10. LA CACERĶA

Tumbado en el rastrojo amarillo, el hombre divisaba a lo lejos cómo avanzaba la caravana de aquellos orgullosos vehículos todo terreno dispuestos a sembrar la muerte en derredor durante las próximas horas.

Había asistido minutos antes al tumulto formado delante de la casa del guarda en el momento del sorteo. Jóvenes bien vestidos con caros conjuntos marrones y verdes mostraban ufanos diseños de la última moda. Ellas completaban su tocado con sombreros a juego, adornados con plumas de ave e insignias con motivos de animales. Junto a ellos paseaban orondos gordos hombres maduros, contentos de poder escapar por unas horas de la oprobiosa rapidez y agobio de la vida de ciudad. Todos venían montados en caros y lujosos vehículos cuatro por cuatro, sucias las ruedas y los bajos por el barro del camino, producto de la última lluvia de aquel invierno. Formaban ruidosos corros, hablando de negocios pospuestos, de proyectos futuros, de naderías vacuas. Unos tomaban de pie unas enfriadas migas que horas antes había cocinado un guardés en una de las cocinas de leña de las casas de los campesinos de la propiedad. Otros extraían de sus fundas de cuero costosos fusiles y escopetas, tiro a tiro o de repetición, y se las mostraban orgullosos a sus improvisados vecinos y que el azar juntaría como compañeros de caza por unas escasas y breves horas.

La mañana era fría, pues el sol había salido hacía escasos minutos. Sentado frente a una estrecha y frágil mesa de madera, uno de los organizadores mostraba un largo y apestoso puro habano en su mano izquierda y bebía sorbos intermitentes de una pequeña copa de cristal que contenía las imprescindibles gotas de cazalla que su gastado cuerpo necesitaba para combatir el frío. Con su mano derecha anotaba el nombre del cazador asignado al puesto que acababa de sortearse. La confusión reinante en derredor suyo era tal que el empleado que realizaba el sorteo debía de gritar una y otra vez el número extraído para llamar al afortunado que lo poseía y pedirle su nombre. Sucias y viejas furgonetas discretamente aparcadas eran testigos mudos de aquella algarabía. Amontonados como en un vagón de ganado, llevaban en su interior silenciosos perros que formarían las rehalas que levantarían la caza. Los guías de los perros se destacaban del resto por su típico atuendo campero, que incluía fuertes botas, zamarra de lana y gorra. Merodeaban entre las furgonetas intercambiando opiniones y experiencias recientes. Finalizado el sorteo y la penosa tarea de organizar los convoyes, los vehículos abandonaron la explanada de tierra rumbo al monte.

Quedó sola la explanada. Solo el hombre con sus hijos, mirando con escalofríos la lejanía del monte. Un silencio sepulcral invadió sus alrededores, presagio de la matanza que allí iba a cometerse.

Desde su improvisado observatorio, el hombre dirigía sus prismáticos sin orden aparente hacia el cercano monte. Vio como las manchas se iban poblando paulatinamente de ávidos cazadores que subían resollando dispuestos a disparar sobre ciervos y jabalíes. Allí uno se sentaba, otro con una manta se arropaba, a su lado una joven pareja intercambiaba fugaces besos aprovechando su escondite. Más arriba otro quedaba quieto en actitud vigilante, con el fusil en ristre entre sus manos y un especial rictus en el semblante que denotaba la importancia que merecía el acontecimiento. Uno al tiempo sacaba el pañuelo para sonarse la nariz, provocando las iras de sus compañeros más inmediatos por el ruido producido, mientras que otro daba gusto a una pequeña petaca plateada que sacó de una mochila y que contenía, a buen seguro, un aguardentoso licor.

Por fin sonó la trompeta. El hombre y su hijo se miraron con emoción. Era la señal del comienzo. A ellos llegaba la señal inconfundible de los ladridros de los perros, desplegados en columna rehala arriba rehala abajo y debidamente azuzados por sus expertos dueños. La voces de éstos inundaron todo el monte con sus típicas interjecciones con las que iban guiando a sus duros animales. Un movimiento se observó. Una gentil gazela, completamente asustada, cruzó veloz la manga de enfrente. No era blanco de las balas, según las reglas de las cacerías, por lo que nadie disparó sobre ella, aunque más de uno la encaró para poner a prueba sus habilidades, reflejos y posible puntería. De pronto en la lejanía, al otro lado del monte, sonó un temprano disparo. El hombre se sorprendió. Sonó seco y como un trueno retumbó en la soledad de la mañana. Siguió otro, y luego otro, señal de que alguna pieza había sido abatida. Su corazón se encogió.

