, y entregándoselo así de modo irrevocable
al presidente, declara que la burguesía ha perdido la vocación
de gobernar. Ya no existía un Gobierno parlamentario. Al perder
el asidero del ejército y de la Guardia Nacional, ¿qué
medio de fuerza le quedaba para afirmar a un mismo tiempo el poder usurpado
del parlamento sobre el pueblo y su poder usurpado del parlamento sobre
el pueblo y su poder constitucional contra el presidente? Ninguno. Sólo
le quedaba la apelación a estos principios inermes que él
mismo había interpretado siempre como meras reglas generales y que
se prescribían a otros para poder uno moverse con mayor libertad.
Con la destitución de Changarnier y la entrega del poder militar
a Bonaparte, termina la primera parte del período que estamos examinando,
el período de la lucha entre el partido del orden y el poder ejecutivo.
La guerra entre ambos poderes se declara ahora abiertamente, se libra abiertamente,
pero cuando ya el partido del orden ha perdido sus armas y soldados. Sin
ministerio, sin ejército, sin pueblo, sin opinión pública,
sin ser ya, desde su ley electoral de 31 de mayo, representante de la nación
soberana, sin ojos, sin oídos, sin dientes, sin nada, la Asamblea
Nacional va convirtiéndose poco a poco en un antiguo parlamento
francés, que debe entregar la iniciativa al Gobierno y contentarse
por su parte con gruñidos de recriminación post festum.
El partido del orden recibe
al nuevo ministerio con una avalancha de indignación. El general
Bedeau evoca en el recuerdo la benignidad de la comisión permanente
durante las vacaciones y los excesivos miramientos con que había
renunciado a la publicación de las actas de sus sesiones. Por su
parte, el ministro del Interior insiste en la publicación de estas
actas que son ya, naturalmente, tan sosas como agua estancada, que no descubren
ningún hecho nuevo y no producen el menor efecto al público
hastiado. A propuesta de Rémusat, la Asamblea Nacional se retira
a sus despacho y nombra un «Comité de medidas extraordinarias».
París no se sale de los carriles de su orden cotidiano, con tanta
mayor razón cuanto que en este momento el comercio prospera, las
manufacturas trabajan, los precios del trigo están bajos, los víveres
abundan, en las cajas de ahorro ingresan todos los días cantidades
nuevas. Las «medidas extraordinarias», tan estrepitosamente
anunciadas por el parlamento, quedan reducidas, el 18 de enero, a un voto
de desconfianza de los ministros, sin que se mencione siquiera el nombre
del tal general Changarnier. El partido del orden viose obligado a dar
el voto este giro para asegurarse los votos de los republicanos, ya que
de todas las medidas del ministerio, éstos sólo aprobaban
la destitución de Changarnier, mientras que el partido del orden
no podía en realidad censurar los demás actos ministeriales,
dictados por él mismo.
El voto de desconfianza del
18 de enero se decidió por 415 votos contra 286. Por tanto, sólo
pudo sacarse adelante mediante una coalición de los legitimistas
y orleanistas extremados con los republicanos puros y la Montaña.
Este voto probaba, pues, que el partido del orden no sólo había
perdido el ministerio y el ejército, sino que en los conflictos
con Bonaparte había perdido también su mayoría parlamentaria
independiente, que un tropel de diputados había desertado de su
campo por el espíritu de componendas llevado al fanatismo, por miedo
a la lucha, por cansancio, por consideraciones de parentesco hacia los
sueldos del Estado, tan entrañables para ellos, especulando con
las vacantes de ministros (Odilon Barrot), por ese mezquino egoísmo
con que el burgués corriente se inclina siempre a sacrificar a este
o al otro motivo privado el interés general de su clase. Desde el
principio, los diputados bonapartistas sólo se unían al partido
del orden en la lucha contra la revolución. El jefe del partido
católico, Montalembert, había puesto ya por entonces su influencia
en el platillo de Bonaparte, pues desesperaba de la vitalidad del partido
parlamentario. Finalmente, los caudillos de este partido, Thiers y Berryer,
el orleanista y el legitimista, viéronse obligados a proclamarse
abiertamente republicanos, a reconocer que, aunque su corazón era
monárquico, su cabeza abrigaba ideas republicanas y que la república
parlamentaria era la única forma posible para la dominación
de toda la burguesía. De este modo se vieron obligados a estigmatizar
ellos mismos ante los ojos de la clase burguesa, como una intriga tan peligrosa
como descabellada, los planes de restauración que seguían
urdiendo impertérritos a espaldas del parlamento.
El voto de desconfianza del
18 de enero fue un golpe contra los ministros y no contra el presidente.
Pero no había sido el ministerio, sino el presidente quien había
destituido a Changarnier. ¿Iba el partido del orden a formular un
acta de acusación contra Bonaparte? ¿Por sus veleidades de
restauración? Éstas no eran más que el complemento
de las suyas propias. ¿Por su conspiración en las revistas
militares y en la Sociedad del 10 de Diciembre? Hacía ya mucho tiempo
que se habían enterrado estos temas bajo simples órdenes
del día. ¿Por la destitución del héroe del
29 de enero y del 13 de junio, del hombre que en mayo de 1850 amenazaba
en caso de revuelta con pegar fuego a París pro los cuatro costados?
Sus aliados de la Montaña y Cavaignac no le permitían siquiera
sostener al caído baluarte de la sociedad mediante una manifestación
oficial de condolencia. Los del partido del orden no podían discutir
al presidente la facultad constitucional de destituir a un general. Sólo
se enfurecían porque habían hecho un uso no parlamentario
de su derecho constitucional. ¿No habían hecho ellos constantemente
un uso inconstitucional de sus prerrogativas parlamentarias, sobre todo
al abolir el sufragio universal? Estaban obligados, pues, a moverse estrictamente
dentro de los límites parlamentarios. Y hacía falta padecer
aquella peculiar enfermedad que desde 1848 viene haciendo estragos en todo
el continente, el cretinismo parlamentario, enfermedad que aprisiona
como por encantamiento a los contagiados en un mundo imaginario, privándoles
de todo sentido, de toda memoria, de toda comprensión del rudo mundo
exterior; hacía falta padecer este cretinismo parlamentario, para
que quienes habían por sus propias manos destruido y tenían
necesariamente que destruir, en su lucha con otras clases, todas las condiciones
del poder parlamentario, considerasen todavía como triunfos sus
triunfos parlamentarios y creyesen dar en el blanco del presidente cuando
disparaban contra sus ministros. No hacían más que darle
una ocasión para humillar nuevamente a la Asamblea Nacional a los
ojos de la nación. El 20 de enero, el Moniteur anunció
que había sido aceptada la dimisión de todo el ministerio.
Bajo el pretexto de que ningún partido parlamentario tenía
ya la mayoría, como lo demostraba el voto del 18 de enero, fruto
de la coalición entre la Montaña y los monárquicos,
y esperando a la formación de una nueva mayoría, Bonaparte
nombró un llamado ministerio-puente, en el que no figuraba ningún
diputado y en el que todos sus componentes era individuos completamente
desconocidos e insignificantes, un ministerio de simples recaderos y escribientes.
El partido del orden podía ahora desgastarse en el juego con estas
marionetas; el poder ejecutivo no creyó que valía siquiera
la pena de estar seriamente representado en la Asamblea Nacional. Cuando
más simples coristas fuesen sus ministros, más visiblemente
concentraba Bonaparte en su persona todo el poder ejecutivo, mayor margen
de libertad tenía para explotarlo al servicio de sus fines.
El partido del orden, coligado
con la Montaña, se vengó desechando la dotación presidencial
de 1.800.000 francos que el jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre había
obligado a sus recaderos ministeriales a presentar. Esta vez, la votación
se decidió por una mayoría de sólo 102 votos; es decir,
que desde el 18 de enero habían vuelto a desertar 27 votos; la descomposición
del partido del orden seguía su curso. Al mismo tiempo, para que
en ningún momento pudiera caber engaño acerca del sentido
de su coalición con la Montaña, no se dignó tomar
siquiera en consideración una proposición encaminada a la
amnistía general de los presos políticos, firmada por 189
diputados de la Montaña. Bastó con que el ministro del Interior,
un tal Vaïsse declarase que el orden sólo era aparente, que
reinaba gran agitación secreta, que sociedades omnipresentes se
organizaban secretamente, que los periódicos democráticos
se preparaban para reaparecer, que los informes de las provincias era desfavorables,
que los emigrados de Ginebra tendían, a través de Lyon, una
conspiración pro todo el sur de Francia, que Francia estaba al borde
de una crisis industrial y comercial, que los fabricantes de Roubaix habían
reducido la jornada de trabajo, que los presos de Belle-Ile se habían
sublevado, bastó con que hasta un Vaïsse conjurase el espectro
rojo, para que el parido del orden rechazase, sin discutirla siquiera,
una proposición que habría valido a la Asamblea Nacional
una enorme popularidad y habría obligado a Bonaparte a echarse de
nuevo en sus brazos. En vez de dejarse intimidar por el poder ejecutivo
con la perspectiva de nuevos desórdenes, habría debido, por
el contrario, dejar a la lucha de clases un pequeño margen, para
mantener bajo su independencia el poder ejecutivo. Pero no se sentía
a la altura de la misión de jugar con fuego.
