Durante todo el viaje había conducido tan abstraído en la reconstrucción de su proyecto, que no recordaba haber sacado su Fiat Europa, gris metalizado, del estacionamiento de Plaza San Martín. Ni de haber recorrido la Avda. Fig. Alcorta a las 19 de ese viernes del mes de setiembre.
Rememoraba el diálogo que le despertó su última esperanza.
Tantos borroneos hizo a su libreto
durante el viaje, que llevado por su adquirida capacidad resolutiva -de
la que antes había carecido- ya tenía en claro que nada de
ese intento estereotipado podría servirle.
Solamente confió en lo que debía confiar.
Tenía dibujados con la precisión de un láser la razón y el objetivo de su intento.
Su hogar era el de todos los días. El de un profesional ejecutivo de mediana prosperidad. El bullicio simétrico de sus tres hijos era el mismo de todos los días. El discreto orden que su mujer había conseguido respetar y mantener después de tantas insistencias y recriminaciones, era el de todos los días.
Y Estela, ella, era también la misma de todos los días. Con las variaciones rutinarias de sus dolencias hipocondríacas. Con sus felinos ojos verdes. Y esa reserva de su modo de mirar. Vestía sencillamente. De entrecasa. Pero no podía esconder la fascinación de su cuerpo salido de la fantasía de un escultor griego. Era ella, la de sus saludos mimeografiados de todos los días.
Solamente él, Gustavo Frías, no era el mismo.
Por primera vez en mucho tiempo sentía el aleteo interior de una novedad que también podía cambiar su vida.
Cenaron después de acostar a María en su cuna, a Pedro José, y a Esteban, el más parecido a su padre, el mayor y el que de alguna manera tocaba más íntimamente el corazón de Gustavo. Quizá porque se veía a sí mismo en muchos rasgos de ese niño tímido y sufrido, incapaz de ocupar verticalmente sus propios espacios.
En realidad la cena, casi no fue cena. Estela apenas sorbió su té del régimen que se había impuesto repentinamente. El se limitó a probar unas frutas. Sin mayor convicción. Como todos los movimientos que hizo hasta que, retirado el plato para darse lugar, inició el diálogo en el que había pensado toda la semana. Para el que se había preparado. Y en previsión del cual había resuelto consultar a un psicólogo, recomendado por un amigo.
Durante nueve años habían convivido sin vivir la misma vida. Durante todos esos almanaques no había aparecido ningún asueto para el desencuentro y el recelo y los rechazos elegantes o desconsiderados.
Hasta los meses de vacaciones. Al punto que resultaba agobiador pensar en tomar juntos esas temporadas de descanso. Eran días de tensiones y peleas multiplicadas por la cercanía cotidiana. No por nada se valía Gustavo de sus funciones empresarias para justificar las llegadas nocturnas tardías.
Lo importante era estar menos tiempo juntos. No estar cerca. No estar. Acortar al máximo las horas bajo el mismo techo. Y en la misma cama.
Cuando decidió por tercera vez -y las dos primeras había desistido con las valijas hechas...- alejarse definitivamente del hogar. Separarse. No desgastarse más junto a esa mujer a la que se había unido sin amor.
Sólo para no perder a esos tres
hijos a los que sí sabía y sentía que amaba irrenunciable-mente.
Si había determinado esta vez irse sin más,
era porque ya no toleraba seguir junto a esa mujer cuyo mundo lo enervaba.
Cuyo cuerpo no había tocado en dos años de yuxtaposición
en la cama que los niños veían cohabitada cada mañana.
Quería sentir el amor recibido graciosamente, y no arrancado con súplicas y humillaciones. No podía imponerse más privaciones ni más esfuerzos. Quería saberse amado sin dádivas. No la privaría a ella de nada. Ni a sus hijos. No podía cohabitar un año más, con la estatua de la testarudez de su mujer.
Previamente se le había ayudado a ver el otro polo de la paradoja.
Su mujer no se entregaba a él generosamente. .. Pero él, ¿se entregaba generosamente?
Ella no era como él quería. .. ¿Y era él como quería ella?
Ella nunca se había esforzado por hacerlo feliz. .. ¿Se había esforzado él por hacerla feliz a ella?
Ella nunca lo prefirió a su mundo familiar. .. Y él, ¿le había hecho sentir verdaderamente que ella era lo primero en su vida?
.. ¿Alguna vez había descubierto él que Estela, ella, existía, realmente, con tantas ansias de ser amada y de ser feliz como él, y con tantas amenazas y miedo, expectativas y frustraciones como él?