La mañana seguía fría, pues el sol se negaba a calentar los hechos que contemplaba. A su lado, el hijo del hombre callaba, sumido en vete-tu-a-saber qué extraños pensamientos, observando en silencio la quietud de la espesura y escuchando hipnotizado el ladrido de los perros y los gritos de sus dueños. De pronto se sobresaltó, señalando al hombre en silencio un lugar con la mano. El hombre miró en esa dirección. Algo se movía frente a ellos, entre la maleza. Avanzaba lentamente, parándose cada pocos pasos. Perfectamente camuflado entre la espesura del monte, había querido la casualidad que el hombre y su hijo pudieran ser testigos de su avance, aunque no distinguiesen con claridad al animal. El hombre le encaró con los prismáticos. Un hermoso ejemplar el ciervo adulto se le apareció con todo su majestuoso esplendor. Su gruesa cornamenta, bien desarrollada, destacaba sobre su altiva cabeza, quieta con la mirada fija en atenta vigilancia. El hombre pudo contar hasta ocho puntas en cada cuerna. Dieciséis puntas en total lo convertían en un preciado trofeo. El hombre se entristeció. Pensó que sin duda vería su cabeza por la tarde junto al resto de los cuerpos abatidos en el día. Recordó con nostalgia los atardeceres de fines del verano pasado en los que la berrea de los machos acompañaba con sus sones sus hermosos paseos entre las centenarias encinas juntos sus seres queridos. Aquel macho que se le mostraba enfrente tuvo entonces sus momentos de gloria, peleando con otros machos y venciendo a buen seguro por la posesión de las gentiles gacelas que caracoleaban a su alrededor en busca de alguien que saciase su celo y diese su temporal protección. Luego abandonaría a las hembras y se refugiaría, solitario, a pasar los rigores de los fríos en el cálido y seguro refugio que ofrecía aquella intrincada maleza del coto, hasta el día en que debiera de reanudar el amoroso ritual. ¡Mas antes había que pasar la dura prueba de sobrevivir a la cacería...!

Pasó los prismáticos a su hijo que, excitado y con ojos brillantes, seguían en la espesura el rastro dejado por tan hermoso animal. Ambos comprendieron las intenciones de aquel macho. Para sobrevivir al acoso, debía de atravesar una manga, refugiarse de nuevo entre la maleza y cruzar el espacio muerto y despejado que le había de llevar al cerro vecino, donde aquel día no se daba la cacería. El hombre calculó que sería una larga carrera de unos doscientos metros, con la incertidumbre de la muerte segura acechando a su espalda. Si lo veía cruzar un cazador, lo abatiría sin piedad.

El macho aún disponía de tiempo para pasar la primera prueba, pues los perros estaban llegando a la mitad del monte, donde pararían para que los dueños y guías de las rehalas coordinaran entre ellos el cruce de la manga que señalaba el medio. Pero siempre quedaba el riesgo de los perros punta, lanzados solitarios para explorar en vanguardia y poner la caza en alerta.

El hombre tuvo la sensación de que aquel ejemplar de ciervo macho le recordaba algo. Lo comentó con su hijo y éste le confirmó que así era, que la cabeza expuesta en el salón de la casona grande de la propiedad tenía también dieciséis puntas, y que un mechón blanco adornaba la punta de la oreja derecha del trofeo, como lo hacía con el macho que tenían delante. El hombre se sorprendió de la capacidad de observación de su hijo y le pidió los prismáticos. Enfocó a la cabeza del animal y observó con estupor que su oreja derecha presentaba en efecto una distorsión blanquecina en su punta. ¿Qué significaba aquello...? Bajó asombrado los prismáticos y recordó que el año anterior el ejemplar expuesto en el salón había sido rematado por el dueño de la finca en un acto de piedad, al encontrarlo malherido al día siguiente de una cacería, con la cadera rota por un disparo y con las patas traseras destrozadas por el esfuerzo realizado para escapar de la ferocidad de los perros. El hombre acompañaba al dueño de la finca, y asistió compungido a los últimos estertores del bicho, que antes de expirar tenía fija obstinadamente su mirada en el atónito hombre, como queriéndole transmitir una última voluntad. Un escalofrío recorrió la espalda del hombre al recordarlo.