Entretanto, el llamado ministerio-puente
fue vegetando hasta mediados de abril. Bonaparte cansó, chasqueó
a la Asamblea Nacional con constantes combinaciones de nuevos ministerios.
Tan pronto parecía querer formar un ministerio republicano con Lamartine
y Billault, como un ministerio parlamentario, con el inevitable Odilon
Barrot, cuyo nombre no puede faltar cuando hace falta un cándido,
o un ministerio orleanista, con Maleville. Y mientras de este modo mantiene
en tensión a las diversas fracciones del partido del orden unas
contra otras y las atemoriza a todas con la perspectiva de un ministerio
republicano y con la restauración entonces inevitable del sufragio
universal, suscita en la burguesía la convicción de que sus
esfuerzos sinceros por lograr un ministerio parlamentario se estrellan
contra la actitud irreconciliable de las fracciones realistas. Pero la
burguesía clamaba tanto más estentóreamente por un
«gobierno fuerte», encontraba tanto más imperdonable
dejar a Francia «sin administración», cuanto más
parecía estar en marcha una crisis comercial general, que laboraba
en las ciudades en pro del socialismo como laboraba en el campo el bajo
precio ruinoso del trigo. El comercio languidecía cada día
más, los brazos parados aumentaban visiblemente, en París
había por lo menos 10.000 obreros sin pan; en Ruán, Mulhouse,
Lyon, Roubaix, Tourcoing, Saint-Étienne, Elbeuf, etc., se paralizaban
innumerables fábricas. En estas circunstancias, Bonaparte pudo atreverse
a restaurar, el 11 de abril, el ministerio del 18 de enero, con los señores
Rouher, Fould, Baroche, etc., reforzados pro el señor Léon
Faucher, a quien la Asamblea Constituyente, durante sus últimos
días, por unanimidad, con la sola excepción de los votos
de cinco ministros, había estigmatizado con un voto de desconfianza
por la difusión de telegramas falsos. Por tanto, la Asamblea Nacional
había conseguido el 18 de enero un triunfo sobre el ministerio,
había luchado durante tres meses contra Bonaparte para que el 11
de abril Fould y Baroche pudiesen recibir en su alianza ministerial, como
tercero, al puritano Faucher.
En noviembre de 1849, Bonaparte
se había contentado con un ministerio no parlamentario y en enero
de 1851 con un ministerio extraparlamentario; el 11 de abril se sintió
ya lo bastante fuerte para formar un ministerio antiparlamentario, en el
que se unían armónicamente los votos de desconfianza de ambas
Asambleas, la Constituyente y la Legislativa, la republicana y la realista.
Esta gradación de ministerios era el termómetro por el que
el parlamento podía medir el descenso de su propio calor vital.
A fines de abril, éste había caído tan bajo, que Persigny
pudo invitar a Changarnier, en una entrevista personal, a pasarse al campo
del presidente. Le aseguró que Bonaparte consideraba completamente
destruida la influencia de la Asamblea Nacional y que estaba preparada
ya la proclama que había de publicarse después del coup d'état,
constantemente proyectado, pero otra vez accidentalmente aplazado. Changarnier
comunicó a los caudillos del partido del orden la esquela mortuoria,
pero, ¿quién cree que las picaduras de las chinches matan?
Y el parlamento, con estar tan derrotado, tan descompuesto, tan corrompido,
no podía resistirse a ver en el duelo con el grotesco jefe de la
Sociedad del 10 de Diciembre algo más que el duelo con una chinche.
Pero, Bonaparte contestó al partido del orden como Agesilao al rey
Agis: «Te parezco un ratón, pero algún día te
pareceré un león».
Capítulo VI
La coalición con la
Montaña y los republicanos puros, a que el partido del orden se
veía condenado, en sus vanos esfuerzos para retener el poder militar
y reconquistar la suprema dirección del poder ejecutivo, demostraba
irrefutablemente que había perdido su mayoría parlamentaria
propia. La mera fuerza del calendario, la manecilla del reloj, dio el 28
de mayo la señal para su completa desintegración. Con el
28 de mayo comienza el último año de vida de la Asamblea
Nacional. Ésta tenía que decidirse ahora por seguir manteniendo
intacta la Constitución o por revisarla. Pero la revisión
constitucional no quería decir solamente dominación de la
burguesía o de la democracia pequeñoburguesa, democracia
o anarquía proletaria, república parlamentaria o Bonaparte,
sino que quería decir también Orleans o Borbón. Con
esto, se echó a rodar en el parlamento la manzana de la discordia,
que por fuerza tenía que encender abiertamente el conflicto de intereses
que dividían el partido del orden en fracciones enemigas. El partido
del orden era una amalgama de sustancias sociales heterogéneas.
El problema de la revisión creó la temperatura política
que descompuso el producto en sus elementos originarios.
El interés de los
bonapartistas por la revisión era sencillo. Para ellos, tratábase
sobre todo de derogar el artículo 45 que prohibía la reelección
de Bonaparte y la prórroga de sus poderes. No menos sencilla parecía
la posición de los republicanos. Éstos rechazan incondicionalmente
toda revisión, viendo en ella una conspiración urdida por
todas partes contra la república. Y como disponía de más
de la cuarta parte de los votos de la Asamblea Nacional y constitucionalmente
eran necesarias las tres cuartas partes para contar válidamente
la revisión y convocar la Asamblea encargada de llevarla a cabo,
les bastaba con contar sus votos para estar seguros del triunfo. Y estaban
seguros de triunfar.
Frente a estas posiciones
tan claras, el partido del orden se hallaba metido en inextricables contradicciones.
Si rechazaba la revisión, ponía en peligro el statu quo,
no dejando a Bonaparte más que una salida, la de la violencia, entregando
a Francia el segundo domingo de mayo de 1852, en el momento decisivo, a
la anarquía revolucionaria, con un presidente que había perdido
su autoridad, con un parlamento que hacía ya mucho que no la tenía
y con un pueblo que aspiraba a reconquistarla. Si votaba por la revisión
constitucional, sabía que votaba en vano y que sus votos fracasarían
necesariamente ante el veto constitucional de los republicanos. Si, anticonstitucionalmente,
declaraba válida la simple mayoría de votos, sólo
podía confiar en dominar la revolución, sometiéndose
sin condiciones a las órdenes del poder ejecutivo y erigía
a Bonaparte en dueño de la Constitución, de la revisión
constitucional y del propio partido del orden. Una revisión puramente
parcial, que prorrogase los poderes del presidente abría el camino
a la usurpación imperial. Una revisión general, que acortase
la vida de la república, planteaba un conflicto inevitable entre
las pretensiones dinásticas, pues las condiciones para una restauración
borbónica y para una restauración orleanista no sólo
eran no sólo eran distintas, sino que se excluían mutuamente.
La república parlamentaria
era algo más que el terreno neutral en el que podían convivir
con derechos iguales las dos fracciones de la burguesía francesa,
los legitimistas y los orleanistas, la gran propiedad territorial y la
industria. Era la condición inevitable para su dominación
en común, la única forma de gobierno en que sus interés
general de clase podía someter a la par las pretensiones de sus
distintas fracciones y las de las otras clases de la sociedad. Como realistas,
volvían a caer en su antiguo antagonismo, en la lucha por la supremacía
de la propiedad territorial o la del dinero, y la expresión suprema
de este antagonismo, su personificación, eran sus mismo reyes, sus
dinastías. De aquí la resistencia del partido del orden contra
la vuelta de los Borbones.
El orleanista y diputado
Creton había presentado periódicamente, en 1849, 1850 y 1851,
la proposición de derogar el decreto de destierro contra las familias
reales. Y el parlamento daba, con la misma periodicidad, el espectáculo
de una asamblea de realistas que se obstinaban en cerrar a sus reyes desterrados
la puerta por la que podían retornar a la patria. Ricardo III había
asesinado a Enrique VI con la observación de que era demasiado bueno
para este mundo y estaba mejor en el cielo. Aquellos realistas declaraban
que Francia no merecía volver a poseer sus reyes. Obligados pro
la fuerza de las circunstancias, se habían convertido en republicanos
y sancionaban repetidamente la decisión del pueblo que expulsaba
a sus reyes de Francia.
