2. EL FRANCOTIRADOR
MÚSICA: "Neptuno, el místico", de "Los Planetas" Opus 32, de Gustav Holst (7´45")
La avenida estaba vacía. El sol iluminaba las ruinas y cascotes
de altos edificios heridos mortalmente en su orgullo, mostrando las
crueles heridas de los impactos de la artillería en sus fachadas.
Allí, una casa de tres plantas mantenía una pared en pie
sobre los ladrillos destruidos de lo que antaño fue una hermosa
casa familiar. A su lado se veían los restos ennegrecidos de un
alto y moderno edificio de trece pisos destruido por el fuego. Frente a
ellos destacaban los hierros del hormigón de una manzana entera de
casas, volada por fanáticos no combatientes. En aquella soledad
destacaban los coches, aparcados o atravesados en mitad de la avenida.
Presentaban numerosos impactos de bala, testigos mudos de los combates allí
celebrados por la posesión de unos metros de acera.
Aquel silencio opresivo era roto de vez en cuando por el ruido seco de
algún disparo aislado dirigido contra los infelices ciudadanos que
pretendían escapar del asedio. Las tropas de defensa estaban
desplegadas en la acera de la avenida más cercana al centro de la
ciudad. Los atacantes habían abandonado aquel sector, poniendo
vigilancia en su lugar para evitar avances no deseados. También habían
permitido la ubicación de los temibles francotiradores.
Ese era el paisaje que el hombre tenía frente a sí. Impertérrito,
observaba la avenida con ojos penetrantes, como el águila acechante
en la pradera. Vestía una mezcla variopinta de uniforme militar y
traje de caza, acorde con la macabra tarea que llevaba a cabo. Su barba
descuidada y su pelo sucio y despeinado delataba a un ser solitario, lejos
de todo esteriotipo militar sujeto a un mínimo de disciplina. Ellos
aprovechaban su odio y su pretensión de hacer la guerra por su
cuenta para vigilar aquel sector. A un lado, un fusil de acero, pulido y
brillante, con culata de madera ennegrecida por el roce de innumerables
manos. Al otro lado, un petate que un día habría sido sin
duda alguna de color caqui. Medio vacío, en su interior se
adivinaban latas de conservas, la única comida del hombre en
aquella situación. Llevaba una semana deambulando por la avenida,
sembrando la muerte a su paso. Desde entonces, había despachado una
veintena de infelices cuya única culpa había sido cruzarse
con aquel hombre.
Su mano jugueteaba con un visor. De vez en cuando se lo acercaba a sus gélidos
ojos. Impasible, recorría la vista sobre los cinco cuerpos que había
abatido aquella mañana buscando un indicio de vida que extinguir.
Tres jóvenes, un señor mayor y una chica. Los tres jóvenes
habían caído junto a sus armas. El hombre separó el
visor de su cara. Escupió en el suelo. ¡Eran enemigos de su
causa...! Hizo bien en matarles. El señor mayor pretendía
cruzar la línea de fuego agitando un pañuelo blanco. ¡Cobarde...!
¡Los hombres deben luchar y pelear...! La chica iba a ofrecer sus
favores al enemigo, ¡seguro...!. ¡Era una guarra...! Había
que eliminarla. Con el visor delante de sus ojos, enfocó a la cara
de la chica. Contempló una expresión de sorpresa reflejada
en la expresión sin vida del cadáver.
Sus órdenes eran claras y tajantes. Nadie debía cruzar
aquella avenida. Ningún civil debía abandonar la ciudad
sitiada por aquel sector. Todos debían perecer en aquel horror. ¡Esos
canallas habían matado a su mujer...! Le habían quemado la
casa en su ausencia, con ella dentro. Una tea encendida, en eso
convirtieron a su compañera. Ella, que no había hecho mal a
nadie. Su único pecado consistió en creer en otro dios... y
sus vecinos no se lo consintieron. ¡Dios...! ¡Siempre Dios...!
En su santo nombre sus enemigos le quitaron la vida con aquella muerte
horrible. Por esa razón, nadie cruzaría vivo aquella avenida
que él vigilaba. El vengaría a su mujer.