- No le matarán, ¿verdad, papá...? - preguntó el muchacho a su padre.

Aquella pregunta retumbó en los oídos del hombre. Tenían delante sin duda el hijo de aquel macho tan hermoso que presidía el salón. Con una baja ya bastaba... había que salvar a ese otro... Pero... ¿qué podía hacer él...? Nada. Su impotencia le encogió el corazón. Cogió la mano de su hijo y la apretó con afecto. Una lágrima asomó en los ojos del muchacho, pues como el hombre, comprendía que las posibilidades de sobrevivir que tenía aquel ciervo eran escasas.

- No hijo, no lo permitiré.

Pasaba el tiempo y los perros se acercaban. Sus ladridos se oían con más nitidez. A lo lejos, entre los claros que había en la cima del monte, ya se les veían ir y venir siguiendo el rastro de algún jabalí herido. Los disparos se sucedían espaciadamente. El hombre miraba a través de los prismáticos la expectante espera de los cazadores de la manga que tenía frente a él. Todos ellos esperaban impacientes la aparición de la caza azuzada por los cercanos perros y aparecían excitados por los numerosos disparos que llegaban a sus oídos. El momento deseado no se hizo esperar. Un certero disparo efectuado a quince metros abatió un negro jabalí que se aprestaba a cruzar en solitario el vacío terreno que cruzaba la manga. La cercanía del sonido sobresaltó al hombre, a pesar de lo esperado del mismo. Enfocó la pieza recién cobrada. Allí reposaba el marrano, de espaldas a él, inmóvil... De improviso recordó a su ciervo... Lo buscó con la mirada y no lo encontró donde había estado antes. Su hijo le hizo señas para que buscase en otro lugar. Lo encontró unos metros más arriba, entre las peladas rocas rodeadas de intrincada maleza cercanas al lugar donde el jabalí había sido abatido. Se detectaba movimiento en la manga. Sonaban las hojas de la maleza, retumbaba el trote de los cervunos, y los disparos comenzaron a prodigarse. Se vio una gazela cruzar a toda velocidad, seguida de un varetillo que nervioso seguía atento tras su madre... Más abajo otras dos hembras, completamente despistadas, se asomaban al claro dudando qué hacer... Tres jóvenes jabalíes cruzaron uno tras otro, mientras caían sobre ellos mortíferas balas que tumbaron a dos... Un ciervo macho cruzó, aumentando la confusión... no tuvo suerte y en la mancha cayó... por detrás una cierva su cuerpo muerto saltó dando un postrero homenaje a su porte y esbeltez... Dos ciervos más, elegantes y veloces, cruzaron juntos aquel foso de muerte. Uno lo consiguió, mientras el otro dos disparos recibió ...

Se hizo un extraño silencio... cuatro jabalíes y dos ciervos se habían matado en aquella vuelta y sus cuerpos descansaban sin vida en el claro. ¡Buena recompensa para tan larga espera...! Aún quedaba la segunda vuelta de los perros. El hombre enfocó a las peñas esperando encontrar a su ciervo. Allí estaba, ergido, atento, vigilante... Sus músculos estaban tensos, esperando el momento para cruzar. De repente, dio su salto hacia delante, revelando su presencia con el roce de sus cuernas entre la maleza. Los cazadores, más relajados por las piezas cobradas, se volvieron hacia el ruido y aprestaron sus armas... Y allí apareció majestuoso aquel alto y bello animal. Dando ventaja a sus enemigos, el ciervo paró desafiante justo al borde del claro. El hombre creyó desmayar mientras veía a los cazadores encarar con rapidez sus armas. Con los prismáticos observó la cara del animal, que por un momento cruzó su mirada con el atónito espectador... El hombre se impresionó por la serenidad que despedía aquel bicho, como sabiendo que saldría con vida de aquel trance. Y vio cómo emprendía veloz la carrera hacia delante con estudiada precisión mientras a su alrededor mortíferas balas buscaban ávidas penetrar en su carne. Fue un momento de gran tensión... pero... ¡se había salvado...!

