Red Nacional de Investigadores en Comunicación

III Jornadas Nacionales de Investigadores en Comunicación
"Comunicación: campos de investigación y prácticas"


 

Hegemonía y "minorías" indígenas: efectos de frontera y el dilema de la autenticidad

 

 

Rodolfo Ramos

 

En los últimos años, la cuestión indígena en Latinoamérica ha alcanzado un punto de inflexión, y el rasgo que caracteriza al nuevo período es la reaparición de los movimientos indígenas como actores sociales que formulan demandas sostenidas en políticas de intervención relativamente más autónomas. Se distinguen dos períodos en la historia reciente de los movimientos indígenas. Luego de la crisis de las políticas estatales indigenistas (iniciativas estrechamente vinculadas en toda Latinoamérica con los nacionalismos populistas de las décadas del 30 y 40) surge el indianismo, a partir de los años setenta, como un proyecto de organización política que se deslinda de los rasgos paternalistas del indigenismo []. Los procesos se aceleraron con el V Centenario, y los sucesos de Chiapas, que se inscriben -con sus particularidades- en la misma serie, han configurado una nueva mirada sobre lo indígena. Por primera vez, los indígenas son apoyados, en lugar de ser "defendidos" por los actores e instituciones que históricamente los han hegemonizado. El zapatismo se visualiza como un nuevo horizonte emancipatorio, no sólo por el desafío que lanza al Estado, sino también por las innovadoras modalidades de lucha político-cultural que desarrolla. La lucha zapatista poco tiene que ver con las modalidades de enfrentamiento guerrillero que alcanzaron su cenit en las décadas de los 60 y 70 (que de una vez por todas deberíamos comenzar a denominarlas "tradicionales"). El zapatismo no solamente articula las seculares reivindicaciones sociales -que en el caso indígena significan ante todo, aunque no exclusivamente reivindicaciones territoriales- sino que éstas aparecen vinculadas con otras demandas por el reconocimiento que evitan el encierro particularista. Como se sabe, uno de los hallazgos del zapatismo, -conciente de la desfavorable relación militar de fuerzas- es que afirma no perseguir la conquista del poder estatal, sino una reformulación del mismo que incluya a la identidad indígena.

La legislación internacional, y en menor medida la nacional, marcan una tendencia a reconocer -al menos en la letra- los derechos colectivos de los pueblos indígenas

En nuestro país, la cuestión indígena no tiene una relevancia equiparable a la de otros países latinoamericanos. Comparada con la situación mexicana, los procesos son, en un sentido, inconmensurables, porque los procesos históricos de construcción hegemónica lo son.

Empero, no creo que sea desacertado incorporar la cuestión indígena en la agenda conformada en torno de la discusión acerca de las luchas por la igualdad y la diferencia, y sus problemáticas conexiones. Y reubicar una temática anclada durante años en el discurso antropológico de la otredad []. Creo que el tema nos concierne en el campo de la comunicación, si pretendemos desarrollar los estudios culturales - espacio difuso pero cuya principal virtud reside en el esfuerzo de algunos de sus integrantes por repensar la hegemonía y desvincularse de toda concepción fetichista de la cultura- sin quedar atrapados por las variantes reduccionistas, los planteos liberales o los populistas.

El obstáculo del reduccionismo clasista para pensar las nuevas formas de lucha consiste en concebir todo conflicto como derivado, y se fundamenta, al decir de Ernesto Laclau, en la ambigua utilización del concepto de lucha de clases en el "mainstream" marxista; los antagonismos se producirían a nivel de un modo de producción abstracto -más allá de las articulaciones específicas cargadas de historicidad- lo que conduce a diferenciar entre "luchas económicas" al nivel de las relaciones de producción y "luchas políticas" de sujetos cuyas posiciones recíprocas estarían conformadas antes de ingresar en la confrontación; y cuyos intereses, sentido de las luchas y cultura están predeterminados. Si se considera en cambio que la lucha es el terreno de la constitución de las clases, y que la inteligibilidad de los intereses y sentidos construidos procede del conjunto de relaciones que caracterizan a una formación social dada, se ilumina un espacio diferente para la comprensión y para la intervención en los procesos [].