La revisión constitucional
(y las circunstancias obligaban a tomarla en cuenta) ponía en tela
de juicio, a la par que la república, la dominación en común
de las dos fracciones de la burguesía y resucitaba de nuevo, con
la posibilidad de una restauración de la monarquía, la rivalidad
de intereses que ésta había representado alternativamente
y con preferencia, resucitaba la lucha por la supremacía de una
fracción sobre la otra. Los diplomáticos del partido del
orden creían poder dirimir la lucha amalgamando ambas dinastías,
mediante una llamada fusión de los partidos realistas y de
sus casas reales. La verdadera fusión de la restauración
y de la monarquía de Julio era la república parlamentaria,
en la que se borraban los colores orleanista y legitimista y las especies
burguesas desaparecían en el burgués a secas, en el burgués
como género. Pero ahora se trataba de que el orleanista se hiciese
legitimista y el legitimista orleanista. Se quería que la monarquía,
encarnación de su antagonismo, pasase a encarnar su unidad, que
la expresión de sus intereses fraccionales exclusivos se convirtiese
en expresión de su interés común de clase, que la
monarquía hiciese lo que sólo podía hacer y había
hecho la abolición de dos monarquías, la República.
Era la piedra filosofal, en cuyo descubrimiento se quebraban la cabeza
los doctores del partido del orden. ¡Como si la monarquía
legítima pudiera convertirse nunca en la monarquía del burgués
industrial o la monarquía burguesa en la monarquía de la
aristocracia tradicional de la tierra! ¿Como si la propiedad territorial
y la industria pudiesen hermanarse bajo una sola corona, cuando ésta
sólo podía ceñir una cabeza, la del hermano mayor
o la del menor! ¡Como si la industria pudiese avenirse nunca con
la propiedad territorial, mientras que ésta no se decide a hacerse
industrial! Aunque Enrique V muriese mañana, el conde de París
no se convertiría por ello en rey de los legitimistas, a menos que
dejase de serlo de los orleanistas. Sin embargo, los filósofos de
la fusión, que se engreían a medida que el problema de la
revisión iba pasando al primer plano, que hicieron de la Assemblée
Nationale su órgano diario oficial y que incluso vuelven a laborar
en ese momento (febrero de 1852), buscaban la explicación de todas
las dificultades en la resistencia y la rivalidad de ambas dinastías.
Los intentos de reconciliar a la familia de Orleans con Enrique V, intentos
que comenzaron desde la muerte de Luis Felipe, pero que, como todas las
intrigas dinásticas, solamente se representaban, en general, durante
las vacaciones de la Asamblea Nacional, en los entreactos , entre bastidores,
más por coquetería sentimental con la vieja superstición
que como propósito serio, se convirtieron ahora en acciones dramáticas,
representadas por el partido del orden en la escena pública, en
vez de representarse como antes en un teatro de aficionados. Los correos
volaban de París a Venecia, de Venecia a Claremont, de Claremont
a París. El conde de Chambord lanza un manifiesto en el que, «con
la ayuda de todos los miembros de su familia», anuncia, no su restauración,
sino la restauración «nacional». El orleanista Salvandy
se echa a los pies de Enrique V. En vano los jefes legitimistas Berryer,
Benoist d'Azy, Saint-Priest, se van en peregrinación a Claremont,
a convencer a los Orleans. Los fusionistas se dan cuenta demasiado tarde
de que los intereses de familia, de los intereses de dos casas reales.
Aunque Enrique V reconociese al conde París como su sucesor (único
éxito que, en el mejor de los caso, podía conseguir la fusión),
la casa de Orleans no ganaba con ello ningún derecho que no le garantizase
ya la falta de hijos de Enrique V y en cambio perdía todos los que
había conquistado la revolución de julio. Renunciaba a sus
derechos originarios, a todos los títulos que, en una lucha casi
secular, había ido arrancando a la rama más antigua de los
Borbones, cambiaba sus prerrogativas históricas, las prerrogativas
de la monarquía moderna, por las prerrogativas de su árbol
genealógico. Por tanto, la fusión no sería más
que la abdicación voluntaria de la casa de Orleans, su resignación
legitimista, la vuelta arrepentida de la Iglesia estatal protestante a
la católica. Una retirada que, además, no la llevaría
siquiera al trono que había perdido, sino a las gradas del trono
en que había nacido. Los antiguos ministros orleanistas, Guizto,
Duchâtel, etc., que fueron también corriendo a Claremont,
a abogar por la fusión, sólo representaban en realidad la
resaca que había dejado la revolución de julio, la falta
de fe en la monarquía burguesa y en la monarquía de los burgueses,
la fe supersticiosa en la legitimidad como último amuleto contra
la anarquía. Creyéndose mediadores entre los Orleans y Borbón,
sólo eran en realidad orleanistas apóstatas, y como tales
los recibió el príncipe de Joinville. En cambio, el sector
viable y batallador de los orleanistas, Thies, Baze, etc., convenció
con tanta mayor facilidad a la familia de Luis Felipe de que si toda restauración
monárquica inmediata presuponía la fusión de ambas
dinastías y ésta, as u vez, la abdicación de la casa
de Orleans, en cambio correspondía por entero a la tradición
de sus antepasados el reconocer provisionalmente la república esperando
a que los conocimientos permitiesen convertir el sillón presidencial
en trono. Se difundió en forma de rumor la candidatura de Joinville
a la presidencia, manteniéndose en suspenso la curiosidad pública,
y algunos meses más tarde, en septiembre, después de rechazarse
la revisión constitucional, fue públicamente proclamada.
De este modo, no sólo
había fracasado el intento de una fusión realista entre orleanistas
y legitimistas, sino que había roto su fusión parlamentaria,
su forma común republicana volviendo a despoblar el partido del
orden entre sus primitivos elementos; pero, cuanto más crecía
el divorcio entre Claremont y Venecia, cuanto más se rompía
su avenencia y más se iba extendiendo la agitación a favor
de Joinville, más acuciantes y más serias se hacían
las negociaciones entre Faucher, el ministro de Bonaparte, y los legitimistas.
La descomposición
del partido del orden no se detuvo en sus elementos primitivos. Cada una
de las dos grandes fracciones se descompuso a su vez de nuevo. Era como
si volviesen a revivir todos los viejos matices que antiguamente se habían
combatido dentro de cada uno de los dos campos, el legitimista y el orleanista;
como ocurre como los infusorios secos al contacto con el agua; como si
hubiesen recuperado la suficiente energía vital para formar grupos
propios y antagonismos independientes. Los legitimistas veíanse
transpuestos en sueños a los litigios entre las Tullerìas
y el Pabellón Marsan, entre Villèle y Polignac. Los orleanistas
volvían a vivir la edad de oro de los torneos entre Guizot, Molé,
Broglie, Thiers y Odilon Barrot.
El sector revisionista del
partido del orden, aunque discorde también en cuanto a los límites
de la revisión, integrado por los legitimistas bajo Berryer y Falloux
de un lado, y de otro La Rochejaquelein, y los orleanistas cansados de
luchar, bajo Molé, Broglie, Montalembert y Odilon Barret, llegó
a un acuerdo con los representantes bonapartistas acerca de la siguiente
vaga y amplia proposición:
«Los diputados abajo
firmantes, con el fin de restituir a la nación el pleno ejercicio
de su soberanía, presentan la moción de que la Constitución
sea revisada.»
Pero al mismo tiempo declaraban
unánimemente, por boca de su portavoz, Tocqueville, que la Asamblea
Nacional no tenía derecho a pedir la abolición de la república
que este derecho sólo correspondía a la cámara encargada
de la revisión. las tres cuartas partes de los votos constitucionalmente
prescritas. Tras seis días de turbulentos debates, el 19 de julio
fue rechazada, como era de prever, la revisión. Votaron a favor
446, pero en contra 278. Los orleanistas decididos, Thiers, Changarnier,
etcétera, votaron contra los republicanos y la Montaña.
La mayoría del parlamento
se declaraba así en contra de la Constitución, pero ésta
se declaraba, de por sí, a favor de la minoría y declaraba
su acuerdo como obligatorio. Pero ¿acaso el partido del orden no
había supeditado la Constitución a la mayoría parlamentaria
el 31 de mayo de 1850 y el 13 de junio de 1849? ¿No descansaba toda
su política anterior en la supeditación de los artículos
constitucionales a los acuerdos parlamentarios de la mayoría? ¿No
había dejado a los demócratas y castigado en ellos la superstición
bíblica por la letra de la ley? Pero en este momento la revisión
constitucional no significaba más que la continuación del
poder presidencial, del mismo modo que la persistencia de la Constitución
sólo significaba la destitución de Bonaparte. El parlamento
se había declarado a favor de él, pero la Constitución
se declaraba en contra del parlamento. Bonaparte obró, pues, en
un sentido parlamentario al desgarrar la Constitución, y en un sentido
constitucional al disolver el parlamento.
El parlamento había
declarado a la Constitución, y con ella su propia dominación,
«fuera de la mayoría», con su acuerdo había derogado
la Constitución y prorrogado los poderes presidenciales, declarando
al mismo tiempo que ni aquélla podía morir, ni éstos
vivir mientras él mismo persistiese. Los que habían de enterrarlo
estaban ya a la puerta. Mientras el parlamento discutía la revisión,
Bonaparte retiró al general Baraguay d'Hilliers, que se mostraba
indeciso, el mando de la primera división y nombró para sustituirle
al general Magnan, el vencedor de Lyon, el héroe de las jornadas
de diciembre, una de sus criaturas, que ya bajo Luis Felipe se había
comprometido más o menos por él con motivo de la expedición
de Boulogne.
