Red Nacional de Investigadores en Comunicación

III Jornadas Nacionales de Investigadores en Comunicación
"Comunicación: campos de investigación y prácticas"


 

Identidades escolares y criterios de "excelencia": aportes críticos a la articulación entre diferencia y desigualdad

Silvia Lorena Elizalde. Facultad de Ciencias Sociales. Universidad Nacional del Centro.

 

1) Introducción

 

La afirmación de que el funcionamiento social se asienta en una serie de "verdades ideológicas" en virtud de las cuales es posible incluir y excluir determinadas prácticas de la grilla de posiciones elaboradas socialmente es, de algún modo, la idea-fuerza que estructura a las conceptualizaciones que abordan la construcción de subjetividades problemáticas.

 

Este trabajo indaga el vínculo entre educación y producción institucional de sujetos a partir de su inscripción en el sistema formal de enseñanza en términos de "éxito" o "fracaso" escolar. El recorrido propuesto se basa en el análisis negativo de los conceptos que participan de los procesos de exclusión en la escuela, así como de las operaciones simbólicas que actúan como dispositivos de estigmatización social y que desencadenan la aplicación de sanciones de algún tipo. También se aborda críticamente la noción de "calidad educativa" como justificación de las variables de ajuste en la educación, así como criterio de selección de los sujetos y de reducción de las vías de acceso mediante dispositivos restrictivos de diferenciación.

 

La reflexión en torno de la elaboración de las categorías de "éxito" y "fracaso" escolar parte de ubicar a estas clasificaciones en el contexto más amplio de las tipologías sociales asentadas en criterios de "excelencia". Donde la distinción entre responsabilidad e "inocencia" no está del todo alejada de la lógica que informa a los mecanismos del disciplinamiento carcelario o de la institución psiquiátrica.

En este sentido, Ph. Perrenoud analiza la fabricación de la locura a cargo de la psiquiatría institucional y de la delincuencia por parte del sistema penal como otras formas de separación de los sujetos cuyas prácticas y discursos ponen en crisis las imágenes dominantes de comportamiento en sociedad.

 

Perrenoud afirma que la psiquiatría institucional propone una interpretación de las conductas y funcionamientos considerados "desviados" en relación con los criterios preferentes de normalidad y salud mental, por medio de procedimientos de investigación creados para la verificación de estos supuestos, y de categorías orientadas para significar a priori las conductas.

 

De manera similar, la puesta en marcha del aparato judicial implicaría la elaboración del juicio, en el que -una vez emitido el veredicto y agotadas las posibilidades de recurso- adquiriría la fuerza de una ley.

 

En la base de estas comparaciones con la escuela está el interés del pedagogo por subrayar el "poder" que tienen ciertas organizaciones para construir como legítima una representación del funcionamiento mental y colectivo, y de las capacidades o conductas del sujeto, así como para remarcar la presión con la que estas instituciones actúan en la toma de decisiones sobre el destino del sujeto castigado.

 

Sin embargo, nos preocupa señalar en este punto que la especificidad de la coacción escolar -y no su homologación con otros procesos de subjetivación- es la que, precisamente, permite complejizar el estudio de los materiales que intervienen en la definición de los sujetos "exitosos" en la escolarización.

Por eso, y en contra de las miradas que esquematizan la práctica institucional y el juego de relaciones entablado por y entre los actores en contextos históricos determinados, en este trabajo concebimos la diferencia cultural como un vínculo que puede alcanzar, de manera variable y en condiciones específicas, el estatuto de antagonismo. Desde esta perspectiva es posible deconstruir los efectos ideológicos de los discursos institucionales más extensos y desmontar los modos en que las desigualdades reales quedan absorbidas en formas puntuales de desorganización social.