El reduccionismo de la pura lógica de la diferencia se guía, paradójicamente, por un impulso homogeneizador que, como señala Stuart Hall -a quien enseguida me referiré- conduce a una esencialización de la comunidad imaginada como auténtica, no penetrada por sus relaciones con el otro y a una política centrífuga de producción de diferencias . La concepción liberal conduce o bien a una política de la integración de lo diverso, sin considerar las relaciones de desigualdad (fundamento de las políticas "antidiscriminatorias" neoliberales), o bien a la "acción afirmativa" y la particularización de las identidades llamadas "de minoría".[] Y lo que el populismo no puede concebir es, precisamente, las marcas hegemónicas en la conformación del "pueblo" y de las prácticas "populares" [].

Construir un espacio de reflexión e investigación a partir de los "estudios culturales" implica interrogarse por la construcción efectiva de posiciones de sujeto a partir de los diversos antagonismos sociales y sus modalidades de articulación: los conflictos de clase pero también los étnicos, nacionales, de género, de orientación sexual, los diversos modos de segregación, en suma las prácticas de diferenciación y reconocimiento en las que, atravesadas por las hegemonías (por tanto, sobredeterminadas), se constituyen comunidades de agentes mediante conflictos y agregaciones en las que intervienen sus tradiciones culturales, creencias y horizontes imaginarios; todo en un marco mediático que contribuye a instalar nuevos modelos identitarios y habilita la exhibición de prácticas y actores novedosos, que no aparecen sintetizados en una formulación política institucional. Es decir, el programa consiste en "leer la cultura en clave política, leer la política en clave cultural" []

En un artículo acerca de la cuestión negra y sus articulaciones en las culturas populares, Stuart Hall [] ha mostrado las potencialidades de un análisis político-cultural no esencialista de las relaciones de identidad y sus modos de inscripción en las configuraciones hegemónicas, que permita captar "la complejidad de las estructuras de subordinación" y desarrollar estrategias de intervención. En verdad el trabajo es mucho más que un análisis específico sobre las formas de la negritud. El planteo de Hall -una lectura, en clave político-cultural, de la reformulación de la noción de hegemonía que efectúa Laclau [] es un aporte decisivo para conceptualizar las luchas de las identidades subalternizadas para poder pensar sus antagonismos y compromisos [].

La matriz laclausiana, y su utilización para el análisis cultural, nos puede servir para pensar la cuestión indígena en Argentina desde un lugar distinto al que se constituyó académicamente, así como abrir pistas para la lectura de los desplazamientos y reconstituciones de la identidad indígena en el campo político y de las culturas populares folklorizadas. Y no porque haya homología entre la problemática de la "diáspora negra" y lo indígena en Latinoamérica -por el contrario, sus modos de articulaciones son bien distintos-, sino por la ruptura con toda visión esencialista de las identidades.

La afirmación decisiva -no hay exterioridad entre formas hegemónicas y formas subalternizadas- es un enunciado lógicamente aceptable cuando se aceptan las premisas no esencialistas, pero cuyas consecuencias teóricas y políticas -si se lleva el planteo hasta las últimas- no son tan fácilmente asimilables.

Hall discute contra quienes, al analizar las culturas populares, las observan desde un paradigma que supondría que existe una forma posible de representar a la cultura negra, en su autenticidad, forma que expresaría aquello que la negritud es, y respecto de la cual las otras formas de representación constituirían versiones deformadas; y polemiza al mismo tiempo con quienes formulan políticas de identidad negra según premisas esencialistas. Esas políticas que afirman la esencialidad de la negritud se bloquean a sí mismas en dos sentidos: por un lado, cancelan la posibilidad de articular la diversidad de la experiencia negra - ya que los sujetos no son sólo sujetos étnicos, sino que ocupan diferentes posiciones de sujeto tramadas por la hegemonía. Por el otro, impiden distinguir los efectos que tiene la hegemonía; en este punto, Hall afirma "se acabó el sujeto negro inocente", y cita a Isaac Julien: "la negritud como signo nunca es suficiente" (lo importante es) Qué hace ese sujeto negro, cómo actúa, como piensa políticamente (..) ser negro no es suficientemente bueno para mí: deseo conocer cuáles son sus políticas culturales" [].