Hombre e hijo se miraron conteniendo su emoción. Una vez cruzado el claro, la carrera del animal continuó dentro de la espesura en busca de una mayor protección. El hombre había perdido su rastro. Tanto él como su hijo no podían disimular su júbilo. Fue éste de nuevo quien indicó de nuevo al hombre la presencia del animal. Escondido entre unos elevados arbustos cercanos a dos alcornoques salvajes, la cabeza del macho se destacaba contra el fondo que tan solo podía verse desde su puesto de observación. Como si quisiera decirles algo, el ciervo se había descubierto para ellos y les miraba con atención. El hombre presintió que algo extraño iba a suceder. Aquel noble animal parecía que iba a hablar. ... Su serena compostura pretendía tranquilizar a los dos improvisados espectadores de aquella cacería. Sus negros ojos despedían un cegador brillo lleno de vida que transmitía un motivo de esperanza sobre el desenlace de los próximos e inciertos minutos.

Un mensaje retumbó en la cabeza del hombre:

- Recuerda la promesa.

El hombre se volvió bruscamente hacia su hijo:

- ¿Qué has dicho?

- Nada, papá.

- ¿No has oído esa frase?

- No he oído nada, papá...

Alterado, el hombre fijó de nuevo su mirada en el ciervo macho. Seguía inmóvil, mirando en su dirección. Con los prismáticos el hombre pudo ver un gesto de asentimiento en la mirada del animal. El hombre bajó los prismáticos, se puso en pie y, sin saber porqué, le hizo una señal con la mano. En ese momento el ciervo bajó la cabeza y, de un salto, se internó en la espesura del bosque.

...

A los pocos minutos, el gran y enorme ciervo aparecía en el linde del bosque a un trote ligero rumbo al cerro que sería su salvación. El corazón del hombre se encogió. ¡Llegaba el momento de la verdad..! Pero el animal no corría solo... Junto a él trotaba inquieto otro ejemplar algo más pequeño. Con sus prismáticos, el hombre observó que era un joven ejemplar de algo más de un año. Con toda seguridad se trataba de aquel que salvó la vida en la mancha, en la que cayó su compañero de fuga.

Ambos animales trotaban ligeramente junto a la linde del bosque, buscando la seguridad que ofrecía la desenfilada de aquella zona respecto a los puestos de la cercana mancha. Una vez finalizada la linde, debían de cruzar el espacio llano, libre de protección, destinado a la siembra, que separaba ambos cerros. Doscientos metros batidos desde un único puesto: el colocado en lo alto de las peñas de la trocha mortal. Allí, dos expectantes cazadores miraban con atención aquel espacio, intuyendo la existencia de alguna pieza por cobrar.

Los animales llegaron a su destino. El gran ciervo volvió su cabeza hacia el hombre, y la agitó de arriba abajo varias veces, queriendo decir algo. El hombre se sintió completamente confundido. Aturdido, un escalofrío recorrió su espalda y notó una especie de comunicación con aquel ciervo. Ávidamente, miró hacia lo alto de las peñas, donde los dos cazadores escrutaban el espacio vacío que se abría entre los cerros. Algo sobrenatural iba a ocurrir. El joven ciervo, asustado, venteaba el aire inquieto, presintiendo el acoso próximo de los perros, pero sin atreverse a abandonar la engañosa seguridad de aquella enmarañada maleza.

En un momento dado, el ciervo adulto empujó con su morro al joven obligándole a salir al claro. ¡La carrera mortal había comenzado...! El joven, obligado por su compañero, se lanzó a una loca carrera loma abajo hacia el camino de tierra que separaba los cerros. El ciervo adulto, con un trote contenido, se mantenía detrás. Un grito de júbilo se oyó desde las peñas... Los cazadores les habían visto y se aprestaban a disparar.

El hombre sintió una gran congoja en su interior... El corazón se le encogió, sabiendo que aquel era el final. ¡Aquello no podía finalizar de esa manera...! Pero, ¿qué podía hacer..? "Recuerda la promesa..", esta frase retumbaba en su interior... ¿a qué se refería...? ¿a quién había prometido algo...? El ciervo adulto se había colocado a la izquierda del joven y, poco a poco, le obligaba a desviar su dirección para subir por la ladera derecha. Actuaba con seguridad, como si conociese un camino concreto. Pero no se ponía nunca delante. Yendo detrás, sería el primero en caer ... parecía como si pretendiera proteger al joven ciervo...

