CARTAS de  SAN ANTONIO M. ZACCARIA
Fundador de los Barnabitas,
         de las Angélicas y los Laicos de San Pablo 
TERCERA CARTA (28 de julio de 1531)

Advertencia:

Carta ordenada y humilde, pero de tono decidido, como debían ser todas las que Antonio María enviaba a sus hijos espirituales.

Estilísticamente es la mejor, puesto que el Santo no estaba todavía agobiado por las extraordinarias tareas y ocupaciones de más tarde. El destinatario es un abogado de Cremona, Carlos Magno, a quien, por humildad, en una parte, llama *padre suyo+; y en otra, *hijo y hermano+. Sin embargo, su autoridad sacerdotal la expresa claramente al exigirle que *no debe leer esta carta sólo maquinalmente, sino con los hechos también+. Lo mismo notamos cuando le recuerda que en él toda mediocridad sería una traición a los designios de Dios, quien dispuso que cargara con muchas responsabilidades civiles.

Esta última observación viene a subrayar lo que dicen los antiguos historiadores de la Orden, esto es: que Antonio María ponía un gran empeño en convertir a los personajes influyentes, para que fuera más eficaz y provechosa su acción reformadora sobre las masas populares.

Antes de concluir la carta, escribe de prensa y de libros adquiridos, indicando los gastos y exhortando a los famosos *A+ a leerlos: lo cual indicaría que Antonio María había logrado reunir en Cremona una élite de hombres espirituales desde los días de sus Sermones sobre el Decálogo, y a quienes siguió dirigiendo también en los años venideros.

, Es necesario orar siempre;

, orientar nuestra actividad hacia Dios;

, hay que combatir principalmente la pasión dominante. Destinatario:

[38]{37} Al muy distinguido e integérrimo Procurador Carlos Magno, a quien honro como Padre, en Cremona.

IC. XC +

[41] Muy querido padre y hermano en Cristo:

Recibí su carta de 23 del presente, a la que voy a contestar, luego de estar incesantemente ante el Crucifijo por usted. Pues estoy convencido que sólo podré enseñarle a usted lo que primero el Crucifijo me haya comunicado a mí.

Si usted no me hubiese casi compelido en forma tan apremiante, yo habría preferido callarme. De otra manera, no pudiendo pasarme sin contestar, iré chapurreando lo que no sé bien expresar.

Así, pues, mi querido Padre en Cristo; visto que su vida espiritual es muy intensa y data desde largo tiempo, me veo obligado a indicarle un método apropiado, que le venga al caso. Quisiera, [42] pues, que en lo posible ponga usted en ejecución las tres sugestiones siguientes:

{38}11 Haga, ante todo, ejercicios de oración; y esto, por lo general, sin orden fijo, o sea, sin una reglamentación determinada, pero sí por el espacio de tiempo que el Señor le inspirare al momento.

No debe limitarse a rezar sólo en la mañana al momento de despertarse, o en la noche al acostarse, sino que debe hacerlo también en todas las demás horas, así a horas determinadas como también en toda ocasión que se presente.

Rece, pues, a tiempo y a destiempo, tomando esta o aquella postura, ya que poco importa que usted haga oración estando en cama o fuera de ella, de rodillas o sentado, o bien, en la postura que mejor prefiere en un momento dado. Lo que importa es que ore, sobre todo antes de las acciones principales.

Haga lo mismo cuando le suceda algo, o cuando tenga dudas y dificultades. Hágalo especialmente en los momentos de incertidumbres penosas: es entonces cuando debe acudir a Cristo y entretenerse con Él, exponerle todos sus problemas, detallándole brevemente los argumentos a favor y en contra de cada uno de ellos. A Cristo debe manifestarle cuál es, en opinión de usted, la solución que mejor venga al caso; y a la vez pedirle su parecer. Si usted se lo pide con insistencia, no se lo negará seguramente. Antes bien, le digo y certifico que se dejará forzar la mano si usted lo quiere de veras.