Entonces, de lo que se trata es de interrogarse sobre las fronteras "simbólicas" que esencializan a las identidades, y que establecen por tanto vínculos entre prácticas que serian pertinentes a -o derivadas de- cierta identidad. La frontera es una construcción, por tanto; y es factible de-construirla y hacer visibles las condiciones sociales que conforman los contornos de las identidades violentadas.

La concepción de la exterioridad como una modalidad de la frontera, articulatoria de posiciones de sujeto y prácticas, deconstruye su existencia factual positiva. Laclau, al discutir acerca de la creación de efectos de frontera como dimensión esencial de las construcciones hegemónicas [], sostiene que las fronteras posicionan a las identidades sin medida común, cada una de ellas es la definición negativa de la otra, su forma antagónica. Que una identidad se articule según la forma de la frontera plantea una lógica de equivalencia entre las posiciones de sujeto polarizadas (lo que no equivale a decir que las prácticas de los agentes sean exteriores). En suma, y a los fines que me interesan, los efectos de reconocimiento como exterioridad pueden constituir imaginarios de la autenticidad, aún cuando las prácticas no lo sean en absoluto. Mary Louis Pratt ha mostrado la coexistencia en el régimen del apartheid de la frontera político-cultural (con consecuencias sobre algunas definiciones instituciones que oficializan la separación) junto con la interacción cotidiana de negros y blancos (por ejemplo los unos en posiciones serviles respecto de los otros, al interior del hogar familiar blanco) [].

A partir de un enfoque así se abre la perspectiva de concebir a la lucha política como operaciones sobre las fronteras hegemónicamente establecidas

 

Restablecer las continuidades

 

Considerar la cuestión indígena en Argentina desde una postura no esencialista no puede eludir la inclusión en el objeto de las formas desplazadas de su rearticulación y reconocimiento en los ámbitos urbanos. La hipótesis de trabajo de la que parto -el conjunto de cuyas consecuencias no puedo desarrollar aquí- es que la pronunciación de ciertos discursos racistas dirigidos contra los denominados "cabecitas negras" se vincula con los procesos de construcción de hegemonía en nuestro país. "Cabecita negra" -o sus equivalentes- es la identidad de reconocimiento como sujeto urbano estigmatizado de un sector de la población indígena-mestizada o sus descendientes [] por parte de la matriz cultural liberal []. Subrayo que la identidad estigmatizada en el ámbito urbano no es "indígena" sino "cabecita negra"..

Desarrollar la hipótesis de trabajo supone considerar dos efectos de frontera. Por un lado, la temporal (una discontinuidad generacional), y por el otro la espacial (una discontinuidad entre territorios que serían pertinentes de la identidad indígena, y otros que no lo serían). Y supone en consecuencia preguntarse por la significativa ausencia del mestizo como categoría social reconocible en los ámbitos urbanos. El conjunto de las cuestiones exceden el marco de este trabajo, pero no son ajenas a los procesos de constitución hegemónica, y a los correlativos rasgos de las culturas populares.

No hace falta argumentar demasiado para que se admita que la forma en que se gestionó históricamente la cuestión indígena es clave para comprender los procesos de construcción hegemónica en Latinoamérica. Estos procesos son ciertamente variables en cada país, pero entre los puntos confluyentes quiero señalar -muy sintéticamente- cuatro de ellos:

 

