18. TRAGEDIA

MÚSICA: "Marte, el mensajero de la guerra", de "Los Planetas" Opus 32, de Gustav Holst (7´29")

El cielo azul cubría sus cabezas, ajeno a la tragedia que tenía lugar debajo. Las trincheras estaban llenas de soldados nerviosos y sudorosos, conscientes de que para muchos de ellos sería la última vez que contemplasen las nubes desplazarse lentamente como pesados galeones bajo esa azul inmensidad. El joven soldado se acercó a su puesto en la trinchera, junto a la escalera de asalto. A pesar del peligro, estaba tranquilo. Un sargento se acercaba por la derecha, comprobando que todos los hombres estaban preparados y correctamente equipados. Les palmeaba su espalda con complicidad, queriendo dar unos ánimos que todos sabían eran inútiles. Tenían una cita con la muerte, y estaban hermanados en ella. El sargento venía a recordárselo.

El joven soldado sacó del pecho una foto, y la colocó delante de él, apoyada en uno de los sacos terreros. La cara de una joven le miraba dulcemente, sonriente. El joven cerró los ojos. En aquella ocasión también el cielo azul cubría sus cabezas, sin importarles a los dos nada más a su alrededor. Los árboles acompañaban su paseo, mientras arrullaban con el siseo de las hojas mecidas al viento a la pareja que caminaba lentamente entre sus sombras. Cogidos de la mano, avanzaban seguros de su amor, heridos en el corazón por este incómodo dardo que les penetraba hasta lo más hondo de su alma. Caminaban en silencio. Su mutua presencia era lo único que necesitaban para manifestar su felicidad. Caminaban cabizbajos, temerosos de mirarse a los ojos, pues sabían que de hacerlo se juntarían en un interminable abrazo, sus labios se fundirían en un dulce y placentero beso, sus corazones dolerían la imposibilidad de la unión y sus mentes mareadas subirían a la nube donde vivir su amor.

En aquella ocasión se detuvieron junto a un árbol. Ambos lo conocían bien. Allí, en la corteza, dos marcas herían el tronco del árbol como solitarias cicatrices que daban testimonio mudo y oculto de su amor verdadero. Cada uno avanzó una mano para acariciar las marcas, y sus manos se tocaron. Alzaron la vista y se miraron a los ojos. Contemplaron el alma desnuda de su ser amado a través de aquellas ventanas brillantes, húmedas, emocionadas. Sus corazones palpitaron acelerados.

El joven soldado recordó que aquel día, como en esta ocasión, también las nubes avanzaban despacio bajo el intenso azul de la mañana. Recordó el aire cálido que envolvía sus sentidos mientras se unía a su amada de la manera que les era posible. Allí, tumbados en la hierba, con las manos juntas, mirándose a los ojos, en silencio gritaban su amor. En la lejanía se oía el silbato del tren, llamando a los rezagados. Los ojos de la joven se anegaron de lágrimas. De su pecho sacó aquella foto que ahora contemplaba y se la entregó a su amado mientras sus labios buscaban su amor…

Otro pitido resonó en sus oídos. No era el silbato del tren, sino el del capitán de su compañía, dando la señal de asalto de la primera oleada. El joven soldado pertenecía a la tercera, así que permaneció quieto en su puesto, fija la mirada en los ojos de su amada. Aquellos ojos oscuros que tantas veces había contemplado en silencio, cuyo intenso brillo proclamaban su amor por él. Recordó la primera vez que la besó, sentados en un banco del parque, junto a la iglesia. Fueron aquellos ojos quieren suplicaron aquel beso. Ojos que se cerraron al contacto de sus labios … ojos que brillaban llenos de vida y emoción cuando volvieron a abrirse …

Un golpe sacó al joven soldado de sus recuerdos. El cuerpo sin vida de un compañero le había golpeado el costado. Lo reconoció. Pertenecía a la 3ª Sección, aquella a la que le tocó salir la primera al asalto aquel día. Era un soldado alto y fuerte, risueño y optimista, que jugaba al fútbol como defensa en el equipo de la compañía. Había subido por la escalera de asalto en segundo lugar, tras el cabo de su escuadra, y nada más poner pie en el parapeto recibió un disparo en la frente que le tumbó de nuevo hacia atrás.