El partido del orden demostró,
con su acuerdo sobre la revisión, que no sabía gobernar ni
servir, vivir ni morir, ni soportar la república ni derribarla,
ni mantener la Constitución ni echarla por tierra, ni cooperar con
el presidente ni romper con él. ¿De quién esperaba
la solución de todas las contradicciones? Del calendario, de la
marcha de los acontecimientos. Dejó de arrogarse un poder sobre
éstos. Retó, por tanto, a los acontecimientos a que se impusiesen
por la fuerza, retando con ello al poder, al que, en su lucha contra el
pueblo, había ido cediendo un atributo tras otro, hasta reducirse
a la impotencia frente a él. Para que el jefe del poder ejecutivo
pudiese trazar el plan de lucha contra él con mayor desembarazo,
fortalecer sus medios de ataque, elegir sus armas, consolidar sus posiciones,
acordó, precisamente en este momento crítico, retirarse de
la escena y aplazar sus sesiones por tres meses, del 10 de agosto al 4
de noviembre.
El partido parlamentario
no sólo se había despoblado en sus dos grandes facciones
y cada una de éstas no sólo se había subdividido,
sino que el partido del orden dentro del parlamento se había divorciado
del partido del orden fuera del parlamento. Los portavoces y escribas
de la burguesía, su tribuna y su prensa, en una palabra, los ideólogos
de la burguesía y la burguesía misma, los representantes
y los representados aparecían divorciados y ya no se entendían
más.
Los legitimistas de provincias,
con su horizonte limitado y su limitado entusiasmo, acusaban a sus caudillos
parlamentarios, Berryer y Falloux, de deserción al campo bonapartista
y de traición contra Enrique V. Su inteligencia flordelisada creía
en el pecado original, pero no en la diplomacia.
Incomparablemente más
funesta y más decisiva era la ruptura de la burguesía comercial
con sus políticos. Ella no reprochaba a éstos, como los legitimistas
a los suyos, el haber desertado de un principio, sino, por el contrario,
el aferrarse a principios ya superfluos.
Ya he apuntado más
arriba que, desde la entrada de Fould en el Gobierno, el sector de la burguesía
comercial que se había llevado la parte del león en el Gobierno
de Luis Felipe, la aristocracia financiera, se había hecho
bonapartista. Fould no sólo representaba el interés de Bonaparte
en la Bolsa, sino que representaba al mismo tiempo los intereses de la
Bolsa cerca de Bonaparte. La posición de la aristocracia financiera
la pinta del modo más palmario una cita tomada de su órgano
europeo, el Economist de Londres. En su número del 1 de febrero
de 1851, la revista publica la siguiente correspondencia de París:
«Por todas partes hemos
podido comprobar que Francia exige ante todo tranquilidad. El presidente
lo declara en su mensaje a la Asamblea Legislativa, la tribuna nacional
le hace eco, los periódicos lo aseguran, se proclama desde el púlpito,
lo demuestran la sensibilidad de los valores del Estado ante la menor
perspectiva de desorden y su firmeza tan pronto como triunfa el poder ejecutivo».
En su número del 29
de noviembre de 1851, el Economist declara en su propio nombres:
«En todas las Bolsas
de Europa se reconoce ahora al presidente como el guardián del orden».
Por tanto, la aristocracia
financiera condenaba la lucha parlamentaria del partido del orden contra
el poder ejecutivo como una alteración del orden y festejaba
todos los triunfos del presidente sobre los supuestos representantes de
ella como un triunfo del orden. Por aristocracia financiera hay
que entender aquí no sólo los grandes empresarios de los
empréstitos y los especuladores en valores del Estado, cuyos intereses
coinciden, por razones bien comprensibles, con los del poder público.
Todo el moderno negocio pecuniario, toda la economía bancaria, se
halla entretejida del modo más íntimo con el crédito
público. Una parte de su capital activo se invierte, necesariamente,
en valores del Estado que dan réditos y son rápidamente convertibles.
Sus depósitos, el capital puesto a su disposición y distribuido
por ellos entre los comerciantes e industriales, afluye en parte de los
dividendos de los rentistas del Estado. Si en todas las épocas la
estabilidad del poder público es el alfa y el omega para todo el
mercado monetario y sus sacerdotes, ¿cómo no ha de serlo
hoy, en que todo diluvio amenaza con arrastra junto a los viejos Estados
las viejas deudas del Estado?
También a la burguesía
industrial, en su fanatismo por el orden, le irritaban las querellas
del partido parlamentario del orden con el poder ejecutivo. Después
de su voto del 18 de enero con motivo de la destitución de Changarnier,
Thiers, Anglès, Sainte-Beuve, etc., recibieron reprimendas públicas,
procedentes precisamente de sus mandantes de los distritos industriales,
en las que se estigmatizaba sobre todo su coalición con la Montaña
como un delito de alta traición contra el orden. Si bien hemos visto
que las pullas jactanciosas, las mezquinas intrigas en que se manifestaba
la lucha del partido del orden contra el presidente no merecían
mejor acogida, por otra parte este partido burgués, que exigía
a sus representantes que dejasen pasar sin resistencia el poder militar
de manos de su propio parlamento a manos de un pretendiente aventurero,
no era siquiera digno de las intrigas que se malgastaban en su interés.
Demostraba que la lucha por defender su interés público,
su propio interés de clase, su poder político,
no hacía más que molestarle y disgustarle como una perturbación
de su negocio privado.
Durante las jiras de Bonaparte,
los dignatarios burgueses de las ciudades departamentales, los magistrados,
los jueces comerciales, etc., le recibían en todas partes casi sin
excepción, del modo más servil, aun cuando, como hizo en
Dijon, atacase sin reservas a la Asamblea Nacional y especialmente al partido
del orden.
Cuando el comercio marchaba
bien, como ocurría aún a comienzos de 1851, la burguesía
comercial se enfurecía contra todo lo que fuese lucha parlamentaria,
por miedo a que el comercio perdiese el humor. Cuando el comercio marchaba
mal, como ocurría constantemente desde fines de febrero de 1851,
acusaba a las luchas parlamentarias de ser la causa del estancamiento y
clamaba por que aquellas luchas se acallasen para que el comercio pudiera
reanimarse. Los debates sobre la revisión constitucional coincidieron
precisamente con esta época mala. Como aquí se trataba del
ser o no ser de la forma de gobierno existente, la burguesía se
sintió tanto más autorizada a reclamar a sus representantes
que se pusiese fin a esta atormentadora situación provisional, ella
entendía precisamente su perpetuidad, el aplazar hasta un remoto
porvenir el momento de tomar una decisión. El statu quo sólo
podía mantenerse por dos caminos: prorrogar los poderes de Bonaparte
o hacer que éste dimitiese constitucionalmente y elegir a Cavaignac.
Una parte de la burguesía deseaba la segunda solución y no
supo dar a sus representantes mejor consejo que callar, no tocar el punto
candente. Creía que si sus representantes no hablaban, Bonaparte
se abstendría de obrar. Quería un parlamento-avestruz, que
escondiese la cabeza para no ser visto. Otra parte de la burguesía
quería que Bonaparte, ya que estaba sentado en el sillón
presidencial, continuase sentado en él, para que todo siguiese igual.
Y le sublevaba que su parlamento no violase abiertamente la Constitución
y no abdicase sin más rodeos.
Los Consejos generales de
los departamentos, representaciones provinciales de la gran burguesía,
reunidos durante las vacaciones de la Asamblea Nacional, desde el 25 de
agosto, se declararon casi unánimemente en pro de la revisión,
es decir, en contra del parlamento y a favor de Bonaparte.
Más inequívocamente
todavía que el divorcio con sus representantes parlamentarios,
ponía de manifiesto la burguesía su furia contra sus representantes
literarios, contra su propia prensa. Las condenas a multas exorbitantes
y a desvergonzadas penas de cárcel con que los jurados burgueses
castigaban todo ataque de los periodistas burgueses contra los apetitos
usurpadores de Bonaparte, todo intento por parte de la prensa de defender
los derechos políticos de la burguesía contra el poder ejecutivo,
causaban asombro no sólo de Francia, sino de toda Europa.
Si el partido parlamentario
del orden, con sus gritos pidiendo tranquilidad, se condenaba él
mismo, como ya he indicado, a la inacción, si declaraba la dominación
política de la burguesía incompatible con la seguridad y
la existencia de la burguesía; destruyendo por su propia mano, en
la lucha contra las demás clases de la sociedad, todas las condiciones
de su propio régimen, del régimen parlamentario, la masa
extraparlamentaria de la burguesía, con su servilismo hacia
el presidente, con sus insultos contra el parlamento, con el trato brutal
a su propia prensa, empujaba a Bonaparte a oprimir, a destruir a sus oradores
y sus escritores, sus políticos y sus literatos, su tribuna y su
prensa, para poder así entregarse confiadamente a sus negocios privados
bajo la protección de un gobierno fuerte y absoluto. Declaraba inequívocamente
que ardía en deseos de deshacerse de su propia dominación
política para deshacerse de las penas y los peligros de esa dominación.