Sonó un disparo... El eco del sonido se propagó por los montes... El hombre cerró los ojos, con la mano de su hijo agarrada con fuerza. Cuando los abrió, vio con alegría cómo los dos animales proseguían su trote... Miró a las peñas... Uno de los cazadores hacía gestos, contrariado, mientras que el otro apuntaba su arma con atención ... Sonó un segundo disparo... El hombre giró la cabeza y ... ¡oh, maravilla...! ¡ambos animales seguían vivos...! ¿Qué estaba pasando...? "Recuerda la promesa...". El hombre creyó que se refería a la frase pronunciada antes a su hijo.... "No lo permitiré...". Seguía mirando a los animales... el joven ciervo, asustado por los disparos, inició un rápido galope, pero inmediatamente el gran macho le adelantó, se puso delante y, girándose contra él, le hizo frenar su marcha... inmediatamente el macho reanudó el ligero trote hacia arriba, dejando que el joven marchara delante...

Dos disparos más... El gran ciervo macho cayó al suelo ... El hombre y su hijo gritaron de desesperación .... Fue un grito que les nació de lo más profundo de su ser, un grito de desgarro que contrataba con el júbilo que se oyó desde las peñas... El hombre recordó la miraba serena del ejemplar que se mostraba orgulloso en el salón de la casona... "ninguna baja más..." ¡Era eso...! ¡Esa era la promesa...! "Ninguna baja más..." Eso era lo que había transmitido aquel noble bicho mientras contemplaba cómo era rematado... Pero... ¿cómo podía ser...?

De pronto, un nuevo grito de su hijo llamó su atención... El hombre vio, atónito, cómo el ciervo caído se levantaba del suelo y, de un salto, iniciaba un veloz galope para ponerse de nuevo detrás del joven que, tremendamente asustado, corría de nuevo galopando hacia arriba. Al notar su presencia, el joven aminoró su marcha, y ambos reanudaron de nuevo su ligero trote... Aquel extraño proceder intrigó al hombre ... Cogió de nuevo los prismáticos y enfocó a los animales... Algo miró que le hizo bajarlos bruscamente ... "No puede ser...", pensó .... Volvió a enfocar, y ante su mirada aparecieron las cabezas de ambos animales... Los dos tenían una mancha blanca en la oreja ...

Quedaban cien metros de carrera... Los cazadores, sin comprender lo que ocurría, habían abandonado su disciplina de tiro y se dedicaron a disparar sin respetar su turno. Sonaron tres disparos, dos de los cuales hicieron cojear al gran ciervo de detrás... Ninguna bala hizo impacto en el joven... Pero el gran ciervo macho no cayó al suelo... Ambos seguían serenos su ligero trote hacia la linde del nuevo cerro...

Cincuenta metros para llegar ... Los disparos arreciaban... El hombre aspiró profundamente, cerró los ojos, elevó la cabeza al cielo y ofreció una especie de oración... "Ninguna baja más...", había dicho con aquellos serenos ojos el ejemplar rematado el año anterior... Ninguna baja más en su familia, debía de entenderse... Debía de ayudar al cumplimiento de aquella promesa con su deseo... Deseó profundamente que aquellos dos animales llegaran con vida al cerro protector... Como en una oración, su alma debía de reforzar los deseos de la promesa realizada por aquel ser irracional... pero que era un ser vivo, al fin y al cabo... Y deseó con todas sus fuerzas... Cogió la mano a su hijo... y apretó... Una serena placidez embargó su ser... Y pidió la vida para ambos... Cuando abrió de nuevo los ojos, no vio a los animales...

- ¡Mira, papá...! ¡Lo han conseguido, se han salvado... han entrado en el bosque!

...

Cuando aquella misma tarde el hombre y su hijo regresaron a la casona, encontraron a la mujer del dueño tremendamente disgustada ... La enorme cabeza de ciervo que presidía el salón forrado en madera había desaparecido ... Sólo el hombre sabía qué había ocurrido ... y se sintió tremendamente feliz.

FIN.