1. En primer término, en todos los países los descendientes de la población prehispánica -con independencia de las formas en que hayan sido articulados, de los modos del mestizaje, de su peso relativo en el conjunto de la población- formulan demandas territoriales (puesto que ocupan sólo una porción del territorio que consideran usurpado). De allí procede que la identidad indígena es inseparable del vínculo con la tierra. Si la tradición cultural negra -como señala Hall en el artículo que antes cité- se expresa fundamentalmente mediante representaciones del cuerpo (figuración cuyo reenvío a la explotación esclava es evidente) lo indígena lo hace mediante diversas representaciones del territorio y de la relación con éste. Y, como ha señalado reiteradamente la antropología, las reivindicaciones territoriales indígenas siempre se articulan con simbolizaciones de la tierra; se trata, como dice Stéfano Varese, de una "etnopolítica de la tierra". Varese plantea la existencia de una suerte de "economía moral" (Thompson) que, tendiendo un puente entre lo político y lo cultural, articula los intereses y valores bajo la forma de una ética popular que fundamenta la acción colectiva. Así, la demanda de devolución de los territorios "que tradicionalmente ocupan" -enunciado común a todas las organizaciones indígenas- siempre está relacionada, en el discurso de las organizaciones, con valores religiosos y culturales que fundamentan su vínculo con la tierra, que es el sustento espacial de la identidad comunitaria indígena, y legitima sus intereses. []. Este vínculo con la tierra, no está argumentado solamente en términos de propiedad: suelen decir las organizaciones, en una estupenda formulación de los fundamentos de su demanda: "los indígenas no somos dueños de la tierra, sino sus hijos"

2. Los indígenas son, siguiendo a Kymlicka, grupos nacionales y no meramente étnicos ya que sus reivindicaciones territoriales chocan con los fundamentos de los Estados-Nación. Es importante distinguir dos grandes modos de "etnicidad", atendiendo a su relación diferencial con el territorio -o con el Estado en su dimensión territorial, que para el caso viene a ser lo mismo. Así, Kymlicka diferencia a las que denomina "minorías nacionales" -antiguos ocupantes de territorios sometidos a conquistas- y a las "minorías étnicas", entre las que considera a los inmigrantes; las primeras apelan, en sus intervenciones, a los derechos territoriales conculcados, mientras que las inmigrantes son más asimilativas. El caso negro es singular, dice Kymlicka. A los afroamericanos, por ejemplo, no se les permitió integrarse, ni tampoco mantener sus lenguas y culturas de origen o crear asociaciones o instituciones culturales; tampoco tenían su territorio, y con todo, fueron segregados físicamente. Dicho en otros términos, la idea de crear un Estado nacional en territorio americano carece del fundamento simbólico en la tierra. []. Sostengo además que esta cuestión es la que ilumina las formas de alegorización de lo indígena, puesto que las imaginerías hegemónicas debieron tramarlos de uno u otro modo al construir los mitos nacionales. Lo que quiero decir, en definitiva, es que hablar de lo indígena es aludir en alguna forma a la Nación. Y por esta razón, lo indígena o alguna de sus formas desplazadas aparece siempre, más o menos folklorizado, en las culturas populares.

3. En tercer lugar, en todos los países ha habido migraciones "internas", es decir, desplazamientos de población indígena al interior de las fronteras de los Estados-Nación, y también "inter-nacionales" (por ejemplo, muchos indígenas aquí son llamados "bolivianos" asumiendo la delimitación de los estados nacionales)

4. Por último, en todos los países hay formas de racismo hacia los indígenas. Como ha señalado Hobsbawn [] -y también recuerda Hall- [] históricamente las diferencias étnicas funcionan como segmentaciones horizontales además de verticales. Estas jerarquías sobredeterminan las relaciones sociales, y se expresan en escalas de color. Dicho en otros términos, el color -como indicador de la identidad subalternizada- es siempre objeto de estigmatización []. Por escalas de color no debe interpretarse -solamente- una referencia al pigmento de la piel, sino también a las prácticas asociadas a cada identidad por las clasificaciones hegemónicas, y al sentido que se les confiere en y a través de las clasificaciones. Las categorizaciones por color son un recordatorio de los linajes legítimos [] y como muchas veces se ha señalado, muchos sujetos de los grupos subalternizados se aplican recíprocamente esas escalas como respuesta inmediata e individual frente a las violencias de la estigmatización. Así, en nuestras sociedades hay toda una "semiótica de la etnicidad" en juego. []. En los contextos urbanos latinoamericanos, un migrante puede apelar al status de indio, mediante la semiótica indicada, mientras que en otro negará cualquier conocimiento de idiomas indígenas y dirá ser criollo o mestizo. Que alguien sea identificado como indígena o como mestizo -o que se presente de tal forma- no quiere decir que "lo sea" de manera "auténtica", al margen de las relaciones, sino que se trata de una utilización pragmática de su identidad, en función de la situación. El interrogante relevante -dice Knowlton- no es preguntarse quién pertenece a algún grupo étnico u otro, sino cuándo, por qué y dónde las personas particulares se adscriben a diferentes categorías. Las categorías son formas hegemónicamente producidas del mestizaje cultural urbano, aún cuando no exista la denominación "mestizo", tal como ocurre entre nosotros []