Capítulo VII
La república social
apareció como fase, como profecía, en el umbral de la revolución
de febrero. En las jornadas de junio de 1848, fue ahogada en sangre del
proletariado de París, pero aparece en los restantes actos
del drama como espectro. Se anuncia la república democrática.
Se esfuma el 13 de junio de 1849, con sus pequeños burgueses
dados a la fuga, pero en su huida arroja tras sí reclamos doblemente
jactanciosos. La república parlamentaria con la burguesía
se adueña de toda la escena, apura su vida en toda la plenitud,
pero el 2 de diciembre de 1851 la entierra bajo el grito de angustia de
los realistas coligados: «¡Viva la república!»
La burguesía francesa,
que se rebelaba contra la dominación del proletariado trabajador,
encumbró en el poder al lumpemproletariado, con el jefe de la Sociedad
del 10 de Diciembre a la cabeza. La burguesía mantenía a
Francia bajo el miedo constante a los futuros espantos de la anarquía
roja; Bonaparte descontó este porvenir cuando el 4 de diciembre
hizo que el ejército del orden, animado por el aguardiente, disparase
contra los distinguidos burgueses del Boulevard Montmartre y del Boulevard
des Italiens, que estaban asomados a las ventanas. La burguesía
hizo la apoteosis del sable, y el sable manda sobre ella. Aniquiló
la prensa revolucionaria, y ve aniquilada su propia prensa. Sometió
las asambleas populares a la vigilancia de la policía; sus salones
se hallan bajo la vigilancia de la policía. Disolvió la Guardia
Nacional democrática y su propia Guardia Nacional democrática
y su propia Guardia Nacional ha sido disuelta. Decretó el estado
de sitio, y el estado de sitio ha sido decretado contra ella. Suplantó
los jurados por comisiones militares, y las comisiones militares ocupan
el puesto de sus jurados. Sometió la enseñanza del pueblo
a los curas, y los curas la someten a ella a su propia enseñanza.
Deportó a detenidos sin juicio, y ella es deportada sin juicio.
Sofocó todo movimiento de la sociedad mediante el poder del Estado,
y el poder del Estado sofoca todos los movimientos de su sociedad. Se rebeló,
llevada del entusiasmo por su bolsa, contra sus propios políticos
y literatos; sus políticos y literatos fueron quitados de en medio,
pero su bolsa se ve saqueada después de amordazarse su boca y romperse
su pluma. La burguesía gritaba incansablemente a la revolución
como San Arsenio a los cristianos: Fuge, tace, quiesce! ¡Huye,
calla, descansa! Y ahora es Bonaparte el que grita a la burguesía;
Fuge, tace, quiesce! ¡Huye, calla, descansa!
La burguesía francesa
había resuelto desde hacía mucho tiempo el dilema de Napoleón:
Dans cinquante ans, l'Europe sera républicaine ou cosaque...
Lo había resuelto en la république cosaque. Ninguna
Circe ha desfigurado con su encanto maligno la obra de arte de la república
burguesa, convirtiéndola en un monstruo. Esa república sólo
perdió su apariencia de respetabilidad. La Francia actual se contenía
ya íntegra en la república parlamentaria. Sólo hacía
falta el arañazo de una bayoneta para que la vejiga estallase y
el monstruo saltase a la vista.
¿Por qué el
proletariado de París no se levantó después del 2
de diciembre?
La caída de la burguesía
sólo estaba decretada; el decreto no se había ejecutado todavía.
Cualquier alzamiento serio del proletariado habría dado a aquélla
nuevos bríos, la habría reconciliado con el ejército
y habría asegurado a los obreros una segunda derrota de julio.
El 4 de diciembre, el proletariado
fue espoleado a la lucha por burgueses y tenderos. En la noche de este
día prometieron comparecer en el lugar de la lucha varias legiones
de la Guardia Nacional, armadas y uniformadas. En efecto, burgueses y tenderos
habían descubierto que, en uno de sus decretos del 2 de diciembre,
Bonaparte abolía el voto secreto y les ordenaba inscribir en los
registros oficiales, detrás de sus nombres, un sí o un no.
La resistencia del 4 de diciembre amedrentó a Bonaparte. Durante
la noche mandó pegar en todas las esquinas de París carteles
anunciando la restauración del voto secreto. Burgueses y tenderos
creyeron haber alcanzado su finalidad. Todos los que no se presentaron
a la mañana siguiente eran tenderos y burgueses.
Un golpe de mano de Bonaparte,
dado durante la noche del 1 al 2 de diciembre, había privado al
proletariado de París de sus guías, de los jefes de las barricadas.
¡Un ejército sin oficiales, al que los recuerdos de junio
de 1848 y 1849 y de mayo de 1850 inspiraban la aversión a luchar
bajo la bandera de los montagnards, confió a su vanguardia,
a las sociedades secretas, la salvación del honor insurreccional
de París, que la burguesía entregó tan mansamente
a la soldadesca, que Bonaparte pudo más tarde desarmar a la Guardia
Nacional con el pretexto burlón de que temía que sus armas
fuesen empleadas abusivamente contra ella misma por los anarquistas!
«C'est le triomphe
complet et définitif du Socialisme!» Así caracterizó
Guizot el 2 de diciembre. Pero si la caída de la república
parlamentaria encierra ya en germen el triunfo de la revolución
proletaria, su resultado inmediato, tangible, era la victoria de Bonaparte
sobre el parlamento, del poder ejecutivo sobre el poder legislativo, de
la fuerza sin frases sobre la fuerza de las frases. En el parlamento,
la nación elevaba su voluntad general a ley, es decir, elevaba la
ley de la clase dominante a su voluntad general. Ante el poder ejecutivo,
abdica de toda voluntad propia y se somete a los dictados de un poder extraño,
de la autoridad. El poder ejecutivo, por oposición al legislativo,
expresa la heteromanía de la nación por oposición
a su autonomía. Por tanto, Francia sólo parece escapar al
despotismo de una clase para reincidir bajo el despotismo de un individuo,
y concretamente bajo la autoridad de un individuo sin autoridad. Y la lucha
parece haber terminado en que todas las clases se postraron de hinojos,
con igual impotencia y con igual mutismo, ante la culata del fusil.
Pero la revolución
es radical. Está pasando todavía por el purgatorio. Cumple
su tarea con método. Hasta el 2 de diciembre de 1851 había
terminado la mitad de su labor preparatoria; ahora, termina la otra mitad.
Lleva primero a la perfección el poder parlamentario, para poder
derrocarlo. Ahora, conseguido ya esto, lleva a la perfección el
poder ejecutivo, lo reduce a su más pura expresión, lo
aísla, se enfrenta con él, como único blanco contra
el que debe concentrar todas sus fuerzas de destrucción. Y cuando
la revolución haya llevado a cabo esta segunda parte de su labor
preliminar, Europa se levantará, y gritará jubilosa: ¡bien
has hozado, viejo topo!
Este poder ejecutivo, con
su inmensa organización burocrática militar, con su compleja
y artificiosa maquinaria de Estado, un ejército de funcionarios
que suma medio millón de hombres, junto a un ejército de
otro medio millón de hombres, este espantoso organismo parasitario
que se ciñe como una red al cuerpo de la sociedad francesa y le
tapona todos los poros, surgió en la época de la monarquía
absoluta, de la decadencia del régimen feudal, que dicho organismo
contribuyó a acelerar. Los privilegios señoriales de los
terratenientes y de las ciudades se convirtieron en otros tantos atributos
del poder del Estado, los dignatarios feudales en funcionarios retribuidos
y el abigarrado mapa muestrario de las soberanías medievales en
pugna en el plan reglamentado de un poder estatal cuya labor está
dividida y centralizada como en una fábrica. la primera revolución
francesa, con su misión de romper todos los poderes particulares
locales, territoriales, municipales y provinciales, para crear la unidad
civil de la nación, tenía necesariamente que desarrollar
lo que la monarquía absoluta había iniciado: la centralización;
pero al mismo tiempo amplió el volumen, las atribuciones y el número
de servidores del poder del Gobierno. Napoleón perfeccionó
esta máquina del Estado. La monarquía legítima y la
monarquía de Julio no añadieron nada más que una mayor
división del trabajo, que crecía a medida que la división
del trabajo dentro de la sociedad burguesa creaba nuevos grupos de intereses,
y por tanto nuevo material para la administración del Estado. Cada
interés se desglosaba inmediatamente de la sociedad, se contraponía
a ésta como interés superior, general (allgemeines),
se sustraía a la propia iniciativa de los individuos de la sociedad
y se convertía en objeto de la actividad del Gobierno, desde el
puente, la escuela y los bienes comunales de un municipio rural cualquiera,
hasta los ferrocarriles, la riqueza nacional y las universidades de Francia.
