Por la vega granadina cabalgaba el caballero, capa el viento, dejando una estela de polvo tras de sí. Marchaba rápido, veloz, espoleando su montura color bayo y largas crines. A su derecha la imponente mole montañosa con sus cumbres nevadas refulgía con pálido resplandor bajo la mortecina luz del sol de media tarde. Rápidas pasaban a su vera las encinas y los olivos que iba dejando atrás mientras sorteaba con maestría los hoyos y rodadas que horadaban el camino, provocadas por el paso de las pesadas carretas tras recientes lluvias de primavera. La luz diurna se apagaba poco a poco, y el caballero refrenó paulativamente su caballo para adaptar su marcha a la oscuridad que crecía a su alrededor.
Hacía tiempo que había abandonado el camino principal, internándose en los cientos de vericuetos y suaves lomas que había en la zona fronteriza con el vecino reino cristiano. Tomaba precauciones para que su presencia no fuera detectada por las patrullas musulmanas de los cercanos puestos de vigilancia. Llegó un momento que la oscuridad reinante le obligaron a desmontar y seguir avanzando caminando, mientras llevaba su fiel caballo de las riendas. El silencio que le envolvía se rompía tan solo por el golpeteo de los cascos del caballo con las piedras del camino y las pisadas del hombre sobre los guijarros del mismo.
En un instante se apercibió de la masa oscura que apareció ante sus ojos. Aquella era la casa, una construcción baja y rústica, hecha de piedras, situada a un lado del estrecho camino que seguía. Estaba protegida por un espaldón formado por un farrallón natural cortado casi en vertical que formaba un corte en el monte. El espacio vacía se había aprovechado para edificar aquella majada. A su alrededor habían crecido altos alcornoques que daban al entorno una belleza salvaje a la par que protegían la casa de ojos curiosos. Se acercó a la casa con paso vivo. Se apercibió de que el portón de uno de los laterales que hacía las veces de establo estaba entornado y que de su interior provenía el piafar de otro caballo. Su corazón dio un vuelco. Entró apresurado en el establo y ató las riendas de su bayo junto al alazán que allí estaba descansando. Con la maestría y rapidez propia de su juventud liberó a ambos caballos de sus monturas, les acarició, les habló al oido con dulzura, y salió del establo cerrando en silencio el portón. Con sigilo se dirigió a la puerta de la casa. Estaba entornada. Su interior estaba iluminado con la tenue luz producida por los restos de un fuego que caldeaba la estancia principal de la casa. Entró en el interior, cerró la puerta con una tranca horizontal, y se giró agitado.
Delante suya se encontraba una hermosa joven de cabellos oscuros que le caían en cascada sobre sus hombros. Su blanca vestimenta iluminada con los reflejos vivos de la hoguera realzaban su belleza. Su estrecho talle se acentuaba por una ancha faja de pálidos colores con bordados de seda e hilos dorados. Su cara estaba iluminada por una repentina felicidad producida al ver al joven entrar en la casa. No se dijeron nada. Durante un breve instante se contemplaron el uno al otro, sin acercarse. Al punto el joven avanzó despacio hacia la joven, que corrió a su encuentro para ser abrazada por su amado, al que no veía desde hacía mucho, mucho tiempo. Los dos jóvenes se fundieron en un abrazo interminable, seguido de un prolongado beso, sin que la pasión que sentían el uno por el otro debido a la distancia y lejanía en la que se veían obligados a vivir traicionase la dulzura de aquel ansiado momento.
- Isabel, amor mío.
- Ibrahim, amor mío.
La emoción del encuentro inicial cedió terreno paulativamente a impulsos más profundos en los que demostrar el mutuo amor que sentían el uno por el otro. Sin dejar de abrazarse ni acariciarse, el joven arrastró poco a poco a su amada hacia la otra estancia de la casa, donde tan solo había un camastro de madera cubierto de gruesas mantas a modo de colchón. La pareja se dejó caer en aquel lecho de amor, dispuestos a expresar sus más íntimos sentimientos y gozar juntos de su dicha y felicidad.
----------
En el exterior de la casa el silencio era absoluto. El viento había cesado y los grillos habían interrumpido su característico sonido al paso de los cuatro soldados cristianos que acababan de llegar. Tras haber dejado sus caballos al abrigo de un cerro cercano, se dirigieron a pie hacia el bosquecillo de altos alcornoques, dispuestos a entrar en aquella oculta majada. Tenían órdenes de reducir al atrevido granadino que gozaba de los favores de Doña Isabel de Tejada y Heredia, hija de la señora condesa viuda de Limia, a quien su madre tenía destinada a más altos vuelos que a los amores prohibidos y pecaminosos con un miembro de la otra religión, por muy noble que fuese su cuna dentro de la dinastía nazarí.
El amanecer del día siguiente iluminó una trágica escena en aquel recóndito lugar de la frontera granadina. Los negros tizones humeantes de la pequeña majada servían de terrible epitafio de aquel amor prohibido. Ibrahim yacía muerto con varias estocadas en el vientre y el pecho, producidas durante su pelea a espada con dos de los soldados cristianos. Junto a su amado, Isabel de Tejada permanecía inmóvil, con los ojos inexpresivos. Su joven corazón no pudo resistir la visión ensangrentada de su amado, y había caído sobre él como herida por un rayo. La condesa viuda de Limia consiguió su propósito de impedir la felicidad terrena de aquel amor.
----------
Dicen las leyendas que circulan alrededor del monasterio de San Juan de las Abadesas, en la provincia de Gerona, que una de las monjas que allí profesó en época del rey Fernando de Aragón murió loca e invocando a gritos a una tal Isabel, a quien llamaba hija suya. Su mención a la venganza y perdón de un tal Ibrahím, nombre de infiel a todas luces, provocó el escándalo general de las monjas y del presbítero, que no consiguió arrancar de su boca la petición de perdón a aquel caldeo. A su muerte fue enterrada extramuros de la localidad, a los pies de una olvidada loma, con el estigma propio de los herejes.