11. EL SACO

Llovía a raudales ... Se mojaba hasta los huesos, puesto que no tenía nada para evitar el agua. Sus calados zapatos chapoteaban entre los charcos del camino. Llevaba la cabeza levemente ladeada hacia la izquierda, pues era de allí desde donde arreciaba el viento haciendo que la lluvia golpease su cara con fuerza. Arrastraba con dificultad un saco cuyo peso era el causante del esfuerzo reflejado en su cara. Tenía los ojos muy cerrados, evitando con sus pestañas que las gotas de agua de su pelo molestasen su visión. La blusa que llevaba encima estaba tan empapada que caía lacia sobre su inclinado cuerpo, haciendo que se transparentasen los pequeños y firmes pechos de la mujer. La oscuridad reinante añadía dificultad al avance, ya de por sí difícil. Tropezó con algo y cayó a las sucias aguas que se remansaban en las irregularidades del camino. Su melena se le arremolinó en el suelo junto a su cabeza, aumentando la confusión del momento. Lentamente, se incorporó. Las lágrimas afluyeron a sus ojos, cayendo calientes por su rostro y llenando el paladar con su sabor salado. Un grito de angustia quería salir de su pecho, pero el aire necesario se negaba a fluir a sus pulmones. Cogió el saco con ambas manos y reanudó el penoso trabajo de arrastrar su peso bajo la lluvia.

Dobló un recodo en el camino y divisó a lo lejos el reflejo de aquella luz blanca que tanto la atormentaba. Su intensidad era tal que impedía mantener la vista en su dirección. Sin duda alguna, aquel haz se dirigía hacia la mujer con toda la intención de iluminar su lento avance. La lluvia seguía arreciando, y el barro del camino hacía cada vez más dificil el arrastre del saco. El agua golpeaba con fuerza su espalda, taladrando la blusa con insistencia. Hizo un alto. Dejó el saco. Se irguió. La luz que la iluminaba recortaba su silueta, mostrando la esbelta figura de una joven muchacha. El descanso fue corto, pero suficiente para aliviar algo la dolorida espalda. El saco pesaba cada vez más. Por lo menos esa era la sensación de la mujer.

La luz estaba cada vez más cerca. A su lado comenzaban a vislumbrarse las sombras de unas figuras, sin que los ojos de la mujer pudieran acertar a saber en concreto qué representaban. Cayó al suelo por segunda vez. Al levantarse, el haz de luz presentó un rostro lleno de lágrimas y desesperación. El cansancio la dominaba... Volvió a asir el saco, dio un tirón, pero no se movió... Lo cogió de nuevo, tiró de él con fuerza y las manos, completamente mojadas, resbalaron por la sucia y embarrada superficie de la tela. El esfuerzo efectuado fue tal que cayó de espaldas al camino... Se le oyó llorar desconsoladamente, ocultando su rostro entre sus sucias manos, mientras la lluvia recorría sus desordenados cabellos. Se arrodilló delante del saco, puso sus manos en el lateral y, empujando, lo arrastró unos centímetros. Llorando, apoyó las manos en el suelo, avanzó sus rodillas entre el barro, colocó de nuevo ambas manos a un lado del saco, aguantó la respiración ... y volvió a empujar con fuerza, desplazando algo el saco.

Delante de la muchacha, a unos cien metros de distancia, alguien manejaba el potente reflector que emitía aquella potente luz. Sus ojos inexpresivos escondían un ser sin emociones. Sendas alas de plumas blancas nacían en su espalda, que repelían la torrencial tormenta de agua que le caía encima. A su lado, una flamígera espada apoyada en un carrete de cables amortiguaba la luz que emanaba el fuego desde la empuñadura.

- ¿qué traes, mujer? - preguntó con voz altisonante.

- Mis pecados, señor... mis pecados...