Finalmente, la república parlamentaria, en su lucha contra la revolución,
viose obligada a fortalecer, junto con las medidas represivas, los medios
y la centralización del poder del Gobierno. Todas las revoluciones
perfeccionaban esta máquina, en vez de destrozarla. Los partidos
que luchaban alternativamente por la dominación, consideraban la
toma de posesión de este inmenso edificio del Estado como el botín
principal del vencedor.
Pero bajo la monarquía
absoluta, durante la primera revolución, bajo Napoleón, la
burocracia no era más que el medio para preparar la dominación
de clase de la burguesía. Bajo la restauración, bajo Luis
Felipe, bajo la república parlamentaria, era el instrumento de la
clase dominante, por mucho que ella aspirase también a su propio
poder absoluto.
Es bajo el segundo Bonaparte
cuando el Estado parece haber adquirido una completa autonomía.
La máquina del Estado se ha consolidado ya de tal modo que frente
a la sociedad burguesa, que basta con que se halle a su frente el jefe
de la Sociedad del 10 de Diciembre, un caballero de industria venido de
fuera y elevado sobre el pavés por una soldadesca embriagada, a
la que compró con aguardiente y salchichón y a la que tiene
que arrojar constantemente salchichón. De aquí la pusilánime
desesperación, el sentimiento de la más inmensa humillación
y degradación que oprime el pecho de Francia y contiene su aliento.
Francia se siente como deshonrada.
Y, sin embargo, el poder
del Estado no flota en el aire. Bonaparte representa a una clase, que es,
además, la clase más numerosa de la sociedad francesa: los
campesinos parcelarios.
Así como los Borbones
eran la dinastía de los grandes terratenientes y los Orleans la
dinastía del dinero, los Bonapartes son la dinastía de los
campesinos, es decir, de la masa del pueblo francés. El elegido
de los campesinos no es el Bonaparte que se sometía al parlamento
burgués, sino el Bonaparte que le dispersó. Durante tres
años consiguieron las ciudades falsificar el sentido de la elección
del 10 de diciembre y estafar a los campesinos la restauración del
imperio. La elección del 10 de diciembre de 1848 no se consumó
hasta el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851.
Los campesinos parcelarios
forman una masa inmensa, cuyos individuos viven en idéntica situación,
pero sin que entre ellos existan muchas relaciones. Su modo de producción
los aísla a unos de otros, en vez de establecer relaciones mutuas
entre ellos. Este aislamiento es fomentado por los malos medios de comunicación
de Francia y por la pobreza de los campesinos. Su campo de producción,
la parcela, no admite en su cultivo división alguna del trabajo,
ni aplicación alguna de la ciencia; no admite, por tanto, multiplicidad
de desarrollo, ni diversidad e talentos, ni riqueza de relaciones sociales.
Cada familia campesina se basta, sobre poco más o menos, a sí
misma, produce directamente ella misma la mayor parte de lo que consume
y obtiene así sus materiales de existencia más bien en intercambio
con la naturaleza que en contacto con la sociedad. La parcela, el campesino
y su familia; y al lado, otra parcela, otro campesino y otra familia. Unas
cuantas unidades de éstas forman una aldea, y unas cuantas aldeas,
un departamento. Así se forma la gran masa de la nación francesa,
por la simple suma de unidades del mismo nombre, al modo como, por ejemplo,
las patatas de un saco forman un saco de patatas. En la medida en que millones
de familias viven bajo condiciones económicas de existencia que
las distinguen por su modo de vivir, por sus intereses y por su cultura
de otras clases y las oponen a éstas de un modo hostil, aquéllos
forman una clase. Por cuanto existe entre los campesinos parcelarios una
articulación puramente local y la identidad de sus intereses no
engendra entre ellos ninguna comunidad, ninguna unión nacional y
ninguna organización política, no forman una clase. Son,
por tanto, incapaces de hacer valer su interés de clase en su propio
nombre, ya sea por medio de un parlamento o por medio de una Convención.
No pueden representarse, sino que tienen que ser representados. Su representante
tiene que aparecer al mismo tiempo como su señor, como una autoridad
por encima de ellos, como un poder ilimitado de gobierno que los proteja
de las demás clases y les envíe desde lo alto la lluvia y
el sol. por consiguiente, la influencia política de los campesinos
parcelarios encuentra su última expresión en el hecho de
que el poder ejecutivo somete bajo su mando a la sociedad.
La tradición histórica
hizo nacer en el campesino francés la fe milagrosa de que un hombre
llamado Napoleón le devolvería todo el esplendor. Y se encuentra
un individuo que se hace pasar por tal hombre, por ostentar el nombre de
Napoleón gracias a que el Code Napoléon ordena. «La
recherche de la paternité est interdite». Tras 20 años
de vagabundaje y una serie de grotescas aventuras, se cumple la leyenda,
y este hombre se convierte en emperador de los franceses. La idea fija
del sobrino se realizó porque coincidía con la idea fija
de la clase más numerosa de los franceses.
Pero, se me objetará:
¿y los levantamientos campesinos de media Francia, las batidas del
ejército contra los campesinos, y los encarcelamientos y deportaciones
en masa de campesinos?
Desde Luis XIV, Francia no
ha asistido a ninguna persecución semejante de campesinos «por
manejos demagógicos».
Pero entiéndase bien.
La dinastía de Bonaparte no representa al campesino revolucionario,
sino al campesino conservador; no representa al campesino que pugna por
salir de su condición social de vida, la parcela, sino al que, por
el contrario, quiere consolidarla; no a la población campesina,
que, con su propia energía y unida a las ciudades, quiere derribar
el viejo orden, sino a la que, por el contrario, sombríamente retraída
en este viejo orden, quiere verse salvada y preferida, en unión
de su parcela, pro el espectro del imperio. No representa la ilustración,
sino la superstición del campesino, no su juicio; sino su prejuicio,
no su porvenir, sino su pasado, no sus Cévennes modernas, sino su
moderna Vendée.
Los tres años de dura
dominación de la república parlamentaria habían curado
a una parte de los campesinos franceses de la ilusión napoleónica
y los habían revolucionado, aun cuando sólo fuese superficialmente;
pero la burguesía los empujaba violentamente hacia atrás
cuantas veces se ponían en movimiento. Bajo la república
parlamentaria, la conciencia moderna de los campesinos franceses pugnó
con la conciencia tradicional. El proceso se desarrolló bajo la
forma de una lucha incesante entre los maestros de escuela y los curas.
La burguesía abatió a los maestros. Por vez primera los campesinos
hicieron esfuerzos para adoptar una actitud independiente frente a la actividad
del Gobierno. Esto se manifestó en el conflicto constante de los
alcaldes con los prefectos. La burguesía destituyó a los
alcaldes. Finalmente, los campesinos de diversas localidades se levantaron
durante el período de la república parlamentaria contra su
propio engendro, el ejército. La burguesía los castigó
con estados de sitio y ejecuciones. Y esta misma burguesía clama
ahora acerca de la estupidez de las masas, de la vile multitude
que la ha traicionado frente a Bonaparte. Fue ella misma la que consolidó
con sus violencias las simpatías de la clase campesina por el Imperio,
la que ha mantenido celosamente el estado de cosas que forman la cuna de
esta religión campesina. Claro está que la burguesía
tiene necesariamente que temer la estupidez de las masas, mientras siguen
siendo conservadoras, y su conciencia en cuanto se hacen revolucionarias.
En los levantamientos producidos
después del golpe de Estado, una parte de los campesinos franceses
protestó con las armas en la mano contra su propio voto del 10 de
diciembre de 1848. La experiencia adquirida desde 1848 les había
abierto los ojos. Pero habían entregado su alma a las fuerzas infernales
de la historia, y ésta los cogía por la palabra, y la mayoría
estaba aún tan llena de prejuicios, que precisamente en los departamentos
más rojos la población campesina votó públicamente
por Bonaparte. Según ellos, la Asamblea Nacional le había
impedido caminar. Ahora no había hecho más que romper las
ligaduras que las ciudades habían puesto a la voluntad del campo.
En algunos sitios, abrigaban incluso la idea grotesca de colocar, junto
a un Napoleón, una Convención.
Después de la primera
revolución había convertido a los campesinos semisiervos
en propietarios libres de su tierra. Napoleón consolidó y
reglamentó las condiciones bajo las cuales podrían explotar
sin que nadie les molestase el suelo de Francia que se les acababa de asignar,
satisfaciendo su afán juvenil de propiedad. Pero lo que hoy lleva
a la ruina al campesino francés, es su misma parcela, la división
del suelo, la forma de propiedad consolidada en Francia por Napoleón.