[43] Yo no puedo, por cierto, dejar de creer que las leyes humanas se aprenden mejor por enseñanza directa del mismo legislador, que por medio de cualquier catedrático. Este principio vale aún más cuando el legislador es Aquél que contiene en sí toda regla y toda norma, y que sabe explicar y deshacer los sofismas de los demonios: )cuánto más, pues, sabrá él deshacer todos los sofismas de los hombres? Dudar de esta verdad es poner en duda también que Dios {39} no permitirá que se pierda un sólo cabello de nuestra cabeza (Lc 21,18), y que su divina sabiduría confundirá y perderá la sabiduría de los sabios de este mundo, mostrando al final que no son más que unos insensatos e ignorantes (1Cor 1,19-25).

Y si Dios, en favor del hombre que acude a Él, sabe desenmarañarle el enredo de los sofismas de nuestra época -sofismas que parecen hechos de intento precisamente para alejar al hombre de Dios-, (piense usted cómo Dios no sabrá desembrollar todos los demás enredos!

Si, pues, en cierto sentido, hasta las mismas distracciones pueden sernos útiles para la unión con Dios, dígame si para el mismo intento no nos servirían mucho más todas las demás cosas, y en particular el espíritu de retraimiento!

Haga, pues, todo lo posible, querido hermano en Cristo, para que todos los momentos disponibles estén consagrados a entretenerse con el Crucifijo; y esto, en forma tan familiar, como si conversara conmigo mismo. Hágalo durante todo el tiempo a su disposición, largo o [44] corto que sea; y por todos sus asuntos o una parte de ellos, según le sea más cómodo. Trátese o no de intereses personales o ajenos, de orden espiritual o temporal, consúltese siempre, en todo, con el Crucifijo, usando la forma de conversar con él que le dije. Sí, pues, usted así se conduce, yo le aseguro que con el transcurrir del tiempo y la experiencia sacará un gran provecho y sentirá nacer una unión más íntima con Cristo y un amor más fuerte por Él.

Nada más diré sobre este argumento, porque quiero que sea la misma experiencia quien le convenza.

{40} 21 La segunda práctica o ejercicio que, con el anterior, contribuirá a obtenerle más abundantes favores divinos, es la frecuente elevación de su alma a Dios. Este ejercicio, amigo mío, le es indispensable. En efecto, cuanto más uno está expuesto a los peligros, o está bajo el peso de grandes responsabilidades, tanto mayor debe ser su empeño por lograr la unión con Dios y, a la vez, tener más alerta su espíritu.

Por ser el espíritu humano naturalmente inquieto e incapaz de permanecer, por largo tiempo, [45] reconcentrado sobre un mismo y único objeto, le resulta muy difícil al hombre recogerse y embelesarse, sobre todo cuando es para pensar en Dios y unírsele más íntimamente. Si, además, este hombre tiene el hábito de la disipación la cosa le resultará mucho más difícil todavía. A esto hay que añadir que, a mi modo de ver, es humanamente imposible no dejarse llevar por la distracción, cuando un individuo está obligado a ocuparse en cosas que, de por sí, traen disipación. Dígame, )hay alguien que se atreva a decir que se puede estar bajo la lluvia sin mojarse? Es esta una verdad inconcusa.

Mas lo que por su propia naturaleza parece ser imposible, se vuelve muy posible y hasta fácil con la ayuda de Dios. Verdad es que para eso es menester que aportemos industriosa y generosamente nuestra colaboración, poniendo en ello todo aquel empeño y esfuerzo de que Dios nos ha hecho capaces.

Pues si queremos alcanzar estas dos cosas aparentemente contrastantes, es decir: una vida de unión con Dios y, a la vez, trabajar como de costumbre, conversar con los hombres, pensar, leer y ocuparnos de los negocios ocurrentes de cada día, es preciso que sepamos elevar a menudo nuestra mente a Dios, por un tiempo largo o breve que sea: exactamente al modo de aquel comerciante, el cual, {41} no pudiendo detenerse a conversar con un amigo porque se ve apremiado por unos negocios urgentes -por ejemplo, si tiene que sacar la cuentas, o extender las guías de las mercaderías qué pronto deben ser despachadas-, entonces, )qué hace? *Dispénseme -le dice al amigo- si no puedo atenderlo: ganas tengo de entretenerme con usted, pero este trabajo me apura mucho. Espéreme un rato más, que no bien esté desocupado, conversaremos a nuestras anchas.+

Claro que seguirá él ocupándose de sus tareas, pero de vez en cuando levantará la vista para mirar al amigo o para decirle una palabra alusiva a lo que tiene a la mano, o bien le anunciará: *Un ratito más, y estaré con usted.+

Obrando, pues, en esta u otra forma parecida, logra entretener al amigo y hasta interesarlo, pese a que no le dedica más que breves ratos; y sin embargo, hay que reconocer honestamente que con eso no queda él distraído de sus ocupaciones más que en mínima parte.