En este marco, las articulaciones entre las identidades escolares -como espacios de experiencia concreta- no son nunca únicamente simbólicas o únicamente clasistas, sino que en estas producciones ideológicas pueden intervenir otros intereses -como los producidos por diferencias de edad, sexo, grupo, etc.- que se superponen o dan lugar a condensaciones significativas puntuales. Es decir, construyen configuraciones de sentido que no están establecidas con anterioridad a la interpretación que hacemos de ellas. Esta afirmación no olvida, por supuesto, el hecho de que la percepción simbólica del antagonismo cambia y se reformula históricamente en articulación con los conflictos de clase.

2) La práctica evaluadora

Si bien existen numerosos trabajos que revisan los procesos de elaboración de las desigualdades en la escuela, así como los procedimientos de selección y posicionamiento de los sujetos por jerarquías de "excelencia", son pocos los estudios que se inscriben en un enfoque crítico-cultural y que revierten los análisis clásicos de la sociología de la educación en los que la relación entre diferencia y desigualdad se detiene en la denuncia del incumplimiento del principio de igualdad de oportunidades, sin problematizar el lazo articulatorio entre otorgamiento de inteligibilidad a las prácticas y experiencias, y conciencia o intervención real de los sujetos escolarizados en condiciones materiales precisas.

 

Por el contrario, estos enfoques suelen reducir las marcas de distinción simbólica a formas desiguales de rendimiento escolar. Para nosotros, en cambio, las desigualdades escolares no son sólo desigualdades reales respecto del saber y del saber-hacer que se valora en la institución, sino operaciones ideológicas cuyas consecuencias materiales y simbólicas se articulan con la naturaleza explícita de las jerarquías evaluadoras en la escuela.

Por eso, la presentación del "éxito" y "fracaso" escolar como instancias excluyentes -aunque puedan alternarse- pero fundamentalmente como productos intencionales de una "fabricación" marca un punto importante de ruptura teórica respecto de los estudios que sólo cuestionan la validez de los indicadores de evaluación dominante, pero no se preguntan por sus condiciones de elaboración en formaciones históricas concretas.

 

Revisar la conceptualización que piensa a la evaluación escolar en tanto dispositivo de homogeneización de los sujetos como "alumnos" y de, al mismo tiempo, conversión de las diferencias culturales en meras asimetrías de desempeño, da lugar a una nueva y conflictiva indagación: la de las prácticas pedagógicas activadas en el trabajo escolar.

 

Desde este último punto de vista, los textos escolares pero sobre todo las actividades diarias en el aula pueden leerse como zonas donde las tensiones por el intento de imposición de un curriculum, la individuación y la compulsión a una escolaridad obligatoria producen prácticas más o menos explícitas de violencia simbólica, pero también de subversión y resistencia.

Según la lógica institucional parecería que a la escuela sólo se puede pertenecer al precio de ubicarse en una de las restringidas posiciones de sujeto en las que la institución se encuentra fragmentada. Entonces, la estigmatización -esto es, el modo específico de relación de las prácticas con la autoridad y la operación de visibilidad de las condiciones en las que se produce la lucha de clases- viene siempre acompañada de la sanción como reacción legítima ante el incumplimiento de las normas de rendimiento y de conducta escolar cuyo conocimiento previo se descuenta.

3) Trabajo escolar y proceso hegemónico

Retomando, pues, las sugerencias analíticas de la pedagogía crítica, aquí planteamos el estudio del impacto de las jerarquías formales y informales elaboradas por la escuela y aplicadas sobre las subjetividades infantiles desde un análisis que procura, por un lado, indicar la construcción de una representación específica de las desigualdades escolares y, por el otro, describir y explicar el estatuto problemático que de manera pendular adquiere esa construcción. De ahí que su abordaje metodológico deba adoptar el camino de las técnicas etnográficas y las de la interpretación en clave cultural para centrar la mirada en los actores, en la historia de sus relaciones recíprocas y con las condiciones, de sus posibilidades históricas de intervención, y en su propia biografía.

 

Plantear, además, los procesos de construcción de criterios de "excelencia" bajo la metáfora de su "fabricación" resulta de utilidad en la medida en que hace visible la fuerza de ley de los patrones de conducta sustentados en el curriculum de la escuela occidental, que tan significativamente condicionan los futuros trayectos de la vida social del sujeto violentado en su identidad de aprendiz.