...
Encendió con cuidado un cigarrillo. Anochecía y el
resplandor de la llama podía delatarle. Sabía que los
odiados occidentales estaban patrullando los edificios derruidos en busca
de francotiradores. Una guerra sorda, al margen de la que informaban los
apestosos periodistas, siempre ávidos de tragedias para ofrecer
morbo a sus lectores o televidentes occidentales. El ya había
despachado tres buscadores. No supo de que nacionalidad eran. Yanquis o
británicos, seguro... ¡Mierda anglosajona en cualquier
caso...! La humanidad no había perdido nada importante con la
muerte de aquellos tres indeseables.
...
Amanecia un nuevo día. El sol avanzaba lentamente iluminando
aquel escenario de horror y pesadilla. El hombre distinguió a lo
lejos un movimiento leve. Inmóvil, acercó a su ojos el
visor. Identificó a dos buscadores. ¡Cerdos anglosajones...! ¿Qué
c... hacían en esta maldita guerra que no era la suya...? Siguió
sus movimientos con el visor. Quería disparar, pero debía
matar a los dos... y tan solo tenía ángulo para liquidar a
uno. ¡Mierda...! Si disparaba, el segundo le descubría sin
duda. Les dejó alejarse. Su boca esbozó una leve mueca
despectiva. Sonrió.
...
El hombre se acercó al descuidado petate. Sacó una lata
de su interior. Leche condensada, para desayunar algo. La abrió y
chupó la tapadera de metal. Dulce... estaba dulce... Buscó
una cuchara con los ojos. Iba a cogerla cuando distinguió por la
ventana otro movimiento rápido. Todo su cuerpo se tensó,
prestando atención. A lo lejos, corriendo entre los destruidos
coches, dos personas avanzaban con sigilo. Tan solo los ojos del hombre,
acostumbrados a aquella solitaria desolación, podían
identificar aquel cauto movimiento. Lo observó con atención
de cazador. Depositó con cuidado la lata de leche condensada en una
estantería de la habitación y se dirigió a su puesto
de caza. Con gesto experto, colocó el visor en la meseta superior
del fusil. Sacó la petaca del cargador y comprobó su
interior. Tenía una decena de cartuchos en él. Dos disparos,
tal vez tres, serían suficientes.
Sin dejar de observar a sus nuevas víctimas, encaró el
arma. En el visor se le ofreció la imagen de una joven. El hombre
frunció el ceño. Desencaró el fusil visiblemente
alterado. ¡No deseaba matar de nuevo a otra muchacha....! Volvió
a encarar, dirigiendo el arma a su otro objetivo. Contempló la
espalda de un joven. Pudo apretar el gatillo, pero algo le detuvo. La
vacilación fue suficiente para que el muchacho, ignorante de la
suerte que le aguardaba, se resguardara tras un acribillado vehículo.
El hombre pudo observar a través del visor cómo su brazo se
agitaba invitando a la joven a avanzar. El hombre giró lentamente
el arma hacia la izquierda, y contempló a la joven avanzando
despacio, agachada, mirando a ambos lados de la avenida. Confiada, se
apresuró a correr en busca del refugio que le indicaba el joven.
Sonó un disparo. El hombre, sin saber muy bien porqué, había
apretado el gatillo. El impacto golpeó el muslo derecho de la
joven, que se vio precipitada al suelo sin decir una palabra. El hombre
quedó sorprendido por lo que había hecho nuevamente.
Desencaró el arma y bajó de su puesto. Arrojó el
fusil sobre el ajado petate y, visiblemente alterado, sacó una
pistola del cinto. Se sentó sobre una sucia caja de botellas vacías
y exhaló un aterrador grito de desesperación. Apoyó
la pistola en su sien y cerró los ojos con fuerza. Unas lágrimas
asomaron en sus ojos. Pensó en su mujer... Clamaba venganza.
...