En resumen, cuatro dimensiones comunes: reivindicaciones territoriales y cuestión nacional (que son el soporte de lo colectivo) por un lado; por el otro, migraciones y semiótica de la etnicidad, en donde se juegan las posiciones variables de los mestizajes, es decir la diferenciación identitaria. También en Argentina hay población indígena que reclama territorios, lo indígena ha estado articulado -de uno u otro modo- con las distintas versiones de lo nacional, asimismo ha habido desplazamientos poblacionales y las relaciones entre las líneas de linaje constitutivas del mestizaje europeo-indígena, reconocidas las unas, negadas las otras, no dejan de manifestarse, travestidas, en diversas formas de lo popular y en las estigmatizaciones urbanas.

Al restituir los procesos históricos que configuraron a la identidad indígena, se evidencian dos grandes coordenadas que delimitan las fronteras político-culturales de la identidad indígena, dos fundamentales tradiciones selectivas. (Williams). Ambas coordenadas han establecido una distancia entre el sujeto indígena y la vida urbana moderna. Las mencionaré muy sucintamente. Una que la construye como arcaica [] en las tradiciones liberales constitutivas del imaginario nacional (una frontera temporal en la que los indígenas son arrojados en el pasado); y otra que reconoce a los indígenas como una minoría residual [] (una frontera espacial que refiere a las reservaciones). Respecto de la primera, se sabe que bajo la hegemonía liberal se fundó el Estado nacional hacia las últimas décadas del siglo XIX. Conocemos la historia oficial liberal; en ella es sintomática la ausencia de lo indígena entre las enumeraciones del "melting pot" nacional. La ausencia del color cobrizo en el "crisol de razas" liberal indica la concepción antagonista de las fronteras culturales con los indígenas en el proyecto liberal. Se sabe que la Constitución de 1853 reconoció implícitamente la existencia de fronteras interiores al Estado Nación. El territorio nacional, sustento indispensable para la formulación del Estado Nación, era un mapa virtual; y en los tiempos de la fundación mítica de la Argentina ésta limitaba con países "extranjeros" y también "limitaba" con los pueblos indígenas. El Estado construye a la Nación, y no a la inversa, y esta construcción, según el relato liberal de la conocida metáfora del desierto (que condujo al fin de la "época bárbara") aludía a un espacio a cuyos habitantes no se les podía otorgar el estatuto de ciudadanos porque hubiese implicado reconocer la existencia de una guerra civil conducida por el Estado. Buena parte de la mitología nacional del período de consolidación nacional gira en torno de los héroes militares que desarrollaron las campañas de exterminio contra los indígenas, y también plasmó en la imaginería de otros personajes fronterizos, particularmente los gauchos (nacionales y patricios a veces, marginales o mestizos otras, según la articulación político-cultural en la que fueron aprehendidos). Aún hoy muchas ficciones argentinas reenvían a aquellos textos fundacionales y sus personajes. La hegemonía liberal creó las condiciones para la cristalización de uno de los mitos constituyentes de la nacionalidad argentina, y que la singulariza respecto de la mayor parte de los países sudamericanos: la Argentina como un enclave europeo en Latinoamérica, país en el que no existen los restos del pasado bárbaro -o no son más que eso, pasado. Como pretende el conocido refrán popular, "los argentinos descendemos de los barcos" []. Esta dimensión de la frontera en la que lo indígena es lo arcaico abre interesantes perspectivas de investigación acerca de las figuraciones correlativas de la Nación, el gaucho y lo indígena en las tradiciones folklóricas y las producciones culturales populares. []

La segunda versión de la frontera no ha merecido la atención que se merece por parte de las Ciencias Sociales. En esta versión, existen indígenas, pero no están entre nosotros, sino allá lejos, en las llamadas comunidades indígenas, y esa distancia no sólo se imagina como espacialidad sino también como radical otredad cultural y política []. Los de la comunidad, son los "verdaderos indígenas", los "indígenas puros", que han sido descriptas muchas veces por la literatura antropológica; sus culturas, lenguas, mitologías, que estarían lamentablemente en proceso de extinción, expresarían la autenticidad indígena, que se habría preservado –penosamente, pero preservado al fin- a lo largo de los años, exterior a las hegemonizaciones.

