Cata, La Mujer Prefecta
_______________________________Rosa Carmen Ángeles.
La señora Cata fue una de las prefectas más odiadas en la trágica historia de la secundaria para mujeres a la cual iba yo cuando era chica. Recuerdo que a Cata de cariño le decíamos en hebreo “Satanás”, aunque a veces en griego la llamábamos “La Diabla” y cuando ella nos llegó a escuchar, tomaba un aire de virtud ofendida y, como muestra expresa de su disgusto, al terminar el recreo, a manera de venganza, nos ponía a levantar los papeles tirados en el patio. Pobre señora Cata, ella tan buena y nosotras tan perversas; ahora la entiendo sobre todo cuando he sido profesora y por culpa de mis alumnos he cargado sobre mis espaldas cientos de apodos.
Es necesario haber alcanzado un determinado punto de desarrollo para entender a Catalina, pero yo creo que esta señora debió haberse dedicado a otra cosa para sobrevivir, porque se le notaba a leguas que le molestaba ser prefecta. Y como se encolerizaba, nosotras con más ganas le decíamos prefecta, aunque ella nos exigiera que le dijésemos “maestra”. Para justificar el “maestra”, a las niñas que regularmente nos llevaba reportadas a la dirección por mala conducta, ella se encargaba de darnos lecciones de urbanidad en un saloncito que tenía toda la facha de mazmorra.
Los métodos de enseñanza de La Diabla iban desde la amenaza hasta el capirotazo. En aquel saloncito nos enseñó que a la hora de salir del colegio no había que coquetear con los muchachos de la escuela de junto, que no hay que ponerles motes a los prefectos ni a los maestros; que no había que reírse del profesor de literatura cuando a éste se le ocurría recitar en voz alta los poemas de Ramón de Campoamor... en fin.
Además de poseer ciertas rarezas de temperamento doña Cata era una mujer rubia, chaparra y con cuernos, a la que nunca supe calcularle bien la edad. Traía el pelo crespo y estropajoso porque como que nunca le pendía el champú, y el color de sus ojos a veces era de un verde pasto y otros de un amarillo bilis, y eso que en aquella época no había lentes de contacto.
Cata tenía muy grabado aquel concepto de “mente sana en cuerpo sano”; por lo mismo, la apocalíptica mujer prefecta, cuando nos descubría en lo más fascinante del chacoteo, como correctivo nos ponía a hacer 100 lagartijas o 500 o mil sentadillas, ya no me acuerdo bien, todo dependiendo de lo grave que hubiese sido el crimen. Por lo mismo, después de haber cometido salvajada y media y después de tanta lagartija, al maestro de matemáticas además de que le daba más trabajo enseñarnos las ecuaciones de segundo grado, pasaba considerables dificultades para mantenernos despiertas. Todas quedábamos extenuadas y sin ganas de portarnos mal.
A causa de su horrible genio, Cata sufría penas y no poca soledad: el marido que le había tocado en suerte le tuvo miedo y de puro susto marchó a Estados Unidos con una gringa. Y todo, estoy segura, por culpa de sus malditos modos.
El carácter de la Satanás y el mío, nunca encajaron: por todo me reprendía y amonestaba: una vez me llevó castigada a la dirección por andar organizando una tanda; otra, le mandó un recado a mi mamá dándole la queja de que vendía yo cigarros en abonos a la hora del recreo (mentira cachetona); otra, de que andaba rifando un gato (puras calumnias); y la que más recuerdo, de que le cambié la letra a una “primorosa” canción de Carmelita Molina, nuestra profesora de canto, y en su lugar la llené de picardías en contra de nuestra querida señorita prefecta (esta vez no mintió: “en mi corazón de escuincla...” etcétera).
Una ocasión en la que una compañera y yo, sin querer, nos pusimos a esculcar el cajón del escritorio de Cata, nos dimos cuenta que ésta era una gran lectora: tenía gran interés por las obras completas de Yolanda Vargas Dulché, además de que varias veces la encontré en el mercado cambiando cuentos de Susy por fotonovelas de amor.
Como el director había ordenado: “castíguenlas cuando no obedezcan y no las deje entrar con el vestido muy corto”, Cata se sentía autorizada a meternos en cintura. Todo lo veía como un signo de mal; a mí me dio varios pellizcos cuando me llegó a cachar en la hora de la ceremonia cívica de los lunes, que yo, muerta de la risa convertía junto con mis compañeras, en ceremonia cínica. Además de que me obligó varias veces, antes de entrar a clases, a bajarle el dobladillo a mi uniforme.
Ya hacia el último año que cursé en la secundaria, me entró el pánico de reprobar, pues eso hubiera significado el seguir viendo a Catalina.
Pobre Cata, tan maldita que era. Ahora la extraño. ¿Por qué no mete en orden a mis alumnos? La última vez que supe de ella fue en tiempos del terremoto del ’85, la vi retratada en un aviso que colgaba en una estación del Metro, donde se preguntaba por su paradero. Con todo mi corazón pido que no se haya encontrado con alguna de mis excompañeras que haya aprovechado la oportunidad. Porque, como dice el dicho, en la bola no se supo.