Fueron precisamente las condiciones materiales las que convirtieron al
campesino feudal francés en campesino parcelario y a Napoleón
en emperador. Han bastado dos generaciones para engendrar este resultado
inevitable: el empeoramiento progresivo de la agricultura y endeudamiento
progresivo del agricultor. La forma «napoleónica» de
propiedad, que a comienzos del siglo XIX era la condición para la
liberación y el enriquecimiento de la población campesina
francesa, se ha desarrollado en el transcurso de este siglo como la ley
de su esclavitud y de su pauperismo. Y es precisamente esta ley la primera
de las idees napoléoniennes que viene a afirmar el segundo
Bonaparte. Si comparte todavía con los campesinos la ilusión
de buscar la causa de su ruina, no en su misma propiedad parcelaria, sino
fuera de ella, en la influencia de circunstancias secundarias, sus experimentos
se estrellarán como pompas de jabón contra las relaciones
de producción.
El desarrollo económico
de la propiedad parcelaria ha invertido de raíz la relación
de los campesinos con las demás clases de la sociedad. Bajo Napoleón,
la parcelación del suelo en el campo completaba la libre concurrencia
y la gran industria incipiente de las ciudades. La clase campesina era
la protesta omnipresente contra la aristocracia terrateniente, que se acababa
de derribar. Las raíces que la propiedad parcelaria echó
en el suelo francés quitaron al feudalismo toda sustancia nutritiva.
Sus mojones formaban el baluarte natural dela burguesía contra todo
golpe de mano de sus antiguos señores. Pero en el transcurso del
siglo XIX pasó a ocupar el puesto de los señores feudales
el usurero de la ciudad, las cargas feudales del suelo fueron sustituidas
por la hipoteca y la aristocrática propiedad territorial fue suplantada
por el capital burgués. La parcela del campesino sólo es
ya el pretexto que permite al capitalista sacar de la tierra ganancia,
intereses y renta, dejando al agricultor que se las arregle para sacar
como pueda su salario. Las deudas hipotecarias que pesan sobre el suelo
francés imponen a los campesinos de Francia un interés tan
grande como los intereses anuales de toda la deuda nacional británica.
La propiedad parcelaria, en esta esclavitud bajo el capital a que conduce
inevitablemente su desarrollo, ha convertido a l amasa de la nación
francesa en trogloditas. Dieciséis millones de campesinos (incluyendo
las mujeres y los niños) viven en chozas, una gran parte de las
cuales sólo tienen una abertura, otra parte, dos solamente, y las
privilegiadas, tres. Las ventanas son para una casa lo que los cinco sentidos
para la cabeza. El orden burgués, que a comienzos del siglo puso
al Estado de centinela de la parcela recién creada y la abonó
con laureles, se ha convertido en un vampiro que le chupa la sangre y la
médula y la arroja ala caldera de alquimista del capital. El Code
Napoléon no es ya más que el código de los embargos,
de las subastas y de las adjudicaciones forzosas. A los cuatro millones
(incluyendo niños, etc.) de paupers oficiales, vagabundos,
delincuentes y prostitutas, que cuenta Francia, hay que añadir cinco
millones, cuya existencia flota al borde del abismo y que o bien viven
en el mismo campo desertan constantemente, con sus harapos y sus hijos,
del campo a las ciudades y de las ciudades al campo. Por tanto, los intereses
de los campesinos no se hallan ya, como bajo Napoleón, en consonancia,
sin en contraposición con los intereses de la burguesía,
con el capital. Por eso los campesinos encuentran su aliado y jefe natural
en el proletariado urbano, que tiene por misión derrocar
el orden burgués. Pero el Gobierno fuerte y absoluto -que
es la segunda idée napoléoninne que viene a poner
en práctica el segundo Napoleón- está llamado a defender
por la violencia este orden «material». Y este orden material
es también el tópico en todas las proclamas de Bonaparte
contra los campesinos rebeldes.
Junto a la hipoteca, que
el capital le impone, pesan sobre la parcela los impuestos. Los
impuestos son la fuente de vida de la burocracia, del ejército,
de los curas y de la corte; en una palabra, de todo el aparado del poder
ejecutivo. Un gobierno fuerte e impuestos elevados son cosas idénticas.
La propiedad parcelaria se presta por la naturaleza para servir de base
a una burocracia omnipotente e innumerable. Crea un nivel igual de relaciones
y de personas en toda la faz del país. Ofrece también, por
tanto, la posibilidad de influir por igual sobre todos los puntos de esta
masa igual desde un centro supremo. Destruye los grados intermedios aristocráticos
entre la masa del pueblo y el poder del Estado. Provoca, por tanto, desde
todos los lados, la injerencia directa de este poder estatal y la interposición
de sus órganos inmediatos. Y, finalmente, crea una superpoblación
parada y no encuentra cabida ni en el campo ni en las ciudades y que, por
tanto, echa mano de los cargos públicos como de una respetable limosna,
provocando la creación de cargos del Estado. Con los nuevos mercados
que abrió a punta de bayoneta, con el saqueo del continente, Napoleón
devolvió los impuestos forzosos con sus intereses. Estos impuestos
eran entonces un acicate para la industria del campesino, mientras que
ahora privan a su industria de sus últimos recursos y acaban de
exponerle indefenso al pauperismo. Y de todas las idées napoléoniennes,
la de una enorme burocracia, bien galoneada y bien cebada, es la que más
agrada al segundo Bonaparte. ¿Y cómo no había de agradarle,
si se ve obligado a crear, junto a las clases reales de la sociedad una
casta artificial, para la que el mantenimiento de su régimen es
un problema de cuchillo y tenedor? Por eso, una de sus primeras operaciones
financieras consistió en elevar nuevamente los sueldos de los funcionarios
a su altura antigua y en crear nuevas sinecuras.
Otra idée napoléonienne
es la dominación de los curas como medio de gobierno. Pero
si la parcela recién creada, en su armonía con la sociedad,
en su dependencia de las fuerzas de la naturaleza y en su sumisión
a la autoridad que la protegía desde lo alto era, naturalmente,
religiosa, esta parcela, comida de deuda, divorciada de la sociedad y de
la autoridad y forzada a salirse de sus propios horizontes, limitados,
se hace, naturalmente, irreligiosa. El cielo era una añadidura muy
hermosa al pequeño pedazo de tierra acabado de adquirir, tanto más
cuanto que de él viene el sol y la lluvia, pero se convierte en
un insulto tan pronto como se le quiere imponer a cambio de la parcela.
En este caso, el cura ya sólo aparece como el ungido perro rastreador
de la policía terrenal: otra idée napoléonienne. La
próxima vez, la expedición contra Roma se llevará
a cabo en la misma Francia, pero en sentido inverso al del señor
Montalembert.
Finalmente, el punto culminante
de las idées napoléoniennes es la preponderancia del
ejército. El ejército era el point d'honneur
de los campesinos parcelarios, eran ellos mismos convertidos en héroes,
defendiendo su nueva propiedad contra el enemigo de fuera, glorificando
su nacionalidad recién conquistada, saqueando y revolucionando el
mundo. El uniforme era su ropa de gala; la guerra su poesía; la
parcela, prolongada y redondeada en la fantasía, la patria, y el
patriotismo la forma ideal del sentido de la propiedad. Pero los enemigos
contra quienes ahora tiene que defender su propiedad el campesino francés
no son los cosacos, son los alguaciles y los agentes ejecutivos del fisco.
La parcela no está ya enclavada en lo que llaman patria, sino en
el registro hipotecario. El mismo ejército ya no es la flor de la
juventud campesina, sino la flor del pantano del lumpemproletariado campesino.
Está formado en su mayoría por remplaçants,
por sustitutos, del mismo modo que el segundo Bonaparte no es más
que el remplaçant, el sustituto de Napoleón. sus hazañas
heroicas consisten ahora en las cacerías y batidas contra los campesinos,
en el servicio de gendarmería, y si las contradicciones internas
de su sistema lanzan al jefe de la Sociedad del 10 de diciembre del otro
lado de la frontera francesa, tras algunas hazañas de bandidaje
el ejército no cosechará precisamente laureles, sino palos.
Como vemos, todas las «idées
napoléoniennes» son las ideas de la parcela incipiente, juvenil,
pero constituyen un contrasentido para la parcela caduca. No son más
que las alucinaciones de su agonía, palabras convertidas en frases,
espíritus convertidos en fantasmas. Pero la parodia del imperio
era necesaria para liberar a la masa de la nación francesa de peso
de la tradición y hacer que se destacase nítidamente la contraposición
entre el Estado y la sociedad. Conforme avanza la ruina de la propiedad
parcelaria, se derrumba el edificio del Estado construido sobre ella. La
centralización del Estado, que la sociedad moderna necesita, sólo
se levanta sobre las ruinas de la máquina burocrático-militar
de gobierno, forjada por oposición al feudalismo.
Las condiciones de los campesinos
franceses nos descubren el misterio de las elecciones generales del
20 y 21 de diciembre, que llevaron al segundo Bonaparte al Sinaí
pero no para recibir leyes, sino para darlas.