Pero esto elude el hecho crucial, que consiste en que las comunidades están penetradas por la hegemonía. Es en este sentido que las hegemonizaciones produjeron lo indígena, tal como hoy existe. Tejera Gaona plantea la cuestión en sus justos términos, al analizar las comunidades indígenas de México. Su mirada se centra en los procesos de cambio y conflicto, enfatizando la historicidad como dimensión fundamental del análisis. El autor señala asimismo la paradoja que sostiene que la comunidad indígena estaría viva precisamente por haberse mantenido -supuestamente- sin cambios ("curiosa forma de analizar la vitalidad como inmovilidad"). Este replanteo le permite a Tejera definir a la comunidad no como un tipo de organización con referente empírico territorial, sino como espacio político, "que se constituye y refuerza a la vez que se desintegra y destruye" . [].. De otro modo, al aislar lo indígena en las "comunidades" se pierde de vista un aspecto que es constitutivo del objeto, ya que la delimitación de lo indígena es un efecto de frontera. Lo indígena tal cual existe, sus prácticas, su relación con otras identidades, y por supuesto su territorialidad, no son independientes de las sucesivas hegemonizaciones. Lo contrario sería simplemente suponer que 500 años de subordinación no habrían dejado huellas sobre los subordinados. Pero lo interesante es que este discurso de la autenticidad también es sostenido por la mayoría de las organizaciones indígenas.

 

La singularidad de las "minorías" violentadas

 

En lugar de afirmar que los indígenas son una minoría, me parece más preciso decir que la construcción de las fronteras políticas ha "minorizado" a los indígenas.

Para constituir a las minorías como objeto es necesario deconstruir el término "minoría" respecto de sus prenociones [] de sentido común, y evitar que subrepticiamente se introduzcan esas prenociones como categorías de análisis.

Lo que pretendo sostener es que lo singular de las llamadas "minorías" no es que sean poblaciones escasas en número, y menos aún que sus demandas sean homologables, en el sentido que sus luchas tendrían los mismos objetivos a priori. La "lucha de las minorías" es una mala abstracción analítica, si no se consideran sus condiciones particulares. Basta mirar los programas de intervención político-cultural de los grupos que "representan" a las minorías, para que se haga evidente que no tienen objetivos coincidentes, simplemente porque las formas de articulación son distintas.

 

Lo singular en las "minorías" violentadas [], lo que constituye su especificidad, es que la contabilización de las personas que pertenecerían a una tal minoría es siempre controvertida. Si se quiere hablar de lo menor y lo mayor, el primer criterio pertinente es el numérico. Pero el requisito básico de numerabilidad es imposible de aplicar en estos casos. Lo que quiero decir es que existen cálculos muy diversos acerca de la cantidad de indígenas que viven en Argentina (ocurre lo mismo con la cantidad de homosexuales, otra "minoría"). Dicho en otras palabras, no hay acuerdo acerca de como definir el referente empírico del término "indígena". Esto se ha intentado resolver afinando las definiciones operacionales, pero el inconveniente siempre persiste, pues los actores involucrados no se ponen de acuerdo en tales criterios "científicos". El criterio "oficial" es -como suele suceder- el que resulta aparentemente más operativo, simplemente porque es el que hegemoniza las clasificaciones. Y nada más oficial que el recuento censal, operación estatal que "va al encuentro" de aquello que las propias construcciones hegemónicas han producido []; lo mismo ocurre con otras operaciones contables, realizadas por las diversas agencias que se ocupan del tema indígena. Pero aún la mejor definición empírica se encuentra con los obstáculos de la violencia sobre el reconocimiento, y la plausible reticencia a ser definido como miembro de un colectivo estigmatizado, cuando existe la posibilidad de eludirlo.

