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La Guerra


Todavía los hombres se odian? Se odian y se matan como chacales hambrientos. ¡Qué conmoción tan honda sufre la humanidad cuando la ambición ilímite destierra la piedad y el amor del corazón de los hombres, y los lanza a una lucha sangrienta de hermanos contra hermanos!


Juan era feliz y vivía con su madre y hermanas en una casita que era todo primor y encanto. El era joven, sano y fuerte como un torbellino de esperanza. Poseía una franja de tierra a la cual mimaba con sus canciones mañaneras y llenas de sol.
Juan soñaba con la dicha de la humanidad entera cuando las flores de su jardín decíanle en plática de amor:


-Fíjate en nuestro destino: perfumamos el ambiente porque somos esencia y belleza de la vida. Después nuestros pétalos rodarán de aquí para allá al impulso del viento para constituir la vida de otras plantas. Somos parte de todos los jardines y esencia de todas las esencias.


Y Juan, interpretando a cabalidad el sentido de este evangelio agreste, solía responder a las flores:
-Yo también multiplicaré la esencia de mi espíritu y esta tierra será pan de hambrientos cuando doren los frutos…

Pasó el tiempo…
Un día sonó el clarín de guerra y Juan se agazapó contra la empalizada de su jardín para librarse del atropello; pero los hombres armados de fusiles se lo llevaron en nombre de la Ley.










Allá en el horizonte se levantaba una densa cortina de humo rojizo. Las ametralladoras funcionaban sin cesar en el ambiente convulso y trágico del campo de batalla; los aparatos de bombardeo cruzaban rápidos y violentos el cielo impasible y terso. Los hombres caían fulminados como hormigas y era un solo clamor la tierra hirviente.
Y en medio de estos horrores, Juan luchaba como una fiera destrozando pechos, atropellando niños e incendiando hogares.

Ahora presenciamos el regreso.


Aún hay sangre y lodo en la piel tostada de los hombres que vienen maltrechos de esperanza; pero ¡oh, destino! Juan encontró la casa vacía; y entonces, un desgarramiento fatal se apoderó de su alma, gritando con toda la fuerza de su esperanza herida, al tiempo que agarraba algo que brillaba en su pecho:


-¡Esto es el pago de tantas y tantas vidas, y dicen que la vida no tiene precio!
Y riendo y llorando como un endemoniado, arrancó las medallas de su pecho y las arrojo al suelo. Después, trataba de herir a los que pasaban con pedazos de hojalata, piedras y trozos de madera…


De nuevo intervino la ley, asegurando las puertas con soportes de hierro para que sirviese de manicomio su propia casa.


Yo he pasado muchas veces cerca, y cuando le grito desde el camino:
-¡Adiós Juan! El inclina la cabeza, llora por un momento y después rompe a reír estrepitosamente.