 

Sin embargo, para evitar el riesgo de concebir a la institución educativa sólo como una red de relaciones dominantes, donde el poder actúa sin fisuras, es necesario incorporar como material del análisis a las estrategias de resistencia e intervención que se construyen ante la potencialidad represiva del maestro.

 

Así, en la medida en que existen intersticios donde el poder se dispersa, se concentra momentáneamente para luego desplazarse otra vez, la conflictividad forma parte constituyente del trabajo escolar, y sólo en situaciones extremas se convierte en antagonismo.

 

La viabilidad de este enfoque radica, entonces, en sus chances de concebir las imágenes de "éxito" y "fracaso" escolar como componentes de un proceso hegemónico que tiene que legitimarse a cada paso, y en la posibilidad de pensar en alternativas reales y en modos variables de reconocimiento y percepción de las diferencias frente al supuesto fatalismo de las relaciones jerárquicas, opresivas y forzadas entre alumnos y docentes.

 

4) La calidad en cuestión

 

Llegados a este punto del planteo, me interesaría detenerme muy brevemente en una de las múltiples dimensiones que intervienen en la producción de marcas diferenciadoras de las identidades escolares, entendiendo por identidad, recordemos, la actuación concreta de una posición, en vínculo con una experiencia histórica que puede especificarse.

Pensamos en el concepto de "calidad educativa" , asociado de manera conflictiva a las nociones de "excelencia", "sobreeducación" y "descualificación" en el marco del vínculo entre educación y trabajo.

Partimos de asumir que en la escuela no sólo se enseñan saberes más o menos consensuados como válidos, sino rutinas y condiciones de trabajo -el trabajo de aprender- que guardan relación con las que los niños y jóvenes deberán actuar cuando se incorporen al sistema productivo en tanto asalariados.

 

Al respecto, desde muchos frentes institucionales y académicos se insiste en denunciar un histórico desajuste entre la formación de conocimientos practicada por y en la escuela, y los requerimientos del mercado laboral. Se habla, entonces, de la necesidad de "adaptaciones" o de reformas que partan del sistema de enseñanza hacia las condiciones supuestamente "realistas" del circuito de trabajo.

La generalización de este razonamiento no lo hace menos cuestionable, en la medida en que en su núcleo la "calidad educativa" se define por el valor de eficacia que obtenga el sujeto en su rendimiento escolar, y por la capacidad del concepto para justificar la selección de los más dotados. Es decir, de los que no "fracasan".

Aplicado a un contexto ya no sólo intersubjetivo, sino interinstitucional, Fernández Enguita sostiene que "la idea de ‘excelencia’ trata de movilizar la competitividad entre las escuelas y entre los alumnos, organizando la educación como un campo de pruebas cuyo objetivo principal es la selección de los mejores", por lo que la búsqueda de la excelencia parte "explícita o implícitamente de la imagen de una sociedad dual".

 

De acuerdo con estos argumentos -que hoy tienen en el discurso de la nueva derecha un renovado espacio de actualización- la ampliación de la escolarización en América latina y en otros países de Europa occidental a partir de los años 50 trajo como efecto no deseado la contradictoria relación entre un mercado laboral que no encontraba a los trabajadores apropiados, y grandes sectores sociales con una educación "excesiva" pero inadecuada para el desempeño de su empleo.

La primera objeción que puede hacerse a este enfoque apunta a su velada crítica respecto de las ventajas de la extensión de las oportunidades de estudio a las generaciones jóvenes, en momentos en los que todavía la educación era concebida como garantía de desarrollo y movilidad social. Precisamente en este contexto la juventud se construyó como sector social articulado, por un lado, con imágenes populares de peligrosidad, como punto de quiebre de la homogeneidad social y, por el otro, como una producción específica de hegemonía donde lo joven aparecía predefinido como problema. Ahora, este doble vínculo reaparece como la justificación para ciertas demandas de control social mediante la educación, pero también para el diseño de políticas distributivas fundadas en criterios discrecionales de singularización y diferenciación cultural y social desde el mercado.