Así debe hacer usted también, querido amigo; y le aseguro que en nada sufrirán sus estudios o sus ocupaciones.

Antes de iniciar, pues, cualquier trabajo, dirija a Cristo unas pocas palabras a gusto de usted. Y también durante su ejecución, levante a menudo la mente a Dios: le aseguro que con ello sacará usted un gran provecho espiritual, sin causarle ningún menoscabo. {42} A este propósito, le digo que su primera preocupación debe ser la de ofrecer a Dios, con una intensidad particular, el comienzo de todas sus ocupaciones, tanto las personales como las que hace en favor de los demás, tanto las ordinarias como las extraordinarias -le sobrevengan o no por casualidad-, tanto las conversaciones de rutina [47] como las que debe entablar en el ejercicio de su profesión. En suma, debe acostumbrarse a orientar a Dios, desde su comienzo, todas las actuaciones por medio de una breve oración que Dios mismo le inspirare en ese momento; para eso, puede usted limitarse a un ofrecimiento mental, o bien, expresarlo con palabras o de otra manera, según los deseos y gustos del momento.

En seguida, mientras está usted ocupado en sus tareas -poco importa que se trate de operaciones o reflexiones o de su ejecución-, levante a menudo su mente a Dios. Y si por casualidad un trabajo exigiera mucho tiempo, conviene interrumpirlo -por el espacio, por ejemplo, necesario para rezar un Ave María, o bien, según le parezca mejor a usted-, y durante este breve lapso, dirija a Dios la oración que le inspirare. Podrá hacer tantas interrupciones cuantas sean necesarias, de acuerdo con la duración del trabajo a mano.

Usando usted este método, adquirirá con toda facilidad el hábito de la oración; antes bien, sin ningún menoscabo por sus ocupaciones y por su salud, llegará al estado de oración perpetua, de suerte que, ya coma, ya beba, ya hable, ya estudie, ya escriba, ya haga cualquier cosa, la suya será oración continua (1Co 10,31). No será, por cierto, la actividad exterior la que obstaculizará la elevación de la mente y la actividad espiritual; ni ésta tampoco podrá ser de obstáculo a aquélla.

De lo contrario, podrá ser usted un buen hombre, pero jamás aquel cristiano íntegro y cabal [48] que Cristo quiere que sea; lo cual usted comprenderá fácilmente con sólo traer a la memoria el modo con que Cristo lo asió para sí.

{43} Tenga presente que le estoy dando estas advertencias e indicándole el camino para que logre llegar a ser realmente ese cristiano de verdad que usted mismo -pienso- querrá ser; y así, no le toque un día tener que arrepentirse -(ay, demasiado tarde!-. Lo cual para mí sería motivo de inmensa pena.

Querido hermano, si mis palabras tienen alguna autoridad ante usted, yo le ruego, le suplico, le conjuro en Cristo y por Cristo, que quiera abrir los ojos y tomar en cuenta todo lo que acabo de escribirle, a fin de que pueda leerlo usted con los hechos más que con la sola boca. Si así lo hace, le prometo que se tornará muy distinto de lo que es en la actualidad; es decir, se hará tal y como debería ser, así como lo exigen las responsabilidades con que carga en el presente según los designios de Dios, y otras más que, en el futuro, le serán seguramente asignadas de distintas maneras por el mismo Dios.

De lo contrario, no cumplirá usted con sus obligaciones ni para con Dios ni para con el prójimo; y entonces, lejos de ser disculpado, será usted castigado a la manera de los transgresores.

Entiéndalo, pues, para que así se dedique a ejercitarse en todo lo que acabo de escribirle; y antes que nada, ponga en obra con empeño la tercera sugestión que sigue, y sin la cual todo su esfuerzo no tendría ningún valor ni honor ante Dios.

