La
Montaña Imprevista
¡Qué magnífico espectáculo! Cuando contemplamos una montaña inmensa. Creo que
nuestros ojos no podrán admirar nada más majestuoso en la vida. Pero si tuviése que
pasar esa gran montaña, ¡qué reacción tan fuerte sufriría nuestro espíritu!
Entonces, la desearíamos pequeñita, sin guijarros ni ráfagas heladas.
El sol pasa todos los días en su punto más alto y sin detenerse jamás. El día de
mañana es también una montaña pequeñita que pasaremos en un puñado de horas
luminosas. Jamás hemos dejado de pasarla un solo día; pero con frecuencia nos detenemos
en el árbol más frondoso, sorbemos de la fuente más clara y alargamos el brazo hacia la
fruta madura. Sin embargo, sentimos una brusca turbación en el alma cuando el alba
descorre su cortina de topacio y nos alumbra el día. Y pensamos con pasmosa indolencia:
¡quién hace esto o aquello, qué ruda la vida y estrecho el camino!
Piensa ahora, si el agua fuese amarga, el pan duro y la fruta ácida, ¿hubieras pasado
una sola vez en tu vida esa imprevista montaña que se llama día?
Calza tus ligeras sandalias, baña tu alma en la gracia de la aurora y emprende la marcha
hacia la meta azul de la montaña. Y cuando arribes a la orilla del nocturno puerto, dí
como el sol que siempre la cruza: mi verdadera tarea empezará mañana; porque hoy pase la
montaña imprevista tan confiado y alegre, que fue un sueño mi viaje del oriente hasta el
occiente de la tierra.
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