 

Es criticable, por último, el sentido del concepto de "sobreeducación" cuando se lo utiliza para desvalorizar la autonomía y la capacidad decisoria de los sujetos formados escolarmente en la participación y la igualdad de derechos, y para privilegiar un ejercicio restrictivo del poder. De hecho, es muy distinto pensar en un "exceso" de educación, que en una infrautilización de los recursos y capacidades adquiridas. Es decir, en la descualificación del trabajo como resultado de políticas concretas de ajuste económico y de retóricas puntuales que hacen de la tolerancia una estrategia de mantenimiento de los umbrales necesarios para la gobernabilidad.

 

5) Juventud, educación y trabajo

 

Los procesos de degradación del trabajo, esto es, de precariedad en las condiciones de empleo y permanencia, de pérdida de control sobre la tarea, y de deterioro del interés, golpean con singular fuerza en los sectores jóvenes pobres, donde la vulnerabilidad de su inscripción social se aproxima a la exclusión, y colaboran en la percepción de la experiencia laboral como fracaso.

 

Bajo la lógica neoconservadora del éxito social como variable que naturaliza la desigualdad en el uso y disponibilidad de las opciones, la percepción de que se fracasa en el trabajo vuelve la mirada culpabilizadora sobre la educación, en tanto área de preparación genuina en el entrenamiento socializador y laboral de los sujetos. La responsabilidad recae, así, en el sistema formador, en su incapacidad para el fomento de los saberes y destrezas que la producción requiere, y -subrepticiamente- en su falta de rigidez para la inversión en recursos que "verdaderamente" puedan garantizar su eficiencia posterior.

 

La percepción de fracaso en el circuito laboral encuentra, entonces, parte de su explicación en la imagen que el sistema educativo construyó del sujeto que no alcanzó los niveles aceptables de "excelencia". Allí, se supone, recibió la sanción que mereció por su falta de voluntad o de aptitudes o, más llanamente, por sus "desventajas socioculturales", ante un mercado con valores previamente definidos.

 

Así expuesto, la perversidad de la práctica evaluadora como mecanismo de naturalización del reparto desigual de las oportunidades por criterios de mérito personal o de "rentabilidad" potencial para el sistema productivo, parece rozar lo burdo. Sin embargo, tal vez su extrema visualidad sea su mejor protección en la tarea de evitar un análisis que articule los procesos históricos de construcción de las identidades con las formas superpuestas de exclusión e integración sociocultural. Que vincule al mismo tiempo las posibilidades reales que tienen los sujetos para reconocerse y percibir a los demás en alguna de las posiciones sociales posibles, con sus chances concretas de intervenir en la resolución de conflictos no formulados totalmente.

 

Presentada como antimonia, la relación entre educación y trabajo se agota en la acusación neoconservadora del desajuste improductivo y la ingobernabilidad política por el resquebrajamiento moral. Si se asume, en cambio, que la fragilidad, la reformulación constante y hasta el riesgo mismo de desaparición son parte de las condiciones que atraviesan las prácticas culturales de los sujetos, es posible una nueva indagación de este vínculo.

 

Entonces la inscripción de los sujetos en el entramado social mayor puede pensarse como una construcción que no está librada a la anarquía de un contexto previo, o a la intención volitiva de los actores individuales, sino más bien, al premoldeado que les imprimen las identidades construidas desde las instituciones e instancias de poder.

Porque es, precisamente, desde los espacios en los que el mapa de significados es percibido como dominante -en fricción con las condiciones de existencia de los sujetos- que las formas de integración al circuito laboral y educativo, pero también al habitacional y al recreativo, encuentran en las democracias del presente sus posibilidades o restricciones de concreción.

Silvia Lorena Elizalde

noviembre de 1997

 

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