El joven soldado miró la cara de sorpresa del muerto. No sintió nada. Sabía que él también iba a morir, que iban a morir todos, y no quería que nada ni nadie le arrebatasen sus últimos pensamientos. Se volvió hacia la foto de su amada mientras en sus oidos resonaban el silbato del capitán y las voces de los sargentos de la segunda oleada, preparada y lista para partir a su cita con la muerte. El joven soldado contempló el pelo de su amada. Castaño y liso, hasta mitad de su espalda. Recordaba que en las noches de raso, cuando paseaban juntos y él la cogía de los hombros, metía su mano desnuda entre la melena de ella para protegerse del frío y relente de la noche. Recordó el suave tacto de aquella melena que tanto le gustaba. Y la expresión plácida de su amada cuando él acariciaba aquel pelo …

El tableteo de las ametralladoras y los gritos de angustia de los heridos de la segunda oleada le sacaron de nuevo de sus pensamientos. Miró a derecha e izquierda y contempló a los compañeros de su sección, la tercera oleada. En sus ojos se reflejaba miedo y resignación. En la trinchera seguían cayendo soldados muertos o malheridos, lo que significaba que hasta entonces ningún soldado de la compañía había conseguido avanzar muchos metros más allá del parapeto. Hasta ellos llegaban los gritos de los heridos llamando al doctor, pidiendo perdón al Creador, gimiendo por sus madres, o llorando y musitando palabras sin sentido. El cielo azul sobre sus cabezas seguía ajeno a la tragedia.

El sargento de la sección se acercó despacio. Su rostro reflejaba serenidad, sabiendo que su deber ante la muerte era confortar en lo posible a los hombres de la sección. En un extremo de la trinchera el capitán de despojó de su chaquetón. Sacó una carta de su camisa y la guardó en uno de los bolsillos de la prenda. Dobló el chaquetón y lo depositó con cuidado sobre una caja de munición vacía. Se quitó la gorra y la dejó encima. Luego dirigió la vista hacia los soldados de la tercera oleada, que le miraban a su vez expectantes y nerviosos. Les hizo una señal con la cabeza y se llevó el silbato a la boca.

El joven soldado sacó la bayoneta de su fusil. Colocó la foto de su amada sobre uno de los sacos terreros y apoyó con cuidado la afilada punta del cuchillo sobre la foto. Apretó despacio hasta atravesar la foto por la parte superior. La cara de su amada quedó prendida en el vacío, sonriente, feliz, con sus ojos iluminados de amor. El joven soldado acercó sus labios a la foto. Recordó el contacto de los suaves labios de su amada, húmedos, cálidos, amorosos … Recordó el embriagante olor de su cuerpo al abrazarla … Recordó las lágrimas que brotaron de sus ojos en el momento de la despedida …

El silbato del capitán resonó en sus oídos. Liberado de toda tensión, el joven soldado saltó como un muelle sobre la escalera de asalto. Recordaba el día que subió con su amada al árbol donde dejaron sus marcas. En lo alto del árbol dos gruesas ramas nacían juntas en forma de camilla. El joven había subido veloz hacia ellas para comprobar su solidez, colocar allí su chaqueta y hacer un sitio cómodo para los dos. Allí abajo su amada le miraba ansiosa e impaciente de subir a su lado. Pasaron aquella tarde juntos encaramados en lo alto del árbol. Él la abrazaba mientras contemplaban en silencio la puesta del sol en el atardecer. El color del cielo cambiaba de tonalidades de forma mágica, pasando del azul amarillento al rojo oscuro mientras la gran bola de fuego se hundía entre las colinas como si de un pesado barco hundiéndose en el mar se tratase …

El joven soldado corría hacia delante veloz con las manos cerradas. Había arrojado el fusil lejos de él para que no le estorbara en su carrera. Tenía una cita y no quería llegar tarde. Aquella misma mañana podría besar los labios de su amada en silencio... Podría acariciar su pelo, oler su perfume, mirarse en sus profundos ojos oscuros ... Corría y corría impaciente ... No quería llegar tarde ... Sintió que las piernas le fallaron y que caía al suelo … No oía nada … No veía nada … Se levantó y se vió solo. Una intensa luz le rodeada sin deslumbrarle. A lo lejos una figura se acercaba. Ante él apareció su amada, melena al viento, que le llamaba feliz desde la distancia.

Y el cielo azul seguía sobre sus cabezas ajeno a la tragedia que ocurría debajo …

FIN


Entre el 25 de abril de 1915 y el 8 de enero de 1916 tuvo lugar la campaña de Gallípoli en el Estrecho de los Dardanelos. De los 410.000 soldados británicos, australianos y neozelandeses murieron 205.000 hombres. Los franceses tuvieron 47.000 bajas de un total de 79.000 soldados. El ejército turco, formado por 500.000 soldados, tuvo entre 250.000 y 300.000 bajas. El precio de la estupidez humana se elevó en aquella ocasión hasta más de medio millón de seres humanos muertos entre sí en tan solo ocho meses.

El director de cine australiano Peter Weir relató esta tragedia en 1981 en su película Gallípoli, protagonizada por el también australiano Mel Gibson.

Este relato está inspirado en la amargura con que el espectador sale del cine tras ver la película.