En relación con toda identidad estigmatizada, existe una "economía" de la visibilidad y de la exposición al reconocimiento social que induce a buena parte de los "miembros potenciales" a mantener su identidad en redes de relaciones no visibilizadas socialmente ("cómplices y secretas" []), no públicas, constituyendo un conjunto en parte invisible socialmente, anónimo y de imposible delimitación, por las condiciones de la estigmatización. Las minorías violentadas son en verdad grupos minorizados.

En síntesis, las minorías se conforman en relación con los límites, que existen como efectos de frontera, pero son imposibles de trazar "objetivamente", de manera de poder delimitar a la población pertinente al margen de las prácticas y de las intervenciones que operan sobre las fronteras. Así, hablar de minorías sin especificaciones implica asumir los términos según los cuales la identidad violentada ha sido constituida. Y sobre todo, confunde más que lo que contribuye a clarificar lo que está en juego en cada proceso para construir una voluntad colectiva. La especificidad de la cuestión indígena poco tiene que ver con las luchas de las llamadas minorías sexuales, ni tampoco con otras identidades que, si bien tienen un componente "étnico", no refieren a los procesos de construcción de los Estados Nacionales mediante ocupación territorial. Por eso es que las llamadas luchas de las minorías difícilmente logre su articulación en una voluntad colectiva por el mero hecho de ser minoritarias . Esto equivaldría a suponer que tienen intereses preexistentes por su mero status de "minoría". [].

 

 

El dilema de la "autenticidad"

 

Antes señale que las propias organizaciones indígenas sostienen el discurso de la autenticidad de su identidad. Quiero terminar con lo que considero el dilema fundamental (para las organizaciones indígenas) y el perfil de un campo de objetos de investigación posibles. Los grupos organizados que trabajan en nombre de la identidad indígena -u otra minorizada- no sólo deben bregar por el reconocimiento de la identidad ante la sociedad, sino también por el reconocimiento de los sujetos en la identidad. Pero para eso, se enfrentan con el desafío consiste de incorporar la diferencia al interior del espacio comunitario.

El problema político-cultural clave en la cuestión indígena consiste en que las intervenciones de los grupos organizados que actúan en el ámbito urbano no han podido articular hasta ahora las dos cuestiones que surgen en principio como contradictorias. Por una parte, deben afirmar una dimensión de exterioridad radical que constituye el fundamento de la identidad (es decir, que existe una identidad indígena "pura" con independencia de las articulaciones de las sucesivas hegemonías), "fundamento" que, hay que decirlo, sostuvo la existencia del colectivo durante siglos; si resignasen este aspecto, se deslegitimarían sus pretensiones territoriales, y se desmoronaría la visión de la comunidad como reservorio moral. Pero esa exterioridad, que esencializa a la comunidad, constituye un obstáculo para desarrollar intervenciones que reformulen las fronteras de la identidad y permitan inscribir en ella a los mestizos y migrantes quienes, como consecuencia de las hegemonías, ocupan posiciones de sujeto variables, no contenidas por tanto en la definición comunitaria esencial (es decir, la población mestizada y urbana). Las problemáticas de éstos no son territoriales, en el mismo sentido que para quienes residen en las "comunidades"; sin embargo, no deja de ser interesante que la principal demanda de los sujetos que pueblan los asentamientos urbanos (los "villeros") sea, precisamente, la tierra.

Existen otras problemáticas que provienen de su articulación cultural subordinada, particularmente la estigmatización que sufren los "cabecitas negras". Y es sugestivo que las organizaciones indígenas carezcan de políticas ante la estigmatización social urbana, igual que frente a las otras problemáticas cotidianas de los denominados "villeros", "cabecitas", etc.

Desde el punto de vista de la construcción de nuestros objetos de investigación, analizar las formas desplazadas de lo indígena en los mestizajes urbanos -sin la carga folklorista con que comúnmente se los ha enfocado- puede abrir nuevas perspectivas para repensar lo popular-masivo, así como generar pistas para la lectura de las interpelaciones populistas. Quiero recordar que la famosa frase "Volveré y seré millones" se atribuye originalmente a Túpac Katari, uno de los líderes de las revueltas indígenas contra los españoles en las postrimerías de la organización colonial.

 

 

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