El hombre se serenó. Guardó la pistola en el cinto y,
pausadamente, se sentó de nuevo en su puesto de caza, frente a la
ventana. A lo lejos veía al joven arrastrar a la muchacha. Cogió
de nuevo el fusil. Comprobó que el cerrojo estaba adelantado,
aprisionando un cartucho en la recámara. Lentamente, apuntó
hacia el joven. Su cuerpo encorvado arrastrando a la chica apareció
nuevamente en el visor. El semblante del chico estaba visiblemente
desencajado. Sentía miedo. El hombre dirigió el arma hacia
la joven. Tenía la cadera destrozada. No podía ponerse en
pie y debía arrastrarse. El joven le había dado la vuelta y
le arrastraba por los sobacos hacia el improvisado refugio que eran los
vehículos del centro de la avenida. El hombre desencaró el
arma y calculó mentalmente la distancia. Unos cincuenta metros.
Pensó para sí que no era suficiente para que el joven
salvase la vida. Volvió a encarar el arma, apuntando cuidadosamente
a la cabeza del joven. Ésta se le apareció en el visor en
toda su plenitud. Veía cómo sus labios se movían,
dando ánimos sin duda alguna a la chica. El hombre oía en la
lejanía el murmullo de aquellas palabras, pero no distinguía
lo que decían. Oyó un cambio de entonación y supuso
que la joven contestaba, por lo que dirigió el arma hacia ella. En
el visor apareció su cara, desencajada por el dolor. Volvió
a apuntar a la cabeza del joven.
...
El hombre dudaba. Necesitaba un motivo. Algo que justificase aquella
muerte. Por esa razón se había separado de su unidad, casi
desertado de ella. Desde la atroz muerte de su mujer el patriotismo no le
parecía razón suficiente para hacer aquella estúpida
guerra. Ahora tenía una razón más poderosa para
matar. La venganza... venganza sobre sus vecinos... venganza sobre todos
aquellos que permitieron que su amada compañera le fuese arrancada
de aquella manera tan cruel. Para ello necesitaba alimentar su odio. La
soledad era su mejor compañía. Nadie perturbaba sus sombríos
pensamientos. El la había querido con locura, la había amado
apasionadamente. Ahora estaba muerta. La habían quemado viva. Sus
hermosos cabellos habían ardido como un arbusto seco en el verano,
convirtiendo su cabeza en un tizón carbonizado. Antes la habían
violado. Tres asquerosos enemigos habían profanado aquel joven
cuerpo que tantos momentos de placer le había ofrecido. El hombre
no dudó. Apretó el gatillo.
...
Un disparo seco profanó el silencio de la avenida. El joven salió
despedido con la cabeza destrozada. La muchacha, liberada de la tracción
que ejercían sus manos, profirió un terrible grito de
angustia al comprender la trágica verdad. Aquel grito penetró
como un cuchillo en el alma del hombre, hiriéndole en lo más
profundo. Los ojos del hombre se vieron invadidos por una espesa y húmeda
cortina que le impidió contemplar la escena. Apartó el fusil
de su lado, buscando algo en el bolsillo derecho del pantalón. Sacó
un sucio y arrugado pañuelo con el que se enjugó sus lágrimas.
Debía finalizar la tragedia comenzada. Luego se pegaría un
tiro con la pistola, acabando con todo esto. Agarró con energía
el fusil y apuntó a la cabeza de la chica. En el visor aparecieron
los ojos de ella, que le habían descubierto en el refugio de su
ventana. El hombre se sobresaltó inquieto y evitó la mirada,
sintiéndose obligado a desviar la suya y a desencarar el arma. ¿Qué
hacer...? Por primera vez en una semana una de sus víctimas le había
mirado a los ojos. La pieza de caza cobraba vida individual. Volvió
a encarar el arma. Allí estaba ella, esperándole. Le miraba
preguntándole porqué... Porqué había matado a
su chico... Porqué quería matarla a ella... Aquella muchacha
estaba pidiéndole explicaciones... Ellos tan solo habían
querido huir de aquel horror. Aquellos ojos imploraban algo... y el hombre
no sabía qué hacer.
...
