Red Nacional de Investigadores en Comunicación

III Jornadas Nacionales de Investigadores en Comunicación
"Comunicación: campos de investigación y prácticas"


 

Lo "light" en la teoría: defecciones contemporáneas

Roberto A. Follari

(Univ. Nac. de Cuyo)

 

Mucho se ha hablado de los cambios políticos inducidos por la condición posmoderna. Los ubicaremos dentro de una característica de inflexión epocal que puede describirse brevemente como reaparición de algunos fenómenos de la modernidad en formato posmoderno: estamos superando la etapa inicial del encantamiento por la novedad de la situación sobremoderna, y esta se presenta como lo ya-dado que empieza a desplegar sus limitaciones y carencias.

 

Una de ellas -sin duda central- es la tendencial desaparición del pensamiento crítico, de la negación de lo existente, de la capacidad para imaginar alguna condición diferente de la de lo fácticamente establecido. Esto tiene su correlato en el campo de la teoría: integración a lo presente, posiciones "light", dis-cursos universitarios suavemente progresistas mientras fuera se atiende a la coptación por el estado y la política de sometimiento servil al poder vigente. Analizaremos cómo se da esto, tanto en referencia a ciertas tendencias doctrinarias en comunicología, como al esfumamiento de la noción de totalidad social.

 

l.Massmediatización vs. mediación: la imposición de la agenda

 

De uno de los aspectos que más se ha hablado en cuanto a la posmodernización cultural, es el relativo a la massmediatización de la política. No detallaremos el análisis, pero cabe señalar sus hitos principales. Lo político se ha deslizado hacia la ima-gen en la medida en que se ha desterritorializado y en que ha perdido los grandes relatos como sustento. De modo que hoy es más común seguir al candidato que al partido; las clientelas políticas ya no se mantienen por mucho tiempo, y las identidades partidarias son lábiles y dables a la modificación. De cada hombre político, importa más la imagen que el discurso, es decir, este último es un elemento adosado a la construcción de imagen que apela fundamentalmente al video. La política, entonces, pasará por la exposición ante las cámaras; allí se jugará el destino de los políticos frente a la población.

Por supuesto, esto implica un debilitamiento de los modos de hacer política ligados al pensamiento, las ideologías, la sistematicidad. Se tratará -en cambio- de producir imágenes que logren la interpelación diferencial de los diversos públicos: clases po- pulares, medias, altas, ya sea urbanas o rurales. El marketing político y las encuestas se encargarán de dilucidar en cada caso los gustos del público.

 

Las posibilidades de manipulación de la opinión pública que todo esto permite resultan obvias. Es verdad, como algunos señalan, que hoy la población muda sus opiniones, y no se la puede tener permanentemente a disposición por parte de un partido o persona. Pero también lo es que la clase política cambia muy poco (estamos hablando del caso argentino, en este acápite), de manera tal que finalmente se elige siempre entre los mismos candidatos, redistribuyéndolos simplemente en cada caso. Y esta falta de ad-hesión permanente a una identidad política, tiene también su lado oscuro: significa no sólo una supuesta madurez para elegir en ca-da ocasión "pensadamente", sino también labilidad en la elección, pérdida de orientación normativa, carencia de convicciones per-sistentes. De modo que el zapping televisivo se continúa con los mecanismos de conformación de la imagen de los políticos: uso de la vertiginosidad en los encuadres y las tomas que deja como saldo la confusión, el olvido permanente, el ver apenas algo de todo, sin retención de nada. Elegimos cada vez algo diferente porque estamos vacíos, porque carecemos de posiciones previas sobre las cuales pueda dibujarse positiva o negativamente lo que nos es propuesto desde la televisión.

No es posible entonces entregarse a una unilateral celebración de lo dado en la política actual por el video. Al contrario, afirmamos que la programación televisiva como un todo (no cada uno de los mensajes), nos reconfigura fuertemente, asiéndonos al espectáculo permanente por el cual nos convertimos en eternos es-pectadores del entorno mediato, en voyeuristas del mundo vía del hiperrealismo construido (1).

 

Tampoco debiéramos parcializarnos en una interpretación puramente negativa: es cierto que la saña televisiva al enfocar al político hasta en su menor intimidad guarda una violencia simbólica evidente, y cumple funciones de hacer de la política una simple variación del jet-set. Pero también lo es que ahora podemos seguir la mirada de un candidato, su vestimenta, sus gestos, detalles que era absolutamente imposible advertir en otras épocas. Puede haber -por qué no- excelentes simuladores, pero ahora el ejercicio de la simulación se hace mucho más complicado. Pode-mos acceder a lo inmediato de muchos de aquellos que nos importa conocer.