Siempre que habían intentado aclarar algo lo habían imposibilitado hasta el extremo de acabar confundidos en insultos y amenazas. Y no pocas veces en golpes. Toda la casa se poblaba de gritos filosos, de gritos destructores, lanzados con todo el volumen de sus egocentrismos descontrolados.
Una cosa era sorprendente. Nunca él le había enrostrado una infidelidad. Nunca. Pero ella sí le había descubierto relaciones que intentó desanudar, sin llegar jamás a la certeza de haberlo conseguido. Ella no podía superar esa evidencia. Que a la vez era su más desoladora humillación. Y que convertía en su más acerada arma de ataque.
Cuantas noches él había
intentado hablarle con su manos, ella respondía con una espalda
que no dejaba lugar a la menor aproximación. Y hería mortalmente
cada vez más al varón despreciado.
Así las posiciones, había llegado al consultorio
con la decisión, esta vez definitiva, de separarse. Aunque la idea
sola de la soledad le resultaba penosamente desoladora.
Sin dejar de sopesar ninguno de los elementos confiados, el analista dispuso un cambio de juego.
- "Si está dispuesto a realizar un movimiento último, porque sigue sufriendo el alejamiento de sus hijos... y de su hogar, le propongo, si Ud. lo desea y lo asume, que por una vez intente dialogar con Estela.
- Doctor, ya hemos hablado demasiado. Y siempre hemos terminado en los mismos laberintos de discusiones envenenadas.
- Uds. han "discutido" mucho. Estoy totalmente de acuerdo. Pero que hayan dialogado, que hayan hablado para decir al otro lo que necesitan que el otro conozca y comprenda, de modo que verdaderamente pueda escucharlo y comprenderlo...
Creo que nunca han llegado a dialogar. Que nunca se han descubierto el uno al otro como personas reales. Que nunca han intentado arribar juntos a nada. Sí que han intentado izar la propia bandera en el fuerte conquistado. Nadie se entrega a quien vive como una amenaza a su propio ser.
- Eso es imposible. Imposible, doctor.
- Si lo pretende de un día para otro, sí.
Pero si acepta construir el encuentro con la fortaleza de quien siembra hoy para cosechar mañana, es posible que vea la cosecha.
- No sé...
- Si lo acepta, si está dispuesto a hacer un último esfuerzo, que por otra forma sería una forma correcta de saldar sus deudas y prevenir angustias, sabiendo que hizo todo lo que estaba a su alcance, intente a acercarse a ella, y dígale cordialmente lo que necesite decirle. Y no acepte discutir. Ni siquiera cuando ella lo impulse a ese terreno. Y escúchela. Dígale que necesita escucharla. Comprenderla. Por todo lo que no la escuchó y comprendió antes.
Este era el texto que revisaba durante su vuelta a casa ese viernes que no recordó una sola imagen del camino. Y ahora estaban allí, mirándose de cerca, bajo la luz ténue de una lámpara.
- "Estela, tengo necesidad de conversar con vos. Mucha necesidad.
- Sí, ya lo sé... Para que vuelvas a enrostrarme mi familia. Mi modo de ser. Para decirme que no sirvo. Que nada mío te resulta agradable. Sí, ya sé.
- No podemos seguir viviendo así.
- ¡Andate! Si total, aquí se te ve sólo de noche. Y siempre cansado. Y los momentos que no puedes evitar tu presencia aquí, te molesta todo. Los niños. Las visitas. La casa. La presencia de algún familiar mío. Solamente te interesa sumergirte en el diario y en la tele.
Ya sus ojos se habían encendido para el ataque. Ya su voz había adquirido el timbre insoportable de su impenetrabilidad, cuando Gustavo iluminó las tinieblas incipientes con una descarga de luz, que precipitó un cortocircuito desconcertante.
- "No, Estela. No. Ya hemos peleado lo suficiente. Ya nos hemos destruido más allá de lo tolerable. Ya no quiero ganarte. Ya no quiero herirte. Creo que es tiempo de empezar a escucharnos para saber quienes somos y qué nos pasa. Quiero empezar a escucharte. Necesito empezar a saber lo que sientes."
Tal fue el desconcierto de la mujer
que no supo reaccionar de otra forma. Se levantó y se retiró
herméticamente. A dormir. Y Gustavo cuidó conscientemente
de no intervenir más allá.
De no perturbar la turbación que había
producido, sin la menor intención de herirla, sino con la inédita
y real necesidad de acercarse... Quizás de amarla...