Manifiestamente, la burguesía
no tenía ahora más opción que elegir a Bonaparte.
Cuando, en el Concilio de Constanza, los puritanos se quejaban de la vida
licenciosa de los papas y gemían acerca de la necesidad de reformar
las costumbres, el cardenal Pierre d'Ailly dijo, con voz tonante: «¡Cuando
sólo el demonio en persona puede salvar a la Iglesia católica,
vosotros pedís ángeles!» La burguesía francesa
exclamó también, después del coup d'état:
¡Sólo el jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre puede ya
salvar a la sociedad burguesa! ¡Sólo el robo puede salvar
a la propiedad, el perjurio a la religión, el bastardismo a la familia,
y el desorden al orden!
Bonaparte, como poder ejecutivo
convertido en fuerza independiente, se cree llamado a garantizar el «orden
burgués». Pero la fuerza de este orden burgués está
en la clase media. Se cree, por tanto, representante de la clase media
y promulga decretos en este sentido. Pero si es algo, es gracias a haber
roto y romper de nuevo diariamente la fuerza política de esta clase
media. Se afirma, por tanto, como adversario de la fuerza política
y literaria de la clase media. Pero, al proteger su fuerza material, engendra
de nuevo su fuerza política. Se trata, por tanto, de mantener viva
la causa, pero de suprimir el efecto allí donde éste se manifieste.
Pero esto no es posible sin una pequeña confusión de causa
y efecto, pues al influir el uno sobre la otra y viceversa, ambos pierden
sus características distintivas. Nuevos decretos que borran la línea
divisoria. Bonaparte se reconoce al mismo tiempo, frente a la burguesía,
como representante de los campesinos y del pueblo en general, llamado a
hacer felices dentro de la sociedad burguesa a las clases inferiores del
pueblo. Nuevos decretos, que estafan de antemano a los «verdaderos
socialistas» su sabiduría de gobernantes. Pero Bonaparte se
sabe ante todo jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre, representante del
lumpemproletariado, al que pertenece él mismo, su entourage,
su Gobierno y su ejército, y al que ante todo le interesa beneficiarse
a sí mismo y sacar premios de lotería californiana del Tesoro
público. Y se confirma como jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre
con decretos, sin decretos y a pesar de los decretos.
Esta misión contradictoria
del hombre explica las contradicciones de su Gobierno, el confuso tantear
aquí y allá, que procura tan pronto atraerse como humillar,
unas veces a esta y otras veces a aquella clase, poniéndolas a todas
por igual en contra suya, y cuya inseguridad práctica forma un contraste
altamente cómico con el estilo imperioso y categórico de
sus actos de gobierno, estilo imitado sumisamente del tío.
La industria y el comercio,
es decir, los negocios de la clase media, deben florecer como planta de
estufa bajo el Gobierno fuerte. Se otorga un sinnúmero de concesiones
ferroviarias. Pero el lumpemproletariado bonapartista tiene que enriquecerse.
Manejos especulativos con las concesiones ferroviarias en la Bolsa por
gentes iniciadas de antemano. Pero no se presenta ningún capital
para los ferrocarriles. Se obliga al Banco a adelantar dinero a cuenta
de las acciones ferroviarias. Pero, al mismo tiempo, hay que explotar personalmente
al Banco, y, por tanto, halagarlo. Se exime al Banco del deber de publicar
semanalmente sus informes. Contrato leonino del Banco con el Gobierno.
Hay que dar trabajo al pueblo. Se ordenan obras públicas. Pero las
obras públicas aumentan las cargas tributarias del pueblo. Por tanto,
rebaja de los impuestos mediante un ataque contra los rentistas, convirtiendo
las rentas al 5 por 100 en renta al 4,5 por 100. Pero hay que dar un poco
de miel a la burguesía. Por tanto, se duplica el impuesto sobre
el vino para el pueblo, que lo bebe al por menor, y se rebaja a la mitad
para la clase media, que lo bebe al por mayor. Se disuelven las asociaciones
obreras existentes, pero se prometen milagros de asociación para
e porvenir. Hay que ayudar a los campesinos: Bancos hipotecarios, que aceleran
su endeudamiento y la concentración de la propiedad. Pero a estos
Bancos hay que utilizarlos para sacar dinero de los bienes confiscados
de la casa de Orleans. No hay ningún capitalista que se preste a
esta condición, que no figura en el decreto, y el Banco hipotecario
se queda reducido a mero decreto, etc.
Bonaparte quisiera aparecer
como el bienhechor patriarcal de todas las clases. Pero no puede dar nada
a una sin quitárselo a la otra. Y así como en los tiempos
de la Fronda se decía del duque de Guisa que era el hombre más
obligeant de Francia, porque había convertido todas sus fincas
en obligaciones de sus partidarios, contra él mismo, Bonaparte quisiera
ser también el hombre más obligeant de Francia y convertir
toda la propiedad y todo el trabajo de Francia en una obligación
personal contra él mismo. Quisiera robar a Francia entera para regalársela
a Francia, o mejor dicho, para comprar de nuevo a Francia con dinero francés,
pues como jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre tiene necesariamente
que comprar lo que quiere que le pertenezca. Y en institución del
soborno se convierten todas las instituciones del Estado: el Senado, el
Consejo de Estado, el Cuerpo Legislativo, la Legión de Honor, la
medalla del soldado, los lavaderos, los edificios públicos, los
ferrocarriles, el Estado Mayor de la Guardia Nacional sin soldados rasos,
los bienes confiscados de la casa de Orleans. En medio de soborno se convierten
todos los puestos del ejército y de la máquina de gobierno.
Pero lo más importante de este proceso en que se toma a Francia
para entregársela a ella misma, son los tantos por ciento que durante
la operación de cambio se embolsan el jefe y los individuos de la
Sociedad del 10 de Diciembre. El chiste con el que la condesa L., la amante
del señor de Morny, caracterizaba la confiscación de los
bienes orleanistas; «C'est le premier vol de l'aigle» [1]
[«Es el primer vuelo (= robo) del águila»], puede aplicarse
a todos los vuelos de este águila, que más que águila
es cuervo. Tanto él como sus adeptos se gritan diariamente,
como aquel cartujo italiano al avaro, que contaba jactanciosamente los
bienes que habría de disfrutar durante largos años: «Tu
fai conto sopra il beni, bisogna prima far il conto sopra gli anni» [2].
Para no equivocarse en los años, echan las cuentas por minutos.
En la corte, en los ministerios, en la cumbre de la administración
y del ejército, se amontona un tropel de bribones, del mejor de
los cuales puede decirse que no sabe de dónde viene, una bohème
estrepitosa, sospechosa y ávida de saqueo, que se arrastra en sus
casacas galoneadas con la misma grotesca dignidad que los grandes dignatarios
de Soulouque. Si queremos representarnos plásticamente esta capa
superior de la Sociedad del 10 de Diciembre, nos basta con saber que Véron-Crevel [3]
es su predicador de moral y Granier de Cassagnca su pensador. Guando
Guizot, durante su ministerio, utilizó a este Granier en un periodicucho
contra la oposición dinástica, solía ensalzarlo con
esta frase: «C'est le roi des drôles», «es
el rey de los bufones». Sería injusto recordar a propósito
de la corte y de la tribu de Luis Bonaparte a la Regencia o a Luis XV.
Pues «Francia ha pasado ya con frecuencia por un gobierno de favoritas
pero nunca todavía por un gobierno de chulos» [4].
Acosado por las exigencias
contradictorias de su situación y al mismo tiempo obligado como
un prestidigitador a atraer hacia sí, mediante sorpresas constantes,
las miradas del público, como hacía el sustituto de Napoleón,
y por tanto a ejecutar todos los días un golpe de Estado en miniatura,
Bonaparte lleva el caos a toda la economía burguesa, atenta contra
todo lo que a la revolución de 1848 había parecido intangible,
hace a unos pacientes para la revolución y a otros ansiosas de ella,
y engendra una verdadera anarquía en nombre del orden, despojando
al mismo tiempo a toda la máquina del Estado al halo de santidad,
profanándola, haciéndola a la par asquerosa y ridícula.
Copia en París, bajo la forma de culto del manto imperial de Napoleón,
el culto a la sagrada túnica de Tréveris. Pero si por último
el manto imperial cae sobre los hombros de Luis Bonaparte, la estatua de
bronce de Napoleón se vendrá a tierra desde lo alto de la
Columna de Vendôme.
[1] La
palabra vol significa vuelo y robo (N. de Marx.)
[2] «Cuentas
los bienes, cuando lo que debieras contar son los años». (N.
de Marx.)
[3] En
su obra La Cousine Bette, Balzac presenta en Grevel, personaje inspirado
en el doctor Véron, propietario del periódico Constitutionnel,
al tipo de filisteo más libertino de París. (N. de Marx.)
[4]
Palabras de Madame Girardin (N. de Marx.)
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