 

Además, las señales televisivas nos permiten de inmediato participar de intervenciones que están siendo hechas a miles de kilómetros. No debemos esperar a que el presidente o un ministro nacional visiten las provincias: están presentes todos los días en la -al menos aparente- cercanía de las pantallas.

 

Verdad también que esa cercanía confunde: no podemos lograr in-fluencia alguna sobre la voluntad del político por más "cerca" que creamos verlo; la representación de intereses se hace cada vez más impersonal y lejana. Pero en todo caso, al menos lo conocemos mejor: los debates televisivos no existían en otras épocas, el espectáculo en busca de rating ha promovido un producto útil a todos. Ya no bastan los solitarios discursos en las plazas y los mítines: hay que contrastar con periodistas y con adversarios, hay que soportar esa difícil circunstancia de hablar para un público múltiple, sabiendo que lo que caiga bien a unos simultáneamente resulta negativo para otros (lo inevitable ante un cú- mulo amplísimo e indefinido de espectadores) (2).

 

En todo caso, es conocida la polémica entre los comunicólogos: están -por una parte- los que apuestan a la resignificación del mensaje por los públicos, y por la otra, los que insisten en el peso de la televisión en la configuración social del sentido. En- tre los primeros, es conocida la aportación de J.Barbero: la me-diación cultural resulta inevitable frente al mensaje. Esto sin duda es cierto, pero cabría retraducir su significado. Seguramente nadie toma ingenuamente todos los mensajes y los "cree" a pie juntillas. Si eso sucediera, quien creyera a todos los avisos publicitarios consumiría esquizofrénicamente de manera simultánea diez marcas diferentes de cigarrillos o de chocolates.

Por tanto, si por "resignificar" se entiende sólo no convencerse de todo aquello de lo que quieren convencernos, no se diría con ello absolutamente nada, estaríamos ante un concepto vacío. Si en cambio, se trata de afirmar que lo que aparece en la televisión es decodificado diferencialmente según el tipo de públicos, estamos sí ante un aserto compartible. Pero si se supone co-mo corolario que cada público recrea fuertemente el significado de los mensajes, entonces estaríamos ante una ingenua versión que parece creer en una especie de omnisapiencia implícita por parte del receptor.

 

Hoy es reconocido que no existe espectador pasivo. Siempre el mensaje se resignifica, jamás deja de haber selección de los estímulos e inserción en contenidos previos, para cada sector social (y dentro de él, para cada sujeto) diferenciados. Esto es incontrovertible. Pero hay un largo camino de allí a perder de vista que quien controla la agenda es el emisor, y que este gana no sólo porque envíe este o tal otro mensaje, sino porque domina un orden de programación en el cual el significado de conjunto opera efectos estructurales sobre el receptor. La pérdida de la identidad sustantiva, y con ella la de la capacidad para resituar los estímulos en campos normativos suficientemente demarcados, es un fenómeno sobre el cual hay que poner el enfoque, más que sobre el análisis del efecto de mensajes aislados.

 

Por otra parte, el receptor no produce el mensaje, ni lo modifica al extremo de tener libertad frente a él. Puede operar sólo limitado a la combinatoria de los mensajes que recibe, sean de la televisión, la escuela, la Iglesia o el barrio. La televisión no es omnipotente, porque hay otras influencias. Sólo que estas a menudo van en la misma dirección ideológica del mensaje televisivo. De modo que entendemos que queda poco espacio para creer en versiones de recepción activa que confíen en los poderes de los públicos. Preferimos apostar a la posibilidad de que los que son definidos como receptores tengan opción para intervenir en el proceso de emisión. Todo un programa, de condiciones nada fáciles de realización en las asimetrías de poder político hoy establecidas. Bajo la vigencia de estas, se ofrece diversidad cultural como señuelo de la homogeneidad ideológica: la unión de Disney y la Turner dada recientemente, muestra la tendencia a la creciente concentración en el control de los medios, donde unas pocas cabezas dirigen una multiplicidad de espacios multimedia, y nos ofrecen deporte, rock, salsa, folk, política, algo al gusto de cada uno; todo ordenado por claves de lectura que, si bien pueden reconocer puntos menores de fuga, responden a una misma y unívoca voluntad generadora de los horizontes de sentido del conjunto de la población.

 

NOTAS Y REFERENCIAS

 

(1)González Requena, P.:El discurso televisivo: espectáculo de la posmodernidad, Cátedra, Madrid, 1992

 

(2)Landi, O.: Devórame otra vez (qué hace la televisión con la gente. Qué hace la gente con la televisión), Planeta, Bs.Aires, 1992


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