Aquella era una carretera mal asfaltada y llena de baches. Los lados carecían de arcén y el asfalto caía cortado en vertical sobre la tierra polvorienta. Salirse de la carretera no era recomendable para turismos. Sólo las ruedas de los vehículos todo terreno podían enfrentarse sin problemas a este tipo de obstáculo. A ambos lados se levantaban diversas casas de ladrillo y madera, separadas unas de otras y rodeadas de un cercado que delimitaba un trozo de tierra utilizado como huerto familiar y depósito de paja, heno y útiles de labranza. Tenían todo el aspecto de fuertes del oeste, con su muralla exterior rodeando un área de vida humana. Algunos árboles frutales alegraban el aspecto del interior de los cercados, mientras unos chopos y álamos plantados junto a la carretera le daba a ésta un agradable aspecto de comodidad y acogimiento. El conjunto de casas se levantaba en una longitud de no más de un kilómetro. Formaba un enclave identificable en medio de un campo amarillo de cereales delimitado al fondo por otras poblaciones más grandes. Casas, cercados, árboles y carretera formaban un conjunto armonioso, complementándose mutuamente en un decorado artificial implantado en la campiña de forma natural y transportando al espectador a otros tiempos felices en los que el hombre vivía en plena armonía con la naturaleza, lejos de las ciudades deshumanizadas.
Por esa carretera discurría lentamente un blindado. Tan solo asomaba al exterior el conductor del vehículo. Se suponía que el resto de soldados estaba en el interior de aquel monstruo de acero. La torreta montaba un cañón que apuntaba impávido al frente. El blindado avanzaba con suavidad, rompiendo el silencio de la mañana con el bronco rugir de su motor, como pidiendo perdón a la naturaleza por la invasión que estaba realizando. A lo lejos, en dirección contraria, el conductor divisó dos jóvenes figuras que se recortaban contra el verdor de una de las cercas. Caminaban lentamente por la carretera, agarradas de la mano, sin soltarse, protegiéndose mutuamente. Los vestidos de la mayor estaban raídos, mugrientos, viejos su cara mostraba alegría por ver el vehículo, pero al mismo tiempo reflejaba el temor de toda persona acostumbrada a ser blanco de pasiones desatadas sin freno y a ver la muerte despiadada a su alrededor. Junto a ella una niña pequeña, seguramente su hermana, agarraba su mano con fuerza, temerosa sin duda de que la apartaran de aquel refugio en el que se sentía segura y que utilizaba como protección de las miradas de los extraños en contraste con la joven, la mirada de la pequeña reflejaba miedo.
El pelo de la joven era de color rubio. Lo llevaba desaliñado y enredado, aunque se adivinaba un coqueto esfuerzo para mantenerlo arreglado. Caminaba recatada, escondiendo su feminidad, temerosa de provocar lascivos sentimientos en los hombres que la contemplaban a través de las escotillas del vehículo. Su falda sucia y corta dejaba adivinar unas bonitas caderas; su pecho, escondido tras un amplio y deshilachado gersey de lana con lamparones de suciedad que le venía grande, se adivinada firme y joven; calzaba unas desgastadas zapatillas de deporte de marca indefinida que un día ya muy lejano sin duda fueron de color blanco. La pequeña que caminaba a su lado lo hacía descalza, vestida con un delantal tan grande para su edad que impedía adivinar las prendas de ropa que llevaba puestas. Su pelo tambien era rubio.
Cogidas de la mano, caminaban a lo largo de la carretera, único camino que ponía su escaso mundo en comunicación. Las niñas se dirigían sin duda a una de las casas del enclave casas. Los ojos del conductor se fijaron en los de la joven. Esta se paró, fijando su mirada triste en los ojos del conductor, que no apartaba su atención de la joven, atraido por aquel magnetismo que provocaba la tristeza de la joven. A su lado, su hermana se escondió tras las piernas firmes de la muchacha. Poco a poco, temerosa al principio, con más confianza después, la niña asomó su cabecita tras la cadera de su hermana, mirando a su vez al conductor. Éste había parado su vehículo, que ronroneaba suavemente como un enorme dragón en mitad de la carretera hipnotizado por la sensación de delicadeza y sencillez que emanaba de ambas chiquillas, dispuesto a aplastar a cualquiera que osara estorbarlas.
El conductor notó la tristeza de la joven, de cuyos ojos emanaron breves lágrimas de soledad, temor y agradecimiento. El joven soldado supo que aquella muchacha estaba dándole a su manera las gracias por la protección que les daban a aquella comunidad, aislados en mitad de un mar de odio racial, rodeados de fieras enemigas dispuestos a caer sobre ellos para matarles, exterminarles, violar a las mujeres y mutilar a los jóvenes. Por aquella mirada, el soldado supo del miedo visceral que la joven tenía a ser violentada; y comprendió que a pesar de su juventud, había sido testigo en el pasado de crueles escenas que él jamás podría imaginar ni siquiera intercambiando con sus compañeros de armas experiencias de Chechenia o Afganistan. Aquella bella y delicada muchacha había perdido la esperanza de ser feliz en un mundo normal, de encontrar un marido que amar y al que entregarse para formar un hogar. A aquella muchacha le habían arrancado todo en plena juventud
Pero daba las gracias por seguir viva
- Spasiva - musitó en silencio la joven mientras alzaba su mano derecha - Spasiva.