[49] 31 La tercera práctica qué le encarezco es la de un esfuerzo constante -durante sus meditaciones, oraciones y reflexiones- para descubrir los defectos y pasiones principales y, en primer lugar, su defecto dominante; quiero decir aquel que hace el papel de general en jefe, llevándose la delantera sobre todos los demás. {44} Fíjese siempre en él, sin perderlo nunca de vista, hasta que lo haya enteramente arrancado de raíces; mas al mismo tiempo, no deje de hacer todos los esfuerzos posibles a fin de desarraigar también todos los demás, a medida que estén a tiro.

Con los defectos debe usted hacer lo de aquel guerrero que quiere matar al general de un ejército, puesto en el centro de sus escuadrones. Es verdad que su intento es el de llegar hasta donde está el jefe, sobre quien dirige su constante mirada por ser el más eminente; sin embargo, a fin de abrirse paso, no deja de matar a cuantos opositores le vienen a tiro.

Así debe hacer usted también con los vicios.

Ahora bien, si usted me preguntara cuál es su vicio dominante, yo le contestaría que si bien usted -a mi modo de ver tan obtuso- puede tener un poco de sensualidad, sin embargo no es ésta (entienda bien de cuál sensualidad hablo aquí) su vicio capital, sino la ira y el arrebato fácil, que tienen su raíces en el [50] orgullo. Este, a su vez, encuentra pábulo en el saber humano, en las letras que uno adquirió con el estudio, o al notarse más competente en virtud del mismo ejercicio de la profesión, o bien por una capacidad innata. Haciendo un examen más atento, llegará usted a convencerse que es éste el vicio que le hace difícil de contentar, fácil y propenso a enfadarse, hasta salirse de quicio con palabras y modales desmedidos y fuera de lugar. Son éstos los malos frutos y los pésimos efectos que el orgullo produce en usted, pero no son los únicos; hay otros más.

Le mostré el mal, que en usted constituye como la madre de los vicios: mátela, pues, para que {45} no le engendre más hijos. Usted mismo puede descubrir el modo y los medios más apropiados para hacerlo. En caso que no lo lograra, se los daré a conocer en otra oportunidad, quizá por carta o de palabra.

Caso que su vicio principal no fuera el que señalé -pese a que tengo muchos motivos e indicios para creer que no me equivoco-, dése prisa para descubrirlo usted mismo; y entonces, mátelo en seguida.

Acatando y poniendo en obra estas advertencias mías, llegará con facilidad al amor de Cristo crucificado y se enamorará de los oprobios de la Cruz. Usando, en cambio, cualquier otro método, se sentirá alejado y retraído de él y de su Cruz. Lo cual no puedo admitir en usted, a quien quiero entrañablemente en Cristo. Noto que me veo obligado a amarle y verle para siempre unido con Jesús Crucificado. Amén.

[51] He comprometido al obrero de la buena prensa; lo mismo hice con todo el material necesario que compré y que le envío. Cuesta 3 liras y 10 céntimos.

Pronto voy a enviarle también unos libros de espiritualidad, más útiles que cualquier otro que se puede leer por allí. Los recibirá muy pronto. Haga obra de persuasión para que los .A. los compren, ya que son libros absolutamente necesarios para quien quiera hacer progresos espirituales en su vida.

Referente al P. Fray Bono, debo decirle que los dos lo hemos perdido, usted y yo. En efecto, va corriéndose, o mejor dicho, sus ocupaciones parece que lo obligan a apartarse de mí. Pasa aquí tres o cuatro días, sin que yo pueda verlo. A duras penas logro por fin hablar con él un ratito. Teme que lo convenza a volverse a casa. La carta que usted le envió me gustó mucho; {46} pero es necesario darle unos empujes todavía más fuertes: déselos, pues.

Yo escribiré a los .A.: recuerdos cariñosos a cada uno de ellos. Ruégole encomendarme a nuestro Reverendo Primicerio.

De usted hijo y hermano en Cristo.

ANTONIO M. ZACCARIA
Sacerdote
Milán, 28 de julio de 1531.