El silencio duró hasta que lo rompió Gustavo. Esa conversación trunca había desaparecido del depósito. Pero operó en los cimientos del desencuentro.
Cuando en la sesión siguiente -porque pactaron reencontrarse algunas veces-, comentó lo sucedido, entre desilucionado y ansioso, la voz serena y pacífica del analista lo volvió a la esperanza.
- "Es un buen comienzo, Gustavo, ¿no lo cree?
- Sólo creo que estoy perdiendo el tiempo. Es de piedra.
- No estoy tan seguro como Ud. Si ya abrió ese surco, y decide continuar la empresa, vuelva a él en un tiempo prudencial. Ayúdela a incorporar la tremenda novedad de su actitud. Y no ceda absolutamente a la incitación de lucha.
Cuando volvieron a estar solos, en la penumbra de la lámpara de pie, noches después, la invitación de Gustavo encontró una mirada atemperada y casi expectante.
La había desconcertado profundamente
la conducta inesperada de su marido durante esos cinco días. Su
respeto al no violentarla a conversar de lo conversado. Su permanencia
cálida en el hogar. La complacencia de algún pequeño
gusto suyo. Y ese modo tan extraño de invitarla a hablar sin ataques
ni intentos de supremacía. Casi como invitándola a comer
un pan blando y sano, si tenía hambre.
Y Estela tenía hambre. Como lo tenía él.
Y temor de esa aventura no vivida nunca. Como lo tenía él. Y un anhelo hondo de encuentro; como tenía él. Y retiró ligeramente las barreras.
Y después de una hora de decir y escuchar, sonrió. Desconcertada y feliz. Aunque un viejo inquilino de su alma la mantenía alerta. No era poco lo vivido.
Y Gustavo no terminaba tampoco de confiar en lo que estaba sucediendo. Pero algún hada misteriosa le decía que sí. Que era posible caminar ese camino. Que se hacía al caminar. Y esa noche no cobijó ninguna revolución. Las siembras no maduran en un día.
Pero el despertar fue más claro
que otros despertares. El beso desacostumbrado de su mujer le estaba diciendo
que ese camino era posible. Que podían intentarlo. Que estaba dispuesta.
Que sí.
Y la semilla siguió su curso. Bajo tierra.
Esas semillas no han aprendido, y saben que nunca podrán aprender, a germinar sin tiempo. Porque no aprenderían a ser lo que todavía no son. No aprenderían a ir siendo lo que en el camino descubrirán cada jornada. Ni a crear su consistencia para ser planta y desafiar los riesgos de la vida. Los días y las noches. Las brisas y los huracanes, y los soles del amanecer y del cenit.
La última carta de Gustavo a un amigo suyo, que jugaba al amor en términos equívocos, en la lejana Jujuy, donde lo destinó la empresa, decía:
"Querido Pablo:
Si te dijera que el amor es posible, me tomarías por un reblandecido. Si te dijera que soy lo feliz que se puede ser, con mi mujer y con mis hijos, creerías que estoy comenzando una novela rosa. Y sin embargo te lo quiero decir. Pero para que me entiendas no puedo callarme lo que sucedió en mi vida, y que hizo posible que esto fuera así.
Un día empecé a darme
cuenta de que el amor es algo más que una emoción, que puede
estar y puede no estar. Que puede estar y es maravilloso vivirla. Y que
puede no estar y se convierte en el trampolín de la profundidad.
En el acicate para descubrir al otro ser tanto como a vos mismo. Y para
querer ayudarlo a vivir, a superar sus límites, y su soledad, sus
dolores humanos, con tu presencia y tu entrega. Y todo esto comenzó
entre nosotros el día que dejamos de verificar méritos y
culpas en discusiones inacabables, y nos dedicamos a comprendernos mutuamente
en una actitud riesgosa de decirnos y escucharnos legalmente. Humanamente.
Creo que nunca habíamos dialogado hasta entonces. Sólo habíamos
intentando asegurarnos de nuestros miedos y de nuestras inseguridades y
demandas infantiles, que no nos permitían ver que cada uno solo
era un pobre incapaz de salir de su pobreza. Pero cuando empezamos a compartir
nuestra pobreza, sin ningún cálculo, empezamos a sentir el
gozo de una nueva vida. Y no intentaré ahora convencerte de ella.
De que es posible y existe. Sé que estas realidades no se pueden
contar. Pero si lo intentas, comprenderás y sabrás que es
real cuando lo vivas.
Tu amigo. Gustavo Frías".
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