Volvió a mirar por el visor. La melena de aquella muchacha le
recordaba la cabellera de su amada. El hombre respiró
profundamente, tratando de tranquilizarse. Ella seguía mirándole,
implorando una acción de él. Estaba pidiendo la muerte o el
perdón, pero no aquella situación de incertidumbre. El
hombre acarició el disparador de su arma con el dedo índice
de la mano derecha. Apretó poco a poco la pieza. Inconscientemente,
su atención se distrajo hacia los ojos de la muchacha. ¡Eran
verdes, de una brillante intensidad...! Le parecieron preciosos... El
hombre no podía matar aquellos ojos... Merecían ser amados,
como lo fueron los de su compañera...
Se levantó, inquieto. Paseó por la destartalada habitación
que le servía de cobijo. No sabía que actitud tomar ante
este hecho... Sumido en su desconcierto, sus zancadas eran vacilantes. ¿Qué
hacer...? ¿Porqué había dirigido su mirada hacia la
joven...? ¿No era suficiente la sangre derramada en aquella vorágine
de dolor? Un grito le sacó de su postración. Provenía
de la calle... Regresó a la ventana. Fuera, la muchacha se
arrastraba penosamente... No se dirigía hacia el seguro refugio que
ofrecían los coches acribillados, sino hacia él, hacia su
ventana. El hombre se asustó. Agarró de nuevo el fusil y
buscó a la muchacha con el visor. Allí apareció
ella... Su cara llena de lágrimas, balbuciendo palabras que él
no alcanzaba a comprender... De cuando en cuando se detenía y dirigía
su mirada hacia la ventana donde estaba el hombre. Su mirada imploraba
algo... Sus palabras iban dirigidas a él. ¿Suplicaba la
muerte... o el perdón...? ¿Pedía explicaciones por la
muerte de su chico... o por próximo final...? ¿Porqué
no les había dejado escapar de aquella guerra...? El hombre no lo
sabía, y se mostraba aturdido. Por primera vez en aquella semana,
lloró amargamente... estaba llorando de pena... Lloraba por la inútil
muerte de su mujer... por las veinte vidas arrancadas aquella semana...
por el chico que acababa de matar... por su propia crueldad...
Y lloró por aquella chica... Tomando el fusil, comprendió
la verdad de lo sucedido y apuntó cuidadosamente a un punto
cualquiera en la frente de la muchacha entre aquellos hermosos ojos
verdes... Las lágrimas le impedían apuntar con claridad...
No importaba... La potencia del visor corregiría aquel efecto... El
hombre comenzó a gemir en alto... Cerró los ojos y acarició
el gatillo... Pero no podía apretarlo... Algo le impedía
segar aquella vida... Aquellos ojos verdes le imploraban el cese de tanto
horror...
El hombre arrojó el fusil lejos de sí... Llorando, se
cubrió el rostro con sus manos... Desesperado, se sentó en
la caja de botellas vacías... De pronto, se sobresaltó...
Reconoció dos hombres de uniforme... ¡Mierda...! ¿De
donde habían salido...? Como un animal acorralado, se levantó
de un salto dispuesto a atacar... Sonaron dos disparos secos... El hombre
cayó al suelo, mortalmente herido en el pecho... Sus ojos se
fijaron en el brazo de ambos hombres... llevaban cosido un parche con la
bandera de la Unión Jack... ¡Finalmente, los malditos británicos
le habían descubierto...!
Oyó los sollozos de la muchacha que había dejado tumbada
en la calle... recordó aquellos ojos verdes que le habían
hablado, preguntando porqué... algún día ofrecerían
su brillo a un ser amado... Y vio su querida mujer... allí delante,
bella, radiante, sonriente, junto a los británicos, que no se
apercibieron de su presencia. La mujer se arrodilló lentamente
junto a su hombre, sujetando la cabeza entre sus brazos... Le besó
tiernamente sus cabellos... Le habló con suavidad... Le ofrecía
su amor, su amparo... Ya no sufrirían más aquella guerra...
...
Y el hombre expiró...
FIN
